Colegiala, colegiala, colegiala, linda colegiala…
—Señora, vamos a necesitar que lleve a su hija…, a la Martinita…, al neurólogo… Usted sabe que nosotros tenemos mucha paciencia… Pero esta vez llevó las cosas demasiado lejos… Martina, ¿le cuentas tú o le contamos nosotros?
Si pudiera volver atrás, le hubiese dicho algo así como:
—Mamá, yo sé que me vas a entender… Estaba de la mano con el Vicente Correa Poblete del segundo C, y llegó la Catalina González González del tercero B, nos separó, me dijo fea y se lo llevó. Por eso la agarré del jumper, la arrastré por el patio y le pegué tres patadas. No fueron muchas como dijo ella, fueron tres nomás; tampoco fueron fuertes, fueron semisuaves. Se merecía eso y mucho más. Zorra.
Pero sentí miedo y preferí callar.
—Martina va a quedar condicional porque agredió a una compañera dos años mayor que ella, y estamos evaluando si la suspendemos.
—¿Verdad, Martina? —interrumpió mi mamá.
Yo, cabeza gacha, preferí callar: cualquier argumento podría haber sido utilizado en mi contra.
—La va a tener que llevar al neurólogo para que la evalúen —dictaminó la profesora jefa.
Abre paréntesis. En esos años llevar al neurólogo a una niña era terrible, tan terrible como tener que tomar piscolita sin hielo, no como ahora, que a los cabros chicos los llevan porque sí, porque no, por si acaso, por deporte, porque eres tú mi sol, la fe con que vivo, la potencia de mi voz, los pies con que camino. Cierre paréntesis.
Me llevaron entonces al neurólogo, quien me derivó a una psicóloga. Jugué un rato con la psicóloga, hice un par de dibujos, me pidió que armara unos cubos y que dijera qué tan bonitas me parecían unas láminas que me mostró. Y así, después de dos o tres sesiones, sugirió tratamiento psicológico para aprender a controlar mis impulsos, regular mis emociones, trabajar en mis creencias irracionales, fortalecer mi autoestima, desarrollar habilidades de resolución de conflictos y trabajar en habilidades sociales. En resumen, estaba entera pitiá, estaba más loca que evangélica en tienda de panderos. Además, recomendó incorporar a mi familia en el tratamiento. Pero mi mamá, ni tonta ni perezosa, para evitar los gastos que se le venían, opinó que no era necesario, porque todo se cura con amor, y amor, según ella, nunca me faltó.
No seguí entonces ningún tipo de tratamiento, pero, para que me aceptaran de vuelta en clases, tuve que enmendar mi error y ofrecer mis disculpas públicas a la Catalina González González frente a todo el colegio, un día lunes después de cantar el himno nacional.
—Estoy aquí adelante, porque el día 5 de abril le pegué a la Catalina González González del tercero B y quiero pedirle disculpas porque lo que hice estuvo muy, muy mal. Disculpa, Cata, nunca más, espero me puedas perdonar —dije.
Pero me hubiese gustado continuar:
—También les quiero decir que se lo merecía, porque la muy maldita zorra me quiso quitar al Vicente, que es el niño de mis sueños, él va a ser mi esposo y vamos a tener hijos, de mascota tendremos un perro o dos, así que cualquiera de ustedes que se atreva a hacerme algo similar, la arrastraré de la misma forma en que arrastré a la Catalina, y lo haría mil y una veces si fuese necesario, así que cuidadito conmigo, wueoncitas.
Pero de nuevo callé.
Recibí un aplauso por parte de mis profesores, compañeros y compañeras. Sonreí, caminé a mi fila y, en cuanto crucé miradas con la Catalina, dejé de fingir mi sonrisa y la miré con cara de conmigo no te vuelves a meter, perrita, que si vienes por lana, saldrás trasquilada, atrévete a hacerlo de nuevo y te estrangulo.
La segunda condición que puso el colegio fue que tendría que cambiarme de puesto: ya no me sentaría atrás como las bacanas, ya no estaría con la repitente del curso, ahora pasaría adelante con la fea y pava: la María.
Con la María fuimos compañeras desde prekinder, y hasta ese entonces, primero básico, la María había pasado absolutamente inadvertida para mí. La María siempre fue pava: le robaban la colación, los lápices, el estuche, le daban vuelta la mochila y la molestaban por usar lentes y, año tras año, se ausentaba la semana entera en que caía el día del Padre, porque no tenía a quién saludar ni regalarle las típicas tonteras que una construye con tanto amor y dedicación: el portalápices de cono de papel higiénico con perros de ropa, marcos para fotos con fideos y cajitas con palitos de helados pintadas con témpera y selladas con cola fría. Puras wueás.
Entre nosotras se estableció un pacto amistoso, no explícito, del tipo: yo te protejo cuando te intenten robar o alguien te moleste, y tú me soplas en las pruebas y me ayudas en los trabajos. Gracias a la María pasé de curso cuando tuve que haber repetido y, gracias a mí, a la María no la molestaron más porque tenía una amiga matona, o sea, yo: después del bullado episodio con la Catalina González González, todos pensaban que yo era más brígida que encontrar un trío de mormones.
En realidad, la María sí tenía papá, pero lo vino a conocer cuando estábamos saliendo de octavo básico, y lamentablemente lo conoció cuando ya era demasiado tarde, cuando el caballero ya había estirado la pata, cuando la pelá había tocado su puerta o, como le dijo su mamá, cuando el caballero «se nos adelantó». El susodicho caballero murió por una diabetes que nunca se trató.
El entierro fue un día miércoles. La profesora eligió a tres compañeras para que fuéramos en representación del colegio. Yo, por supuesto, me ofrecí para capear clases: los miércoles tocaba educación física y digamos que hasta el día de hoy lo único que me hace correr es saber que una botillería está próxima a cerrar.
—María, ¿estái muy bajoniá?
—Sí, Martina, lo estoy, pero no estoy triste por su muerte, estoy triste porque el viejo era feo, gordo y chico, y toda su familia, cuando me dio el pésame, me decía que yo era puro papá, y yo, Martina, no quiero morir así, ya no quiero seguir siendo fea.
Y eso era verdad, la María era bien feúcha, era más fea que el tajo del pico, porque el pico será rico, ¿pero lindo? Yo algo de experiencia tengo en esto y todavía no encuentro uno que me cautive por su belleza. En fin, no era agraciada mi amiga.
Entonces, la María empezó por controlar su adicción al Gatolate, a los Tragatraga, a los galletones 303 y a los Petazeta pa’ poder bajar la guata. También se empezó a colgar a los fierros de los columpios durante horas para acelerar el estirón y siguió al pie de la letra cada uno de los tips de belleza de la revista Miss 17, de la Tú y de la Vanidades de su mamá. Por mi parte, le choriaba a mi abuelo la revista Vida Afectiva y Sexual que venía todos los domingos en La Cuarta y, mientras la María se colgaba en los fierros de los columpios, yo aprendía tips para satisfacer a la que cuelga.
Y así fue como la María, en cuestión de semanas, dejó de ser el mono chupacabras humillado del curso, para pasar a ser la mina del curso, la colegiala, colegiala, colegiala, linda colegiala. Fue como la historia del patito feo, pero en versión mono chupacabras. Dentro de mi baúl de los recuerdos guardo una foto de la María cuando era chica y, cada vez que se siente fea le recuerdo que antes era más fea. Era feíta la pobre, más fea que despertar con caña un día lunes. Era tan fea que cuando en cuarto básico hicimos la pérgola de las flores, fue la única mujer que hizo de hombre lustrabotas. Hasta el día de hoy la wueveo con el lustramos, lustramos, sácale brillo, sácale brillo, sácale brillo con el cepillo, pásale el paño, pásale el paño que no hace daño.
Cuando la María pasó a ser la mina del colegio la gente empezó a dejar de molestarla y, por lo tanto, yo dejé de defenderla, y ahí, recién, cachamos que nuestra amistad no era por conveniencia, porque seguimos siendo amigas, incluso quizá mejores amigas. Todos dejaron de molestar a la María, todos, excepto la Valentina, alias la Come Mocos.
Abre paréntesis. En todos los colegios existe un guatón bueno pa’ la talla, un galán, un care na’, un chico de las cumbias, un grupo de antisociales al peo, los pernos, un cabezón o cabezona, un chico o chica, un chino o china, uno o una que tiene un diente muerto, al o a la que se le quemó la casa y una come hombres. Nuestra come hombres era apodada la Come Mocos, que era una especie de versión más hardcore de come hombres, como su evolución. Cierre paréntesis.
Pero ya retomaremos a la Come Mocos.
Mi infancia fue entonces más o menos tranquila, jugando con la María, copiando en las pruebas y pasando raspando. Y, si lo pienso bien, solo tuve después algunos episodios de pérdida de control de impulsos, como esa vez que le enterré el tenedor en la mano a mi hermana porque no me quería entregar el control remoto o como esa otra vez en que le robé una cajetilla de cigarros Hilton a mi abuelita para venderlos en el recreo y poder juntar plata para comprarme un millón de coyacs de las Spice Girls y poder tener la colección completa de stickers y ser la envidia del resto de mis compañeras… Según mi opinión, yo era una buena niña.