Se busca un tío

[Por su sobrino, Alberto Fuguet, revista Etiqueta Negra, mayo 2003]

En 1986 mi tío Carlos Patricio Fuguet García se esfumó de la faz de la tierra, desde la ciudad de Baltimore, en el estado de Maryland, Estados Unidos, lejos de su Santiago de Chile natal. Simplemente dejó de llamar por teléfono y las cartas comenzaron a ser devueltas. Mi padre, su hermano mayor, se contactó un tiempo después con su trabajo, un hotel de cuatro estrellas, y le respondieron que no estaban al tanto de su paradero. Mi tío Javier Fuguet, su hermano menor y mi padrino, logró contactar al administrador del edificio donde vivía y éste le dijo que ya no vivía ahí.

Desde entonces no hemos vuelto a saber de él.

Desde entonces está desaparecido.

Missing.

Nadie sabe dónde está.

Algunos en mi familia lo dan por muerto, tirado en la morgue de un hospital público y que el NN (el John Doe) en que se convirtió fue cremado o lanzado a una fosa común (¿eso es lo que hacen en USA?, ¿qué sucede allá con los cadáveres que no son retirados?). Otros sostienen que está en el fondo de un río que pasa por un barrio malo de una ciudad grande, el precio final de una deuda no pagada ligada al submundo de la droga o el hampa. Otros (porque Carlos es tema, un tema que despierta todo tipo de especulación) creen que es un descarriado sin sentimientos que no fue capaz de asistir al entierro de su padre, mi abuelo, Jaime Pedro Fuguet Jover, el que no aparecerá en este relato como el típco abuelito de pelo blanco porque no lo fue y porque no tengo la mejor opinión de él, incluso después de muerto.

Una tía cree que Carlos simplemente dejó de contactarse con nosotros y que anda vagando por ahí, en Las Vegas o Cuba, o capaz que hasta esté aquí, en Chile, en algún pueblo perdido. Perdido: ¿qué significa eso?, ¿perdido?, ¿perderse?, ¿por qué alguien se pierde?, ¿se perdió?, ¿se habrá perdido o quiso desaparecer?, ¿le pasó algo?, ¿optó o simplemente le pasó algo y todo esto es mala suerte, un malententido, un asunto de mala comunicación?

Mi tío desapareció —o se perdió— justo antes de que mi abuelo muriera de cáncer al esófago. Dato objetivo: Carlos Fuguet sabía que su padre estaba mal, en las últimas. El resto es especulación. Unos meses antes, Carlos había pasado por el barrio de El Toro, en Orange County, California, al sur de Los Ángeles.

Mi tío Carlos les regaló a mis abuelos un equipo de video y los llevó a pasear a San Diego. Ellos lo criticaron por gastar demasiado, por hacerles tantos regalos.

—Carlos, ¿de dónde sacas tanto dinero? —le preguntó mi abuela Raquel.

¿Cómo se llega de la vieja Nuñoa a la reluciente y recién fundada Orange County?

¿Qué cantidad de cosas tienen que pasar para cambiar tan radicalmente de mundo?

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Esa vez, esa vez que llegó con el equipo de VHS, fue la última que lo vieron. Dicen, porque no está del todo claro, que después hubo una discusión telefónica, creo. Mi tío, que había cumplido los cuarenta y un años antes, no había devuelto un dinero que le había prestado su madre. Todos lo putearon por teléfono. El dinero de mi abuela era un dinero «sacrificado». Lo conseguía haciendo aseo, como empleada doméstica, en las casas de los ricos de Laguna Niguel. Mi abuelo, por ese entonces, trabajaba para la Mercedes Benz de Mission Viejo, en un cargo que fusionaba la contablidad con la de ser chofer. En la familia estaban aburridos de socorrer a Carlos una y otra vez. Mi padre cogió el teléfono y lo insultó, creo.

—Cómo puedes hacerle esto a tu padre que está enfermo —le habría dicho antes de lanzarle una sarta de insultos o algo así—. Después mi abuelo, casi sin voz, o sin voz, porque ya no tenía voz —tenía un aparato en la tráquea—, le dijo algo que una vez me comentó mi abuela entre culposa y avergonzada:

—Deja de molestarnos, deja de existir. No existes para mí. Sólo me has traído problemas. No queremos verte nunca más. No me interesa que seas hijo mío.

Luego le colgó, hirviendo, y se quedó sin aire.

Mi abuela cree que ese nosotros, ese plural, fue la palabra decisiva, la que alteró algo en Carlos y lo hizo desaparecer. Mi abuela también cree que lo que le dijo su marido a su hijo no era del todo verdad, había que colocarlo en el contexto de un altercado, de un hombre enfermo, viejo, desesperado, débil e incapaz de controlar su genio.

Yo pienso: ¿por qué un hombre enfermo, viejo, desesperado, débil, no es capaz de controlar su genio?, ¿por qué le dijo eso cuando pudo callar o decirle otra cosa? Alguien puede estar mal, pero eso no implica hacer el mal. Mucha gente tiende a justificar los momentos de ofuscación. Mi impresión es que es en esos momentos cuando la gente debe, justamente, sobreponerse; donde se ve qué tipo persona es la que tienes enfrente. La mayor parte de los crímenes se cometen cuando la persona ha perdido el control.

Esta conversación telefónica, esta pelea, se me ocurre, fue justamente la gota que rebalsó el vaso. El vaso que estaba lleno hacía rato. O sencillamente trizado. Debe doler que te digan algo así, pero a los cuarenta y un años ya sabes qué es lo que siente cierta gente por ti y qué es lo que sientes por cierta gente. Mi impresión es que mi abuelo, más que odiarlo, estaba entre tremendamente decepcionado y cansado con Carlos.

Si es verdad que esa llamada sucedió como dicen que sucedió (al menos, sucedió en el mito familiar), entonces ahí, en ese instante, ocurrió algo enfermizo. Pasó algo que no debió haber sucedido: un padre se comportó como un hijo. Inmaduramente. Un hijo, a la larga, por ser hijo, tiene derecho a equivocarse, a herir. Es altamente probable que termine pagando sus errores pero ese es otro cuento. Un padre no puede ponerse al mismo nivel que su hijo. No me cabe duda de que mi abuelo le dijo la verdad y —quizás— Carlos se sorprendió al escuchar tan concentradamente lo que hacía tiempo necesitaba o quería escuchar.

Claramente le dolió.

Claramente lo empujó más allá de la orilla y lo hizo desaparecer.

¿Perderse es escapar?

¿Liberarse?

A los pocos días de esta conversación infernal llegó un cheque a nombre de mi abuela. Lo cobró. El cheque tenía fondos.

Luego, nada.

Nada.

Nunca más.

A los pocos meses, mi abuelo falleció. La pasó muy mal al final; no pudo, por primera vez, salirse con la suya. No tuvo campo ni fundo pero logró imponerse como una suerte de patrón de fundo de pacotilla. Es curioso, pero averiguando acerca de mi abuelo, nadie nunca me ha dicho algo positivo. A lo más, aquellos más diplomáticos, lo han definido como «un ser complicado», «difícil», «jodido».

Yo también tengo mucho que contar de mi curiosa no-relación con este señor que, ahora que tengo más años, puedo entender pero no por eso perdonarlo (quizás podría pero la verdad es que no quiero; a veces es bueno odiar, y este odio es, en rigor, más literario que nada pues no me paraliza ni envenena). Vuelvo a lo mismo: sin duda era un ser maldito, frágil, incompleto, lastimado, pero no por eso tuvo que hacer que el resto se sintieran parecidos.

A mi tío no pudieron avisarle cuando su padre murió porque no sabían dónde estaba. Seguía perdido. Carlos Fuguet había desaparecido sin haber dejado una dirección o, lo que es más curioso, una huella. A mí me avisaron por teléfono. Nos llamó mi papá desde California. En esa época vivíamos en Vespucio frente a la Escuela Militar.

—Tu abuelo murió.

Yo no supe qué responder; le dije:

—Ah, te paso a mi hermana.

¿Debería tener pena?, pensaba. ¿Sentir algo? ¿Qué? Si no le tenía afecto, respeto, simpatía, complicidad. No sabía cómo darle el pésame a mi padre porque no tenía una pizca de pena. Ni siquiera alegría porque tampoco era un demonio que me aprisionaba. Era simplemente un mal personaje secundario. Fui a contarle a mi madre, que estaba en su pieza.

—Se murió el viejo de mierda —le dije—. Por fin.

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Una biografía corta, de esas que sólo se fijan en los hitos y se saltan todo aquello importante: Carlos Fuguet García nació a fines de marzo de 1945 en Santiago y, dentro de todo, dentro de lo que sé, su vida se desarrolló sin sobresaltos. Es (¿era?) el hijo del medio, no era muy alto y —dicen— era el más inteligente. Al menos, es el que leía más de los tres: el más culto, el más intelectual, el más comprometido con las causas solidarias. Sin duda era el que sacó más premios en el colegio San Pedro Nolasco. Quizás era el más tímido también. Aquí estoy especulando: ¿era el más sensible?

¿Por qué pienso eso? ¿Por qué ese afán, esa complicidad, hacia los más trizados, hacia los incompletos? ¿Por qué creo que era así? ¿Acaso mi padre no era el más sensible? Mi padre, se me ocurre, es el que más logró, el que, con errores y todo, nunca desapareció incluso cuando huyó. Porque yo creo que sí, que cuando tenía quince años huyó de sus problemas, de Chile, de nosotros y de mí. Pero Carlos es la obsesión; no mi papá. Mi padre quizás ha sido el tema, el único tema, la inspiración para todo lo que haya creado; sin duda ha sido una adicción, una compulsión por buscarlo, por reemplazarlo, por entenderlo, pero esta crónica es acerca de Carlos.

De Carlos Fuguet, mi tío, mi tío perdido.

De los tres hermanos, Carlos era aquel con más potencial para dañarse, para trozarse y cortarse y hacer pedazos si algo inesperado o inmanejable lo azotaba. Y fue azotado. Igual que sus hermanos. No tanto por su padre, porque esta historia no es de azotes y correazos, aunque por cierto los hay, como era costumbre en esa época. A los tres les tocó cambiar de país y de idioma, pero a los otros dos les afectó menos. Cada hermano es distinto, tal como cada persona lo es. Y siempre hay un hermano más conflictivo. Todos pensaron que ese era el rol de mi padre. Que el mayor, el que lo echaron del colegio por malas notas y una conducta tipo Rebelde sin causa, sería the one. Pero al poco tiempo, los roles se invirtieron. Mi tío Carlos obtuvo el papel del malo, del condoro, y lo desempeñó con energía, carisma y sin mirar atrás.

Su padre —mi abuelo— nació en Montevideo, Uruguay, de padres catalanes recién bajados del barco. El bisabuelo Fuguet era un técnico textil de Barcelona, y mi abuelo, al crecer y quedar huérfano, siguió en el mismo rubro. Cuando nació mi tío Carlos, a mi abuelo no le iba nada de mal. Tenía una casa estilo art decó en el barrio de Ñuñoa, cerca del Estadio Nacional, un auto, servicio doméstico, niños en colegios privados. Era socio del Stadio Italiano. Mi tío Carlos fue un chico relativamente popular, no tanto como mi padre (que era seis años mayor) aunque bastante más que su tercer hermano, mi tío Javier, mi padrino, que tenía un año menos.

Cuando mi tío Carlos cumplió los quince años (creo) las cosas comenzaron a ir mal para la familia. De sopetón, mi abuelo lo perdió todo. En rigor, el que perdió todo fue su cuñado, otro personaje, un inmigrante italiano que se casó con su hermana mayor (y única hermana), la tía María, una chica de quince años. Arildo Olmi era un hombre de textiles, bastante básico, miembro clave de la colonia italiana local. Olmi acogió a mi abuelo, su cuñado, y no sólo le tendió una mano, sino que lo barrió para adentro. Todo bien: excepto por una cosa. El futuro y el presente de mi abuelo, y de su familia, comenzó a depender de otro. De Arildo Olmi. Mientras a éste le fue bien, los Fuguet García fructificaron. Pero cuando al cuñado se le vinieron encima las malas decisiones, y el vicio de las apuestas y el juego, todo se vino abajo.

Carlos Fuguet terminó el colegio muy joven e ingresó al Pedagógico de la Universidad de Chile a estudiar filosofía. Ahí coqueteó con las Juventudes Comunistas y combinaba su apoyo al candidato Salvador Allende con ir a las cárceles a enseñarle a los reclusos a leer. En su tiempo libre, seducía a las jovencitas que trabajaban como domésticas en el barrio («era chinero», me dijo una vez mi padrino) y las llevaba al céntrico cerro Santa Lucía, donde, entre los arbustos, pasaba un rato con ellas.

Mi abuelo tuvo que vender —o quizás le quitaron— su casa de la calle Nueva Ñuñoa (hoy República de Israel) y los cuatro se instalaron en un minúsculo departamento de la popular calle Diez de Julio, barrio de fábricas y repuestos automovilísticos. Se acabaron los lujos. Mi abuelo manejaba un taxi, mi abuela cosía. Desde California, mi padre, ya casado y conmigo, comenzó a mover los papeles de inmigración. En esa época, ingresar a los Estados Unidos no era difícil. Mi abuelo decidió que primero partirían sus dos hijos y, una vez que ellos ya estuvieran instalados, él los seguiría. A los diecinueve años, el segundo de los Fuguet llegó al aeropuerto de Los Ángeles sin saber una palabra de inglés. Iba con su hermano menor. Ninguno de ellos había salido al «exterior». En la embajada, frente al Parque Forestal, declaró que nunca había pertenecido al Partido Comunista y que no admiraba a Fidel Castro, dos mentiras de una. También firmó, con su padre al lado, un papel que decía que estaría dispuesto a defender a su nuevo país en caso de una guerra.

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Todos aquellos que se han mudado de país y de vida se hacen la pregunta: si me hubiera quedado en mi sitio de origen, ¿esto hubiera sucedido? ¿Qué hubiera pasado con Carlos Fuguet en Chile? ¿Habría terminado como un profesor?, ¿como un guerrillero?, ¿habría desaparecido a manos del ejército de Pinochet?

Mi tesis de sobrino es que los Estados Unidos arruinó a mi tío. Quizás eso es injusto, es lanzar la culpa lejos. Pero el factor América tiene que ver en la ecuación. Mucho, quizás demasiado. Yo algo sé de trasplantados. Quizás ahí radica mi lazo irrestricto con mi tío: yo también sé lo que no es tener un lugar en el mundo. Esto lo entiendo; me pasó lo mismo cuando aterricé en un neblinoso Santiago de Chile a mediados de los setenta. Carlos quizás tuvo menos suerte. ¿Tiene la suerte algo que ver en esto? Algo le pasó a Carlos. Antes de que se perdiera, ya estaba perdido.

O camino de perderse.

¿Por qué?

¿Cómo un chico bueno de Ñuñoa termina con problemas con la ley y, se me ocurre, consigo mismo? No es sencillo rehacerse, menos en otro idioma. Carlos, además, era un adolescente, lo que no facilitó su historia. En Los Ángeles, mis tíos vivían en un minúsculo departamento en un edificio cercano adonde vivíamos mi padre y mi madre y yo. Carlos se consiguió trabajo en la cocina del hotel del aeropuerto, al lado de los aviones, casi como si no quisiera instalarse del todo ahí y pudiera tomar uno y regresar. Pero nunca pudo. Al rato aparecieron mis abuelos y todos se fueron a vivir juntos. Mi abuelo lavaba platos. Mi abuela pegaba botones en una fábrica. Al rato, el papel que firmaron en la embajada en Santiago se hizo realidad. Había una guerra, o algo así. En Vietnam. Era 1966. Carlos y Javier fueron llamados al ejército. Hoy, en la televisión, escuchamos cómo mueren inmigrantes e hijos de inmigrantes latinos en el desierto de Irak. En esa época, la noción de chilenos luchando en Indochina era, por decir lo menos, risible.

¿Qué tenía que hacer un chico de Ñuñoa en Saigón?

Parece que a mi abuelo, sin embargo, no le pareció tan fuera de lugar que sus hijos partieran a luchar a una guerra que poco tenía que ver con su país adoptado y nada con su país de origen. Cuesta entender cómo no se regresaron a Chile o cómo no envió sus hijos a Canadá. En Santiago, mi abuelo no la estaba pasando bien, pero estaba lejos de estar muriéndose de hambre. No era un asunto de vida o muerte emigrar a California. Ir a Vietnam, sin embargo, sí lo era. Me imagino que, al final, prevaleció el factor conveniencia y el statu quo. ¿Qué se le iba a hacer? ¿Quizás pensaron que no era tan peligroso? Creo que lo asumieron como parte del peaje para poder cumplir o alcanzar el sueño americano y poder partir de nuevo. Entrégame a tus hijos y puedes volver a tener lo que tenías allá lejos, o quizás más. ¿Es tan alto el precio? Además, los chicos tendrían un curso intensivo de inglés. Volverían hechos hombres.

Los niños no eran niños. Perfectamente pudieron volver a Santiago. El costo, quizás, era no poder volver a Estados Unidos. Pero con un plan, la cosa pudo haber sido así: ellos, en Chile, podrían haber estudiado y trabajado. Podrían haber vivido en una pensión o con parientes. Con algunos dólares enviados por su padres, podrían habérselas arreglado de lo más bien. Claro, estaba el tema de la distancia. No hubieran podido verlos pero ¿podrían verlos en Vietnam?

Otra teoría: no los enviaron a Chile de vuelta porque eso implicaría, a la larga, volver ellos mismos. Y cuando mi abuelo despegó del aeropuerto de Los Cerrillos, lo hizo con algo claro en la mente: nunca volvería a este puto país que nunca sintió del todo suyo, este país atrasado que, para más remate, lo había humillado, condenándolo al exilio social. Mi abuelo era un resentido, un atado de frustraciones, un inseguro lleno de miedos y celos y egoísmos.

El menor de los Fuguet, Javier, mi padrino, fue enviado al frente y regresó, meses después, vivo pero, con los años, eso no quedó tan claro. Sus cicatrices y fracturas las vivió en silencio. Para más remate fue rociado por un veneno tóxico usado para quemar la selva llamado agente naranja. Mi tío Carlos tuvo mejor suerte: lo destinaron a Fort Hood, cerca de Waco, Texas; al parecer, tenía condiciones suficientes como para no ser considerado carne de cañón. Quisieron conservarlo vivo.

Dicen que una noche de verano tejana fue con un amigo a un bar y vio a una chica rubia bailar arriba de un cubo. Ambos estaban drogrados y borrachos: Carlos y Suzette se casaron al día siguiente. Suzette tenía diecinueve años, olía a orina de gato y no se lavaba el pelo. No conocía Dallas y soñaba con ir a California y escapar de su familia white-trash vaquera que vivían en un trailer pero que sin embargo tenían caballos.

Mi tío llegó casado a California con una chica no muy brillante pero con bonitas piernas que miraba con desdén a los mexicanos y creía que Chile estaba cerca de Grecia. Carlos Fuguet no fue a la guerra pero, si alguien se hubiera detenido a mirar más de cerca, quizás se habría dado cuenta de que la guerra que se estaba librando era dentro de él. El matrimonio duró poco y Suzette terminó de prostituta en la calle Sunset. Carlos Fuguet se dejó barba, el pelo largo y se fue a vivir a una pieza de un viejo hotel que sólo puede ser definido como bukowskiano. Desapareció un tiempo. Cuando regresó a la familia, era un hippie. O, al menos, un músico que se creía hippie. ¿O un hippie que se creía músico?

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El tío que más recuerdo (el mítico y el mejor de todos) era hippie, tocaba bongos, jugaba fútbol, siempre olía a marihuana y llegaba en un Mustang del cual salía música de Jimi Hendrix y Led Zepellin. Carlos Fuguet nos llevaba al SevenEleven y comía la misma chatarra que nosotros, sobre todos esos Slurpees, bebidas de hielo molido con anilina del peor color. Todo esto sucedía a comienzos de los setenta, en Encino, el suburbio tipo E.T. / El joven manos de tijeras donde me crié. Y todos en mi calle querían un tío tan cool como el mío.

Todos queríamos a Carlos, todos queríamos ser como él cuando grandes.

El tiempo transcurre y la gente muta, pero ¿cambia? Nixon se despidió de la Casa Blanca y mi tío se hizo ciudadano norteamericano. El tío seguía tocando en clubes, aunque ya no tan hippies sino más bien para adultos-jóvenes algo aburridos y varados. En uno de ellos conoció a Barbara, una viuda de la señorial Pasadena, un barrio tan viejo como acomodado de Los Ángeles. Barbara, para los estándares californianos, tenía alcurnia. Venía de «una vieja familia» y no tenía problemas de dinero. Muy por el contrario. También tenía un hijo, Zachary, que era muy rubio y muy gordo y muy hiperkinético y un año mayor que yo. Zack había nacido ocho meses después de que su padre murió en un accidente automovilístico. Mi tío entró a estudiar auditoría por las noches, se casó con Barbara y se hizo cargo de su hijo. Mi tío nunca tuvo hijos propios porque —dicen— era estéril. No me consta. Hay muchos baches en esta historia, partiendo por Carlos. Creo que él empezó a trabajar en la oficina de contabilidad de su mujer. A ella le gustaba la buena vida, en especial la que se vivía en Las Vegas. Iban al MGM Grand y gastaban y gastaban. Se creían artistas de cine. Mi tío comenzó a aficionarse a los autos y a las joyas y a vestirse como un extra de Starsky & Hutch.

Carlos fue arrestado a principios de 1976 por desfalco. Le había robado dinero a una parroquia vecina que había depositado su confianza en la empresa. Carlos Fuguet se había comprado trajes rojos, sombreros, un Cadillac largo con piel de leopardo y zapatos con tacones altos. Buena parte de los más de diez mil dólares que obtuvo los gastó en los casinos. A su esposa le decía que ganaba. Mi tío fue sentenciado a dos años de cárcel. Mientras estuvo encarcelado su mujer le pidió el divorcio. Años después, mi abuela se contactó con Barbara, y ella le contó que estaba bien. Se había vuelto a casar. Zack, en cambio, tuvo un destino trágico. A los dieciséis años se inyectó aire en las venas.

Nadie se acuerda cuándo mi tío salió de prisión. O quizás sí. Esta parte de la historia es borrosa. Creo que fue a mediados de los setenta, la era de El hombre nuclear, Farrah Fawcett y la onda disco. Cumplió su condena y luego su libertad condicional. Llegó a vivir con sus padres, como si fuera un adolescente. Vivía lleno de reglas, sin auto, vigilado de cerca por sus padres y el Estado, a pesar que tenía más de treinta años. Duró —creo— unos dos años vegetando en Orange County. Como era un reo recién liberado, sus oportunidades eran limitadas. No tengo claro en qué se ganó la vida. Un día, quizás aburrido de seguir de alguna manera preso, partió a comprar un auto. Otro Cadillac. Pagó con un cheque que se cobraría el lunes; era viernes. Carlos partió lejos, en su auto nuevo, robado, y cruzó a otro estado. Ya no era sólo un tipo que había desfalcado a un tercero y que estaba violando su libertad condicional; ahora había cometido un robo y, para peor, su delito pasó de ser estatal a federal.

Ese viernes de verano desapareció.

Desapareció por primera vez.

Mi familia y yo ya vivíamos en Chile. Mis abuelos intentaron buscarlo varias veces por teléfono, pero nunca lo encontraron. Tiraron, por primera vez, la esponja. Empezaron las especulaciones: que estaba en Cuba, en Chile, en México, muerto, envuelto en drogas, lejos.

En tres años, nadie supo nada de mi tío Carlos.

En 1980 sonó el teléfono en la casa de mis abuelos. Era mi tío, estaba vivo y otra vez en prisión. Se había entregado en Reno, Nevada, antes de que lo aprehendieran. Trabajaba en la administración de comida de un casino. El FBI finalmente lo había alcanzado. Para ese entonces, mi padre se había separado de mi madre y había regresado a California. Mi padre vivía en el mismo edificio de mis abuelos con su nueva mujer. Ese año 80, mi tío fue trasladado a la prisión de Chino, California, donde cumplió más de un año de prisión, pero gracias a su buena conducta (estudiaba leyes en la biblioteca y le hacía la declaración de la renta al resto de los reclusos) pudo salir antes de tiempo. Fue liberado en febrero de 1982. Tengo entendido que se quedó un tiempo en Orange County, donde debía cumplir su libertad condicional. No tenía licencia de conducir. Se consiguió un trabajo en la cocina de un colegio para niños retardados y se iba caminando cuadras y cuadras Se levantó, recuperó sus libertades, juntó dinero. Cuando pudo alejarse de la casa de sus padres, lo hizo.

Partió a trabajar a un hotel en San José, al norte.

Creo que ellos nunca lo fueron a ver.

Seguro que no.

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Desde hace años que tengo una tarjeta pegada en mi tablero de corcho que dice «El libro de Carlos». Siempre me ha fascinado la idea de que alguien desaparezca por su voluntad, que opte por irse y no volver, sin dejar rastro. ¿Perderse acaso no es cometer una suerte de suicidio social? Es matar todo menos a uno; pero si matas todo a tu alrededor, ¿no te matas tú tambien? Durante años ha sido algo así como una obsesión. Mi tío perdedor, mi tío hippie, mi tío loser. Mi tío presidiario, mi tío en libertad condicional, mi tío Viva Las Vegas. El único de la familia que optó por una vida no convencional, el que se negó a crecer, el que se dejó llevar por sus pasiones y mandó todo a la mierda.

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En toda familia hay peleas y en todas las familias hay parientes que no se hablan. Lo que es menos común es que no se sepa nada de un hijo o de un hermano. Una cosa es no verlo a cada rato o hablar poco por teléfono, pero de ahí a no saber siquiera su número hay un abismo.

Para mí esta es la verdadera historia de Carlos Fuguet.

No lo que le pasó. Todo hijo —toda persona— tiene el derecho a tropezar o a querer fugarse, tenga la edad que tenga. Lo que es menos común, lo que me impacta y altera, es que el resto de la familia no quiso —¿o no pudo?— hacer nada. Hasta comienzos de 2003, mi familia no sabía nada de mi tío. Nada de nada. No sabían si estaba muerto, si vivía en los Estados Unidos o si estaba en prisión.

Nada.

Ahora viene el final de esta historia.

En rigor, no hay final pero de alguna manera sí lo hay (al menos para mí). Por fin estamos buscando a Carlos y por fin la búsqueda nos ha unido a todos.

Enero de 2003, estoy en California visitando a mi padre; ahora le hablo, estamos conectados. La estamos pasando bien juntos. Venimos llegando de un paseo en tren a Santa Bárbara. Parto al día siguiente. Pasa a despedirse mi tío Javier con su novia mexicana, una robusta mujer llamada Rosita, que cuida niños y limpia casas y no sabe una palabra de inglés porque dice que no le hace falta. Sale, no recuerdo bien cómo, el tema de mi tío extraviado. Se especula acerca de su paradero, casi como si fuera un juego de salón.

«Yo creo que está fondeado bajo un río», insiste mi padre. «Se involucró con la mafia, por un asunto de drogas o de apuestas, y lo liquidaron». Mi tío Javier dice que una vez creyó verlo en un automóvil. También comenta que hay un programa en la televisión donde uno puede enviar una foto y lo encuentran y que una vez llamó pero los productores lo pusieron on-hold y se aburrió de esperar, por lo que colgó. De pronto, pierdo mis casillas. Digo que no puedo creer que no hayan hecho nada por buscarlo. Sin esperar su respuesta (aún no la sé, pero imagino que tiene que ver más con el miedo que con el dinero), agarro las páginas amarillas y busco la sección de investigadores privados. Elijo uno al azar y marco su número.

—¿Qué haces? ¿Quién lo va a pagar? —me dice mi tío Javier.

—Me da lo mismo.

—Creo que son carísimos. Se te puede ir una casa entera. Hay que pagarle los gastos, el alojamiento, las comidas, los viajes, la bencina.

—Yo lo pago, si quieren —le digo, alterado.

—Cálmate. Si él no desea que lo busquen, por qué tenemos que buscarlo nosotros —analiza mi tío.

—¿Cómo sabes que no quiere que lo busquen?

—Él se fue.

—A lo mejor se accidentó al día siguiente de esa llamada.

—No creo —me dice—. Yo creo que Carlos está vivo y lejos.

Con mayor razón, pensé. Pero si está vivo, por qué está perdido. Por qué, al menos, no envió una carta de despedida. Hasta los suicidas que desean llenar de culpa a sus familas dejan cartas. O, al matarse, se transforman en una carta. Pero en el caso de Carlos, todas las posibilidades eran legítimamente posibles. Podía estar bajo un río, podía estar en Cuba, podía estar en un departamento de Santa Ana o Anaheim o Huntington Beach.

—No puede ser que haya pasado tanto tiempo —seguí—. No nos vamos a arruinar por esto, no hay que llevar las cosas al extremo. Si sale cincuenta mil dólares, no. Pero quizás ofrecen distintos tipo de servicios. Quizás hay ofertas, no sé. Pero si hay que pagar, algo puedo pagar. ¿Ustedes?

Dijeron que sí.

Me respondió una contestadora. Dejé un recado. Era muy tarde.

A la mañana siguiente, cuando cerraba mi maleta, sonó el teléfono.

—I’m looking for a missing person —le dije al detective.