El régimen autoritario chileno no fue el único en esos años en América Latina, pero sí el que alcanzó mayor estabilidad e impacto internacional. Desde el golpe de Estado de marzo de 1964 en Brasil, que puso fin al Gobierno del presidente João Goulart, y el de marzo de 1976 en Argentina, que terminó con el Gobierno de Isabel Martínez —viuda y compañera de fórmula electoral del general Juan Domingo Perón—, los militares derribaron gobiernos democráticos, como Uruguay, que tenía una larga trayectoria de alternancia de gobiernos a través de elecciones competitivas (González, 1991) y establecieron regímenes autoritarios en la mayoría de los países de América del Sur1.
El caso de Chile presentó diversas singularidades que lo distinguieron de las demás experiencias autoritarias de la región. En primer lugar, estuvo fuertemente dominado por el empleo de la violencia, particularmente en los primeros años, aplicada por sus servicios de seguridad, militares y policía. La muerte, las torturas y el exilio afectaron a decenas de miles de personas. El régimen de Pinochet conservó el carácter de un Estado policial en sus diecisiete años de vida, con un estricto control de la población y una sistemática persecución de las organizaciones opositoras.
En segundo término, el orden político adquirió una considerable estabilidad y se caracterizó por un bajo nivel de institucionalización y una alta personalización del poder en la figura de Pinochet. Contó con la participación institucional de las Fuerzas Armadas a través de la Junta de Gobierno y la presencia de centenares de oficiales en las principales posiciones de autoridad. La derecha brindó un amplio respaldo político y tecnocrático al régimen, ocupando múltiples cargos de Gobierno, configurando una amplia y sólida coalición cívico-militar, sin divisiones significativas ni deserciones, a diferencia de lo ocurrido en el Brasil autoritario (1964-1985) (Skidmore, 1988).
En tercer lugar, la concentración de la autoridad y el poder en Pinochet, que lo convirtió en la figura central del régimen. Las principales decisiones fueron tomadas por él y la orientación general del proceso político se ajustó a sus objetivos, pudiendo afirmar que «no se movía una hoja» sin su permiso o conocimiento. Una variedad de factores (véase Capítulo III) explican la preeminencia de su figura al punto que se puede hablar del régimen «de» Pinochet, así como se alude al Gobierno de Franco como el régimen autoritario «del» general Francisco Franco en España (1939-1975)2.
En cuarto término, el régimen autoritario concretó profundas transformaciones económicas impulsadas por un grupo de tecnócratas conocidos como los Chicago boys, que modificaron la estructura productiva del país, redefinieron las relaciones del Estado con la economía y la sociedad y permitieron el despegue de estas. No fue una experiencia no democrática que fracasó en su gestión económica, sino que, por el contrario, obtuvo algunos resultados positivos, pero con el consiguiente costo social y en medio de importantes sombras de inhumanidad. El régimen de Pinochet fue la única dictadura desarrollista en la segunda mitad del siglo XX3. El contexto autoritario proporcionó facilidades institucionales que posibilitaron impulsar las reformas económicas con una intensidad casi imposible de aplicar en democracia. Chile comenzó su modernización económica bajo el autoritarismo, lo que dejó profundas huellas en el sistema gestado, aún manifiestas un cuarto de siglo después, en democracia.
En quinto lugar, el régimen de Pinochet no terminó como consecuencia de conflictos y divisiones entre los militares, como en el caso del «Gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas» en el Perú (1968-1980), o por el fracaso de su gestión económica, como fueron los casos de Ecuador y Bolivia, o por una derrota bélica, como en Argentina en 1982 con la guerra de las Malvinas. Llegó a su fin dentro de sus propias normas institucionales establecidas en la Constitución de 1980, después de la derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988. El cambio de régimen siguió una estrategia de reforma y no de ruptura, a diferencia de lo ocurrido en Portugal en 19744. Esto explica la prolongación de algunos componentes del autoritarismo en democracia, entre los que sobresale la continuidad del general Pinochet como comandante en jefe del Ejército hasta 1998, y la de numerosos de sus principales colaboradores, que le apoyaron desde 1990, como parlamentarios y dirigentes de los partidos de derecha y las organizaciones empresariales.
Surgido en un momento de retraimiento de la democracia en el mundo y de auge de los autoritarismos en Europa, Asia y América Latina, el régimen de Pinochet se construyó bajo la influencia de diversas corrientes de pensamiento político nacionales e internacionales, como el corporativismo de la España franquista y la doctrina de la seguridad nacional, que cuestionaron el desarrollo político del país, porque lo habría conducido a la «decadencia» (Vial, 1984) y exigían una ruptura con este para establecer un nuevo orden político. La decisiva influencia de las élites civiles y la vigencia de las ideas políticas de diversas vertientes conservadoras permiten considerar el régimen de Pinochet como una ruptura parcial del desarrollo político, pues mostró una considerable continuidad con ciertas tendencias de este, especialmente de la derecha, que tuvo en el ex presidente Jorge Alessandri (1958-1964) su principal figura, y retomó tendencias previas al golpe de Estado, en busca de legitimidad histórica.
Una multiplicidad de factores —la coerción, el éxito económico y las condiciones personales de Pinochet5— proporcionó al autoritarismo vastos recursos de poder que le permitieron alcanzar una larga vida, por lo que Chile se incorporó recién en 1990 a la «tercera ola de las democratizaciones», como las llamó Huntington (1991). También tuvo el respaldo de una parte considerable de la población, como mostraron las encuestas de los centros privados independientes realizadas desde 1985, y la colaboración de las cúpulas de los partidos tradicionales de la derecha, los empresarios y sus organizaciones afines. Un cuarto de siglo después de su término, aún es defendido por sus adherentes, y sus consecuencias, que han incidido durante todos estos años, seguirán afectando al país por largo tiempo, constituyendo significativos legados que han limitado la calidad de la democracia (Huneeus, 2014)6.
La sorpresiva detención del general Pinochet en Londres el 16 de octubre de 1998, que duró dieciséis meses, demostró que su figura y su régimen seguían concitando atención internacional como símbolo o paradigma de los atropellos a los derechos humanos y originando divisiones que demuestran que el pasado mantiene su constante influencia7.
Las tres identidades del régimen de Pinochet
Las singularidades del régimen del general Pinochet en comparación a las demás dictaduras de América Latina están referidas a tres dimensiones estructurales que, siendo analíticamente distintas, se relacionan estrechamente entre sí. En primer lugar, al empleo de la coerción y la violencia, con la construcción de un Estado policial en que resalta la acción de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), organizada y dirigida durante cuatro años por el coronel y luego general Manuel Contreras. En segundo término, a las reformas económicas que transformaron la estructura productiva, desmantelaron el Estado empresario y de bienestar construido en Chile desde varias décadas antes, que quitarían las bases de existencia de las organizaciones laborales, debilitaron el nivel asociativo de los chilenos, provocaron un cambio de valores en estos y modificaron las bases de la política8. Y, en tercer lugar, a la figura del general Pinochet, que integró estos componentes.
Su detención en Londres empañó las fronteras entre estas dimensiones, poniendo en primer plano el papel desempeñado por el entonces anciano general. Esto ha conducido a un reduccionismo analítico, que encubre la complejidad de la política en esos años. El éxito económico, por otra parte, trajo como consecuencia la invisibilidad de los componentes políticos del régimen. Sus partidarios presentan el programa económico como si hubiera sido políticamente neutral, separado de la estrategia de legitimación del orden autoritario. Sus detractores, por el contrario, consideran a los Chicago boys como tecnócratas solo interesados en objetivos económicos y en servir al gran capital9, como si no hubieran tenido la voluntad de alcanzar objetivos políticos definidos por los militares y sus colaboradores civiles, especialmente los «gremialistas». La coerción y el liderazgo de Pinochet impidieron que las reformas económicas tuvieran efectos favorables a una democratización del régimen, como ocurrió antes en España y Europa del Este10.
La identificación del régimen con Pinochet dificulta comprender el importante papel desempeñado por los civiles que colaboraron con él en la definición del discurso político y la arquitectura institucional, como parte de la élite gubernativa. Es indispensable considerar el rol de sus ministros y más cercanos colaboradores civiles, como Sergio Fernández, Sergio de Castro, Hernán Büchi y Jaime Guzmán, y el de numerosos uniformados, entre los que destacan los generales Sergio Covarrubias, Julio Canessa, Santiago Sinclair y Manuel Contreras.
Estas tres dimensiones estuvieron integradas de manera coherente, porque se estableció un régimen político con un bajo nivel de institucionalización, que favoreció la decisión de Pinochet de convertirse en su principal figura y que llevó a identificar su persona con el orden político, concentrando un enorme poder, pero recibiendo el rechazo de la opinión pública internacional y de la oposición en Chile. El orden político —la democracia protegida y autoritaria— fue consagrado en la Constitución de 1980 y pretendió ser una alternativa a la democracia occidental, descalificada como obsoleta debido a su incapacidad para «defenderse» de «la amenaza comunista».
A continuación se examinan sucintamente estas identidades.
A. La identidad coercitiva
El régimen de Pinochet será recordado por su altísimo nivel de violencia. Esta fue empleada no solo en su fase inicial o de instauración, como otros regímenes militares (Linz, 1964), sino en todo su desarrollo, especialmente cuando consideró amenazada su estabilidad. La coerción se puso de manifiesto en múltiples ámbitos de la vida cotidiana, dando origen a un Estado policial. Durante mucho tiempo se buscarán explicaciones a la pregunta de Alan Angell (1993: 93), uno de los principales estudiosos del desarrollo político de Chile: «¿Por qué fue tan brutal el golpe?». Esta pregunta tiene otra, derivada de aquella: ¿por qué fue necesario aplicar la represión, cuando el régimen estaba consolidado, incluso hasta finales de los años ochenta11?
La violencia política era casi inédita en el Chile del siglo XX y se hizo presente en forma espectacular la mañana del 11 de septiembre de 1973. Al bombardeo del Palacio Presidencial de La Moneda por dos aviones de la Fuerza Aérea se unió la declaración de uno de los miembros de la Junta de Gobierno, el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, general Gustavo Leigh, de «extirpar el cáncer marxista» y el establecimiento del estado de sitio a consecuencia del «estado de guerra interna». Se creó un clima político y social de abuso que estimuló el empleo de la coerción como un componente habitual del estilo de Gobierno12.
Miles de personas fueron detenidas por patrullas militares que irrumpían violentamente en poblaciones, industrias y universidades, en Santiago y otras ciudades del país, siendo recluidas en regimientos y lugares amplios, como por ejemplo el Estadio Nacional. Buena parte de los detenidos, hombres y mujeres, fueron brutalmente torturados y muchos de ellos perdieron la vida. En pueblos y localidades rurales los carabineros cometieron abusos, algunas veces estimulados por civiles, que denunciaban a dirigentes de izquierda, causando numerosos muertos13. Los ministros del Gobierno de la Unidad Popular fueron detenidos en la Escuela Militar y luego enviados a una isla en el extremo sur del país, donde la Marina estableció un campo de concentración, teniendo que vivir bajo difíciles condiciones por casi dos años14.
Aproximadamente cinco mil personas, chilenos y extranjeros, inmediatamente después del golpe se refugiaron en las embajadas15 y en otros lugares de protección, o se pusieron bajo el amparo de organismos internacionales16. Cerca de 450.000 personas —incluidos los afectados y sus familias— debieron exiliarse, sea por motivos políticos o económicos. Esta cifra se considera más realista que el 10 por ciento del total de la población, a esos días, que habría sido afectado por esta situación, de acuerdo a estimaciones de algunas organizaciones de derechos humanos17.
La minuciosa investigación realizada por la Comisión de Verdad y Reconciliación (conocida como Comisión Rettig), constituida por el presidente Patricio Aylwin inmediatamente después de asumir el cargo el 11 de marzo de 1990 como el primer e importante paso de su política de tratamiento a las violaciones de los derechos humanos, demostró que hubo un total de 2.279 personas muertas por efectos de la represión o acciones de violencia18. Empero, según lo estimado por la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, creada por la misma Comisión Rettig, el número es mayor, llegando a 3.197 personas (Cuadro I-1), una cifra más ajustada a la realidad y sobre la cual trabaja el Estado en relación a las políticas de reivindicación política y reparación económica. Más de la mitad de las muertes se produjeron en 1973, pero hubo un alto número de personas que perdieron la vida en los tres años siguientes, disminuyendo después la cantidad como consecuencia del alejamiento del entonces coronel Contreras de la dirección de la DINA y el reemplazo de este organismo por la CNI. A partir de 1983 se desencadenó una nueva ola represiva contra la oposición, después que esta iniciara movilizaciones en el contexto de la grave crisis económica de 1982-1983. El total de muertos pertenecientes a las Fuerzas Armadas, Carabineros y Policías ascendió a 173, cifra que representa el 5,4 por ciento del total de víctimas.

El perfil sociodemográfico y político de las víctimas, incluidos los uniformados muertos en acciones terroristas, refleja que fueron mayoritariamente jóvenes menores de treinta años, de género masculino, predominando trabajadores, campesinos y militantes de los partidos de izquierda y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Esta última agrupación sufrió la pérdida de 440 militantes, superando las bajas del Partido Comunista (427), bastante más poderoso en militancia y organización, lo que da cuenta de la efectividad de la «guerra» en su contra (Cuadro I-2). El Partido Socialista, con 482 víctimas, fue la colectividad más afectada, porque los militares actuaron contra ella con especial energía debido a la política maximalista impulsada por este durante el Gobierno de Allende, que lo llevó incluso a establecer contactos con marinos proclives a sus postulados.


La coerción no fue aplicada solo por iniciativa de los uniformados. En «el sector rural se produjeron venganzas llevadas a cabo por dueños de fundos con la colaboración de la policía uniformada. En Salamanca, Isla de Maipo, Paine, Mulchén, Laja y otros lugares, decenas de personas acusadas de ser agitadores campesinos o dirigentes sindicales agrarios fueron detenidas por grupos de civiles y policías, y posteriormente ejecutadas»19.
Los militares justificaron la violencia arguyendo que el país estaba en «guerra» contra el marxismo y denunciando la existencia de un «ejército guerrillero» de aproximadamente 14.000 individuos20. Este clima se mantuvo no solo durante la instauración del autoritarismo, sino también más tarde, especialmente en la crisis económica de 1982-1984. En esta oportunidad la oposición movilizó a miles de chilenos en acciones de protesta que fueron reprimidas por los militares y carabineros, produciéndose decenas de muertos y centenares de heridos21.
Los partidarios del régimen también respaldaron la «guerra» contra el marxismo, sin prever las horrendas repercusiones que tendría en la vida de muchas personas y en la determinación del perfil del nuevo régimen. Uno de los que desarrolló esta tesis de la «guerra civil» fue el abogado e historiador Gonzalo Vial, fundador de la revista Qué Pasa y ministro de Educación del régimen de Pinochet (1978-1979), quien escribió que la acción de los militares fue motivada por «la posibilidad cierta e inminente de que la extrema polarización y división político-social que había alcanzado Chile, las polarizara y dividiera también a ellas, las Fuerzas Armadas, provocando la guerra civil». Añade que «la mayor parte de los conductores de la sociedad, incluso algunos situados dentro de las Fuerzas Armadas, LA QUERÍAN» (mayúsculas en el original)22.
Una de las principales herramientas de la violencia coercitiva fue un organismo especializado en impulsar la «guerra»: la DINA, organizada y dirigida hasta 1977 por el entonces coronel (después general) Manuel Contreras. La DINA nació con amplísimas facultades para actuar en el país y en el exterior, llegando incluso a realizar atentados en capitales de tres países amigos (Buenos Aires, Roma y Washington D.C.), que costó la vida a destacadas personalidades chilenas y a una ciudadana estadounidense23.
B. La identidad económica
El régimen de Pinochet también está asociado a las reformas que contribuyeron a superar la profunda crisis económica existente al momento del golpe militar, producto de la política del Gobierno de la Unidad Popular. Las reformas impulsadas alcanzaron importantes resultados macroeconómicos (caída de la inflación, crecimiento, exportaciones, equilibrio fiscal, etc.) y transformaron la estructura productiva del país24. Estas políticas tuvieron alcances «revolucionarios» (Meller, 1996: 181) y produjeron un despegue económico sostenido a partir de 1985 que continuó durante la democracia, con una tasa de crecimiento anual de 7,9 por ciento hasta 1997.
Abarcaron un amplio abanico de medidas, desde la eliminación de los controles de precios, la apertura comercial a la competencia internacional y el fomento a las exportaciones, hasta un radical proceso de privatización de las empresas públicas e incluso de los servicios de salud y previsión social, así como también de cientos de empresas intervenidas y estatizadas durante el Gobierno de Salvador Allende (Hachette y Lüders, 1992). Estimularon el surgimiento de una numerosa y dinámica clase empresarial (Montero, 1997), y una notable diversificación de las exportaciones. Tales políticas beneficiaron no solo a los empresarios, sino también a amplios sectores de la población que habían sufrido estrecheces e inseguridades durante los últimos meses antes del golpe, por lo que además sirvieron para conquistar su apoyo político.
Las reformas económicas fueron impulsadas en un contexto autoritario que las impregnó en gran medida, especialmente por ciertos componentes de clientelismo y patronazgo, particularmente visibles en las privatizaciones. No fueron neutrales y estuvieron guiadas por intereses políticos, tal como otras experiencias de transformación económica, por ejemplo la impulsada por el Gobierno conservador de Margaret Thatcher en Gran Bretaña (1979-1990). De modo que la economía estuvo subordinada a la política y no esta a aquella, como sostuvieron antes los partidarios de la teoría de la dependencia (Cardozo y Faletto, 1969).
El programa económico se inspiró en ideas neoliberales y fue aplicado por un amplio grupo de profesionales conocidos como los Chicago boys25. Su objetivo final era alcanzar el desarrollo para legitimar mediante el rendimiento el orden político que se estaba construyendo, la democracia protegida y autoritaria, impulsando el programa económico con persistencia y rigidez, exhibiéndolo con gran publicidad como exitoso, aunque manipulando algunos de sus indicadores26.
El pensamiento neoliberal influyó en la acción gubernativa como una cosmovisión, en el sentido que lo define Dahrendorf (1997), aplicándose a diversos sectores económicos. Todo se explicaba a través de sus ideas. La política fue sometida a las reglas del mercado, al que se le atribuía una capacidad ilimitada para asignar los recursos; el ciudadano fue reducido a la condición de un consumidor guiado por las apariencias; las instituciones políticas fueron consideradas entidades económicas, donde solo contaban la «eficiencia» y la rentabilidad. Hubo un rechazo al papel del Estado, buscando alejarlo de la economía en términos tales que esta filosofía neoliberal parecía confundirse con una especie de anarquismo, imaginando una sociedad sin Estado27.
La visión ideológica del neoliberalismo permitió que sus ideas se aplicaran en los más variados ámbitos, incluso en la cultura, sirviendo de fundamento a una nueva política de educación superior. También inspiró el marco institucional de los grupos de interés, traducido en la afiliación voluntaria a los colegios profesionales y en la eliminación del control ético de sus miembros por parte del correspondiente colegio y se aplicó a la política urbana, eliminándose las normas que regulaban el uso del espacio territorial. El neoliberalismo en Chile no fue el de Milton Friedman, con el cual se le asocia, que fue influyente en la formulación de su política monetaria, sino la visión de su colega Gary Becker, que se empeñó en mostrar la utilidad del pensamiento económico para explicar problemas políticos y sociales, hasta el matrimonio y el divorcio, como ha recordado Sandel (2012)28. Esta amplísima visión de la economía explica el enorme poder de los economistas en la dictadura de Pinochet.
Las reformas económicas y la coerción no eran dos mundos opuestos, sino caras de una misma moneda. Hubo un «Estado dual», usando el concepto de Fraenkel (1984), en que cada una de estas dos facetas respondió a distintas racionalidades: la racionalidad económica y la racionalidad política. La racionalidad económica privilegió la eficiencia, el lucro empresarial y la libertad económica, sin preocuparse por sus costos sociales; la racionalidad política canceló libertades básicas, convirtió los derechos humanos en bienes subordinados a los intereses políticos y justificó el empleo de la violencia.
Las reformas económicas y la modernización parcial
No es indiferente el contexto político en que se realiza la transformación económica, pues este influye en su contenido, en la forma de aplicación y en sus principales beneficiarios. No es lo mismo una modernización en democracia que la hecha en un régimen autoritario, como fue la experiencia de Chile29. Por este motivo, en términos conceptuales, corresponde a lo que se llama modelo prusiano al desarrollo, formulado a la luz de otras experiencias de modernización económica realizadas en contextos no democráticos, como Alemania, con su tardía industrialización, brusca y acelerada (Dahrendorf, 1971) y la España del régimen autoritario del general Francisco Franco30.
En este tipo de modernización económica, el contexto autoritario impone condiciones que si bien favorecen el cambio de ciertas partes del sistema económico, determinan enormes limitaciones en otras áreas del mismo. La concentración de la autoridad y el poder en el jefe de Estado, característico de este tipo de régimen —y que lo distingue de la democracia— también tiene consecuencias en el sistema económico, entre otras provocar una menor separación de los intereses públicos y privados. El resultado es que surgen espacios para decisiones discriminatorias en favor de individuos y grupos participantes del poder o con acceso privilegiado a este. Se establecen condiciones muy favorables para que altos funcionarios y colaboradores hagan uso en su propio beneficio de información privilegiada. La centralización del poder explica que en los regímenes autoritarios no exista en términos estrictos la corrupción, pero sí abusos de enormes dimensiones, que reciben el calificativo de corruptos cuando ocurren en una democracia (Lamo de Espinosa, 1996).
Por estos motivos, las modernizaciones autoritarias son parciales, sin afectar al conjunto de la economía y a la totalidad del sistema social; solamente cambian ciertas zonas de la institucionalidad económica y social y mantienen otras conservándolas como tradicionales o semimodernas (Rüschemeyer, 1969). Este tipo de modernización compensa los cambios e inseguridades provocadas por las reformas a través de un sistema político que restringe las libertades públicas y utiliza componentes tradicionales en la estructura de autoridad, incentivando el nacionalismo y recurriendo incluso a la religión. Si los empresarios consiguen enormes ventajas, los trabajadores y los sindicatos son perjudicados, excluyéndoselos del sistema político, penalizándolos indirectamente a través de una integración negativa, lo que beneficia aún más la situación de poder de los primeros31.
En el caso de Prusia, la modernización impulsada por Bismarck y las convulsiones producidas por la industrialización acelerada e intensa favorecieron el desarrollo de las grandes industrias, que fueron neutralizadas por la estabilidad que proporcionó la conservación de la estructura latifundista de los junkers y la primacía de sectores conservadores y aristocráticos en la administración pública y en el Ejército, y por el empleo de ciertas políticas económicas32. Como resultado se dio la posibilidad de que «los medios modernos fueron empleados parcial o plenamente para imponer los objetivos tradicionales y, a la inversa, determinados elementos de la tradición fueron útiles para alcanzar objetivos modernos» (Rüschemeyer, 1969: 388).
La modernización económica de los Chicago boys fue parcial, con avances en algunas áreas y atrasos en otras. Por ejemplo, la política laboral privilegió la posición de los empresarios y perjudicó a los sindicatos para evitar que tuvieran protagonismo en su campo y a nivel de la política nacional33. El fortalecimiento empresarial privilegió a los grandes empresarios, en desmedro de los medianos y pequeños, y no incluyó instituciones reguladoras para proteger al consumidor. La estructura económica tendió hacia la concentración en conglomerados que aún controlan los principales sectores de la economía, como la banca, la prensa y las AFP, entre otros. Como se desatendió el establecimiento de marcos regulatorios, el poder económico de los grupos económicos fue muy superior, complicando aún más las relaciones entre el sistema económico y el político. Hubo una visión tradicional de aprovechamiento de los recursos naturales, sin que se incorporara la protección del medio ambiente. En términos sociales se descuidaron los estratos bajos, que vieron afectados sus niveles de vida porque las políticas de estabilización se hicieron a costa de disminuir los recursos destinados a educación, salud y vivienda. Una modernización mostrada como exitosa, como el sistema de pensiones, también tuvo importantes debilidades que no ha entregado los resultados que prometió, porque las pensiones son muy bajas y ha requerido considerables cambios, con financiamiento del Estado para financiar las pensiones mínimas, sin perfeccionarla. Las propuestas de reforma apuntan a modificar deficiencias organizativas, como el alto costo de administración34, sin abordar sus limitaciones estructurales provenientes del hecho que el nuevo sistema fue construido sin tomar en cuenta los rasgos dominantes del mercado de trabajo, con bajísimas remuneraciones e inestabilidad laboral, que limitan los aportes de los trabajadores a su fondo de pensiones, el marcado sesgo hacia los trabajadores de ingresos medios y altos, la discriminación que afecta a las mujeres y el elevado costo que representa para el Estado, que se hace cargo, entre otras responsabilidades, de las pensiones mínimas35. Este tipo de modernización implicó el establecimiento de relaciones de clientelismo y patronazgo, especialmente visibles en las privatizaciones, que permitieron el beneficio personal de altos ejecutivos de las empresas públicas y de asesores o colaboradores del Gobierno.
La modernización parcial generó un desarrollo institucional con profundos desequilibrios, en que partes modernas coexisten con otras premodernas o tradicionales, que provocaron profundos desajustes en la democracia36. La continuidad de las reformas económicas en democracia derivó en una falta de congruencia entre un sistema económico impregnado de componentes institucionales que eran funcionales al contexto autoritario y un escenario democrático que debe responder a otros parámetros institucionales y éticos, que genera tensiones y conflictos, distorsionando el proceso político y perjudicando la calidad de la democracia37.
Esta modernización no alcanzó a la administración pública, que los Chicago boys no incluyeron en su agenda por su visión ideológica del Estado, considerado responsable de los problemas económicos. Esto es una importante limitación a la modernización económica porque el crecimiento económico requiere una administración pública moderna. Esta fue una de las diferencias con la modernización económica exitosa realizada por el régimen autoritario del general Franco desde comienzos de los años cincuenta. Junto con liberalizar la economía, abriéndola drásticamente a mercados externos, abordó la modernización de la burocracia estatal para apoyar el impulso económico, transformando la economía española desde el predominio de la agricultura a una moderna y diversificada, con un importante sector industrial, que llegó a ser el décimo del mundo hacia fines de los años sesenta. La modernización de España no tuvo los sesgos ideológicos del neoliberalismo, porque no arremetió contra la intervención del Estado con numerosas e importantes empresas públicas, los economistas que definieron el programa económico no tuvieron los sesgos ideológicos que tuvieron los Chicago boys y una de sus principales figuras no fue economista, sino un catedrático de derecho administrativo, Laureano López Rodó (1990, 1991), que promovió la modernización de la administración del Estado38.
Efectos no buscados de la modernización económica. La tesis de la «revolución liberal» de Pinochet
El éxito económico del régimen militar ha llevado a sus partidarios a tener una visión idealista de su política económica. Se argumenta que esta tuvo desde un comienzo el propósito de establecer las bases de la democracia, por lo que constituyó una «revolución liberal», de la cual surgió «un nuevo Chile, notoriamente más estable y democrático que el de las décadas anteriores a 1973»39. Sería una revolución pionera en el mundo, que impulsó las reformas económicas aplicadas en países desarrollados en los años ochenta, para superar las debilidades del Estado benefactor establecido después de la Segunda Guerra Mundial, dominado por políticas «socialistas». Las políticas económicas de Pinochet habrían contribuido a la implantación de «fórmulas de libertad no discriminatorias, que parecían existir solo en los textos de estudio, en lugares remotos como Hong Kong o en naciones como Gran Bretaña y Estados Unidos, donde se fueron abandonando por la influencia del socialismo»40.
Esta visión del autoritarismo resalta la cara racional del régimen y deja en un segundo plano la irracionalidad coercitiva. En primer lugar, incurre en una falacia retrospectiva, pues el objetivo del régimen de Pinochet no fue restablecer la democracia pluralista, descalificada sistemáticamente por sus fallas estructurales para enfrentar la «amenaza comunista», sino que se propuso la instauración de un orden político muy distinto, la democracia protegida. Por este motivo no corresponde identificar las reformas económicas del régimen con las reformas políticas desarrolladas en el siglo XIX, con la revolución industrial y que llevaron a la democratización del sufragio y al establecimiento de la democracia en Europa41.
En segundo término, no se pueden situar en un mismo plano reformas económicas hechas en democracia con las impulsadas por el régimen autoritario. Las profundas diferencias institucionales y éticas existentes entre ambas formas de Gobierno invalidan esta comparación. En las dictaduras, el principal componente institucional, que impregna el orden político, es la centralización de la autoridad y el poder en el jefe del Estado y sus principales colaboradores. Esto tiene importantes consecuencias, puesto que la autoridad económica ostenta un poder sin contrapeso que genera una espiral de discriminaciones y beneficios en favor de sus titulares y de los empresarios más cercanos. Además, las separaciones institucionales entre intereses públicos y privados permiten que los altos funcionarios públicos asignen beneficios discrecionalmente, dando espacio a relaciones de patronazgo y clientelismo económico. Por ello, no existe igualdad en el mercado en un contexto autoritario: sus partidarios tienen acceso privilegiado a la autoridad, lo que les permite disponer de información interna sobre decisiones económicas de gran relevancia, mientras que otros son excluidos. En democracia, la autoridad se distribuye entre distintos órganos de poder y el mercado exige igualdad de participación, existiendo fuertes exigencias políticas y éticas para asegurar su cumplimiento y mecanismos en contra de abusos o excesos cometidos por los funcionarios públicos42.
De ahí que en apariencia las reformas económicas del autoritarismo pueden ser similares a las impulsadas en democracias pluralistas como las del Gobierno conservador de Margaret Thatcher en Gran Bretaña43 o las que aplicó el presidente Carlos Menem en la Argentina bajo la conducción del ministro de Economía Domingo Cavallo. Sin embargo, tienen profundas diferencias por los escenarios en que se efectúan, distintos estilos decisorios y una finalidad política disímil44.
Una tercera diferencia es que los partidarios de la tesis de la «revolución liberal» confunden los objetivos del equipo económico —la legitimación por el rendimiento de la democracia protegida y autoritaria— con los efectos no buscados; es decir, aquellos que se logran involuntariamente como consecuencia de sus políticas y que pueden tener un carácter muy distinto a los propósitos iniciales de la autoridad. El régimen de Pinochet tuvo como efecto no buscado la modernización económica que ayudó a la democratización del país. Una amplia bibliografía analiza los efectos no buscados de políticas impulsadas por las dictaduras, convenientes de recordar para poner en su debida dimensión la gestión económica del régimen de Pinochet45. Los estudios más iluminadores se han hecho sobre el régimen de Hitler. El historiador británico David Schoenbaum (1966) argumentó que el régimen totalitario produjo una «revolución social», que cambió para siempre la estructura social de Alemania, facilitando para instaurar la democracia, sino precisamente para conseguir el objetivo contrario: construir un Estado totalitario.
Esta tesis fue ampliada por el sociólogo Ralf Dahrendorf, en un notable estudio sobre la democracia en Alemania, donde sostuvo que Hitler, al buscar el poder total, tuvo que destruir las lealtades regionales, religiosas, políticas, sociales e incluso familiares, y politizar la sociedad por la ideología y el partido totalitario. Todo esto, argumenta, produjo una modernización social de tal alcance que el «contenido de la revolución fue la modernidad» (Dahrendorf, 1971: 416). El régimen nazi abrió nuevas oportunidades de movilidad social que permitieron a los hijos de obreros o de las clases medias llegar a ser altos dirigentes del partido nazi, el NSDAP, sin pertenecer a la aristocracia, la clase social que dominó la administración pública y el Ejército durante el Imperio y la República de Weimar (1918-1933).
En cuarto lugar, las reformas económicas no tienen solo efectos positivos, sino también consecuencias negativas, ignoradas por los partidarios de la «revolución liberal». El contexto autoritario produjo importantes distorsiones institucionales que afectaron los valores y actitudes de las élites que lo apoyaban, especialmente de los empresarios, hecho que se puso de manifiesto en la democracia. La política económica influyó en la formación de un estilo empresarial acostumbrado a las reglas del autoritarismo; es decir, a un pluralismo limitado y a la exclusión política, sin participación de los trabajadores, con una autoridad económica abierta a atender sus demandas corporativas. Esta formación los condujo, en definitiva, a una actitud de incomodidad y hasta de suspicacia sobre la democracia. Los empresarios se acostumbraron a actuar sin sindicatos, factor que ha marcado su comportamiento político hasta hoy46. Este impacto negativo en el empresariado chileno también se dio en otros casos de modernización económica bajo regímenes autoritarios, como en la Alemania del Imperio, cuyo empresariado desconfió de la democracia desde su instauración en 1918, optando por una oposición permanente a su desarrollo, expresado en el apoyo que dieron más tarde a Hitler, importante en su camino al poder a través de la vía electoral (Turner, 1985).
El éxito de las reformas económicas en Chile no se explica sin el contexto autoritario. Este permitió a los Chicago boys impulsar el programa económico con decisión y coherencia, sin enfrentar una oposición que, en democracia, hubiese combatido sus medidas desde los sindicatos, el Parlamento y la prensa.
C. La identidad personal: el general Augusto Pinochet
El autoritarismo también está asociado a la persona del general Augusto Pinochet que, como hemos dicho, ejerció la jefatura de Estado y la dirección del Ejército. Esto constituye una singularidad dentro de las dictaduras latinoamericanas, pues en otros casos, como los de Argentina y Brasil, no tuvieron un dictador que permaneciera durante todo el período, no acumularon el poder que concentró Pinochet y ninguno de los presidentes de esos países mantuvo la dirección directa del Ejército47. Además, Pinochet fue miembro de la Junta de Gobierno hasta 1980, ejerciendo una influencia determinante en la formación de las leyes, ya que el Poder Legislativo estaba depositado en sus cuatro miembros, esto es, los comandantes en jefe de las FF.AA. y el general director de Carabineros48.
El régimen autoritario no se explica sin tomar en cuenta el papel desempeñado por el general Pinochet. Su importancia se basa en que cumplió una doble función de carácter institucional y político49. Fue jefe de Estado, de Gobierno y del Ejército, ejerciendo cada uno de estos cargos con celosa simultaneidad, consciente de que la principal base de su autoridad era la legitimidad derivada de su condición de ser el superior jerárquico de la rama más importante y poderosa de las FF.AA. También fue el puente que unió las dos caras opuestas del régimen autoritario, esto es, la irracionalidad coercitiva y la racionalidad económica, siendo al mismo tiempo el superior directo del general Contreras y de los Chicago boys50. Pinochet fue el líder indiscutido de la coalición gobernante, cumpliendo un papel de integración de los grupos de poder que participaron en cargos de Gobierno o lo apoyaron desde fuera de la administración, desde Pablo Rodríguez, organizador en 1970 del movimiento de extrema derecha Patria y Libertad, responsable y ejecutor de graves actos de violencia política durante el Gobierno de la Unidad Popular, hasta distinguidos parlamentarios procedentes del Partido Conservador, como Sergio Diez Urzúa y Francisco Bulnes Sanfuentes. También se preocupó de conseguir la adhesión de gran parte de la población, convencida por su discurso simple y directo, y que toleró el empleo de la violencia contra sus adversarios51. Cuando los regímenes comunistas colapsaban en los años ochenta por su fracaso económico y parálisis decisoria, el régimen autoritario en Chile gozaba de gran fortaleza y tenía suficiente energía como para pretender prolongarse durante los noventa con Pinochet como candidato a la reelección como presidente por un período de ocho años. Su sorpresiva derrota en el plebiscito de 1988 precipitó el fin del régimen autoritario y abrió paso al cambio de Gobierno.
Su lenguaje agresivo en contra de la oposición fue determinante para mantener un clima de confrontación con sus adversarios y conservar la cohesión de sus partidarios en torno a su liderazgo y la defensa del orden político. Pinochet no fue capaz de cambiar su estilo político cuando el régimen estaba consolidado y se disponía a disfrutar de los logros de las reformas económicas. Siguió apegado al estilo agresivo de los primeros días y respaldó las acciones de la DINA y la CNI, protegiendo al general Manuel Contreras hasta su condena por la Corte Suprema en 1995, por su responsabilidad en el asesinato de Orlando Letelier. Este apoyo le significó un muy elevado costo político, poniéndolo como responsable de cada una de las atrocidades cometidas por los agentes de la DINA, lo que explica su detención en Londres.
Sin embargo, no se puede reducir el análisis del régimen autoritario al papel de Pinochet, pues sería una simplificación de la complejidad de su sistema político, con múltiples órganos de poder e influencia y una variedad de fuentes de legitimación. Significaría incurrir en un reduccionismo para analizar el sistema decisorio, el que este solo girara en torno a su persona, pues el estudio del régimen se reduciría al examen del «pinochetismo». Esta es una opción metodológica equivocada, aplicada antes al estudio de otros regímenes no democráticos y abandonada en la actualidad precisamente porque no permite conocer la complejidad institucional y de intereses que tienen dichos sistemas52.
Dictaduras desarrollistas: el régimen de Franco en España y el de Pinochet en Chile
La excepcionalidad del régimen autoritario chileno en su desempeño económico solo es comparable a la del régimen de Franco en España53, con el que Pinochet se sintió identificado no solo por su anticomunismo, sino por su duración, viendo ahí un caso que demostraba que era posible permanecer indefinidamente en el poder. Muchos de sus cercanos colaboradores, como Jaime Guzmán, admiraban al régimen de Franco, que había mantenido una estrecha relación con sectores conservadores de América Latina a través del Instituto de Cultura Hispánica. Pinochet fue uno de los pocos jefes de Estado que asistió a los funerales del «Caudillo de España y Generalísimo de los Ejércitos», pero no pudo participar en la ceremonia en la cual Juan Carlos asumió como rey por el rechazo de jefes de Estado europeos a asistir si él estaba presente, debiendo abandonar el país.
La dictadura franquista fue la única surgida en la época de los fascismos que tuvo éxito económico y pudo sacar al país de su condición predominantemente agrícola y semiindustrial para convertirlo en la décima economía del mundo, modernizando al mismo tiempo su sociedad. También en España el régimen autoritario está asociado al dictador, quien permaneció en el cargo 36 años. En ambos países la modernización económica fue bajo el autoritarismo, constituyéndose en ejemplos de lo que se ha llamado la modernización prusiana, un camino distinto al transitado por países donde ese proceso ocurre en un contexto de libertades públicas y Estado de derecho. La España de Franco y el Chile de Pinochet comparten también el destacado protagonismo de los tecnócratas del equipo económico, que formularon y aplicaron un programa alternativo. Sin embargo, hubo considerables diferencias que conviene considerar.
A partir del cambio de gabinete de 1957, el régimen español impulsó un «plan de estabilización» bajo la dirección de un grupo de «tecnócratas», que buscó liberalizar su economía54. Si bien el programa está asociado a los ministros económicos55, fue resultado del trabajo de un amplio grupo de economistas que consideraban que la apertura de la economía era el único camino para romper el estancamiento producido por la política autárquica adoptada después del fin de la Guerra Civil. Esta nueva política promovió la libertad de comercio, la disciplina monetaria, claridad financiera para las inversiones públicas y «proponían una economía capitalista de mercado como alternativa a un intervencionismo que creían definitivamente agotado» (González, 1979: 33).
Hubo importantes diferencias políticas entre el contenido del programa económico de la dictadura chilena y de la española, como también en el perfil profesional y político de quienes lo llevaron a la práctica. En Chile, el programa económico liberalizador fue definido por economistas que tenían credenciales académicas, pero se identificaban con un neoliberalismo extremo, y adherían políticamente al régimen, que se impuso sin mayor oposición al interior de la coalición gobernante, contando con el apoyo decidido de gran parte del empresariado. Fue la única propuesta dominante, sin que existiera alternativa. La grave crisis económica que afectaba al país al momento del golpe de Estado creó un consenso en los nuevos detentadores del poder en cuanto a impulsar una profunda reforma económica bajo la inspiración monetarista.
En España, por el contrario, se trató de un programa definido por economistas profesionales, se impuso en contra de la política oficial —que había promovido un activo rol del Estado en la economía—, y enfrentó la oposición de sectores de la Falange (Payne, 1994: 543-548) y la crítica de altos ejecutivos de las empresas públicas, principalmente desde el Instituto Nacional de Industria (INI) (González, 1979: cap. 1). Tampoco gozó de consenso entre los empresarios, que reaccionaron con enorme recelo y desconfianza, salvo los catalanes (González, 1979: 33).
Enseguida, la propuesta de los tecnócratas españoles no tuvo el sesgo ideológico de los Chicago boys, que llevó a estos últimos a un fuerte antiestatismo, como se dijo. En Chile no se modernizó la administración pública, lo que impidió estructurar una institucionalidad sólida para apoyar la marcha de las reformas y prevenir eventuales problemas. En España, los «tecnócratas» impulsaron la gestión reformista con un fuerte sentido profesional, contando con el respaldo de la comunidad académica, que les hizo valorar la relevante función del Estado como apoyo a la gestión privada y regulador de la actividad económica. En España se buscó no solo el fortalecimiento del sector privado, sino también modernizar la administración del Estado, para alcanzar el desarrollo y la prosperidad, pero también para la continuidad del régimen después de Franco. La experiencia de la modernización económica de España está asociada no solo a los ministros de Comercio y Hacienda, Alberto Ullastres y Mariano Navarro Rubio, y a destacados economistas que estaban en la universidad y en el Banco de España (Martín Aceña, 2000), sino también a la labor desarrollada por el catedrático de derecho administrativo Laureano López Rodó56. Cuando aquellos asumieron la dirección del equipo económico, meses antes López Rodó había sido nombrado a cargo de la dirección de la Secretaría General Técnica del Ministerio de la Presidencia, cuyo titular era el almirante Carrero Blanco, que en la práctica era el jefe del Gobierno, e impulsando una amplia reforma administrativa, que se materializó a partir de varias leyes57, que apuntaban a la modernización de la administración del Estado y se guiaba por los criterios de eficiencia y racionalización (Di Febo y Juliá, 2012: 84). Esto condujo a la creación de cuerpos de funcionarios guiados por criterios profesionales, a los cuales se entraba por concurso de antecedentes, dando origen a las grandes burocracias del régimen, y permitió el ingreso de destacados jóvenes abogados, economistas, ingenieros que no se identificaban con el régimen y tendrían un importante protagonismo en la transición a la democracia58.
En tercer lugar, los tecnócratas en España fueron un grupo de profesionales políticamente heterogéneo, que se desempeñó en un espacio institucional definido —los ministerios económicos—, sin intervenir en otros ámbitos de la política pública, donde otras «familias» o grupos de poder controlaban los ministerios o agencias del Estado59. El alto grado de institucionalización del régimen de Franco, con distintos órganos de poder, incluido un partido político, el Movimiento-Organización, y un Parlamento —las Cortes—, hizo que el equipo económico se concentrara en su propia esfera institucional. En Chile, por el contrario, se trató de un grupo técnica y políticamente homogéneo, formado por partidarios del autoritarismo e identificados políticamente con sectores de la derecha, especialmente el «gremialismo», que perseguían objetivos políticos: redefinir las bases del sistema económico para crear condiciones políticas que aseguraran la posición dominante de sus partidarios cuando los militares volvieran a sus cuarteles. Además, hubo un orden político con bajo nivel de institucionalización que otorgó al equipo económico gran libertad para actuar e imponer sus decisiones sin interferencias de otros órganos60. En Chile, los tecnócratas tuvieron un alto protagonismo político, como lo demuestra la candidatura presidencial del ex ministro de Hacienda Hernán Büchi, en las primeras elecciones de 1989.
Distintas aproximaciones al análisis del régimen de Pinochet
El régimen de Pinochet puede ser examinado mediante diferentes estrategias de investigación, cada una de las cuales tiene ventajas y limitaciones. En primer lugar, puede ser analizado como un régimen militar, lo que es plausible debido al protagonismo del general Pinochet y a que los militares ocuparon numerosas e importantes posiciones de autoridad en todos los ámbitos del Gobierno, no solo el Ministerio de Defensa, como fue el caso de Franco en España, que entregó a los uniformados la dirección de los ministerios de Ejército, Guerra y Marina, que incluso fue respetada después de su muerte por el primer Gobierno de la monarquía.
También puede ser examinado a nivel del Estado y de la economía, recurriendo a las ideas de O’Donnell sobre el «Estado burocrático-autoritario», lo que se justificaría porque el régimen autoritario impulsó una transformación económica radical, buscando redefinir las relaciones entre Estado y sociedad61. Considero poco adecuada esa estrategia de investigación para el objeto de este estudio, porque se preocupa preferentemente de considerar el impacto de los aspectos económicos, mientras que aquí se privilegia la influencia de los factores políticos, incluso en la economía.
Una tercera estrategia de investigación sería examinar el sistema político, analizando las estructuras de poder, las élites, la legitimación del orden político y sus policies, incluyendo la política económica. Siguiendo el concepto de régimen autoritario formulado por el sociólogo español Juan Linz, considero este como el enfoque más conveniente y es el que se seguirá en este libro, con los ajustes requeridos para la aplicación del modelo, construido especialmente a partir de la España de Franco, al caso de Chile. Antes de examinar el enfoque de Linz es útil despejar nuestras críticas al enfoque centrado en el carácter militar del régimen de Pinochet.
Un régimen militar
El amplio componente castrense del régimen de Pinochet justificaría emplear una estrategia de investigación que lo analice como un caso de régimen militar. El Poder Legislativo radicó en la Junta de Gobierno, integrada por los comandantes en jefe de las tres ramas de las FF.AA. y por el general director de Carabineros. Los militares ocuparon numerosos ministerios, desde el de Defensa hasta carteras muy alejadas de su actividad profesional, como Salud y Obras Públicas. Además, estuvieron presentes en otros ministerios a través de subsecretarios, como Hacienda y Economía. Se hicieron cargo de la estructura vertical del Estado como intendentes de las regiones y gobernadores de las provincias. Incluso fueron nombrados rectores de las universidades y, en los primeros años, oficiales en retiro fueron embajadores en numerosos países, como EE.UU. y Gran Bretaña.
El régimen instaurado en Chile en 1973 no fue una excepción en América Latina en esos años62. La coreografía política en la región había cambiado drásticamente en esa época. Los presidentes eran generales de Ejército, desde Castelo Branco en el Brasil (1964), Barrientos en Bolivia (1964), Juan Carlos Onganía en Argentina (1966), Jorge Videla, una década después, Velasco Alvarado en el Perú (1968) y hasta el caso del Uruguay, con un régimen militar que comenzó con la permanencia del presidente civil, Juan María Bordaberry (González, 1991)63. Sin embargo, la forma como ocurrieron los golpes militares fue distinta. Como destacó Rouquié (1981: 9): «En 1975, más de la mitad de la población total del continente vive en Estados cuya administración se encuentra a cargo de regímenes militares, o con predominio militar. En América del Sur, seis naciones, que representan los cuatro quintos del territorio, tienen como presidentes a oficiales que lograron el poder merced a sus pares y a un “feliz” golpe de Estado». El ejemplo más ilustrativo de esa tendencia lo constituyó Argentina64, dominada por una hegemonía militar desde 1930 hasta la derrota de sus Fuerzas Armadas en las Malvinas en abril de 1982:
Desde 1930, ningún presidente constitucional, surgido de elecciones libres, sin presión ni veto del Ejército, y en el marco de una sucesión normal, completó su mandato de seis años. La duración media de las presidencias, entre 1930 y 1971, es de dos años y seis meses, y de dos años y cuatro meses desde 1955. Esta inestabilidad crónica es igualada solamente por la propensión de los militares a instalarse en la Casa Rosada, sede de la Presidencia. Sobre los dieciséis presidentes que conoció la Argentina desde 1930, once eran militares. Gobernaron el país veintiocho años sobre cuarenta y dos. Solo dos presidentes «electos» conservaron el poder hasta el término de su mandato legal de seis años: ambos eran generales y probablemente jamás habrían sido llevados al poder sin que un oportuno golpe de Estado no hubiera abierto un paréntesis que les permitiera llegar a la más alta magistratura en forma legal, pero con apoyo decisivo del Ejército. Además, de los dieciséis presidentes, diez lo fueron de facto; alcanzaron el poder por decisión militar sin consagración electoral alguna (Rouquié, 1981: 12).
Alfred Stepan explicó acertadamente las singularidades de los regímenes castrenses surgidos a partir del golpe de Estado de 1964 en Brasil, en que los militares tomaron el poder de otra forma, por decisión corporativa, y lo ejercieron de forma institucional, según una nueva visión de su rol profesional, llamada por él como un «nuevo militarismo»65. Este se diferenciaba del «viejo militarismo», surgido de golpes de Estado, pacíficos en su realización, en que el presidente era sacado en forma discreta del palacio presidencial y enviado a otro lugar del país o al extranjero, pudiendo continuar su carrera política que lo podría conducir nuevamente a la Presidencia, como lo hizo José María Velasco Ibarra en el Ecuador en varias oportunidades. La intervención de los militares en política respondía más bien a iniciativas individuales de un general o coronel, quien era acompañado por un puñado de militares, estableciendo una dictadura personalizada e inestable66.
El nuevo carácter de la participación política de los militares se tradujo en que se convirtieron en una importante élite gobernante, fijaron una ambiciosa agenda programática de Gobierno, que incluyó desde la eliminación de las raíces de los problemas económicos y políticos hasta el cambio de hábitos y valores de los ciudadanos. Se consideraron como auténticos depositarios de las mejores virtudes nacionales y como la única élite en condiciones de reconstruir el país67.
Inspirados en la doctrina de la seguridad nacional (Arriagada y Garretón, 1979), tomada de los programas de adiestramiento desarrollados por el Ejército de los Estados Unidos, que había priorizado la lucha contra los movimientos guerrilleros, los nuevos gobernantes aplicaron sus principios al control del orden público, lo que los llevó al ejercicio de una represión con altísimos costos humanos.
No obstante, la importante presencia de los militares en el sistema político no es razón suficiente para optar por esta estrategia de investigación para analizar el caso chileno. En primer lugar, gran parte de la bibliografía sobre los militares se ha preocupado de estudiar las causas del golpe de Estado, sin examinar el orden político surgido de este, que es el objeto de esta investigación. Enseguida, este enfoque no permite conocer las estructuras de autoridad y poder que se dio al orden político, ni su estrategia de legitimación, pues atiende al rol de un solo actor e institución. Debe tenerse en cuenta que en Chile, a diferencia de Argentina, los militares no buscaron el poder en 1973, sino que este les cayó encima porque la democracia colapsó. Esto no desconoce el hecho de que hubo militares que prepararon el golpe de Estado y civiles que trabajaron para que ese fuera el desenlace, pero la confluencia de ambos esfuerzos fue posible por el desplome del régimen democrático. Esto conduce al tercer y más importante motivo para descartar este enfoque: el análisis desde los militares oscurece el relevante protagonismo que tuvieron los civiles, que fue decisivo no solo en el campo económico, sino también en el diseño e instauración de la arquitectura institucional. Los militares fueron acompañados en el poder por decenas de profesionales de alto nivel y por centenares de colaboradores y asesores civiles en múltiples posiciones de autoridad, desde los Chicago boys hasta los «gremialistas», políticos del Partido Nacional e independientes. Las ideas económicas y políticas provinieron de los civiles; los militares solo aportaron la doctrina de la seguridad nacional, que sirvió de pretexto para el empleo de la coerción y justificar algunos elementos del modelo de democracia protegida y autoritaria, como la tutela militar. La estrategia de continuidad de las instituciones después que los militares volvieran a sus cuarteles fue obra principalmente de los civiles, que se expresó en la Constitución de 1980 y en la arquitectura institucional del sistema económico.
En consecuencia, el enfoque de los militares puede ser útil para comprender el comportamiento de algunos actos y de una institución, pero no sirve para explicar la vasta complejidad institucional del régimen.
Un régimen autoritario
Decíamos que la alternativa más conveniente para nuestra investigación consiste en situarse en un nivel de análisis alejado del protagonismo de los actores e instituciones y acudir al modelo del régimen autoritario formulado por Juan Linz68. En su clásica definición, Linz describió los regímenes autoritarios como:
sistemas políticos con un pluralismo político limitado, no responsable; sin una ideología elaborada y directora (pero con una mentalidad peculiar); carentes de una movilización política intensa o extensa (excepto en algunos puntos de su evolución), y en los que un líder (o si acaso un grupo reducido) ejerce el poder dentro de límites formalmente mal definidos, pero en realidad bastante predecibles (Linz, 1978: 212).
El componente más importante de esta definición es el «pluralismo limitado», que lo distingue nítidamente respecto de la democracia, en la que el pluralismo es «casi ilimitado» (Linz, 1978: 213). Esto, pues, tiene una importante consecuencia analítica en la tipología de los regímenes políticos democráticos y totalitarios existentes entonces, y Linz optó por explicitar las singularidades de este tercer tipo a partir de sus diferencias con la democracia. Esto tuvo como consecuencia una menor atención a ciertos elementos del autoritarismo que lo distinguen del régimen totalitario, como las funciones de la coerción y el rol del dictador.
El modelo de Linz tuvo enorme importancia en la comprensión de los regímenes no democráticos. Hasta ese momento se les había analizado como dictaduras totalitarias (Friedrich y Brzezinski, 1966)69, lo que solo correspondía a los regímenes fascistas de entreguerras y al régimen de Stalin, o bien como regímenes militares, forma generalizada de estudiar las dictaduras en América Latina. Linz proporcionó un nuevo camino que permitió comprender las estructuras de poder y las tensiones y conflictos de los regímenes no democráticos, arrojando luz sobre aspectos no considerados por los otros enfoques70.
Linz ha sido criticado a partir de su análisis del régimen de Franco71. Se le cuestiona su rechazo al papel de la ideología y el empleo del concepto de «mentalidad» con que lo reemplaza. Diversos autores argumentan que la ideología fue importante en diversas etapas, especialmente en los años cuarenta y cincuenta72, aunque admiten que más tarde perdió visibilidad. Von Beyme no comparte su visión sobre la importancia del pluralismo limitado, al que considera un elemento existente solo a nivel de las élites, sin haberse constituido en una propiedad del sistema político73.
En tercer lugar, se le critica la escasa atención que dedicó al papel de la coerción74 que Linz estimó habría sido relevante solo en la fase inicial del régimen75. «El régimen autoritario puede llegar muy lejos en la supresión de instituciones o grupos ya existentes, opuestos al nuevo orden social, en el control a otros grupos, y en cualquier caso la supresión o control es una amenaza siempre presente. Pero debido a un cúmulo de circunstancias, este proceso se detiene» (Linz, 1978: 216).
Diversos autores han argumentado que la coerción fue un componente muy relevante en el ejercicio del poder del franquismo, habiendo sido muy intensa después de la Guerra Civil76. Esta coerción se mantuvo en forma latente el resto del tiempo y se manifestó abiertamente en los momentos en que la oposición se movilizó en su contra, como ocurrió durante las protestas obreras y estudiantiles de 1956 y en las luchas nacionalistas del País Vasco de los años sesenta y comienzos de los setenta77. En diversas oportunidades se aplicaron durante meses los estados de excepción, que limitaron los derechos civiles78.
Estas críticas apuntan a aspectos que no son esenciales en el enfoque de Linz, que mantiene su gran capacidad analítica para el estudio de los regímenes políticos distintos de la democracia y del totalitarismo en sociedades en vías de modernización79. Linz ha formulado un tipo ideal, es decir, un instrumento metodológico que no refleja fielmente la realidad, sino que es una reconstrucción de la misma, con exageración de algunos de sus componentes con el fin de comprenderla mejor80. De ahí que sea necesario hacer algunos ajustes a su modelo para aplicarlo a un caso específico.
Hemos dicho que una de las especificidades del régimen de Pinochet fue el empleo de la coerción en la toma del poder y como recurso estable para mantener el control del orden público. Su magnitud debe ser medida no solo por los resultados explícitos —muertes, detenciones, torturas y exilio—, sino también por sus consecuencias más bien implícitas, constituidas por la sensación de terror que se apoderó de amplios sectores de la población más politizada y de los dirigentes de la oposición81. Esta sensación de miedo e inseguridad es más fuerte en países que carecían, como Chile, de una tradición de violencia política. Esto generó una percepción de indefensión en quienes no apoyaban al régimen, agravada por el comportamiento de los tribunales de justicia, que toleraron las arbitrariedades sin ejercer sus funciones de defensa de los derechos civiles. Las acciones de los servicios de seguridad, la pasividad de los tribunales, el silencio cómplice de los colaboradores civiles, etc., son los factores que crearon una verdadera «maquinaria del terror»82 que afectó a una amplia mayoría de la población y que inhibió a los militantes y activistas de los partidos de oposición para actuar en política.
El empleo de la coerción contra los disidentes plantea la necesidad de precisar sus diferencias con el régimen totalitario83, en que el terror es un componente central que es ejercido directamente por los servicios de seguridad, ampliado por el partido único y justificado por la «ideología directora»84. Linz tiene presente los contrastes existentes entre el régimen autoritario y el totalitario cuando pone de relieve que aquel no busca provocar una «movilización política intensa y extensa», como ocurre en el segundo (Friedrich y Brzezinski, 1965: 212). El régimen totalitario implantado a partir de una democracia se caracteriza por una toma del poder realizada a través de la cancelación de las instituciones políticas, sociales y culturales intermedias entre el Estado y el individuo, que fueron controladas por el Estado o eliminadas. En el caso alemán, esto abarcó los gobiernos regionales y comunales, se prohibieron los partidos y numerosos parlamentarios y dirigentes de partidos, especialmente comunistas y socialdemócratas, fueron detenidos, muertos o enviados a los campos de concentración; se cancelaron los sindicatos y sus dirigentes fueron perseguidos; las iglesias, especialmente la Iglesia católica, sufrieron las consecuencias de la sincronización y muchos sacerdotes fueron hostigados por los servicios de seguridad85. Esta sincronización no se efectuó en un breve plazo, pues cuando Hitler fue designado canciller del Reich por el presidente de la República, el mariscal Hindenburg, el 30 de enero de 1933, no obtuvo el control de la totalidad del Poder Ejecutivo, y las FF.AA. continuaron sometidas a la autoridad del jefe de Estado. Hitler debió esperar la muerte del anciano presidente, en agosto de 1934, para asumir la jefatura del Estado y, en esta calidad, conseguir el control de los militares (Bracher, Sauer y Schulz, 1960)86.
También destaca Linz la importancia de la estrategia de legitimación del orden autoritario, que recurre a una de carácter mixto, en que se combinan justificaciones legales con recursos históricos o carismáticos, como ocurrió en el caso de Hitler. La legitimación marcha de la mano con renovaciones en la élite dirigente y de modificaciones en la arquitectura institucional con el fin de enfrentar en mejores condiciones los desafíos nacionales e internacionales. Esto se puso de manifiesto en el régimen de Pinochet con el «caso Letelier», que en 1978 condujo a un masivo cambio de gabinete y a impulsar una débil institucionalización87. De ahí la necesidad de distinguir los cambios en el régimen para apreciar su capacidad de adaptación ante nuevos problemas, que da cuenta de una considerable habilidad política.
Sincronización limitada, con personalización del poder y baja institucionalización
Hemos dicho que para aplicar el esquema de Linz al estudio de un caso específico como el de Pinochet es necesario hacerle algunas adaptaciones con el fin de tomar en cuenta sus principales singularidades. Una de estas fue la coexistencia de un intenso uso de la violencia durante la toma del poder y a lo largo de su vida, junto a reformas económicas que buscaron superar el subdesarrollo. La dureza empleada en el ejercicio del poder justifica examinar el régimen de Pinochet no a partir de las diferencias con la democracia, sino más bien con el régimen totalitario. El autoritarismo chileno se comprende mejor cuando lo analizamos en contraste con el totalitarismo88.
Si Linz argumentó que el principal componente de su modelo fue el «pluralismo limitado», que lo distingue de la democracia en que este es pleno, podemos situar al régimen de Pinochet en torno al rasgo distintivo del totalitarismo, la sincronización (Gleichschaltung) de las instituciones políticas y sociales.
En el autoritarismo la sincronización no es plena sino limitada, quedando espacio para un cierto grado de pluralismo que permite la existencia de una débil oposición, tolerada mientras mantiene una actividad de bajo perfil. El régimen de Pinochet impulsó una rápida sincronización limitada de las estructuras políticas mediante el discurso de guerra contra el marxismo y el empleo de la violencia89. Esto se expresó en el cierre del Congreso Nacional, la cancelación de los partidos de izquierda y el «receso» de las colectividades opositoras al Gobierno de la Unidad Popular. También se manifestó en el estricto control de los sindicatos y la supresión de su principal organización, la Central Única de Trabajadores (CUT). El país fue sometido a un clima de guerra que se propuso eliminar a la disidencia. La sincronización no abarcó la Iglesia católica, que pudo mantener sus escuelas y organizaciones para el trabajo con los laicos, incluidas las radios, aunque perdió el control de sus universidades.
La sincronización se consiguió no solo a través de medidas impuestas por la autoridad, sino también por decisiones voluntarias de quienes apoyaron a los nuevos gobernantes. El Poder Judicial acató la declaración del estado de guerra y toleró los atropellos a los derechos humanos. Los medios de comunicación incurrieron en una sincronización voluntaria, pues los que no fueron cerrados optaron por apoyar a las nuevas autoridades.
Desde un punto de vista histórico, la sincronización limitada no se agota en los primeros meses del nuevo régimen, sino que se puede profundizar más adelante, suprimiendo organizaciones que inicialmente no lo fueron. Así, por ejemplo, los partidos «suspendidos» en 1973 fueron prohibidos en marzo de 1977, cuando el régimen estimó que la acción opositora del Partido Demócrata Cristiano (PDC) excedía el margen tolerado.
Concluida la sincronización limitada, los nuevos gobernantes procedieron a construir un nuevo orden político que se caracterizó por su bajo grado de institucionalización, expresado en un sistema decisorio altamente centralizado en el general Pinochet. Las comisiones legislativas que apoyaban el trabajo de la Junta de Gobierno estaban integradas mayoritariamente por militares, sin que hubiera instancias formales de deliberación y resolución distintas de la Junta y el gabinete. Esto favoreció la emergencia de arenas informales de deliberación y preparación de decisiones, que permitieron a ciertas personalidades influir en Pinochet sin necesidad de estar en el gabinete, como es el caso de «los duros» y de Guzmán.
El bajo nivel de institucionalización fue ventajoso para la consolidación del poder de Pinochet, impidiendo que existieran espacios en los que se apoyaran grupos de poder para presionar por sus intereses, dejándole un amplio margen decisorio. Este rasgo dio al régimen una enorme capacidad de integración de sus diversos grupos de apoyo y personalidades, acompañado de un gran pragmatismo para conciliar sus discrepancias y las designaciones del personal burocrático y político, ejerciendo Pinochet un poder arbitral. Este carácter institucional lo convirtió en un actor central del proceso político, haciéndose indispensable su permanencia en la jefatura del Estado para la continuidad del régimen y de sus políticas.
El poder y la autoridad de Pinochet no fueron absolutos, pues el suyo no fue un régimen totalitario, en el que el dictador ostenta dichos atributos. Estos estuvieron limitados, en primer lugar, por la participación de las instituciones armadas en el poder, que conservaron su autonomía para administrarse y decidir sus ascensos y retiros, lo que también influyó en que las decisiones políticas se ciñeran a criterios burocráticos definidos. En segundo lugar, la Junta de Gobierno tomaba sus decisiones por unanimidad, lo que obligaba a cada miembro a conciliar posiciones con sus colegas. En tercer lugar, el entramado institucional planteó ciertas limitaciones al poder personal del general Pinochet, especialmente en cuanto a la regulación sucesoria establecida en la Constitución de 1980, que puso un límite de tiempo a su permanencia en el poder y fijó un procedimiento —el plebiscito de 1988— por medio del que debía renovar su autoridad presidencial.
Coincidimos con Von Beyme en que el pluralismo limitado es un recurso analítico para comprender la estructura de la coalición gobernante, que en el caso chileno estuvo constituida por los militares y diversos grupos de civiles, desde los de extrema derecha de Patria y Libertad hasta sectores moderados. El grupo civil que alcanzó mayor notoriedad fue el de los Chicago boys, actuando con gran cohesión bajo el liderazgo del ministro Sergio de Castro durante los años setenta y del ingeniero Hernán Büchi en los ochenta, que se analiza en el Capítulo VIII. Hubo un breve paréntesis, en 1984-1985, en que se incorporó a Luis Escobar Cerda como ministro de Hacienda, quien logró cierta influencia con sus propuestas «estructuralistas», pero Pinochet mantuvo la confianza en las personas y en el programa neoliberal promovido por aquellos.
En segundo lugar estaban los «alessandristas», entre quienes se contaban algunos de los ex ministros y colaboradores del presidente Jorge Alessandri (1958-1964) que lo acompañaron más tarde en su fracasada campaña presidencial de 1970. Eran personas sin filiación partidista, muy críticas de los partidos y del Parlamento, que junto con colaborar a través de algunos cargos de Gobierno, proporcionaron una cierta legitimidad histórica al proyecto político del régimen autoritario y que se examina en el Capítulo V.
En tercer término se encuentran personalidades del Partido Nacional (PN)90. Como los militares tuvieron una posición contraria a los partidos, los dirigentes procedentes del PN no fueron bien recibidos, porque compartían responsabilidades en la crisis de la democracia. Algunos ex parlamentarios fueron alejados del país, siendo nombrados embajadores91. Este grupo tuvo su mejor oportunidad en 1983, cuando el ex presidente del PN, el ex senador Sergio Onofre Jarpa, fue designado ministro del Interior, e impulsó la política de la apertura que produjo una profunda modificación en el sistema político a través de importantes medidas de liberalización, que se analiza en el Capítulo X.
El cuarto grupo estuvo constituido por el «gremialismo», dirigido por Guzmán, que es objeto de análisis del Capítulo VII. Fue, junto con los Chicago boys, quien tuvo una clara estrategia de poder, que incluyó en la ocupación de una amplia cantidad de posiciones de autoridad e influencia en el sistema político, especialmente en Odeplan, la Secretaría General de Gobierno y las municipalidades. Alcanzó una alta cohesión entre sus integrantes, dispuso de un ideario con argumentos sustantivos para justificar su participación política y contó con el inteligente liderazgo de un notable político como fue Guzmán.

En este capítulo hemos sostenido la conveniencia de analizar el régimen de Pinochet como un caso de régimen autoritario, siguiendo las propuestas de Linz, adaptadas de acuerdo a las especificidades nacionales92. Estas particularidades nacionales podemos encontrarlas en el empleo de la violencia y en la coerción, no solo durante la toma del poder, sino después, cuando pasaron a ser componentes centrales del régimen, y la aplicación de políticas económicas que buscaban modernizar el país en torno a la libertad de mercado. Estas singularidades, estrechamente vinculadas entre sí, hicieron posible un Estado dual, de coerción y libertad económica. Esto hace necesario analizar las policies, instrumentales a la consolidación del régimen93. No se trató de un régimen fascista, como denunciaron sectores de izquierda en los años setenta, porque hubo una sincronización limitada y careció de las instituciones del totalitarismo, como el partido único y una ideología rectora. Sin embargo, los servicios de seguridad impusieron un clima del terror, bastante más radical que en otras experiencias autoritarias de América Latina. En el capítulo siguiente se analizará la forma en que se produjo la toma del poder, y después se examinará el rol específico del general Pinochet.