I
Contexto histórico

La guerra y la droga teñirán la reputación de nuestros compatriotas en
ese tiempo futuro. Y cuando un senador, o un representante de Estados
Unidos, o un pedagogo europeo o un geógrafo de cualquier parte del
mundo necesite saber algo sobre Colombia, allí se enterará de nuestra
perniciosa influencia sobre una sociedad en su mayor parte blanca,
anglosajona y protestante, influencia que en pocos años sustituyó a la de
Francia y México en el mercado mundial de la marihuana y la cocaína,
e inventó los más audaces y mejores métodos para llegar hasta el corazón
de un pueblo honesto y puritano con sus barcos, sus aviones, sus mafias,
sus asesinos, sus contrabandistas, sus ‘mulas’ y toda laparafernalia de
la deletérea contaminación de nuestro tiempo...

ALBERTO  LLERAS CAMARGO, 1979

EL NARCOTRÁFICO COMO
FLAGELO DE LA HUMANIDAD

Aunque existen antecedentes en varios países del mundo sobre la persecución a las sustancias alucinógenas, fue Estados Unidos, sustentado en las poblaciones blancas y puritanas que se asentaron allí, el principal impulsor de la guerra mundial contra las drogas, la cual, más que una guerra, se constituyó en una política pública bastante represiva que se extendió por todo el mundo, dada la influencia política, económica y cultural de esa nación. Y si bien en Estados Unidos resultaron enfrentadas las posturas del liberalismo, en la que el bien individual y su libre elección contribuyen al bienestar colectivo, y del paternalismo, en el cual el Estado puede intervenir

en la órbita privada de las personas y decir lo que es bueno y lo que es malo, fue esta última percepción, sustentada en la creencia de la superioridad moral del hombre blanco, la que contribuyó a que sectores en Estados Unidos, con gran influencia en las decisiones gubernamentales, emprendieran una cruzada contra el “mal” que veían materializado en las realidades externas a las de la población dominante, ya fuera por medio de inmigrantes extranjeros o por las tradiciones de las diferentes minorías étnicas y sociales asentadas allí, considerándolas portadoras de “malas costumbres”. La “guerra contra las drogas” se declaró en 1971 cuando el presidente estadounidense Richard Nixon anunció al Congreso una serie de medidas en contra del tráfico y el consumo de drogas.

Esta convicción moral que impulsó con fuerza la prohibición y persecución radical a la fabricación, tráfico, distribución y consumo de drogas produjo y sigue produciendo grandes beneficios económicos en Estados Unidos, pues un alto porcentaje de las ganancias obtenidas en el narcotráfico se queda allí, ya sea en bancos, propiedades u otros consumos, pues, según algunos estudios, el mercado mundial de las drogas es de más de 60 000 millones de dólares, de los cuales, solamente el 10 o el 15% ingresa a Colombia, y, como bien afirmaba una publicación anónima, “... del costo de 12 000 dólares que vale allá para el gringo, este llega a hacerle a un kilogramo hasta 200 000 dólares, después de cortarla y menudearla”{1}.

Los inmensos recursos generados por la prohibición de las drogas también han sido aprovechados por el sistema financiero internacional para obtener gigantescos márgenes de ganancia, con lo cual las presiones a los políticos para que no planteen alternativas diferentes a las represivas son frecuentes: la legalización de las drogas acabaría con los fantásticos rendimientos económicos que subsidian altos niveles de vida. De hecho, es sabido que gran parte del auge económico que tuvo Miami durante los finales de los años setenta y los comienzos de los ochenta (en la época de las “guerras de la cocaína”) fue el resultado de la gran cantidad de dinero que, producto del tráfico de drogas, circulaba abiertamente y se manifestaba en costosas inversiones en bienes raíces, joyerías, equipos deportivos, agencias de modelaje, concursos de belleza, bares, discotecas y variados bienes suntuarios.

Es sabido de los mercados alternos que, alentados por la guerra contra las drogas, se han constituido en la gasolina para los múltiples conflictos internos o externos que han tenido los países involucrados en estas actividades, como el tráfico de armas y el contrabando de precursores químicos, cuyos epicentros se encuentran en los mismos países que impulsan con fuerza la prohibición de las drogas.

Sin embargo no puede olvidarse que al ser el tráfico de drogas una actividad de dimensiones internacionales, Estados Unidos ha llegado a tolerarlo, si de defender una “patriótica” tarea se trata, como ocurrió, por ejemplo, en el llamado “Coca-Gate” o escándalo Irán-Contras, en el cual, para evadir las restricciones del Congreso estadounidense al apoyo económico a los enemigos de los Sandinistas en Nicaragua y a la venta de armas al régimen iraní, el coronel Oliver North, del Consejo Nacional de Seguridad, dirigió una compleja operación que suministró armas a Irán y transportó cocaína a Estados Unidos, con lo cual se financiaron las armas que se le suministraba a los “contras ” Esto le permitió a sectores del Cartel de Medellín (presuntamente a Jorge Luis Ochoa) establecer una base en Yucatán, México, para introducir droga a Estados Unidos con la anuencia de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).

Años después —recordando las fotografías que le tomaron en Nicaragua, publicadas el 17 de julio de 1984 en The Washington Post, y que demostrarían su conexión con el Gobierno sandinista—, Pablo Escobar se referiría al hecho como un intento de “tapar un escándalo que ya se venía encima: el de la coca nuestra manejada por extranjeros para financiar a los enemigos de los sandinistas. Mejor dicho, la coca colombiana definiendo las guerras del continente”{2}.

¿POR QUÉ EN COLOMBIA?

Colombia se convirtió en el epicentro del tráfico de drogas por encima de países con condiciones similares por su compleja geografía y su fragilidad social. La ausencia del Estado y su falta de autoridad en muchos rincones del país facilitaron el surgimiento de poderes paralelos que han desplegado sus propias estructuras en un contexto en el que la existencia de fuertes jerarquías sociales, una escasa movilidad social y una abundante corrupción oficial y privada han contribuido a que, incluso, aquellos perseguidos por la ley puedan contar con un gran respaldo popular.

La accidentada y compleja geografía del país ha incidido en la existencia de espacios “independientes” del control estatal que facilitó el acceso a grandes mercados de la cocaína al estar a mitad de camino entre los países tradicionalmente productores de hoja de coca, como Perú y Bolivia, y los fuertes centros de consumo, como Estados Unidos. Igualmente, la abundante experiencia que ha existido en el país en actividades de contrabando, dada la insignificante presencia estatal sobre costas y fronteras, ha facilitado el desarrollo de poderosas rutas de tráfico que, en muchos casos, han contado con la anuencia —e incluso la participación directa— de funcionarios y autoridades locales.

Otro factor fue la extensa tradición de violencia en Colombia, lo cual favoreció a los traficantes criollos en su empeño por imponerse a redes delincuenciales de otras nacionalidades. Hacia 1976, los colombianos emprendieron sangrientas acciones para consolidar su control del mercado mayorista de drogas, y si bien gran parte de las “guerras de la cocaína” se dio entre grupos armados colombianos (primero en Bogotá, Medellín y Pereira, y luego en Miami y Queens, Nueva York), esto fue suficiente para desplazar a otros grupos de traficantes en Estados Unidos.

Todo esto se unió finalmente a la indiferencia —y a la complacencia— de las élites económicas y políticas del país que vieron cómo, en un momento en que la demanda por el producto crecía rápidamente, los grandes recursos del narcotráfico generaban colosales ganancias y cierta estabilidad económica, con lo cual hubo, desde las altas esferas gubernamentales, la apertura de varios canales de distribución de capitales.

¿POR QUÉ EN MEDELLÍN?

El modelo tradicional antioqueño, sustentado en el férreo control de la Iglesia católica, la migración a Medellín de élites que se veían a sí mismas como blancas, católicas, colonizadoras, igualitarias y trabajadoras, y actividades como la minería, el comercio y el cultivo de café, fue entrando en crisis dada la imposibilidad de la industria de generar una efectiva movilidad social. A este proceso se sumó la llegada a Medellín y al Valle de Aburrá (donde se encuentran los municipios de Envigado, Sabaneta, Itagüí, La Estrella, Bello, Copacabana, Caldas, Barbosa y Girardota) de pobladores pobres que fundaron barrios piratas y desarrollaron una ciudad que creció a espaldas de la que se reconocía oficialmente, tal como se vio en el Plan ordenador contratado por la municipalidad en 1951, que no tuvo en cuenta a esos nuevos sectores sociales. Las élites tradicionales, que veían cómo esos cambios entraban a cuestionar el orden establecido, optaron por defender el modelo tradicional sin integrar a los nuevos sectores sociales que consolidaban nuevos referentes, haciéndose frecuentes las riñas callejeras, el aumento de las madres cabeza de hogar y los robos a casas y negocios particulares de las élites.

Es en esa época en que surgen algunos famosos asaltantes que empezaron a ser considerados “robinhoods” criollos, como el legendario Manuel Tamayo “Calzones”, quien entregaba gran parte de las ganancias de sus hurtos a la población menos favorecida, alimentando cierta tradición que ya existía en la cultura popular antioqueña de hacerle culto al pícaro, al “vivo” y al astuto. Estos personajes fueron los antecedentes directos de “los camajanes”, unos bandidos de los años sesenta y setenta, que se caracterizaron por su falta de respeto hacia la autoridad, su personalidad festiva, el uso de un lenguaje bien particular, los colores vivos de su vestimenta, el pelo engominado, los zapatos de charol y su pasión por el lunfardo del tango y la música antillana.

En Antioquia se fueron fortaleciendo entonces, poco a poco, algunas organizaciones delincuenciales ligadas al contrabando, las cuales gozaron de la aceptación tácita de varios sectores de la sociedad, en un contexto en que ya para los años setenta la industria antioqueña vivía una época de bajas exportaciones, apremios en el mercado interno por el escaso consumo, poca renovación de la maquinaria en las fábricas y la dura competencia de productos traídos de contrabando a muy bajo costo, lo cual generó una profunda crisis que se tradujo en el cierre de muchas fuentes de trabajo y en el mayor índice de desempleo del país (15,4%). Esta crisis económica antioqueña llevó al auge de una economía informal que, en muchos casos, colindó con la ilegalidad (contrabando, piratería, asaltos y, por supuesto, narcotráfico), lo cual significó el nacimiento de una sociedad híbrida en la región que empezó a combinar los valores tradicionales con valores nuevos. Esto supuso la ruptura del modelo tradicional de familia que se remplazaba por otros espacios de socialización como el “parche”, la “gallada” o la pandilla. En ese contexto, muchos jóvenes de los barrios populares recibieron instrucción en el uso de armamentos por parte de las organizaciones guerrilleras (M-19, EPL, ELN y FARC), con el fin de desarrollar un proyecto armado urbano y organizar grupos denominados “milicias”. De esta forma, la inédita crisis que vivió Medellín “bien podría considerarse como una ‘crisis orgánica’ en la que se han visto comprometidos los más diversos sectores de la sociedad civil y del Estado”{3}, con el narcotráfico como uno de los tantos elementos que allí se consolidaron con el tiempo.