II

Quién es quién: ateos, agnósticos y creyentes

 

El vigor de la convicción atea puede ser percibido erróneamente. Primero, se podría pensar que el origen del ateísmo es el resentimiento frente a la religión. Es una observación que mis amigos católicos suelen hacerme, creyendo que con eso ganan la partida. Segundo, se podría decir que el ateísmo es una especie de militancia tan fervorosa que no se diferencia mucho de una auténtica religión. A fin de cuentas es igualmente proselitista. Ambas percepciones parecen estar contenidas en la siguiente cita del gran Albert Einstein:

Se me puede llamar agnóstico, pero no comparto el espíritu de cruzada del ateo profesional cuyo fervor se debe sobre todo a un acto doloroso de liberación de los grilletes del adoctrinamiento religioso recibido en la juventud. Prefiero una actitud de humildad, en correspondencia con la debilidad de nuestra comprensión intelectual de la naturaleza y de nuestro propio ser.

Es probable que Einstein haya sido efectivamente un agnóstico. Aunque rechazaba enérgicamente la idea de un dios personal con características antropocéntricas —una idea «infantil», según sus propias palabras— se suele decir que no era ateo en tanto su entendimiento de los fenómenos del universo no alcanzaba para descartar la influencia originaria de una fuerza desconocida. Quiero partir este capítulo —que tiene por objeto hacer algunas precisiones conceptuales, necesarias antes de entrar de lleno en materia— rebatiendo su descripción del ateísmo, que me parece equivocada en los dos sentidos antes mencionados: el ateísmo no nace como una respuesta psicológica al trauma infantil que puede significar el adoctrinamiento religioso ni tampoco es correcto equiparar su promoción a la intensidad con que se experimenta la fe.

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El motor motivacional del ateo es variado. No responde a un solo impulso y es simplista describirlo como una mera reacción de despecho o rabia. Algunos, sin duda, tienen cuentas pendientes con la religión, como atestigua en forma brutal la cita del escritor colombiano Fernando Vallejo que inaugura este libro. No desconozco que la revancha por el «adoctrinamiento religioso recibido en la juventud» puede jugar un papel relevante en la biografía de muchos new-born-atheists. No es extraño: gran parte de la educación primaria y secundaria en países como Chile es de orientación religiosa. Algunos egresan de ella como siervos de la causa de la Iglesia, otros absolutamente indiferentes y otros tantos profundamente contrariados. Estos últimos pueden tomar una actitud hostil frente a todo lo que huela a incienso y sotana. Lo importante es entender que esa característica está lejos de definir la esencia del pensamiento ateo. Cargar con un trauma infantil no es condición necesaria —y menos, suficiente— para rechazar racionalmente las premisas de la religión.

Primero, porque no toda educación religiosa equivale a un trauma. En lo personal me considero ajeno a ese sufrimiento. Tuve una infancia bastante feliz al alero de los dogmas y los ritos congregacionales.14 En su reciente autobiografía, el biólogo Richard Dawkins comenta que en su niñez también se sintió fuertemente atraído por la Iglesia. Añade sin embargo que su educación fue lo suficientemente liberal y que nadie le metió la religión a la fuerza por la garganta. No nace de allí su virulencia. Podría entender el ánimo de vendetta viniendo de parte de ex numerarios que culpen al Opus Dei por adueñarse de los mejores años de sus vidas. Pero no es el caso predominante entre los ateos. Lo que usualmente ocurre es ligeramente distinto: es el conocimiento de la religión de primera fuente lo que posibilita a muchas personas el despertar intelectual que los lleva a rechazarla. El ilusionista estadounidense Penn Jillette, por ejemplo, relata que su camino al ateísmo fue pavimentado precisamente por su grupo de lectura bíblica, donde el pastor a cargo escuchaba The Doors y no trataba de persuadirlos de las bondades del cilicio.

El ateísmo no es una reacción sino una convicción a la cual se arriba después de un proceso. Se incuba en el tiempo y no se limita a un mero «acto doloroso de liberación» como el que describe Einstein. Esto no quita que el tránsito pueda ser efectivamente doloroso. Ayaan Hirsi Ali lo define exactamente de esa manera: «Para mí, abandonar a Alá fue un proceso largo y doloroso, al que traté de resistirme todo el tiempo que pude». Umberto Eco confiesa que su ateísmo ha sido «el fruto, bastante sufrido, de un largo y lento cambio». Tengo la intuición de que muchos ateos conversos se sienten identificados con estos testimonios. La mayoría de ellos debe haber enfrentado sucesivas fases de negación, frustración e irritación. Si echamos atrás el reloj, recordaremos que no fue tan distinto cuando averiguamos que no había ningún trineo volador lanzando regalos por la chimenea. Conozco a padres cuyos hijos no les dirigieron la palabra durante varios días después de conocer la verdad. Pero el tiempo lo cura (casi) todo.

La mejor prueba que tengo en mi poder para refutar la observación de Einstein es la composición del breve curso Ateísmo & Agnosticismo que imparto en la UAI. Mi laboratorio es la sala de clases. En la primera sesión interrogo a los estudiantes sobre si tuvieron una educación religiosa. Las respuestas se dividen. La mitad proviene de establecimientos o entornos familiares completamente laicos o bastante flexibles en cuestiones teológicas. La otra mitad pasó por colegios de curas o de monjas (o pertenecientes a otras adscripciones religiosas minoritarias en Chile). Pero todos tienen algo en común: son jóvenes librepensadores que han rechazado hasta cierto punto las demandas de la religión convencional. Dejemos entonces establecido que la distinción entre ateos y agnósticos no sigue la línea propuesta por Einstein. La actitud que cada persona toma frente a la circunstancia de su educación religiosa previa no es un factor determinante —yo diría que es apenas relevante— para configurar un set de respuestas ateas a la pregunta de la existencia de una o más deidades.

Cuestión distinta es si acaso los ateos somos intrínsecamente estridentes, odiosos y fanáticos en nuestra crítica a la religión. Ese es el intenso «espíritu de cruzada profesional» que parece denunciar Einstein. Pero el tono de la crítica tampoco determina el conjunto de convicciones filosóficas y metafísicas del ateísmo. Se puede ser ateo desde una posición agresiva y militante, así como se puede mantener una actitud suave o de guante blanco. Esto depende de varios factores: de cuán convencido o informado estás de tu posición, de cuán elocuente eres en el debate, de cuán importante crees que es persuadir a los demás, de cuán respetuoso eres de las sensibilidades de tu entorno, etcétera. O, incluso, de cuán recomendable es jugar a la ofensiva o a la defensiva desde un punto de vista táctico. El filósofo A. C. Grayling, por ejemplo, sostiene que un tono desapasionado puede ser insuficiente para transmitir la urgencia del ateísmo en el mundo contemporáneo:

No fue una oposición cortés la que abolió la esclavitud. Fueron argumentos, campañas y una crítica descarnada contra el sistema y sus fortificaciones. Liberar la mente humana de la esclavitud de la superstición y la religión requiere la misma aproximación.

Por el contrario, otros ateos considerarán que la táctica de persuasión debe ser menos confrontacional, tomando en cuenta que la religión ocupa un lugar relevante en la vida de muchas personas, incluidos nuestros seres queridos, y que atacar su insensatez a rostro descubierto puede ser una estrategia torpe, si de acercar a las personas al pensamiento racional se trata. No es extraño que a veces resultemos sencillamente insoportables. Pero esta sigue siendo una discusión sobre la forma, que no define el fondo del ateísmo ni menos logra trazar sus verdaderas diferencias con el pensamiento agnóstico que Einstein dice representar.

Ahora bien, ¿es fanático el ateísmo en su contenido? La acusación es conocida: seríamos tan fundamentalistas en nuestros juicios y tan dogmáticos en nuestros axiomas que no estaríamos muy lejos de la religiosidad que aspiramos a refutar.

Comencemos diciendo que no hay nada de malo en asumirse proselitista. Es decir, en tratar de persuadir al resto de ciertas ideas que consideramos sinceramente correctas, o bien, de disuadirlos de creencias que nos parecen insostenibles. Vale la pena subrayar los verbos persuadir y disuadir, que involucran la capacidad de entregar argumentos que pueden ser racionalmente aceptados, para no confundir la promoción de ciertas ideas con el ánimo impositivo y autoritario que a veces asumen algunos credos religiosos. Si bien es cierto que en las sociedades postseculares contemporáneas la religión goza de poco espacio para imponerse por el miedo a la hoguera, la violencia explícita o la amenaza de la fuerza, no podemos olvidar que alguna vez sí lo hizo y asiduamente. En aquellos días la premisa inquisitoria era «conviértete o muere». Así se explica, en parte, su éxito institucional. El ateísmo nunca en su historia ha caído tan bajo. Podría retrucarse que varios regímenes comunistas del siglo XX, declaradamente ateos, persiguieron a los creyentes por su fe. Es un cargo indesmentible. Pero no debemos perder de vista que si bien el materialismo ateo formó parte del núcleo del activismo marxista, el marxismo no ha sido ni es parte esencial del ateísmo. Nos ocuparemos de la crítica de Marx a la religión brevemente en el capítulo cuarto. Por ahora señalemos que en cualquier caso la analogía entre religión y proyectos políticos totalitarios no es tan desatinada: tanto las religiones como las ideologías omnicomprensivas buscan proveer al ser humano de una interpretación dogmática y sustantiva de su historia y su destino. No es casualidad que los fascismos y comunismos que padecimos en el siglo xx fueran en su momento bautizados como «religiones seculares». Bertrand Russell, probablemente el intelectual ateo más célebre del siglo pasado, solía meterlas todas en el mismo saco: «Creo que todas las grandes religiones del mundo —el budismo, el hinduismo, el cristianismo, el islam y el comunismo— son a la vez falsas y dañinas». Probablemente se me dirá que el comunismo chileno es democrático, o bien que sus nuevas generaciones están lejos del absolutismo moral de sus antecesores. Sería una observación justa. Pero la historia enseña que cada vez que una ideología religiosa o secular totalitaria ha conquistado el poder total, ha intentado excluir o erradicar sistemáticamente las demás alternativas políticas, éticas o metafísicas. En cambio, nada permite presagiar que el ateísmo piense en hacer lo mismo, ni siquiera después de que se convierta en la corriente intelectual mayoritaria del planeta. Por ello, insisto, persuadir no es igual a coaccionar y disuadir no es igual a proscribir. Como veremos en un capítulo posterior, el ateísmo tampoco aspira a articularse como un proyecto político valiéndose del poder estatal para ganar adeptos a su causa. Quizás haya que introducir la distinción que hacen algunos académicos entre ateísmo coercitivo y ateísmo orgánico. El primero es impuesto de arriba hacia abajo a través de las estructuras represivas del Estado. El segundo emerge como callampa en las sociedades libres. Aunque sea evidente, no sobra decir que el ideal al cual aspiramos los ateos chilenos es el modelo orgánico. El ateísmo aprovecha los espacios de libertad intelectual para persuadir y disuadir bajo las reglas del diálogo democrático. Lo hace justamente porque le importan las personas y su dignidad. Lo hace porque entiende que un mundo de adultos que se comportan como tales es menos peligroso para la sobrevivencia de la especie que un planeta habitado por los delirios de violentistas y asesinos que hablan con dioses en sus sueños, especialmente cuando disponen de armas convencionales y nucleares. En resumen, el ateísmo tiene una dimensión innegablemente proselitista porque no es indolente frente al presente y el futuro. Son razones poderosas que justifican que para algunos se trate de una genuina cruzada.15

2

Ahora corresponde explorar en qué consiste el ateísmo y en qué se diferencia del agnosticismo. La supremacía de la cultura de la fe es tan pronunciada en nuestra sociedad que ateos y agnósticos van usualmente al mismo saco. No obstante, representan dos posiciones distintas. En términos generales se suele decir que los ateos «afirman» que Dios no existe y los agnósticos «no saben si existe». Ocupo el verbo afirmar para el caso de los ateos porque no es enteramente preciso sostener que ellos «no creen en Dios», al menos no desde la significancia religiosa del verbo creer. Desde esta visión la «creencia» está ligada al ámbito de la fe, es decir, a aquella virtud religiosa que se define epistemológicamente como un conocimiento obtenido sin la evidencia requerida. Por eso es un error, por ejemplo, preguntar en las encuestas si las personas «creen» o «no creen» en la evolución de las especies por selección natural. La evolución, como toda teoría científica, no se construye sobre creencias sino sobre evidencias empíricas, lógicas e históricas. O se aceptan esas evidencias o no se aceptan. Volveré sobre la evolución en el próximo capítulo. Por ahora digamos que los ateos no se mueven en el plano de la fe. Para evitar malos entendidos me abstendré de señalar que no creen en Dios y diré que sencillamente están dispuestos a decir que no hay Dios ni dioses sobre sus cabezas.

Motivados por un admirable rigor científico, varios autores han sostenido que nadie puede ser ciento por ciento ateo, toda vez que es imposible probar la inexistencia de Dios. Es el caso de Richard Dawkins, quien llegó a establecer una suerte de escala del uno al siete para saber dónde se ubica cada individuo respecto de la religión. Por su interés sistemático vale la pena echarle un vistazo:

1. Fuertemente teísta. Aquel que está ciento por ciento seguro de la existencia de Dios. No solo cree, sabe que Él está ahí.

2. Teísta de facto. Le asigna altísimas probabilidades a la existencia de Dios, pero menos de ciento por ciento. Es aquel que no puede asegurar su presencia pero cree firmemente en Él y vive su vida bajo esa premisa.

3. Técnicamente agnóstico, inclinado hacia el teísmo. Aquel que se siente inseguro frente a la pregunta, pero tiende a pensar que sí existe algún tipo de divinidad.

4. Agnóstico completamente imparcial. Aquel que sostiene que la existencia y la inexistencia de Dios son equiprobables.

5. Técnicamente agnóstico, inclinado hacia el ateísmo. Es el tipo de persona que no sabe si Dios existe pero se manifiesta más bien escéptico respecto de la idea.

6. Ateo de facto. Le asigna muy pocas probabilidades a la existencia de Dios pero no puede decir que sean iguales a cero. Además, vive su vida partiendo de la base de que no hay Dios ni dioses en ninguna parte.

7. Fuertemente ateo. Aquel que sabe que Dios no existe, de la misma manera que el sujeto de la categoría 1 sabe que sí existe.

Lo interesante es que el propio Dawkins, quizás el más cargante de todos los nuestros, se considera a sí mismo inhabilitado para poblar la última categoría, justamente porque carece de los medios para probar la inexistencia de Dios. Está consciente de que es una exigencia injusta —los que cargan con el peso de la prueba son los que afirman la existencia de una cosa y no los que alegan su inexistencia— pero su formación profesional lo obliga a elevar el estándar. Por ello se resigna a vivir en la categoría 6. Agrega que solo en ese sentido puede llamársele agnóstico, exactamente en la misma medida en que se define como agnóstico respecto de la existencia de hadas habitando el fondo de su jardín.

Este es un recurso popular de la artillería atea. Bertrand Russell provocaba a su audiencia preguntando cuántos creían en la existencia de una tetera de porcelana china girando alrededor del Sol. En sus días ningún telescopio habría podido rastrear la galaxia con tanta precisión —quizás tampoco podría hacerlo hoy— como para afirmar con total certeza que no había ninguna tetera orbitando entre las estrellas. Siendo ese el caso, concluía Russell, no quedaba otra salida que declararse tan agnóstico respecto de la tetera celestial como de cualquier fuerza divina sobrenatural. Bajo este inflexible parámetro estamos condenados a ser siempre agnósticos en la medida en que no somos capaces de demostrar empíricamente una inexistencia. Un anzuelo similar utilizaba el cosmólogo estadounidense Carl Sagan en la historia del dragón lanzallamas que, según él, vivía en su garaje. Cada vez que alguien pedía verlo con sus propios ojos, Sagan debía aclararles que el dragón en cuestión era invisible e incorpóreo. ¿Cuál es la diferencia entre un dragón de esas características y un dragón que no existe? Ninguna, decía Sagan. Pero nadie podía probar que el dragón invisible e incorpóreo no estaba ahí. Siguiendo el razonamiento, deberíamos entonces ser agnósticos respecto del dragón de Sagan tal como hay que serlo respecto de las hadas del jardín de Dawkins y de la tetera china de Russell. Valga aclarar que la religión no se somete al mismo estándar. Muy por el contrario, nos pide descaradamente que tomemos por verdaderas aseveraciones tan mitológicas como estas, respecto de las cuales no existe ninguna evidencia seria disponible.

Sin embargo, no todos los ateos comparten la obsesión por el problema de la prueba. A. C. Grayling, por ejemplo, es de los que considera que no tiene sentido alguno exigirle al no creyente una comprobación empírica o sensible de la inexistencia de hadas jardineras, teteras galácticas y dragones-mascotas. Bastaría con su constatación lógica. Desde su punto de vista, la existencia de un creador supernatural que arbitraría nuestras vidas terrenales es una idea que sencillamente no resiste análisis lógico.

Piense por ejemplo en la Pincoya o el Trauco. No podemos probar empíricamente que no deambulan en Chiloé, pero tenemos razones suficientes para pensar que —lógicamente— ambas son criaturas fantásticas inventadas por los habitantes de la Isla Grande para explicar algunos fenómenos como la suerte de la pesca o los embarazos no deseados. ¿O acaso también debiéramos declararnos agnósticos respecto de ellos? ¿Estamos sentenciados a «no saber» si la Pincoya y el Trauco existen, por el mero hecho de haber una probabilidad ínfima de que pueblen los mares y bosques del sur de Chile, probabilidad asociada más bien a nuestra incapacidad para probar lo contrario?

Entendería si alguna persona religiosa se molesta al ver su sagrada creencia comparada con un mundo de criaturas fantásticas. Para un chileno católico con estudios superiores, los pescadores chilotes hacen gala de una primitiva superstición al creer que la cantidad de peces que sacan tiene alguna relación con la aparición de una musa marina fantasmagórica en las costas. En cambio, creer que Jesús multiplicó los peces hace dos mil años les parece enteramente aceptable. También se mofarían del relato de la familia que para proteger el honor de la hija inventa el ataque sexual de un adefesio de los bosques, pero no ponen en tela de juicio el embarazo virginal de María obrado por el Espíritu Santo.16 Esta disonancia en la racionalidad de los católicos se debe a que han elegido —correctamente— descreer del Trauco y la Pincoya, pero no consideran que el mismo estándar lógico tenga que aplicarse a sus propias herencias dogmáticas. Evangélicamente hablando, ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio.17 Es la misma conveniente razón selectiva y autoconfirmativa por la cual veneran las apariciones de la Virgen en países de tradición cristiana, pero no les llama ni mínimamente la atención que nadie sea testigo de ellas en sociedades donde se adoran dioses azules con cabeza de elefante. De hecho, casi ningún creyente repara en la obviedad que suele apuntar Dawkins: en estricto rigor somos todos ateos respecto de las divinidades en las que la humanidad alguna vez ha creído. Solo que nadie en la actualidad se preocupa mucho de la reputación de Ra, Odín, Zeus o Júpiter. Menos, del Trauco o la Pincoya. Es decir, nuestros vecinos católicos también son ateos, solo que nosotros hemos dejado de creer en un dios más que ellos. En el suyo, de hecho.

Recapitulando, digamos que los ateos son aquellos que niegan la existencia de un poder sobrenatural digitando los movimientos del universo y los aconteceres de nuestras vidas. Su negación se funda en un cálculo exiguo de sus probabilidades de existencia, o bien se basan en una serie de razonamientos lógicos. No es por tanto necesaria la certidumbre de laboratorio para etiquetarse dentro de los márgenes del pensamiento ateo. Como iremos reseñando en este libro, el género humano ya dispone de ciertos conocimientos básicos que le permiten elaborar conjeturas racionales y extraer conclusiones lógicas sobre las preguntas más importantes de su experiencia vital, que excluyen la necesidad de uno o varios dioses.

El concepto de agnosticismo se aplica a quienes no se sienten en condiciones de emitir un juicio firme respecto de la existencia o inexistencia de una inteligencia divina. A mi entender cabe aquí una distinción. Por un lado, está el tipo de agnóstico que ubicamos en los puestos 3, 4 y 5 de la escala de Dawkins: aquel que afirma la exacta o casi exacta equiprobabilidad de la existencia o inexistencia de Dios. Por otro lado, está el agnóstico que piensa que esta es una cuestión abrumadora e inabordable respecto de la cual cualquier apuesta es imprudente. La diferencia salta a la vista. El primer tipo de agnóstico hizo el cálculo y situó su respuesta a distancia simétrica de teístas y ateos. El segundo, en cambio, se abstuvo de responder porque en su opinión la mente humana sencillamente no se la puede con tamaña pregunta.18

El propio Dawkins traza una diferenciación ligeramente distinta y subdivide la población agnóstica en dos tipos: los agnósticos que afirman que su ignorancia en estos asuntos es definitiva e insoluble (permanent agnosticism in principle) y aquellos que creen que la niebla sobre estos misterios se irá disipando progresivamente, en la medida en que vayamos adquiriendo mejor perspectiva como especie (temporary agnosticism in practice). Es una distinción similar a la que utiliza el filósofo de la religión Robin Le Poidevin: quien no sabe si acaso existe Dios es un agnóstico débil o tenue; quien dice que no podemos saber es un agnóstico fuerte o duro. Por cierto, el adjetivo débil o fuerte no tiene nada que ver con el carácter del portador sino con la situación objetiva de que la segunda actitud conlleva la primera, pero la primera no conlleva la segunda. Dawkins, incluso, sugiere que solo los TAP —o agnósticos débiles— serían acreedores de respeto intelectual: sostener que es imposible pronunciarse sobre la existencia de Dios sería renegar de nuestra capacidad mental para conseguir más y mejor información acerca de por qué estamos aquí. Dawkins tiene un punto: contentarse con el mantra «no podemos saber» no es necesariamente un ejercicio de humildad sino más bien de renuncia, pronunciado en la mayoría de los casos como excusa perfecta para evitar un tema difícil en la sobremesa dominical. En cambio, la posición del agnóstico que «por el momento» no tiene respuestas pero las está buscando continuamente, parece honesta y legítima. Por cierto, la defensa viene de cerca: una o dos veces, en plena transición al descreimiento, sufrí cierto bullying por declararme agnóstico en tertulias sociales. Según mis interlocutores, estaba escogiendo la posición más cómoda y, como se dice en buen chileno, no quería «mojarme el potito» en un asunto tan espinudo. Algo de razón quizás tenían. Pero reafirmo el derecho a madurar estos procesos de acuerdo a los tiempos de cada uno. No es sabio apurarlos repartiendo condenas. Mi posición ahora es que hay que buscar alcanzar, por todos los medios disponibles, una mejor comprensión del universo que habitamos y de la vida que llevamos, en su doble dimensión de búsqueda personal y objetivo social. O como hermosamente resume Stephen Hawking: «todos deberíamos tener una imagen de cómo opera el universo y de nuestro lugar en él. Es un deseo humano básico y también pone nuestras prioridades en perspectiva». En cualquier caso, también me parece respetable el agnosticismo que declara haber examinado la evidencia disponible —en la esperanza de que ella pudiera dirimir el conflicto entre teísmo y ateísmo— concluyendo finalmente que ninguna de las posturas tiene mucha mayor probabilidad que la otra de ser correcta.

3

Quedó en el aire una pregunta: ¿es el ateísmo una posición de fe? ¿Es una posición religiosa? A fin de cuentas, muchas legislaciones incorporan el derecho a no creer en la libertad religiosa. Sin embargo, la respuesta correcta es negativa: el ateísmo no es una religión en el sentido tradicional del término. Comenzaré atendiendo los elementos esenciales de cada posición.

Probablemente lo más didáctico sea partir con una definición de religión. Nada fácil, por cierto. Sus características son muy variadas. Pero para efectos operacionales parece buena idea concordar con el filósofo Daniel Dennett y afirmar que las religiones son «sistemas sociales cuyos participantes confiesan creer en una o varias instancias sobrenaturales cuya aprobación debe ser buscada». Acepto que algunas denominaciones religiosas pueden quedar fuera de esta definición (¿buscan los budistas la aprobación de un ente superpoderoso?), pero es lo suficientemente amplia como para abarcar los tres grandes monoteísmos abrahámicos. El mínimo común denominador entre ellos sería el siguiente: no basta con la comprensión natural de los fenómenos del universo ni de la vida social porque hay otras fuerzas en juego que desde el Más Allá planifican, interfieren y tienen opinión respecto de lo que aquí ocurre. El ateísmo se funda sobre la premisa exactamente inversa: no existen tales fuerzas.

Voy a importunar al lector con otra distinción. En rigor, Dennett está describiendo una religión teísta. Históricamente, dentro del pensamiento religioso han convivido dos grandes alternativas. Una de ella es el teísmo. La otra posibilidad es el deísmo. El primero se refiere a la creencia en una divinidad que se interesa por los asuntos humanos e interviene a su voluntad en el universo, alterando las leyes de la naturaleza cuando lo estima conveniente. El segundo, en cambio, es una forma menos ambiciosa de religiosidad porque no cree en un dios que actúa en tiempo real decidiendo si accede o no a nuestras plegarias concretas. Los deístas se contentan con reconocer la —decisiva— mano sobrenatural en el comienzo de los tiempos y luego no se aprobleman con retirarla de la escena. El dios de los deístas no hace milagros ni perdona pecados, como tampoco se interesa por nuestra dieta ni por nuestras prácticas sexuales. Simplemente, «echó a correr la bolita» para luego no dejar mayor rastro de su participación en el universo. Antes de disponer de los conocimientos científicos que tenemos hoy, especialmente respecto del origen del universo, los principales intelectuales escépticos de los siglos XVIII y XIX no tenían más remedio que declararse deístas. Incluso Einstein fue tomado por deísta, porque rechazando el teísmo no renunciaba a una interpretación mística sobre la vida misma.

En nuestro entorno, sin embargo, la mayor parte de los creyentes son teístas. Son los que asienten con la cabeza cuando un sacerdote dice en un funeral que «Dios quiso llevarse» a tal o cual persona a su reino. Ese dios tiene voluntad y toma decisiones. Participa en nuestra vida diaria. También son teístas los que se arrodillan frente a un altar para que Dios bendiga su sacramento matrimonial (por medio de un vicario, ciertamente). Algunos de verdad creen que una entidad megapoderosa a cargo de seis mil millones de almas está complacida de verlos unidos en amor conyugal. Los tres grandes ismos —judaísmo, cristianismo e islamismo— son fundamentalmente teístas. Algunos añaden, finalmente, una tercera vía entre el deísmo y el teísmo: el panteísmo. Quienes defienden esta visión no creen en la singularidad de un ser supremo pero le profesan una devoción típicamente religiosa al universo como un todo espiritualmente integrado. Yo, al menos, entiendo el panteísmo a través de la cultura cinematográfica popular: es la misteriosa fuerza que une a la galaxia y que los Caballeros Jedis aprendieron a dominar.19 Richard Dawkins llama al panteísmo «una versión sexy del ateísmo». Y al deísmo, «una versión aguada del teísmo». Etimológicamente, el ateísmo es la negación del teísmo. Esa es, en todo caso, la tesis central de este libro: el teísmo es falso. Es probable que la mayoría de los ateos rechace también las descafeinadas interpretaciones deístas, pero no es estrictamente necesario. Hacia el final voy a retomar la interesante perspectiva de conservar cierta idea religiosa prescindiendo de la figura de un dios.

Los que niegan el teísmo, el deísmo y todo tipo de explicación sobrenatural se denominan a sí mismos naturalistas. Es decir, consideran que todo lo que ocurre en el universo —incluyendo nuestra microcósmica existencia— puede ser comprendido mediante leyes físicas, químicas y biológicas ajenas a la presencia invisible de una inteligencia divina omnipresente.20 La historia es una buena aliada para ilustrar el punto sobre el corazón naturalista que se opone a la pretensión sobrenaturalista del teísmo. Los primeros destellos de ateísmo surgieron en la antigua Grecia, cuando los filósofos presocráticos intentaron describir lo que ocurría a su alrededor con prescindencia del capricho de los dioses olímpicos. Por ello, justamente, se les llamó naturalistas. No fueron necesariamente científicos, pero sí racionalistas en el sentido amplio del término: buscaron reemplazar la interpretación mitológica predominante por un enfoque exclusivamente racional en torno a hechos reales y evidencias observables. La ciencia que el ser humano descubrió tiempo después es solo una expresión —aunque fenomenal— del mismo impulso racionalista. Hace unos años, en Estados Unidos surgió un entusiasta grupo de ateos —entre los cuales participa el propio Dennett— que divide la cancha entre dos grandes categorías de personas: los Brights (ellos) y los Super (los demás). Mientras los Brights declaran tener una visión enteramente naturalista, libre de fuerzas místicas, dioses o entidades fantásticas, los Super serían aquellos que sí requieren de elementos supernaturales para explicar su teoría del universo y la vida humana. Aunque no todos los ateos son estrictamente naturalistas, todos los naturalistas son ateos. O, como ha escrito el filósofo Evan Fales, el naturalismo es una posición metafísica usualmente asociada con el ateísmo, pero más fuerte que este. El naturalismo implica ateísmo en la medida en que niega la existencia de un ser espiritual, todopoderoso y omnisciente que ha creado el universo que conocemos, en un acto de amorosa voluntad personal. El naturalismo —agrega Fales—, es por tanto «un aliado natural del ateísmo que le ofrece un marco filosófico donde el ateísmo se siente en casa».

Lo que me interesa resaltar es que, como suele insistir Julian Baggini, el ateísmo es intrínsecamente negativo solo en cuanto niega la existencia de Dios —y eventualmente la trascendencia de las almas—, pero una vez asumida esa obviedad se trata de una filosofía que afirma positivamente algunas convicciones racionales. El naturalismo es una de ellas, especialmente, cuando se trata de explicar los fenómenos del universo. Más adelante veremos otras formas de afirmación positiva del mundo ateo, como la inmanencia para fijar el propósito de la vida humana y el humanismo secular para descifrar cuál es la mejor manera de vivir moralmente en sociedad. Como ha señalado Le Poidevin, mientras los teístas buscan en un solo paquete divino la respuesta final a todas las grandes preguntas cosmológicas y morales, los ateos pueden intentar responderlas en forma más o menos independiente. Hago este adelanto e insisto en la filosofía naturalista para enfrentar una crítica conocida: que el ateísmo sería esencialmente «parasitario» de la religión y no constituiría una posición sustentable en sí misma. Estaría condenado a referirse siempre a Dios para poder aparecer en escena. A fin de cuentas, «a-teo» significa literalmente «sin dios». Michel Onfray describe dramáticamente este desventajoso condicionamiento conceptual:

Como prefijo privativo, la palabra supone una negación, una falta, un agujero y una forma de oposición. No existe ningún término para calificar de modo positivo al que no rinde pleitesía a las quimeras, fuera de esta construcción lingüística que exacerba la amputación: a-teo, pero también in-fiel, a-gnóstico, des-creído, i-rreligioso, in-crédulo, a-religioso, im-pío […] No hay ninguna para significar el aspecto solar, afirmativo, positivo, libre y fuerte del individuo ubicado más allá del pensamiento mágico y de las fábulas.

En efecto, no abundan esos términos solares, para desgracia de los ateos. A muchas personas les molestó que los ateos se llamaran a sí mismos Brights (brillantes). La filósofa Martha Nussbaum lo consideró de una pedantería atroz. Pero lo interesante es que en ese esquema los creyentes no son denominados Dummies (tontos) sino simplemente Super, una expresión que comúnmente va asociada a cosas buenas. Dawkins ha destacado que replantear la confrontación en estos términos (Brights versus Super) le recuerda la estrategia que usaron en su momento los homosexuales al rebautizarse como Gays (alegres). Tomar un concepto que evoque sentimientos positivos e instalarlo en el debate público es una deuda pendiente de los ateos. En cualquier caso, este ensayo no tiene la aspiración de hacer algo al respecto, salvo reconocer que hemos sido presos de una trampa del lenguaje. El ateísmo es fuente de riquísimas aseveraciones sustantivas e independientes respecto del origen y el sentido de la vida, pero le hemos regalado a nuestros contradictores una victoria semántica al dejarnos encasillar en la figura negacionista. Ahora que lo hemos aclarado, pido licencia para seguir hablando de ateísmo, en el entendido de que el lector sabrá identificar las proposiciones del naturalismo, la inmanencia y el humanismo bajo el disfraz de un concepto que aparentemente es solo negativo.

En síntesis, y para concluir esta reflexión en torno a la diferencia medular entre pensamiento religioso y pensamiento ateo, digamos que mientras el primero utiliza la idea supernatural como clave explicativa para entender las grandes preguntas existenciales, el segundo se conforma para lo mismo con la dimensión estrictamente natural. Ergo, el ateísmo no puede ser una religión. Es justamente lo opuesto. O, como resume genialmente Bill Maher, «el ateísmo es tan religión como la abstinencia es una posición sexual».

4

Ya que introduje una importante distinción conceptual al interior del pensamiento religioso —entre teísmo y deísmo— quizás sea un buen momento para diferenciar el pensamiento ateo de otros términos que podrían equivocadamente confundirse con él.

En primer lugar, el ateísmo no es una herejía. No está demás decirlo: todavía en algunas conversaciones ligeras algún amigo o pariente desinformado le endosa el mote de hereje a la persona que niega la existencia de Dios. De hecho, en ciertos contextos históricos los ateos fueron juzgados y condenados como herejes. En esos viejos tiempos era poco común encontrarse con personas que rechazaran de plano la idea divina y, por lo tanto, el sistema represivo reaccionaba tipificando cualquier rebeldía a los preceptos teístas como herejía. Pero el ateo no es un hereje por una razón muy sencilla: la herejía es el rechazo de un dogma particular y por ende se mantiene dentro de los confines del discurso religioso. La Baja Edad Media fue prolífica en herejías. Los Cátaros, los Arrianos y los Dulcinianos fueron todos condenados por ese delito.21 Siglos después sufrieron la misma suerte los brotes calvinistas y luteranos. Todos ellos creían en la existencia de un ser superior que desplegaba ciertos poderes sobre la vida de los hombres y las mujeres, pero discrepaban de ciertas interpretaciones de sus credos originales. Salta a la vista por qué los ateos tienen poco interés en ser herejes: los ateos han emigrado de ese sistema de creencias. A su vez, la herejía debe ser distinguida de la apostasía, que es la renuncia formal a una determinada institución religiosa. Aquí sí es posible establecer un vínculo hipotético con el ateísmo, toda vez que la apostasía bien puede estar motivada por la aceptación de las premisas básicas del ateísmo. Piense en la persona que pide oficialmente que se borre su nombre de todo registro eclesial de bautismo. Puede que quiera convertirse a otra religión. Pero lo más probable es que haya llegado al íntimo convencimiento de que la religión —dondequiera que se practique e independientemente del nombre de pila de la deidad— es una farsa de la cual quiere escapar.22

Otra distinción más sutil es la que diferencia ateísmo de anticlericalismo. El filósofo Richard Rorty, por ejemplo, abogaba por el debilitamiento progresivo de las organizaciones religiosas y de las iglesias, pero no necesariamente de la religión como fenómeno social o pretensión teológica. De hecho, renegaba del ateísmo militante. Eran las mundanas instituciones clericales las que le generaban problema. En los tiempos que corren no es raro encontrar furibundos anticlericales y radicales comecuras a lo Rorty que sin embargo no desechan todas las aseveraciones metafísicas de la religión. Más sutil todavía es la diferencia entre ateísmo y antiteísmo. El primero niega la existencia de Dios, mientras el segundo le declara la guerra al personaje ficticio que usa ese nombre. El ejemplo más notable es Christopher Hitchens. A diferencia de ateos como Richard Dawkins o el físico teórico Lawrence Krauss —que fundamentan su discrepancia de la religión sobre una base científica—, Hitchens tenía un problema muy personal con la figura moral que las religiones habían construido para adorar. Dios, Alá y Yahvé aparecían ante sus ojos humanistas como dictadores celestiales éticamente deleznables, además de psicopáticos asesinos en serie. Como veremos más adelante cuando exploremos las propiedades morales de la religión, el argumento de Hitchens es altamente persuasivo. Por ahora basta señalar que ateísmo y antiteísmo son posiciones teóricamente distintas, aunque solo sea para subrayar el especial condimento de la última.

Finalmente, personas menos cultas podrían pensar que el ateísmo tiene alguna conexión con la adoración al demonio. Sin ir más lejos, es la acusación que reciben de sus vecinos evangélicos el llamado «ateo de Batuco» y su mujer, cada vez que salen a la plaza.23 Pero se equivocan burdamente. El satanismo —si existe tal doctrina más allá de su aprovechamiento iconográfico musical— se circunscribe dentro de los límites del pensamiento mágico y sobrenatural. Los estudiosos de la religión suelen incluir el satanismo en el grupo de las denominadas religiones «vernáculas» junto al animismo, el vudú, el druidismo, el neopaganismo y la brujería o Wicca. En lo esencial, el culto satánico es la veneración de una figura opuesta al dios monoteísta clásico. No es un canto a la maldad, como a veces se piensa, sino más bien un reconocimiento al acto subversivo y desobediente del ángel caído en descrédito por enfrentar a su creador. Por supuesto, como debería resultar obvio a estas alturas, los ateos también niegan la existencia de este curiosísimo personaje y mal podrían ser asimilados a la adoración de Satán, Lucifer, el Diablo o Belcebú. Estos personajes no son más reales que Gargamel, Skeletor, Voldemort, Freddy Krueger, Planton o Lord Farquaad.

5

He sostenido que el ateísmo no puede ser entendido como religión porque consiste, precisamente, en la negación de sus premisas fundamentales. Puede parecer una perogrullada, pero no lo es: abundan los creyentes que piensan que esta es una conversación entre dos actores que están en el mismo nivel. No lo están. La razón es sencilla y paso a reseñarla.

Todos los sistemas de pensamiento buscan llegar a la verdad de las cosas. Podríamos decir que la religión y el ateísmo son sistemas de pensamiento. Como en algún punto sus afirmaciones entran en contradicción, una de las dos tiene que estar en lo cierto y la otra debiera estar errada. ¿Cuál funciona mejor como sistema de pensamiento en su aspiración por alcanzar la verdad? La única manera que tenemos para emitir un juicio al respecto es observando detenidamente cuál es la metodología que utilizan para justificar sus afirmaciones.

El edificio de la religión se construye con ladrillos especiales. Son los ladrillos de la fe. La fe es una epistemología: un proceso para conocer la verdad y entender la realidad. Su característica central es su impermeabilidad ante la evidencia. Es una epistemología insular en el océano de los argumentos racionales. Credo quia absurdum, decía Tertuliano, uno de los padres de la antigua cristiandad: «creo porque es absurdo». El naturalismo y el humanismo, entre otras corrientes generalmente ateas, se sostienen sobre vigas inversas. Aquí todo depende de la sustentabilidad racional de los argumentos, así como de la cantidad y calidad de la evidencia disponible para respaldar una determinada afirmación. Las consecuencias de adoptar una u otra posición epistemológica son notablemente diversas. La epistemología que yace en la base del pensamiento ateo no afirma nada que no pueda ser expuesto a una crítica racional o a un examen empírico, que eventualmente puede arrojar conclusiones distintas de la hipótesis inicial. El ateo modelo declara: todos los antecedentes a disposición me permiten señalar que los dioses son fantasías artificiales creadas por la humanidad; pero estaría dispuesto a dejar de sostener aquello en el preciso instante en que una fuerza divina descienda desde los cielos y haga patente lo equivocado que estaba. «Un hombre sabio adecua su creencia a la evidencia», escribía hace ya varios siglos David Hume. En cambio, el ateo que persistiera en estado de negación, aun después de que los hechos aconsejaran cambiar de opinión, bien merece el apelativo de religioso. Cualquier noción de ateísmo militante o fundamentalista solo tendría asidero en el caso en el que el ateo se volviese dogmático, es decir, rechazara que existe aunque sea una mínima posibilidad de estar equivocado. Conceder esa posibilidad, mientras no esté firmemente establecido que los seres sobrenaturales no existen, no implica en ningún caso suspender el juicio, como hemos señalado. Se puede seguir diciendo que las mejores razones disponibles a la fecha indican que no existen. Por eso la posición religiosa era mucho más sostenible en los tiempos en que nuestros antepasados lidiaban por primera vez con el fuego y los metales.

El fervor religioso es inmune a la crítica y al examen racional. Si la fe mueve montañas, no es raro que también sea capaz de mantener a raya la reevaluación de sus fundamentos. Más todavía, parte importante de la tradición religiosa monoteísta ha considerado y considera que la fe merece ser especialmente destacada, alentada y premiada. Tomás el apóstol es reprendido por su célebre respuesta a la noticia de la resurrección de Cristo: «ver para creer», dice. Solo después de mirar y tocar las llagas de su maestro, Tomás cambió de parecer. Sin duda, una actitud intelectualmente honesta y razonable. Pero Jesús le replica: «Crees porque me has visto. ¡Felices los que no han visto, pero creen!» (Juan, 20:29). La idea se reitera en la «Carta de San Pablo a los hebreos» (11:1): «La fe es como aferrarse a lo que se espera, es la certeza de cosas que no se pueden ver». No es difícil entender por qué las religiones sobreviven alimentando la fe. Si en lugar de eso incentivaran a su rebaño a cultivar el escepticismo y buscar siempre la mejor explicación racional, hace rato que habrían cavado su propia tumba.

Peter Boghossian ofrece dos formas de entender qué significa la fe como epistemología: por un lado, fe es creer sin evidencia, o incluso contra la evidencia. Por otro lado, fe es pretender saber cosas que en realidad no sabemos. De cualquiera de las dos formas, la lectora o el lector sensible advertirá que no es el tipo de epistemología más confiable para llegar a un conocimiento acabado y riguroso de la realidad en que vivimos. De hecho, las personas que se declaran religiosas suelen comportarse epistemológicamente de modo muy distinto en los ámbitos de su vida que no tienen que ver con dioses ni espectros. Para la mayoría de los creyentes en el mundo —y por cierto en Chile— una actitud intelectual de general apertura al conocimiento y a la evidencia es esencialmente correcta y positiva. Sin embargo, lo aplican en todos los ámbitos del saber humano excepto en el territorio religioso. Y esa esquizofrenia cognitiva resulta a veces muy chocante.

El núcleo del saber religioso se encuentra en un número acotado de revelaciones obsequiadas a beduinos analfabetos de la Edad de Bronce que vagaban por el desierto. Pero eso no resulta problemático para la mayoría de los creyentes. Tampoco tienen conflictos con el hecho de que las principales intervenciones divinas sean siempre en ausencia de testigos. Desde Moisés a Joseph Smith, los iluminados siempre se encuentran convenientemente solos en el momento de recibir el mensaje celestial. Como si, por alguna razón inexplicable, el Todopoderoso quisiera que nadie más se enterara del secreto que tiene que contarles. Lo moralmente preocupante es que los creyentes olvidan que profetas tan relevantes como Abraham y Mahoma han utilizado el cuento de la voz entre las dunas básicamente para que sus cercanos accedan a ciertos favores sexuales: la sierva de su mujer en el caso del primero, las hijas de sus amigos en el caso del segundo. Tampoco hay testigos del hecho que sería determinante en la primera etapa de la expansión del cristianismo: cuando Saulo de Tarso cayó del caballo camino a Damasco y escuchó una voz en el cielo que le decía «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Los católicos que gustan de 31 Minutos deberían pensarlo dos veces antes de reírse con la canción «Mi muñeca me habló». Tampoco les aproblema enterarse de cómo se codificaron los textos que consideran sagrados. No les parece complejo que una organización inevitablemente corrompida por los vicios de la humanidad se atribuya el vicariato divino. Y así sucesivamente, hasta el infinito, con las inconsistencias.

Los fundamentalistas religiosos —e incluso algunos moderados— responden a esta crítica apuntando que las epistemologías basadas en la evidencia son igualmente parciales. De ahí que señalen, por ejemplo, que nuestra «fe» es la ciencia. Pero a diferencia de la religión, la ciencia no tiene problemas en aceptar que sus verdades son potencialmente vulnerables y en su esencia transitorias. No tiene la última palabra sino la más plausible hasta el momento. Justamente en ello radica su credibilidad. Como se trata de experimentos públicos, reiterados y testeables por terceros, los científicos están siempre abiertos a ser contradichos por mejores respuestas. Si se sostienen en pie después de severos escrutinios, entonces son las mejores respuestas que tenemos por el momento. La religión opera sobre la base del paradigma antagónico: se encarga de que sobre sus verdades no se admita prueba en contrario. Lo confirma el dogma católico de la infalibilidad papal ex cathedra aprobado en el Concilio Vaticano I. Lo confirman los estudiosos coránicos que sostienen con toda seguridad que su libro es perfecto y no se equivoca. Las epistemologías basadas en la razón y la evidencia no solo producen mejor conocimiento que las epistemologías basadas en la fe, sino que además tienen la compostura intelectual y la decencia moral de no asumirse infalibles.24

Como sistema de pensamiento, la religión es culpable de negligencia cognitiva porque castiga la curiosidad y alaba la obediencia silente.25 Prefiere el mythos al logos. Ya en el Génesis el dios de los monoteístas deja clarísimas sus reglas: Adán y Eva pueden comer de todos los árboles del Edén salvo del árbol de la ciencia del bien y del mal, es decir, del árbol del conocimiento. Por alguna razón que ignoramos, el creador temía que sus criaturas mejoraran su comprensión de la creación. Poco después vuelve a castigar a la humanidad por tratar de construir una torre tan alta que tocara las nubes. La confusión lingüística de Babel nos recuerda el castigo divino a los primeros coqueteos de la especie humana con la tecnología. Ni siquiera hay que hurgar en la arqueología mitológica: en la actualidad la religión obstruye importantes esfuerzos de la ciencia —en el campo de la investigación genética o la embriología, por ejemplo— por su pretensión de «imitar a Dios». La lista de episodios en los cuales el nombre de Dios, Yahvé o Alá funciona como un disco pare al despliegue de la inteligencia humana es larga y triste. Así como larga y triste fue la lista de libros prohibidos por la Iglesia católica durante demasiado tiempo: el conocimiento puede ser peligroso para la religión convencional. Islam, sin ir más lejos, significa etimológicamente «sumisión». Los sumisos no levantan la voz ni contradicen a su amo. Como la religión no admite de buena gana su falibilidad ni tiene relaciones fluidas con los espíritus cuestionadores del dogma —preguntad por Galileo— se la ha asociado históricamente con la oposición al progreso. Eso es porque, como apunta Sam Harris, la religión es una típica área del discurso humano que por definición no admite progreso. La teoría de una revelación sellada o autocontenida en la Biblia, la Torá o el Corán es profundamente antitética de las ideas progresistas de ensayo y error, descubrimiento dialéctico y optimismo incremental. Unas poquísimas denominaciones protestantes, que se definen a sí mismas como liberales, se han abierto a la posibilidad teológica de que la experiencia originaria de los profetas y de los textos antiguos no constituyan la fuente privilegiada para entender los misterios del universo y la vida. Esta me parece una actitud más reflexiva e inteligente que la de los adoradores literalistas. Por eso usan como eslogan la fórmula We dont stand, we move. Los que no se mueven no pueden avanzar. Los que claman infalibilidad, teorizaba John Stuart Mill, obstaculizan el progreso. No solo se hacen daño a sí mismos renunciando a conocer qué hay más allá de las enseñanzas del libro, sino que todos salimos perdiendo cuando no hay apertura a una epistemología racional que valore especialmente la evidencia, la observación y la crítica.

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Pero ¿acaso la religión no ha aportado argumentos estrictamente racionales para que el intelecto humano acepte la presencia de un omnipotente gobernante celeste? Vaya que lo ha intentado. Las cinco vías para probar la existencia de Dios de Tomás de Aquino fueron paradigmáticas en su época.26 La versión moderna de su primer postulado —el más usado— se conoce como el argumento cosmológico: todo lo que se mueve debe haber sido movido por algo de la misma manera como todo efecto tiene una causa. Sin embargo, ha sido refutado en sus propios términos: si todo lo causado tiene que tener una causa anterior, ¿quién creó entonces al creador? La religión responde señalando que al comienzo de una serie de movimientos necesariamente encontramos un primer motor inmóvil. Pero si puede haber causas ‘incausadas’, como pretenden los cristianos respecto de Dios, ¿por qué el cosmos no pudo ser igualmente incausado? Los tomistas no han logrado sortear este cerrojo filosófico. Agreguemos el argumento teleológico, que básicamente no concibe cómo una realidad tan sofisticada —el universo— pudo haberse construido sobre una base de impulsos propios, sin la planificación de un ente superior. Lamentablemente, no dice por qué esa complejidad no pudo haberse desarrollado por sí misma, como de hecho hemos descubierto que hizo. Otros añaden el peculiar argumento ontológico, que sostiene que la perfección asociada a la idea de Dios confiere automáticamente la propiedad de su existencia: ¿cómo podría no existir algo que por definición es perfecto? Pero esto es gimnasia con palabras. A estas alturas sabemos que ninguno de estos argumentos ha resistido ni el mínimo embate.

En honor a la verdad, nada de esto configura realmente un problema para los creyentes. Incluso los teólogos reconocen que casi nadie se convierte a un credo religioso persuadiéndose racionalmente de la coherencia de alguno de estos argumentos.27 Las personas que participan de una determinada comunidad de fe lo hacen principalmente porque nacieron y se criaron en entornos favorables al discurso religioso. Allí heredaron aquellas creencias de la misma manera que la mayoría de los niños hereda el equipo de fútbol de los papás. En el capítulo IV veremos cómo este legado familiar se refuerza mediante otros dispositivos psicológicos que siguen operando a lo largo de la vida.

Anticipando la debilidad racional de sus argumentos, los creyentes en cualquier discusión suelen retirarse rápidamente a la esquina de la fe. Es difícil sacarlos de ahí. Invocar la fe es como arrancar a la capilla o pedir boli en los juegos infantiles. Son las palabras mágicas que cubren al creyente con un campo de fuerza donde se refugian, inaccesibles a la persuasión. Cualquier insistencia en continuar la conversación en estos términos es maleducada. Uno no discute la fe de los creyentes. Ellos sienten la presencia de Dios y contra eso no hay mucho que hacer, especialmente si la fe es efectivamente un don que algunos poseen y otros no. En estos casos, como decía Rorty, la epistemología religiosa funciona como un conversation-stopper.

Las convicciones interiores lo aguantan todo, incluso múltiples contradicciones, vacíos y pruebas en sentido contrario. Lo que los ateos piden a los hombres y las mujeres de fe es que al menos reconozcan que la suya es una estrategia riesgosa: han decidido vivir su vida llevándole la contra al tipo de razones y evidencias que usualmente consideramos fiables y, en cambio, han optado por descansar en el tipo de percepciones subjetivas que suelen ser de lo menos fiables. Volveré más adelante al asunto de las experiencias personales como prueba de una conexión con el creador. Por ahora reafirmo el punto que me interesa subrayar en este capítulo: los sistemas de pensamiento que dicen conocer una verdad pero que se alejan de la razón y la evidencia para llegar a ella, son «maneras poco confiables de navegar la realidad», como escribe Boghossian. Y por lo bajo están sujetos al cargo de negligencia epistemológica que deben soportar los métodos cognitivos débiles.

Una nota final para concluir este capítulo. Algunos creyentes bien intencionados me sugerirían que revise mis planteamientos observando que ciertas religiones adaptan sus ritos y creencias a los nuevos tiempos. No solo los católicos lo han hecho —el Concilio Vaticano II es el mejor ejemplo de adaptación organizacional—, sino también en el judaísmo y en el islam existen grupos reformistas que viven su fe de manera menos ortodoxa que los grupos más conservadores. Según ellos, ya no es necesario interpretar los textos sagrados en forma literal. Hasta inventaron su propio género teológico-literario para hacerlo: la hermenéutica. Con un desplante envidiable, critican a los ateos por disparar desde la propia literalidad original de la religión. Careceríamos, según ellos, de la erudición hermenéutica adecuada. Desde mi punto de vista, los ateos no tenemos por qué someternos a una regla que ellos mismos se vieron obligados a construir cuando ya se les hacía intolerable lidiar con el caos de disparates históricos, fábulas inmorales e incoherencias narrativas de sus propios libros. El abandono del literalismo no es nuevo: siempre ha sido un movimiento de sensatez básica determinado por la presión de las circunstancias. En cualquier caso, tendrían razón al advertir que la interpretación literal de textos como la Biblia es minoritaria y se concentra solo en algunos grupos. Por lo mismo, en la actualidad hay más creyentes moderados que fundamentalistas.

Pero esto no altera ni atenúa la crítica que dirige este ensayo a las bases fundamentales de la religión como sistema de creencias extraordinarias, que adolece de un respaldo igualmente extraordinario para sus aseveraciones. Al menos en este libro no me interesan las sutilezas teológicas ni la manera en que distintos credos practican su ritualidad. No puedo hacer diferencia entre quienes permiten la circuncisión de sus hijos a la usanza ancestral —en la cual el rabino corta con sus dientes el prepucio del infante— y quienes llevan al niño a un hospital para ser mutilado genitalmente con las garantías higiénicas del caso, por poner solo un ejemplo de la diferencia entre ortodoxos y moderados, respectivamente. La pregunta crucial es si acaso estas personas realmente creen que este tipo de prácticas son ordenadas por una nube invisible a la cual no se le acaban las ideas originales. Si la respuesta es no —y dichas prácticas se defienden sobre la base de argumentos exclusivamente culturales, tradicionales o comunitarios—, entonces me parece que no estamos lidiando con un problema religioso per se. Si la respuesta es sí, entonces entramos de lleno en los confines del discurso religioso que debiera preocuparnos.

Por cierto, considero más abominable y demencial el tipo de religiosidad capaz de entrenar a auténticos kamikazes para que se estrellen contra rascacielos con el objeto de yacer con setenta y dos vírgenes en el paraíso —la caricatura del fundamentalismo musulmán que no es caricatura— que la religiosidad practicada por los llamados «católicos a su manera», que vemos en países como Chile. Al lado de los primeros, estos parecen inofensivos. Pero insisto en que el problema está en la raíz del pensamiento religioso —la fe como epistemología— y no tanto en la expresión visible del rito. Incluso aquellos que se manifiestan moderada y piadosamente pueden llegar a sostener barbaridades que en otros contextos pueden ser peligrosas. Piense por ejemplo en la tesis de la transustanciación —real y no metafórica— del cuerpo y la sangre de Cristo en el pan y el vino que consumen los fieles en la eucaristía después del «abracadabra» que pronuncia el sacerdote.28 ¿Cuántos católicos de vuestro círculo social conforman su pensamiento a la doctrina oficial y aceptan esta asombrosa idea? Quizás más de los que usted cree. No es necesario que los pacíficos parroquianos corran como zombis alrededor de los templos buscando beber de la carótida de los transeúntes para cuestionar la cordura de su dogma. Me basta y me sobra con que crean sinceramente en la transustanciación para reconocerme perplejo y dudar de su buen juicio. Decir esto es duro, pero sirve para poner de relieve el punto: ser religioso moderado no cuenta como comodín de escape.

Porque a fin de cuentas, ¿qué ha permitido a los moderados dejar atrás ciertas prácticas originales e interpretaciones literales que hoy pueden parecer fundamentalistas o fanáticas? ¿Por qué la palabra «fundamentalista» debe ser necesariamente peyorativa?29 ¿Con qué criterio deciden los moderados qué se mantiene y qué se desecha de los textos sagrados? ¿Por qué no seguir al pie de la letra la instrucción de apedrear hasta morir a las adúlteras, como lo hacen todavía en los países regidos por la Sharia? ¿O el mandato de eliminar del pueblo a los hombres que se acuesten con hombres, como lo ordena el Levítico 18:22? Desde la ortodoxia puede haber buenas razones para creer que los moderados son unos oportunistas que han modificado su religiosidad para acomodarla al contexto social.30 Los más fieros defensores de las escrituras suelen pensar que, si los mandatos divinos son de veras atemporales, lo que era válido hasta ayer también debería ser válido hoy y mañana. Es cosa de revisar las intervenciones de los evangélicos criollos en recientes debates como el Acuerdo de Vida en Pareja (AVP).31

Seguramente son varias las causas que llevan a algunas iglesias a adaptarse a la modernidad. Podemos especular: ¿descenso dramático de la feligresía? ¿Sensación de irrelevancia social? ¿Necesidad de negociar con el poder político? ¿Reconocimiento tardío de la derrota en batallas cruciales como el geocentrismo o la evolución de las especies? Como sea, admito que aquellos que han optado por deshacerse de viejos tabúes y demuestran su grado civilizatorio absteniéndose de obedecer mandamientos tan brutales como primitivos, le complican el trabajo al proselitismo ateo. Cada vez que queremos denunciar la pobreza intelectual o la vileza moral de ciertas expresiones religiosas, nos muestran una imagen de la familia Flanders y nos preguntan qué vemos de malo en ellos. Coincidirán conmigo en que hay que ser un desalmado para abrir fuego verbal o escrito contra los Flanders. Pero Sam Harris diría que hasta los Flanders cumplen su rol en el blanqueamiento del fundamentalismo; haciendo que la religión parezca inocua y hasta benéfica, presionan socialmente al racionalismo ateo para que baje la guardia. Así, sin darnos cuenta obtienen paso seguro hasta las más aberrantes extravagancias de la religión. Lo anterior, sin siquiera entrar a confrontar la hedionda costumbre que practican muchos moderados: el conveniente ejercicio de elegir qué reglas seguir y cuáles desechar, aquello que los anglosajones denominan cherry-picking. O como dirían los franceses, una religión à la carte, construida sobre una arbitraria selección de citas del algún texto sagrado.

No es por defender a los Flanders pero, a diferencia de Harris, yo pienso que hay poderosas razones para estar optimista respecto del teórico descenso —cuantitativo— del extremismo religioso. La necesidad de adaptarse al mundo moderno que sienten los moderados es un buen indicio de la decadencia del teísmo duro. Alejarse de las patéticas versiones originales de la religión es un buen ejemplo de la tendencia humana hacia el progreso en la medida en que testimonia nuestro esfuerzo como especie para ir abandonando, paulatinamente, lo que nos parece indefendible. Los próximos capítulos se encargan de relatar en qué ámbitos esa decadencia es patente e irreversible y en cuáles otros la batalla continúa pareja.

De aquí en adelante ofrezco una estructura que intenta justificar la persistencia del discurso religioso y, en paralelo, presento la «respuesta atea» a los mismos problemas. Pienso que existen al menos tres grandes preguntas que por su urgencia y complejidad han angustiado al ser humano desde sus comienzos:

1. De dónde venimos. Es decir, el tipo de indagación que nos debería llevar a esclarecer los aspectos esenciales del origen del universo y de nosotros mismos como especie.

2. Hacia dónde vamos. Es la pregunta que nos lleva a explorar qué ocurre una vez que se acaba la vida que conocemos y cuál es, en consecuencia, el sentido de la vida humana.

3. Cómo vivir. En otras palabras, qué tipo de vidas debemos llevar. Es una interrogación acerca de la esencia de la moralidad: qué consideramos bueno o malo, y por qué.

Son cuestionamientos que por razones didácticas ameritan reflexiones separadas, aunque obviamente algunos de sus argumentos pueden cruzarse. Voy a dedicar el próximo capítulo a lidiar con el primer problema, sobre lo que podríamos llamar «el origen de todo». Los dos apartados siguientes se encargan de tratar la segunda y la tercera pregunta, respectivamente. Anticipo que mi tesis es básicamente la siguiente: a estas alturas la humanidad dispone de antecedentes suficientes para responder la primera pregunta —de dónde venimos— con (casi) entera prescindencia de la idea de uno o más dioses. En otras palabras, la religión como instrumento explicativo agotó sus chances al menos en este ámbito de la conversación. La segunda pregunta —hacia dónde vamos— presenta un problema complejo para el pensamiento ateo porque la respuesta correcta no necesariamente coincide con la respuesta más tranquilizadora o con la que nos gustaría escuchar, que es la que suele ofrecer el pensamiento religioso. Sostendré que parte de la robustez del teísmo se explica por lo anterior. En cuanto a la tercera pregunta —en torno a la moralidad— diré que ya hay bastantes indicios de que el humanismo de los no creyentes hace rato empató el partido y está cerca de ganarlo: no solo es posible vivir una vida moralmente buena siendo ateo, sino que abundan las razones para ser éticamente desviado amparado en los postulados de la propia religión. Sigue siendo, en todo caso, una contienda reñida. Todo esto debería quedar más claro en el camino. Comencemos con el asunto del origen y veamos cómo la filosofía naturalista tiene en estado de derrota (casi) absoluta al pensamiento mágico que cifra sus esperanzas en la actuación sobrenatural.