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F dijo que podía quedarme unos días. Hasta que me aburra de verte el fondillo fueron sus palabras exactas. Sus hijos estaban de vacaciones en la Florida y ella se la pasaba trabajando; podía estar a mis anchas, el apartamento era mío. F se había casado, siendo apenas una adolescente, con un arquitecto. A los 22 ya tenía dos hijos, a los 23 se había separado y ahora, entrada ya en los 40, tenía una relación estable con otra mujer: su amante se llamaba Zeta, tenía 42 años, un hijo y dos divorcios en su haber. Zeta había amasado una pequeña fortuna con sus divorcios, tenía un anticuario y sabía pasarla. F era gerente de un banco y no le iba nada mal. Su apartamento quedaba en el centro histórico de Ciudad Inmóvil, era espacioso y lleno de luz. Zeta aparentaba mucha menos edad, era alta y delgada, con un rostro dulce y un cuerpo flexible. F es gorda, cuando hacemos el amor siento como si fuera un colchón de agua, su cara es linda como la de un monje tibetano. Como anda de pelea con Zeta me dice que si los hombres se tomaran en serio a una gorda estaría dispuesta a volver a casarse y llevar una vida normal. Si encontrara alguien diferente subraya con amargura. Me gustaría pensar que lo encuentra y oyen juntos aquella vieja canción de Iggy: Olvida la báscula, baby / no tengo más exigencia que dos lindos agujeros / No vine por tus medidas / no construiré otro muro /no construiré otro ataúd / me bastan los dos lindos agujeros entre tus piernas / ¿no te bastan a ti, baby? / Deberías ser la mujer de mis sueños / una chica apacible y satisfecha. Un bello sueño el de Iggy, pero si F cree que es difícil encontrar un hombre aficionado a las gordas qué diría de buscar una chica apacible y satisfecha: no existe esa chica, todas, por dulces que parezcan, tienen que encontrarle la comba al palo. Si las estrujas hueso por hueso quieren que además las ames, si las amas piden orgasmos múltiples y así hasta sacarte de quicio. A mí, en su lugar, me bastaría con tener una como Zeta de perrito faldero. La pobre Zeta llamaba todo el tiempo. F no respondía el teléfono. Al principio lo cogí varias veces y me quedaba callado escuchándola. Ella pensaba que era F. Su tono estaba quebrado por el insomnio y la angustia:

—Nena, nena, por favor, no cuelgues, no me hagas esto… Mira, quizá la cagué pero te amo, nena. Ven para acá un momento, anda pequeña, me arde, ya sabes cómo me arde sin ti. Nena, no vayas a colgar, tengo una botella de…

Colgué. Estaba impresionado. Cuando uno escucha la congoja ajena se le vienen malos recuerdos a la cabeza. Aquella voz no podía estar más rota. La pobre Zeta debía tener pelos en el corazón… Una bella cuarentona hecha polvo mientras la otra se hurga la crica y sonríe como si nada.

—¿Qué dijo?

—Que te ama.

F estaba fumando marihuana, sus ojos flotaban sobre su cara como dos estrellas a la deriva, la comisura de sus labios temblaba ligeramente.

—Eso dice quien quiere comerte y soplar, apenas des chance te escupe. Solo trata de imponer por fuerza su dolor, su juego de amor herido. ¿Qué carajos me importa su amor? Le dije: seamos amigas que se frotan, seamos leones marinos, escribamos poemas…

Soltó una risita. El teléfono estaba sonando otra vez.

Lo cogí.

—Nena, nenita…

Colgué. No podía soportar esa voz.

—Habla con ella —le dije.

F negó con la cabeza. El teléfono sonaba como un pájaro demente en la noche solitaria, un pájaro ciego en un mundo invisible.

—Ya hablé suficiente —dijo F con una sonrisa hasta las orejas—. ¿Quieres un poco?

Dije no y ella apagó el cacho. El teléfono sonaba y sonaba. F estaba hablando sobre los leones marinos. Cogí el teléfono y colgué enseguida. Volvió a sonar. Lo cogí y lo dejé descolgado. Me parecía escuchar aquella voz miserable rogando. Subí seguido por F. Puse un casete de música barroca y nos acostamos. Su pelo era suave y su olor opaco. Nos acariciamos largamente (pensé mucho en los leones marinos). Cuando la tuve bien dura se la metí. Fue un polvo delicado: sin dolor, sin límite, sin besos, sin slogans. F me dejó tumbado en la cama y se metió en el baño. Después bajó a cocinar. Permanecí boca arriba mirando el cielo raso y soñando despierto con las ballenas jorobadas.