Cabra chica mal portá (parte II)

Y los muchachos del barrio le llamaban loca…

Cuando entramos a la pubertad, esa edad de mierda en que no eres ni niña ni adolescente, en que eres una especie de alga amorfa en desarrollo, la mayoría de mis pares —las más pendejas quizá— se identificaban con Blanca Nieves, con la Cenicienta o con la Sirenita, y las más avanzadas alucinaban con Monti o Karen Paola de Mekano o con alguna de las intérpretes de las Supernova. Yo, por mi parte, sentía una identificación absoluta con un personaje más bien mitológico: Juana Tres Cocos, que, según Google y mi abuelita que me contó la historia, era una mujer con características masculinas. Quizá mi cualidad más machota era que en cada torneo que organizaban los cabros pa’ jugar a las bolitas, a pura hachita y cuarta los dejaba a todos con los bolsillos pelaos, y a pesar de que terminaba tapá en tierra, me llevaba una bolsa llena de bolitas de colores pa’ la casa. Podríamos decir que le manoseé las bolitas a todos los niños del barrio, es decir, desde chiquitita me gustó la cosa.

Como mi colegio de básica estaba en el barrio, mis compañeros se encargaron de propagar mi fama de matona entre quienes no iban a nuestro colegio. Y eso, sumado a mi alta estatura, mi voz un poco ronca, mi desarrollo de pechugas algo tardío y mi gusto por jugar fútbol y a las bolitas, hizo que los niños no me vieran como objeto de deseo, sino como uno más, con la que contaban pa’ la pichanga cuando alguien fallaba. Entonces, cuando todas empezaron a dar sus primeros besos, yo seguía dando vuelta el Super Mario World una y otra vez…

Fue en mi pubertad cuando, por primera y única vez, mi mamá —la misma ñora que dijo que yo no necesitaba terapia porque con amor se cura todo— casi me saca la cresta. Fue cuando tenía catorce años y, específicamente, cuando tuve mi primera oportunidad de dar un besito. Se llamaba Richard Joshua Chamorro, era primo de uno de los niños del barrio y se juraba bacán —y lo hacían sentir bacán también— por tener un nombre gringo. Richard, alias Richi, no era muy bonito, pero me daba lo mismo porque su existencia era una buena oportunidad pa’ juntar mis babas con las de alguien que no fuera mi almohada.

Abre paréntesis. No puedo dejar de sentir escalofríos cuando pienso que pasé noches enteras besándome la mano. Yo, que me creía tan brillante. Mi única tranquilidad es que sé que tú —sí, tú—, que lees este libro, también lo hiciste. Ridículo. Cierre paréntesis.

—Martina, pídele permiso a tu mamá pa’ ir a los videos, yo sé una forma en que podemos jugar gratis con una pura ficha —me dijo Richard, alias Richi.

—Ya —respondí

—A las nueve nos vemos allá.

—Ya poh.

Me fui a mi casa sabiendo que ni cagando tendría permiso hasta las nueve. Lo más tarde que me dejaban salir era hasta las ocho, pero solo si era viernes, solo si había hecho todas mis tareas, solo si había lustrado mis zapatos del colegio para el día lunes y solo si prometía que al volver le sacaría las durezas de los pies a mi abuela con los dientes. (No, eso es mentira.)

Ese día era sábado, me acuerdo clarito, porque mi mamá veía Sábado Gigante y se reía a carcajadas con el Chacal de la Trompeta. Y esa era la oportunidad ideal para embolinarle la perdiz.

—Mamáaaaaaa, ¿puedo ir a los videos? —grité de un piso a otro.

—¡Noooooooooo, haz tus tareaaaaaas!, tu papá te va a preguntar al azar las tablas.

—Mamáaaaaaa, ya pooooooh, ¡si un ratito nomás!

—¡No, Martinaaaaa, has callejiao todo el día!

—¡Mañana te juro que me levanto tempranísimo a estudiar!

—Ya, a las siete y media te quiero de vuelta.

No respondí nada, y ese iba a ser el argumento que usaría más tarde para explicar mi tardanza: «mamá, no me dijiste hora», sería la coartada perfecta. Entonces entré al baño, me perfumé bien perfumá con un chorro de Coral tapa rosada, la colonia inglesa predilecta de mi abuelita, tragué un poco de pasta de dientes y partí a los videos.

Era muy temprano, el Richi no había llegado. Jugué un par de fichas en el Street Fighter con unos niños que estaban ahí, a quienes por supuesto les volé la raja y, cuando se acercaban las siete y media y caché que el Richi no llegaba, partí a su casa: mi mamá no iba a esperar ni un minuto para dejarse caer y llevarme de vuelta a casa en no muy buenos términos.

—¡Richiiiii! —grité por la reja.

Salió la tía y dijo que estaba tomando once, que volviera más tarde.

Ya poh, tía, no le dé color, ve que daré mi primer pato con lengua, pensé.

—Tía, dígale que lo estaré esperando en la plaza —respondí.

Pasé a comprarme un par de alcas y me fui a sentar bien-bien fondiá en un punto estratégico que me permitiera tener una panorámica absoluta de la plaza completa, pero que me ocultara de los ojos castrantes de mi mamá. Al rato llegó Richi. Lo vi patear un par de piedras, me hice esperar un rato y aparecí, lo tomé de un brazo y empecé a caminar rapidito sin rumbo.

Abre paréntesis. Eran buenas esas citas. Las citas juveniles eran básicamente caminar y conversar por el barrio. Si te cansabas, te sentabas en una plaza, y después seguías caminando y caminando y caminando. Si tenías suerte, tus papás te daban gamba pa’ comprar un trululú o un centella o dos gambas pa’ comprar un palo rico. Y si querías divertirte, mientras caminabas tocabas un timbre y salías corriendo. Ahora en las citas no caminas, te sientas y, si tienes suerte, te tocan el timbre con el palo rico y no salen corriendo, sino que se quedan contigo y te siguen tocando el timbre una y otra vez. Cierre paréntesis.

Mientras caminábamos por el barrio y nos alejábamos de nuestras casas, empezaron a salir las estrellas. Cuando vi la primera estrella, imaginé un tirón de mechas de la mano de mi mamá. Cuando vi la segunda estrella, imaginé un tirón de mechas de la mano de mi papá. Y cuando el cielo estuvo completamente estrellado, supe que me iban a guillotinar. Pero no me importó, estaba tiernamente deseosa de mezclar años de acumulación de bacterias bucales con las bacterias bucales del Richi. Además, en esos años usaba sostén de transición, esos que son como peto de boxeadora, así que si en la casa me iban a boxear, al menos andaba vestía pa’ la ocasión.

Al Richi le hice creer que no estaba la señora dueña de los videos, la que desconoce que existe una trampa para jugar gratis, sino que estaba su hijo que siempre estaba atento a que no le hicieran nada a los videos y que por eso no iríamos y caminaríamos cual testigos de Jehová en misión evangelizadora en el sur de Chile.

Entonces, cuando ya habíamos caminado la vida, el cielo estaba estrellado y estábamos lo suficientemente lejos de un lugar donde pudiéramos ser vistos, nos sentamos en la vereda de un pasaje, le tomé la mano, me olvidé del mundo, cerré mis ojos y me abalancé sobre él. El beso, reguleque. La sensación, otra wueá. Podría decir que ese primer beso se asemejó bastante a la sensación de la primera vez que probé un sorbito de copete o al primer orgasmo. Rico, rico, rico.

¿Por qué les cuento esto? ¿Qué relación tiene con los Relatos de una mujer borracha? Porque, sin duda, para ser una mujer borracha hay que ser medio cuentera, medio fantástica, medio descontrolá, medio olvidar el mundo, medio saltarte las consecuencias y medio caliente, cuestiones que entrené desde cabra chica y que sé que ustedes también lo hicieron.

Puta qué largo fue el beso, incluso más largo que Los Venegas. Los dos quedamos con los labios moraos y, luego de mil horas, emprendimos rumbo de vuelta al barrio, hasta despedirnos en la esquina de mi casa. Afuera estaba mi mamá, dando vueltas en círculo cual perro enjaulao. Si bien estaba lejos y me era imposible distinguir sus rasgos faciales, sabía que sus ojos estaban rojos porque había estado llorando pasándose las peores películas en tres dimensiones y con subtítulos. Sin embargo, en cuanto me vio caminando como si nada pasara, sus ojos se tornaron negros de ira, negros como la mentira, negros como la maldad, negros como pezón de gorila, negros como sobaco de gitana. Llegué hasta la puerta, le sonreí y recibí en seco un «entra» como respuesta a mi amistosa sonrisa. Cerró la reja y de las mechas me llevó hacia el sillón del living donde estaba mi papá. Me van a matar, me van a matar, me van a matar, pensé cual feto de comercial pro adopción de los años dosmil. No me mataron, pero sí me torturaron hasta que dije la verdad. Me castigaron durante todo el resto de ese año: mi mamá me iba a buscar y a dejar al colegio y, cuando no podía llevarme, me mandaba en furgón. También me prohibió incluso asomarme por la ventana. Fue un castigo asqueroso, pero ¿saben qué? Valió la pena, porque las mariposas que me dejó el Richi en la guatita llegaron para quedarse y llegaron con sed, con una sed insaciable de hombres, con sed de agarrar a calugazos al mundo, con ganas de que me besuquearan más que a guagua nueva.

De ser la callejera buena pa’ la pichanga, pasé a ser la rara que no salía a ni un lado y pasé a ser conocida como A la que Castigaron por Caliente, y los muchachos del barrio me llamaban loca. La única que tenía derecho a una visita conyugal en mi sentencia era la María, quien sagradamente todos los domingos pasaba dos horas vigiladas conmigo en mi pieza cárcel contándome del mundo exterior.