CAPÍTULO 1

Ñuñoíno e institutano

Es difícil saber en qué medida nuestros primeros recuerdos son auténticos y cuántos corresponden a lo que se nos ha contado después. Muchas de las páginas que siguen acaso están escritas sobre la base de los relatos que escuché a medida que crecía. Probablemente nunca lo lleguemos a distinguir con tanta claridad y a lo mejor tampoco importa: los seres humanos somos una combinación de experiencias y memorias, de vivencias y relatos.

LAS CASAS DE LA INFANCIA

Nací el 2 de marzo de 1938, al final del verano, en la desaparecida clínica Carolina Freire, ubicada en la calle Maturana, del barrio Yungay. Por aquellos años mi familia vivía en la calle Catedral número 2038, en una casa que ya no existe, entre Baquedano y avenida Brasil. Era una casa típica del lugar, con una puerta y ventanas que daban directamente a la calle: a un lado estaban el living y el comedor, y en el otro, los dormitorios. Yo no me acuerdo, pero mi madre me contó después que había dos patios en la parte trasera: en el primero se encontraba la cocina y en el segundo los cuartos para los empleados.

Mi padre se llamaba Froilán y mi madre Emma. Él había enviudado y se casó con mi madre en 1924. Existía una gran diferencia de edad entre ambos: al casarse, ella tenía veintiocho años y él cincuenta y ocho. Por más de trece años, mi madre no había podido quedar embarazada. Cuando en 1937 sintió la necesidad de ver al médico de la familia porque tenía algunas molestias, lo hizo acompañada de su madre, mi abuela Margarita. Después de examinarla, él le preguntó a mi abuela: «Señora, ¿está usted preparada para recibir a un nieto o una nieta?». Fue una tremenda sorpresa para todos, porque se creía que este matrimonio ya no tendría hijos. A veces he pensado que tal vez la familia Escobar no era muy proclive a dejar descendencia, porque mis tías Fresia y Leontina nunca tuvieron hijos y la tía Rebeca solo tuvo una hija, mi prima Frida.

Cuando nací, pesé tres kilos y doscientos gramos. Era muy delgado y malo para tomar leche, y como mi madre la tenía en abundancia, amamantó a otro niño cuya madre no la tenía, lo que era frecuente en esa época. Tuve lo que se llamaba «un hermano de leche». ¿Qué fue de él? Nunca lo supe.

En mi hogar no se practicaba la religión. Sin embargo, como mi abuela era católica, a escondidas del resto de la familia me llevó a bautizar a la iglesia de los Capuchinos. Ella fue mi madrina y el hermano menor de mi madre, Humberto, el padrino. Las evocaciones de esos primeros años en aquella casa de Catedral no van más allá, excepto una escena que se me quedó grabada. Un día oscuro, de lluvia muy intensa, entraron a robar en una casa del vecindario y esto produjo una cierta conmoción. Recuerdo haber visto a través de la lluvia a un vagabundo guareciéndose en un zaguán del frente, y una de las empleadas diciéndome: «Ese debe ser el ladrón». Me provocó una fuerte impresión, ya que nunca había visto a alguien vestido con harapos.

Era enfermizo. Las amigdalitis eran frecuentes, a ratos dificultándome respirar. Como ocurría con muchos niños en esa época, el temor de que muriera era grande. El propio médico le había dicho a mi madre que —como a ella le gustaba recordar— «no todos los niños sobreviven». Esto la molestó y cambió de doctor. Como sea, a los tres años me operaron de las amígdalas, que en ese tiempo era «la edad aconsejable». Para mejorar mi salud, la solución fue «cambiar de aire» e ir a vivir al barrio alto, donde era más puro y más limpio. Esa fue la razón por la cual en noviembre de 1941 nos mudamos del centro de Santiago a la casa de calle Manuel Montt 2481, en Ñuñoa, a una cuadra y media de Irarrázaval. Yo todavía no cumplía cuatro años.

Con el tiempo esa casa fue demolida, cuando comenzaron a construirse edificios en la zona. Mi madre había descartado irse a la calle Napoleón en Las Condes —que era la otra alternativa que había encontrado—, porque mi tía Rebeca, que en ese tiempo vivía con nosotros, hacía clases en el Liceo 1 y para ir y venir al centro de Santiago hubiese tenido que cruzar diariamente el canal San Carlos, que era peligroso por las noches.

Recuerdo perfectamente la impresión al entrar en el nuevo hogar porque, a diferencia de la casa anterior, aquí había un antejardín, una mampara con vidrios, un pasadizo y enseguida otro jardín, hacia el interior. Era una casa iluminada, al menos comparándola con aquella de la cual veníamos. Sin embargo, el mayor impacto fue que, si bien la casa estaba empotrada en un sitio angosto de 11 metros de frente, tenía hacia el interior más de 55 metros. Donde terminaba la casa propiamente tal comenzaba un patio, después había un jardín y más allá una reja. Detrás de esa reja corría una acequia y al final de todo había una porción de tierra con damascos y ciruelos ya crecidos. Fue mi primer contacto con lo «rural».

A esta emoción primeriza se sumaba el hecho de que la casa tenía dos pisos.

En el primero estaban los amplios recibos, el living, el comedor y un escritorio que se usó durante dos años como el dormitorio de mi abuela Margarita, ya que le costaba subir la escalera y tenía problemas al corazón. Con mi madre y mi padre nos instalamos en el segundo piso, que tenía tres dormitorios y un baño, más una pieza pequeña que no sé para qué servía. En el patio había un hermoso parrón ya desarrollado que mi madre se preocupó de mantener. En aquellos años la vi trabajar cotidianamente en el patio. Le gustaba cultivar las rosas y un plumbago que crecía azul en unas jardineras que ella construyó. Recuerdo la impresión que al comienzo sentí al contacto con la tierra y con esa acequia que pasaba por atrás, donde circulaba el agua para regar los predios. Esa tierra, entre negra y plomiza que aparecía cuando se retiraban las aguas, la recordé algunos años después cuando me hablaron del légamo que dejaba el río Nilo en Egipto: así me lo imaginaba. Y pensaba, entonces, que la del Nilo tenía que ser una tierra muy fértil porque allí, en esa humedad en el patio de mi casa, crecían frondosos árboles frutales, en especial damascos. Todo era una novedad, ya que nada de esto había en la calle Catedral. Y novedad eran también los árboles altos y crecidos. Una vez junté unos palos e hice una casa arriba de ellos. Tal vez porque quedó tan mal hecha es que después, de abuelo, he intentado hacerlas un poco mejores para los nietos. Con poco éxito, sin embargo: ahora, nietos más exigentes las piden con puertas y ventanas…

Ñuñoa era todavía una comuna con mucho de campo. Recuerdo que tres o cuatro casas hacia Providencia había un establo con vacas y hasta un caballo. Allí se ordeñaba y se repartía leche. Ya un poco más grande iba a jugar fútbol a unos sitios eriazos en la calle Antonio Varas esquina Simón Bolívar; solo en la década del cincuenta se urbanizó ese sector.

LA FAMILIA MÁS CERCANA

La familia con la cual tuve mayor contacto en la niñez fue la de mi madre y su influencia contribuyó fuertemente a mi formación. Mis abuelos, Ricardo Escobar Gajardo y Margarita Morales Labarca, se habían conocido en Rengo, de donde eran ambos. Provenían de familias acomodadas de la zona. Se casaron a finales de 1880 y tuvieron ocho hijos: Fresia (1891), Ernesto (1892), Rebeca (1894), mi madre (1896), Leontina (1904) y Humberto (1905). En una oportunidad vi la libreta de familia de mis abuelos y constaté que habían nacido también otros dos varones que murieron a poco de llegar al mundo, algo habitual en aquella época.

Cuando mis abuelos se casaron, él entró a desempeñarse como agente del Banco Caupolicán, en Rengo. Ese banco lo había fundado un acaudalado agricultor de San Fernando, connotado partidario del Presidente Balmaceda. En esos tiempos los bancos tenían derecho a emitir billetes y me produjo mucha emoción cuando bastante tiempo después recibí un par de ellos, precisamente del Banco Caupolicán. Para mi familia el resultado de la Guerra Civil fue poco venturoso, ya que todos eran balmacedistas. Según recordaba mi madre, en Rengo se recibía el diario El Ferrocarril, que llegaba en el tren de las seis de la tarde, y en la noche lo leían en voz alta para conocer los acontecimientos del día.

Como resultado de la Guerra Civil y de la muerte del Presidente Balmaceda, mi abuelo se quedó sin trabajo, porque el Banco Caupolicán se disolvió y debieron regresar a «la isla», como le llamaban a la casa que tenían muy cerca de Rengo los abuelos de mi madre (José Jesús Morales y Margarita Labarca). Le daban ese nombre porque a veces el río Claro se salía de su curso y la casa quedaba aislada, sin conexión con Rengo. Había otro sector llamado La Moralina, por la cantidad de personas con el apellido Morales que lo habitaban.

Esta casa estaba en un fundo grande, que incluso tenía una pequeña capilla. Otros hermanos de Margarita también vivían ahí, como la tía Filia, a quien conocí y que era la hermana menor de las Morales Labarca. A pesar de su extensión, el fundo no alcanzaba para acogerlos a todos y mi abuelo Ricardo, con su profesión de contador, tuvo que venirse a Santiago y entrar a trabajar en la firma Williamson Balfour. Era el año 1903.

Nunca mi madre me lo relató con franqueza, pero no me cabe ninguna duda de que el cambio tiene que haber sido doloroso. Estuvo obligada a emigrar cuando apenas tenía siete u ocho años y adaptarse, desde la vida rural de ese fundo, a las dos o tres piezas que arrendaron en Santiago donde se alojó toda la familia hasta encontrar un lugar mejor. Le significó salir de una economía casi autárquica —o muy poco dependiente del exterior— a otra donde ya no sería posible sobrevivir prescindiendo del dinero. En el campo, el dinero era menos necesario, pues buena parte de la subsistencia provenía de la propia tierra y sus cosechas, al punto de que todos los días se servían hasta cuatro platos de comida y al final se colocaba una fuente sopera con abundantes porotos por si alguien había quedado con hambre. Como para tantas otras familias, la monetarización de las necesidades fue parte del choque cultural que acarrea la migración campo-ciudad, así como la obligación de adoptar nuevas costumbres. Durante el verano viajaban hasta Rengo para visitar al resto de la familia que permanecía ahí.

De este cambio se hablaba muy poco y se teorizaba menos. Muchos años después fui a Rengo con mi tío Ernesto a ver la casa de «la isla», que estaba muy derruida. Recuerdo que raspó un poco la pared y emergió la tela con la cual estaban forrados los muros, y los dibujos que allí aparecieron le produjeron una honda emoción. Quizá la nostalgia del campo lo llevaba a insistir respecto de la importancia de poseer tierras. Para él era volver a las raíces. Ya anciano me decía que le gustaban las películas del oeste norteamericano, porque mirando a los caballos evocaba la vida al aire libre en el campo.

Con posterioridad, mis abuelos arrendaron una casa en la calle Catedral, aunque ahí los ingresos de él ya eran importantes. Entre 1905 y 1937 (año en que falleció) trabajó en la Casa Gibbs (aunque puede haber sido Saavedra Benard, otra importante cadena comercial de la época). Al morir, y como una forma de ayudar a la familia, el empleador le ofreció a mi abuela un puesto como empleado para alguno de sus hijos, pensando tal vez en mi tío Humberto, que había estudiado Agronomía. Pero no fue necesario, porque ya todos trabajaban.

El hogar de mis abuelos en la calle Catedral fue constituyéndose como típico de la clase media urbana: aquella que debió emigrar del campo a la ciudad y que tenía clara conciencia de que la educación era el elemento fundamental para surgir en la vida. Todos los hijos tuvieron una profesión y muy ligada a la carrera docente: la mayoría fue profesor de Estado o normalista. Mi tío Ernesto estudió en el Instituto Pedagógico y se recibió de profesor de historia y geografía; al mismo tiempo hizo los cinco años de Derecho («Leyes», se decía en ese tiempo), pero nunca hubo una memoria «a la altura» de su inteligencia y no se recibió de abogado.

Mi tía Fresia era profesora de castellano e hizo clases en los liceos 3 y 5, donde fue inspectora general. Mi tía Rebeca estudió en un instituto que en ese tiempo era el equivalente a la educación de párvulos. Se especializó en enseñar las primeras letras a los niños y niñas: durante más de cuarenta años fue la profesora de segunda preparatoria en el Liceo de Niñas n.° 1 Javiera Carrera. Mi tía Leontina fue profesora de educación física y, al igual que mi madre, se recibió de profesora de piano. Ambas fueron concertistas del Conservatorio Nacional de Música. Mi tío Humberto fue ingeniero agrónomo y se desempeñó en distintos puestos vinculados al Ministerio de Agricultura, sobre todo en la administración de fundos pertenecientes al Estado. Ahora me doy cuenta de que, sin saberlo, fui criado en torno al mundo de la educación.

Estas cuatro hermanas, con tres de las cuales conviví durante un largo tiempo, tenían caracteres muy diferenciados. Mi tía Fresia, la mayor, concitaba la admiración de las otras por su inteligencia, por su capacidad de trabajo y porque destacaba en sus condiciones naturales de liderazgo dentro de la casa y, más importante aún, fuera de ella. Muy temprano se vinculó a los grupos femeninos que exigían, entre otras cosas, el derecho a sufragio para las mujeres, y estableció un contacto muy estrecho con la educadora Amanda Labarca y las otras personas que participaban en lo que se llamaba el Club de Señoras, donde mi tía desempeñó el cargo de tesorera y otros puestos relevantes.

Mi madre, al igual que las tías Rebeca y Leontina, tenía por ella una devoción verdadera. Por eso su muerte trágica, a los cincuenta y siete o cincuenta y ocho años, produjo una tremenda conmoción. Lo recuerdo porque yo tenía solo once años y dejó una huella imborrable en mi vida. Fresia pasó a ser un nombre mencionado siempre, ante cada evento: «¿Qué habría pensado Fresia? ¿Qué habría hecho Fresia? ¿Cómo sería la decisión que habría tomado Fresia?».

Mi tía Rebeca, toda dulzura, era la persona cálida que protegía, amparaba y comprendía, la que justificaba las acciones de cada uno. Nunca le escuché un reclamo ni un regaño. A lo sumo decía: «Esta Emma, ¿no?», que era como decir: es su carácter, es así… Mi tía Rebeca vivió siempre de la casa hacia adentro.

Distinto fue el caso de mi tía Leontina, la menor de las hermanas. Debido a su matrimonio con Rodrigo González y la vida diplomática que llevó, por su carácter comunicativo, por ser una gran conversadora, por interesarse en lo que pasaba en el mundo, era, como alguien diría, una persona extrovertida: no mundana, pero sí con don de mundo. Fue a través de ella, como digo más adelante, que tuve mi primera visión de aquello que estaba más allá de Chile y fue a partir de ella que aprendí cosas como el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, las primeras reuniones que se hacían en la Asamblea de Naciones Unidas bajo la dirección de Hernán Santa Cruz y cómo en aquel tiempo se iba de Nueva York a seguir las deliberaciones en Ginebra, usando normalmente un barco para cruzar el Atlántico.

Para un niño como yo, de diez o doce años, que vivía en ese Chile tan aislado y alejado de todo, aquello era simplemente fascinante. Recuerdo que en una ocasión llegó con Rodrigo de uno de sus viajes y se alojó en nuestra casa de Manuel Montt. Alguien trajo de regalo una caja llena de un conjunto infinito de chocolates, tantos, que yo descubrí que sacar uno no se notaría. Lo grave es que lo fui haciendo durante un mes y en algún momento mi tía hizo un chiste al respecto: que un ratoncito se comía los chocolates…

Mi madre era de carácter fuerte, quizá porque tuvo que luchar mucho en la vida: luego de casarse, mi padre enfermó y ella tuvo que salir adelante con las tareas en la chacra de Bellavista, y luego debió buscar formas de vender algunos paños de terreno para poder construir casas y vivir de los ingresos que producían esos arriendos. Hacia 1957, mi tía Leontina se separó de Rodrigo. Habían adoptado dos niños, Leontina Ximena y Rodrigo, ambos de seis años, y con los cuales llegó a vivir a nuestra casa de Manuel Montt. Conviví con ellos hasta enero de 1961, cuando, recién casado, me fui a Estados Unidos. Al volver, aproximadamente en marzo del 1963, mi tía Rebeca enviudó y como resultado de ello entregó su casa de la calle Cumming para que Frida, su hija, ya casada con Fernando Ansaldi, pudiera comprar una.

Me he adelantado un poco, pero es para explicar que a partir de ese momento, Rebeca, con la empleada que siempre la acompañaba —Luzmira o Luzmila—, se fue a vivir a un departamento que mi madre había construido en la calle Manuel Montt, y de ahí entonces que estas tres hermanas, solas, pasaron a vivir en esa casa y para mí simbolizó la familia permanente. Llegar allí era llegar a hablar con mi madre y mis tías, cada una con su carácter, cada una con sus cuentos, cada una con sus historias. Pero también tenía el sentido de estar protegido y tener seguridad en esa casa de Manuel Montt. ¿En qué medida el ambiente va formando la personalidad futura de alguien? ¿En qué medida uno termina siendo tributario de esos caracteres? ¿Cómo puede uno decir que a lo mejor obtuvo algo del liderazgo de tía Fresia o de la inteligencia emocional de tía Rebeca? ¿O el sentido del deber que trataba de inculcarme mi madre o de la visión de mundo de Leontina?

Era una familia deportista. Prácticamente todos jugaron tenis en la Quinta Normal. El administrador de este lugar era Roberto Lizana, que había comenzado siendo pelotero y que era padre de la posterior campeona chilena Anita Lizana. A mi madre le gustaba recordar que cuando Anita iba a partir hacia Wimbledon, todas las tenistas de la Quinta se juntaron para hacer «el ajuar» que debía llevar. El marido de mi tía Rebeca, Julio Conn, también era muy aficionado al tenis, pero como era mayor, optaba por hacer de árbitro. Fue en ese carácter que a los dieciocho años me llevó a la Quinta Normal a aprender a jugar tenis. Por desgracia, no lo continué —me quedaba muy lejos de la casa—, porque después descubrí que probablemente hubiera sido bueno en ese deporte.

Mis tías Fresia y Rebeca comenzaron a hacer sus clases poco antes de titularse y también mi madre, con su enseñanza de piano, que dejó al momento de nacer yo. Mi tía Leontina se casó joven con Milos Dvorak, un checo que llegó a Chile con motivo de un gran jamboree de los Scouts. Ello, porque mi tío Humberto participaba de las actividades de los Scouts. A finales de la década del veinte hubo un jamboree internacional y llegaron delegaciones de todos los países. Fue en esa delegación cuando Milos llegó a Santiago, conoció a Leontina, se quedó en Chile y se casaron. Creo que entró a trabajar en Impuestos Internos, pero por desgracia tuvo un tumor en el cerebro y murió muy joven. No alcanzaron a estar casados más de tres años. Fue un golpe muy fuerte para ella y esa fue la razón por la cual decidió, habiendo ya terminado los estudios de piano, entrar al Instituto de Educación Física y recibirse de profesora en esa especialidad. Era una forma, le dijeron, de olvidar lo que había ocurrido. De Milos quedó un grato recuerdo en la familia, por su carácter, alegría y espíritu de camaradería. Materialmente nada de él permaneció, salvo un libro en checo con unos hermosos grabados que era, según se decía, la historia de Checoslovaquia. Yo miraba las láminas y los dibujos y me costaba imaginar cómo sería ese país del centro de Europa. ¿Qué habrá sido de ese texto? En aquellos años parecía casi imposible que alguien de esas latitudes migrara para estos lados.

Después, al finalizar la década de los treinta, mi tía Leontina se casó con Rodrigo González, abogado, hijo de Carlos Roberto González, un viudo que a su vez le propuso matrimonio a mi tía Fresia. En una ocasión, mi tío Ernesto me contó que cuando eso ocurrió, mi abuelo Ricardo llamó a Carlos Roberto, diciéndole que él no estaba convencido de ese matrimonio y que él no era lo mejor para su hija Fresia. No obstante, igualmente se casaron, protagonizando con el tiempo una tragedia familiar de grandes proporciones. Carlos Roberto, según mi tío Ernesto, había tenido actuaciones extrañísimas como juez. Al momento de casarse era juez en San Felipe y contaban que unos años antes había embargado un ataúd de un ciudadano boliviano que había fallecido en Antofagasta y tenía algunas cuentas impagas. Carlos Roberto era juez en esa ciudad y como el ataúd tenía muchos adornos de plata, el embargo era hasta que sus descendientes pagaran las deudas. Luego, Carlos Roberto renunció al Poder Judicial y fue director nacional de Estadísticas.

Mi tía Rebeca se casó con un primo de ella, Julio Conn Escobar, hijo del emigrante Erwin Conn, que había llegado de Alemania y se había casado con mi tía abuela Arabella Escobar, hermana de mi abuelo Ricardo. Los Conn Escobar eran tres hombres y una mujer: Julio y Francisco (eran gemelos), que se casó con Anita Tesh de Conn; Fernando y Maruja, que se casó con Guillermo Petzold. Este último fue durante toda su vida profesor y director de las escuelas de artes y oficios en el ámbito de la minería, primero como director de la Escuela de Minas de Copiapó y después como profesor de la Universidad Técnica del Estado, en Santiago. Fernando Conn se casó y tuvo un hijo, Hugo Conn, que siguió la carrera de Geología y se recibió en la Universidad Técnica del Estado.

Mi tío Humberto se casó con Irene Rosende, hija de un conocido agricultor de Los Andes, Luis Rosende. De este matrimonio nacieron Ricardo y Humberto. Ricardo era unos diez meses menor que yo, y Humberto, dos años. Con Frida, hija de mi tía Rebeca, tuvimos una buena amistad, ya que ella y sus padres vivieron un tiempo con nosotros y luego se fueron a una casa en la calle Cumming, cerca de Catedral. Ahí Frida comenzó a estudiar intensamente piano (hoy es una concertista) y los esfuerzos que se hicieron para que yo aprendiera fueron infructuosos. Comenzamos juntos con el llamado Método Beyer, aunque yo nunca logré pasar de las primeras lecciones. Fue un fracaso total. Recuerdo que cuando Frida iba a preparar su primer concierto, uno de Haydn, yo colocaba el disco en mi casa y ella lo escuchaba al teléfono para poder descubrir la mejor la forma de interpretarlo.

El piano y la música existieron siempre en la casa de mi madre y ella hasta el final era capaz de tocarlo. Ya muy anciana, se sentó al piano, puso la partitura y no fue capaz de leerla. Le produjo una gran amargura. Cuando falleció, en marzo de 2005, a los ciento ocho años, fue mi prima Frida quien interpretó la sonata Patética, de Beethoven, en el responso de la iglesia de la Anunciación, en la plaza Pedro de Valdivia. La música me seguiría acompañando con pasión toda la vida, como fuente de placer y estímulo.

Con Ricardo y Humberto tuve una relación más cercana, no tanto en Santiago sino cuando ellos me invitaban a Los Andes. Allá, el padre de la tía Irene tenía un fundo llamado Paidahue, que quedaba entre Los Andes y Portillo. Era extensísimo o, al menos, así me parecía a mí. Ellos se iban a pasar ahí el verano, las vacaciones de invierno, las Fiestas Patrias y siempre me invitaban. En esos campos empecé a descubrir un mundo absolutamente ignorado para mí. Con motivo de una trilla, recuerdo haberme hundido totalmente en ese trigo recién cortado. También intentaba cazar mariposas, culebras y demás animales, y cualquiera hubiera pensado que aquello era demostrativo de una curiosidad científica. Tal vez era solo curiosidad…

MI PADRE FROILÁN

Mi padre Froilán tenía una parcela en Bellavista, como se le decía en ese tiempo a lo que es hoy la comuna de La Florida. Estaba frente a la estación del ferrocarril y colindaba con la actual avenida Walker Martínez. No era grande (una extensión de 2,4 hectáreas), pero allí había productos agrícolas que permitían un ingreso familiar, gracias a que se vendían en Santiago. Mi padre había sido un agricultor importante en la zona de Ñuble, donde había nacido. Tuvo fundos en Coihueco y Chillán. Luego de venderlos, se trasladó a Santiago y compró la parcela de Bellavista.

Mis padres se conocieron en la calle Catedral, porque vivían muy cerca. Como dije, entre ambos había treinta años de diferencia. Él ya tenía hijos grandes de su primer matrimonio, tres varones y una mujer. Cuando se casaron en 1924, los hijos de mi padre se molestaron, probablemente por razones de herencia. Nunca tuve relación con ellos.

Mi padre murió cuando yo tenía ocho años, en junio de 1946. Varios años antes, cuando yo no había nacido, lo afectó una hemiplejia que lo dejó parcialmente paralizado. Según mi madre, cuando esta parálisis le llegó al corazón, se murió. Al momento de producirse el primer ataque, mi madre estaba embarazada de mí y vivían todavía en esa parcela de La Florida. Debido a los innumerables problemas médicos, aquella enfermedad los obligó a venirse a Santiago, porque en realidad estaban en pleno campo.

Tengo escasos recuerdos de mi padre. El más persistente es en la casa de Manuel Montt, en el segundo piso, en lo que era el dormitorio de ambos. Allí, mi padre estaba acostado siempre: desde el año 42 o 43 nunca más se levantó. Hay una imagen que se mantiene en mi recuerdo: una vez lo sacaron de la cama para pasarlo a la terraza que estaba al lado —debía haber una distancia de diez metros o menos—, lo sentaron en una silla y ahí tuvimos un almuerzo dominical, por decirlo así, al aire libre, con mucho sol. Es la única imagen luminosa que guardo de él. Curiosamente, tengo recuerdos más vívidos de mi abuela Margarita: aunque murió cuando yo tenía solo cuatro años, veo claramente las veces en que buscaba su protección cuando me iban a castigar o me perseguían para darme los repugnantes remedios con que acostumbraban a asediar a todos los niños.

Igualmente, tengo también una fuerte evocación de Ana Rivas, la empleada que durante largos años trabajó con nosotros. En las tardes de invierno me solía esperar a la vuelta del colegio con el brasero prendido calentando pan con chicharrones y queso derretido, y un mate. Era una mujer buena, querendona, quizá la única que me malcriaba, me protegía de los retos maternales y me enseñaba cierta sabiduría básica de la vida.

La mañana en que mi padre murió, yo estaba en el pequeño colegio de Ñuñoa donde hice mis primeros estudios. Entonces mi tía Rebeca, que estaba en el Liceo 1 haciendo clases, me fue a buscar, cosa que me sorprendió mucho. Me explicó que me llevaría a almorzar a su casa. En la noche tomamos un bus para volver de la calle Cumming hasta Ñuñoa, y ahí ella comenzó a decirme algo vago, como que a veces los papás se van. Yo no entendía nada. Cuando entré a mi casa vi que en el primer piso, en lo que había sido el dormitorio de mi abuelita, habían montado la capilla ardiente. Al ver el ataúd, las flores y las luces me asusté y me puse a llorar. Ahí me explicaron que mi padre había muerto.

Al día siguiente fue el funeral y entraba y salía gente de la casa. Me habían puesto un trajecito algo mejor, conscientes de la solemnidad de la ocasión. De pronto sonó el timbre y yo salí a atender. Afuera venía entrando un señor arrodillado que lloraba. Rápidamente fui donde mi mamá, la abracé y le dije: «Mamá, viene un señor caminando y parece que no tiene piernas, porque está entrando arrodillado». Era uno de los hijos de mi papá.

Debido a su enfermedad, no era fácil tener una relación normal con él. Con el tiempo he pensado que los años finales de mi padre deben haber sido dolorosos. Uno de los pocos recuerdos claros que mantengo es haberlo visto tirar un plato que se hizo añicos en el suelo, porque la empleada se había demorado en atenderlo. Me dio susto verlo tan indignado. Después supe más de su historia y de su temperamento. Cuando yo era mayor, mi tío Ernesto me decía: «Sacaste el carácter de tu padre, porque eres muy tranquilo. Él era un hombre sereno».

LA IMPORTANCIA DE MI TÍO ERNESTO

Mi tío Ernesto Escobar Morales fue clave en mi infancia y adolescencia. Después de mi madre es a quien sentí más cercano. Era un hombre conversador y de gran inteligencia y cultura. Tenía buena figura, aunque él se consideraba «feúcho». Mostraba desinterés por el dinero, no así por las mujeres. De una manera u otra lograba lo que quería. Ernesto se casó con Mariíta Cerda. La forma de conocerla fue típica de él. Un día, saliendo del ascensor de un edificio céntrico, la vio y su belleza lo enamoró inmediatamente. Entró de nuevo al ascensor y se bajó detrás de ella, en una oficina de abogados del noveno piso. La esperó, la abordó y consiguió conquistarla. Era una mujer joven que, según se descubrió al poco tiempo de casados, tenía tuberculosis. Él, con plata que no tenía porque la dilapidaba toda, se compró una propiedad en San Alfonso para que su esposa pudiera respirar aire cordillerano. Sin embargo, algunos años después Mariíta murió de su enfermedad, con todo el drama que ello implicó. Él nunca dejó de tener a su lado una fotografía de ella.

Incursionó muy joven en la política, desde los veinticuatro años. Participó en el Partido Liberal y allí trabajó con intensidad en la candidatura de Arturo Alessandri para derrotar a Eliodoro Yáñez en la interna de la Convención Liberal, que lo proclamó para la elección presidencial de 1920. Su trabajo lo llevó a ser elegido diputado por Llanquihue y Carelmapu por el período 1921-1924, una vez que el «León» (como se le decía a Alessandri) fue elegido Presidente.

En la Cámara integró la Comisión de Obras Públicas y fue reemplazante en la Comisión de Legislación Social. En esos tiempos no existía la dieta parlamentaria, esto es, que los parlamentarios tuvieran un sueldo. La mayor parte de ellos eran agricultores y por eso las sesiones ordinarias comenzaban el 1 de junio y terminaban el 18 de septiembre. Era la época en que los legisladores propietarios del campo tenían pocas tareas agrícolas que hacer y venían a pasar el invierno a Santiago.

Él me abrió los ojos respecto de la política, del sentido común que había que aplicar en su ejercicio, y me narraba ciertas anécdotas ejemplares en este terreno. Me explicaba que se retiró de la política el año 24 o 25: no quiso seguir participando cuando sintió que en el Partido Liberal le habían hecho una encerrona al final de la primera administración de Alessandri, con motivo de una elección complementaria. Conoció en esa ocasión lo duro que fueron las deslealtades de aquellos que eran sus compañeros de partido. Nunca más regresó a la política activa.

Mantuvo siempre una buena relación con el Presidente Alessandri y tenía infinidad de historias que se habían originado en las tertulias que en aquellos tiempos se hacían en La Moneda después de las siete de la tarde, cuando terminaba el trabajo y los hombres se juntaban «a comentar los sucesos del día». En una ocasión, el León le contó sobre la designación de un funcionario como comisario de Subsistencia y Precios. Lo llamó a su despacho y le informó del nombramiento. Este le contestó: «Presidente, haré todo de mi parte para desempeñar este trabajo de la mejor manera posible», y Alessandri le replicó: «No, hombre, usted no entiende, yo quiero que no haga nada en ese cargo. ¿No se da cuenta de que es muy difícil disolver este comisariado que inventó la República Socialista? Es difícil suprimirlo. Usted se hace cargo del timbre, pero no haga nada, porque no me interesa un comisario de Subsistencia y Precios». Era el comienzo de la administración en su segunda Presidencia, cuando gobernaría con la derecha.

Decía que la derecha siempre se las ingeniaba para estar en el poder, o bien a través de la plata, o bien gracias a sus mujeres, habitualmente las más bellas. Un caso en el que se apoyaba para corroborar esta afirmación era el de Pedro León Gallo, líder fundador del radicalismo en el siglo XIX. Él era un senador muy rico, de estupenda presencia, pero demasiado revolucionario para su época. Entonces, para aplacar estos bríos, cuando llegó a Santiago los conservadores le presentaron a algunas señoritas muy buenasmozas que pacificaron sus energías reformistas. En todos los análisis políticos, el tío Ernesto me insistía que la derecha sabía atraer a aquellos sectores de clase media dominados por el arribismo, por ese deseo de estar cerca de la clase alta. Ponía como ejemplo que Gabriel González Videla, cuando era Presidente, casara a sus hijas en el Palacio de Cerro Castillo.

Por eso, cuando vio que yo tenía algún interés en la política y en las cosas públicas, me recomendó que lo primero era tener una profesión («sacar un cartón»), ser independiente, hacerse de un nombre o tener fortuna. «Si tienes una posición consolidada», me aconsejaba, «puedes golpear la mesa para que te escuchen, y si no lo hacen, tomas tu sombrero y te vas.»

El tío Ernesto suscitaba en mi madre una mezcla de respeto y de recelo a la vez. ¿Por qué esta contradicción? Por un lado, él era el genio de la familia, el hombre brillante, que irradiaba conocimientos e inteligencia. Cuando Alessandri estaba en campaña, llegaba habitualmente a la casa de mis abuelos a hablar con mi tío. Entonces, cuál no sería la impresión de mi madre, todavía soltera, de tener de visita a este señor, senador de la República y candidato presidencial, que se juntaba a conversar con su hermano. Su admiración fue aún mayor cuando lo eligieron diputado el año 21.

Lo veía como una persona muy capaz, al punto de que estudió dos carreras, Derecho y Pedagogía en Historia. Se recibió de profesor e hizo clases durante mucho tiempo en el Liceo de Aplicación, un lugar importante de la enseñanza chilena, porque ahí se «aplicaban» los métodos modernos, una especie de vanguardia de la docencia. Además, mi tío Ernesto se dio el lujo de escribir dos memorias de título. Como consideraba —según mi madre— que ninguna de ellas estaba «a la altura de su inteligencia», se las regaló a unos compañeros que con ellas se recibieron de abogados. Para mi madre, poseedora de una obsesión enfermiza con esto de «tener un cartón», el asunto le resultaba simplemente incomprensible y frustrante. Era la otra cara de la relación con su hermano: una vida desaprovechada, alguien que se farreó grandes posibilidades. Según ella, si Ernesto hubiera querido, habría llegado a altos cargos públicos. Le reprochaba, además, que fuera desordenado. Mi tío, por su parte, decía que era ordenado: había que dormir ocho horas, no importaba si eso significaba levantarse a las once de la mañana.

Él vivía separado del resto de la familia, nadie lo visitaba. Comenzó a tener sus problemas económicos y residía en un hotel. De vez en cuando me llamaba por teléfono y anunciaba: «Voy a comer allá, dile a tu mamá que me tenga buen vino». En una de estas visitas llegó a la casa con el plano de un gran loteo, y le dijo a mi madre que comprara sitios en esa zona, llamada Lo Saldes, que hoy corresponde a la avenida Kennedy. Le explicó que sería un buen negocio, pero ella no quiso seguir la sugerencia, porque dudaba de su capacidad para los negocios. En otra ocasión convenció a mi madre de que comprara un departamento en la calle Nataniel Cox: ella pondría el pie y él iría cancelando los dividendos, a cambio de vivir ahí. Pero al poco tiempo ya no tenía cómo pagar, lo cual produjo complicadas negociaciones de dinero entre los hermanos. Ernesto tuvo una situación económica angustiosa y frecuentemente le pedía plata prestada a mi mamá.

A partir de 1949 lo vimos con más frecuencia, debido a las trágicas muertes de dos de sus hermanos. Sin embargo, a pesar de esta nueva cercanía, yo fui el único que conoció su casa, una vez que terminé mis estudios en la universidad. Vivía en la avenida Einstein, en la comuna de Recoleta. Recuerdo que en el año 53 o 54, durante la Presidencia de Carlos Ibáñez, llegó un día a cenar y le dijo a mi madre: «Le he dado al Presidente el teléfono de aquí como si fuera mi domicilio. A un Presidente no le puedo decir que no quiero que nadie se inmiscuya en mi casa y por eso le di este número. De manera que si llaman de La Moneda, digan que yo he salido y tú me avisas al teléfono que conoces» (era una oficina que él le arrendaba a mi madre).

Quedé intrigado por esto y le pregunté las razones de una decisión tan extraña. Me respondió que se debía a que Ibáñez lo había llamado para que le diera algunos consejos y asesorías respecto de los temas limítrofes todavía pendientes con Argentina. Efectivamente, él conocía muy bien esas cuestiones. No estoy seguro, pero creo que solo una vez sonó el teléfono de La Moneda preguntando por él.

Muchos años después, cuando yo estaba viviendo fuera de Chile tras el golpe militar de 1973, le pedí a mi tío Ernesto que me mandara por correo recortes con temas políticos de los diarios y revistas nacionales —a los que él añadía comentarios de su puño y letra—, que era un modo elegante de ayudarlo económicamente y yo de estar informado. En los tiempos de Pinochet, cuyos servicios de inteligencia, entre otras cosas, violaban la correspondencia, el tío Ernesto fue convocado a justificar sus envíos. Debe haber sido desconcertante para los agentes de seguridad que apareciera un caballero de estilo antiguo y con más de ochenta años, a dar explicaciones respecto de las cartas que le enviaba a su sobrino.

Ahora me doy cuenta de que mi tío Ernesto fue la primera persona con experiencia política que conocí de cerca y que influyó directamente en mi formación. Él sabía que yo realizaba alguna actividad política, sobre todo en la Escuela de Derecho, pero no me tomaba en serio y me insistía en que me dedicara a sacar mi título. Sin embargo, alcanzó a ver cuando fui presidente de la Alianza Democrática, en diciembre de 1983. Al igual como lo hacía cuando joven, fue a visitarme a la casa para darme consejos, desde «su sentido común político», como lo llamaba. «No está el horno para bollos todavía», me dijo en esa ocasión. «Hay que trabajar mucho más y hay que tener mucho cuidado, porque aún no se ha producido una crisis en torno a Pinochet», cosa que era verdad, aunque él no vivió para confirmarlo: murió en 1984. Ahí recordé que en junio de 1973, cuando se produjo el Tancazo contra el Gobierno de Allende —un oficial sacó sus tropas a la calle— que fue sofocado por el comandante en jefe, Carlos Prats, mi tío opinó que Allende cometió el error de no aplastar de inmediato a los subversivos, dándoles un castigo ejemplificador. «Como no hubo una reacción dura», me pronosticó, «dentro de pocos meses se van a levantar todos y ahí sí que habrá un verdadero golpe militar.» Acertó.

1949: UN ENCUENTRO CON LA MUERTE

El año 1949 fue muy trágico para la familia. En enero, y cuando estaba de vacaciones en Los Andes, mi primo Ricardo contrajo difteria y murió de manera fulminante en pocos días. Para mí fue un tremendo impacto: simplemente me costaba imaginar que no lo vería nunca más. Fue mi primer contacto más consciente con la muerte. Tenía diez años. ¿Qué significa la muerte?, me preguntaba. ¿Nos llegará a todos? ¿Cuál es entonces el sentido de la vida? ¿Por qué le tocó antes a mi primo Ricardo? ¿Habrá algo que lo determina? Eran muchas interrogantes que no sabía resolver.

Hacia finales del año anterior, mi tía Fresia había llegado a vivir a nuestra casa, porque estaba en el proceso de separación matrimonial con Carlos Roberto González. En ese momento ella era alcaldesa de La Granja y debía viajar todos los días desde Ñuñoa hasta la municipalidad, una casona antigua emplazada en el mismo lugar donde hoy se encuentra un moderno edificio. Su marido había amenazado con matarla, cosa que no creyó, por supuesto. Pero una mañana él apareció en las oficinas de la municipalidad y vehementemente pidió hablar con ella. Cuando se asomó desde el segundo piso, en medio del alboroto que se había armado, él, desde abajo, le disparó tres balazos. Mi tía rodó por las escaleras y quedó muy mal herida. Enseguida, él se disparó un tiro en la boca, falleciendo en el acto. Aunque a mi tía la llevaron de inmediato al Hospital Barros Luco, llegó prácticamente muerta.

El hecho fue cubierto por la prensa. Carlos Roberto, antes de dirigirse hacia la municipalidad, llamó por teléfono a un diario de la tarde especializado en escándalos, Noticias Gráficas, y les advirtió lo que ocurriría. Aunque yo tenía solo once años, me di cuenta de que la muerte de mi tía Fresia fue algo devastador para mi madre.

Yo recordaba a Carlos Roberto como un hombre extraño. Cuando estaban casados vivían en una parcela de La Granja, en una zona rodeada de caminos de tierra. Para cruzarlos tenían un buen auto, un modelo de los años cuarenta, al que cuidaban con esmero. Una tarde yo descubrí que era una buena idea dibujar en su superficie con los dedos, aprovechando el polvo que se había acumulado. Estaban en ese momento mi primo hermano Humberto Escobar, que también vivía en La Granja con sus padres, y dos niñas, hijas de los empleados: Millaray y Marisol. Y entre todos trazamos líneas y figuras. Cuando nuestra obra pictórica estaba bastante avanzada, salió Carlos Roberto indignado, gritando: «¡Fusílenlos a todos! ¡Fusílenlos ahora!».

Él se fue deteriorando mentalmente con el tiempo y cuando mi tía no aguantó más, decidió divorciarse. Y ahí vinieron los penosos y característicos trámites de toda separación: qué cosa pertenecía a quién. En medio del conflicto, mi tía decidió que ambos tenían que irse de la casa mientras duraban las gestiones. Carlos Roberto se fue a vivir a las dependencias de los empleados, que estaban al lado de la residencia principal. Cuando ella fue a hacer el inventario se dio cuenta de que estaban robando las pertenencias y debió hacerse una aposición de sellos: un juez la cerró y nadie pudo entrar. Esto simplemente enajenó a Carlos Roberto. Recuerdo que un día mi tía Fresia llegó contando que se había encontrado con él y lo vio delgado y demacrado. En un momento, él le dijo: «Yo estoy muy mal y tú luces muy bien, pero no me vas a sobrevivir».

Hay que pensar en la tragedia que esto significó para la hermana de mi tía Fresia, la tía Leontina, que estaba casada nada menos que con el hijo del asesino. Por suerte, ambos vivían en Nueva York, porque Rodrigo era diplomático y estaba destinado a la delegación de Chile ante Naciones Unidas.

Recuerdo el funeral de mi tía Fresia. Hay unas fotos del sepelio donde aparezco junto con mi primo Humberto, cerca del ataúd, caminando. Me vistieron muy formal, con corbata y chaqueta. A la salida escuchaba las conversaciones, entre los varones especialmente, porque en ese tiempo eran muy pocas las mujeres que acompañaban a los deudos. Ni mi madre ni mi tía Rebeca fueron. En el Cementerio General hubo discursos y tal vez fue una de las primeras relaciones con ese mundo más «oficial», pero al mismo tiempo un período de temprano conocimiento de la muerte. Porque al fallecimiento de mi tía en marzo, y antes de mi primo Ricardo, se sumó, en el mes de mayo, la muerte de mi tío Humberto, cuando venía manejando de regreso de Los Andes en compañía de mi tía Irene y de su único hijo. Un conductor ebrio los chocó a la altura de Colina y él murió instantáneamente. De nuevo me surgieron tantas interrogantes. Que tres personas tan íntimas fallecieran en un período tan corto de tiempo me hizo meditar y plantearme temas vinculados a Dios y la religión; pero eso vendría de manera más profunda después, cuando tuve clases de religión en el Instituto Nacional.

LA GRANJA, LOS LIBROS Y LLOLLEO

La tía Fresia fue otra de esas personas que influyeron fuertemente en mi vida de infancia. Como conté antes, ella vivía en una quinta en La Granja, en la calle Baquedano, a unas cuadras del municipio, y era profesora de castellano en el Liceo de Niñas. Pero también fue una activa colaboradora en la fundación del Club de Señoras y en la lucha por la conquista del derecho a voto femenino. Era militante del Partido Radical y en esta calidad fue electa regidora, primero, y alcaldesa de La Granja, después, en 1947. Se transformó así en una de las primeras mujeres chilenas que ejerció cargos de elección popular.

Una vez me pidió que la acompañara a una actividad como alcaldesa: la entrega de trofeos en un campeonato de fútbol de la comuna. Hasta hoy la veo haciendo su discurso, con su figura alta, distinguida y vestida de manera impecable con el típico traje sastre de la época. Fue quizá mi primera experiencia en una ceremonia pública. Me pidió que entregara algún trofeo.

También ella contribuyó a mi gusto por la lectura de acontecimientos históricos, porque cuando vivía con nosotros me traía desde su antigua casa algunos libros. Recuerdo cuando llegó con los tres tomos de la Crónica de 1810, de los hermanos Amunátegui, y con unos cinco o seis tomos de las Obras completas de Victorino Lastarria, que todavía conservo.

Había en mi casa muchos libros, incluidos varios policiales empastados en azul. Aparentemente habían pertenecido a Milos Dvorak. Ahí aprendí de Arsenio Lupin, un ladrón de guante blanco, escrito por el autor francés Maurice Leblanc. También, en ese mismo formato, estaban los de Conan Doyle y los múltiples cuentos protagonizados por Sherlock Holmes. Recuerdo asimismo —aunque creo que ese me lo compró mi madre— el Libro de las tierras vírgenes, de Rudyard Kipling. Al lado de los otros, debo reconocer que este último no era el más entretenido. Había muchos libros más, porque era una biblioteca que se fue haciendo a partir de distintos instantes de la familia.

Tal vez la lectura era una de las máximas entretenciones a las cuales uno podía aspirar cuando terminaba las tareas del colegio. Se iban conociendo mundos: Salgari y Julio Verne, por ejemplo, que dejan reminiscencias imborrables. Recuerdo un viaje que hice a la India en 1976, que despertó en mi tío Ernesto una serie de comentarios sobre estos autores y de cómo esas novelas le abrieron un ancho mundo. Trataba entonces de que yo le explicara cómo había sido este viaje y qué había visto. Creo que mis respuestas lo defraudaron, porque no es mucho lo que se puede aprender en el ir y volver de una reunión internacional. Nada que pueda competir, por cierto, con Salgari o Julio Verne en su Vuelta al mundo en 80 días.

Con el tiempo fui formando una biblioteca relativamente aceptable. Recuerdo unos libros azules que en el lomo tenían una franja roja y que pertenecían a la colección de los mejores escritos que se habían publicado para el primer centenario de la Independencia. Sin embargo, lo que más me marcó en mi gusto por la historia fueron dos libros. El primero, Historia de la humanidad, de Henry Wilhelm van Loom, un holandés que escribió un volumen ilustrado narrado de una manera amena. El capítulo sobre Napoleón comenzaba diciendo algo así como: «Estoy sentado en mi escritorio, pero no estoy seguro si seguiría aquí si viera pasar en la calle esa figura pequeña de Napoleón, invitando a integrarme a sus filas para llevar la libertad a Europa». El otro libro era Episodios nacionales, que narraba capítulos de la historia de Chile. Tenía imágenes grandes, hermosas, colocadas en la página opuesta al episodio narrado. Se me quedó grabado el rostro triste de Pedro de Valdivia cuando es apresado por los mapuches. Seguí con interés el radioteatro Adiós al Séptimo de Línea, una adaptación del libro de Jorge Inostrosa, porque estaba muy bien hecho, tan real que uno sentía cercanos a los personajes y sus acontecimientos.

En esos años íbamos mucho a La Granja. Era prácticamente todo campo y para llegar había que tomar primero un bus que se iba por la Gran Avenida hasta el paradero 24 y de allí subirse a un «tranvía de sangre», esto es, un carro tirado por caballos que caminaba por lo que era la avenida Manuel Rodríguez, y que devino luego en Américo Vespucio, para terminar en la avenida Santa Rosa, en lo que hoy es la municipalidad.

Íbamos casi siempre los días domingo o a pasar todo el fin de semana. Allí a veces llegaban personajes ilustres, como el rector de la Universidad de Chile, Juvenal Hernández. Para esas ocasiones me vestían como persona grande… pero con pantalón corto. La situación económica de la familia a veces era estrecha, y una vez me pusieron un chaleco en lugar de una chaqueta de tela.

Pero sin duda que el acontecimiento del año en La Granja era la Navidad. Ahí nos juntábamos todos. Llegaba el Viejo Pascuero en persona, con su saco repleto, y empezaba a entregar los regalos. A todos nos producía algo de temor acercarnos a él y a mí una cierta confusión, porque yo lo había visto en una oportunidad en la tienda Gath & Chaves, y era grande, gordo, con largas barbas. En cambio, el de La Granja era flaco y pequeño. En una ocasión, este Viejo Pascuero más bien esmirriado empezó a entregar regalos a todos. Cuando terminó se fue y a mí no me dio nada. Qué frustración tremenda. Interiormente yo sacaba cuentas y pensaba que tan mal no me había portado como para recibir un castigo tan severo. Sin embargo, al rato volvió: traía una bicicleta, que era lo que yo estaba esperando. Al pobre no le había cabido en el saco del primer viaje…

Como decía, una de las visitas prestigiosas a La Granja era el rector de la Universidad de Chile, Juvenal Hernández, que tuvo una influencia fuerte, aunque indirecta, en mi formación, ya que él era parte del contexto educativo familiar del que he hablado antes. Frecuentaba a la familia, preferentemente cuando mi tía Fresia vivía. Después, mi madre siguió en contacto con él, aunque de manera más lejana, sobre todo cuando ella tenía protagonismo a nivel de las bases del Partido Radical en la comuna de La Florida.

Lo recuerdo como alguien elegante, muy bien peinado con gomina. Siempre iba de traje y corbata. En aquella época, el rector de la Universidad de Chile era una figura moral de mucho prestigio en la sociedad chilena, alguien realmente importante, como el equivalente laico al arzobispo de Santiago entre los católicos. Él era lo que mi madre habría deseado para el tío Ernesto y lo que, según supe después, deseaba para mí.

Es probable que, dada la importancia de la Universidad de Chile en esas décadas, era más trascendental ser su rector que un ministro de Estado. Porque un rector es elegido por sus pares, por los profesores de todas las facultades y escuelas, por cinco años y con posibilidad de reelección. Él asumió el cargo cuando era un hombre joven, de treinta y dos años, y lo ejerció de manera continua entre 1933 y 1953, cuando ya no quiso seguir. Su obra permanece en la memoria de la universidad, la que abrió a la sociedad de su tiempo, creando los cursos de verano, el Teatro Experimental, la Facultad de Bellas Artes, el Ballet y todas esas iniciativas culturales. Cuando se volvió a presentar como candidato a la rectoría, en 1958, perdió frente a Juan Gómez Millas, resultado que en mi casa produjo una gran conmoción. Yo era presidente del Centro de Alumnos de la Escuela de Derecho y tampoco me lo explicaba. Probablemente se debió a que el Partido Radical estaba ya en declive y que el proyecto de Gómez Millas era más ambicioso y moderno: creó la Facultad de Ciencias, el Instituto de Economía, planteó la necesidad de tener profesores full time y trajo unos sabios de Estados Unidos para investigar y hacer clases. Fue una especie de revolución científica.

En aquellos años de infancia prácticamente no salí de Santiago, excepto en las vacaciones, ya que cuando era niño mi madre adquirió una propiedad en Llolleo, en la calle Santa Lucía 130, al fondo de un sendero de flores. Recuerdo que en esos viajes nos íbamos en tren, aunque alguna vez lo hicimos en auto con mi padre. Debe haber sido el 44 o 45, porque tengo la imagen de él, enfermo a mi lado, silencioso.

Cuando nos íbamos en tren, mi madre trataba de enseñarme geografía y me hacía aprenderme las estaciones una detrás de otra. También salíamos a pasear por un bosque, tomados de la mano, la mía estirada hacia arriba para alcanzar la suya. Ahí ella me contaba historias, cosas del mundo, y en mi recuerdo aparecen como momentos de gran plenitud. Llolleo era un pueblo parecido a como sigue siendo hoy, porque se ha desarrollado poco. La playa quedaba relativamente retirada, al menos en mi imagen de niño de seis a ocho años. Según la tradición familiar, fue en esa playa de Llolleo cuando en un verano aprendí a caminar. Ana Rivas ya había llegado a colaborar con nosotros y, según ella, al pisar la arena caliente estaba obligado a levantar una pierna tras otra: una nueva innovación en materia docente sobre cómo enseñar a caminar a un niño. La casa era hermosa, con muchas flores. En 1946 o 1947, mi madre se empeñó en construir unas casas en la parcela de La Florida, y como resultado de esos afanes fue necesario vender la propiedad de Llolleo, lo cual le dio mucho dolor. Continuamos yendo a ese balneario, normalmente quedándonos en alguna residencial u hotel durante quince o veinte días.

Años después, en 1952, mi madre adquirió un sitio en Quintero. Era un lugar más de moda, con playas hermosas: El Durazno, Las Conchitas, Los Enamorados, Papagayo, El Libro. Esta última era la que quedaba más cerca de la casa. Como nuestra propiedad estaba en la parte alta de la península, mirando directamente hacia el mar, bajar a la playa El Libro era algo complicado y tampoco era muy buena para bañarse. Normalmente íbamos a El Durazno en la mañana y al Papagayo en las tardes. En ese sitio, mi madre construyó una casa con dos dormitorios y luego le agregó un tercero. Y, en medio de unas tinajas antiguas, se dedicó a plantar hortensias. Después, esa propiedad se la vendió a mi primo Humberto, que la usa hasta hoy. Veraneé cada año en Quintero y todos mis recuerdos de adolescencia y primera juventud, hasta que me fui a Estados Unidos en 1961, ya casado, vienen de ese lugar.

HACHEPÉ

Entre las personalidades importantes que recuerdo en mi niñez está el periodista y analista político Luis Hernández Parker, conocido como «HP». Nacido en 1911, era un gran comentarista que marcaba la pauta cotidiana de la vida nacional a través de su programa radial todos los días, desde los años cuarenta y hasta comienzos de los setenta. Además, semanalmente escribía en la revista Ercilla, donde lo hizo desde 1941 hasta el fin de sus días, en 1975.

Brillante dirigente comunista en su juventud, había sido expulsado del partido en circunstancias muy duras. De regreso de un viaje a Moscú en 1935, fue capturado en Buenos Aires por la policía argentina y brutalmente torturado. Acusado de traición por sus camaradas —según ellos por haber entregado información a sus torturadores—, fue excluido del partido.

Para mí era «el tío Lucho». Hernández Parker estaba casado con Dora Volosky, y las hermanas Volosky eran muy amigas de las hermanas Escobar. Dora era agrónoma y su hermana Linda, educadora de párvulos, casada con el doctor Julio Cabello. Las Volosky y las Escobar veraneaban juntas y jugaban tenis en el Club de Tenis de Llolleo. Luego, mi mamá compró la casita en Llolleo, donde también iban las Volosky, y me imagino que ahí existía algún tipo de acuerdo de arriendo. Linda nos hacía ir caminando a la playa, cantando como los Siete Enanitos. Hernández Parker llegaba los días sábado en auto, lo que era una novedad. Nos subíamos todos a él y podíamos ir a la playa de Barrancas, que estaba demasiado lejos para ir a pie.

En una oportunidad, el tío Lucho se metió al mar en unos flotadores con remos, llevando a su hija Silvia, a mí y a algún otro de los niños. Cuando volvimos hasta la orilla, mi mamá lo retó enérgicamente, diciéndole que era un irresponsable: «Si hubieran tenido un accidente, ¿a quién ibas a salvar primero, a tu hija o a los demás?». HP, esa vez, se quedó sin habla.

Años después, mi mamá le vendió a Hernández Parker y Dora una pequeña parte de la quinta que teníamos en La Florida, donde se hicieron una casa. La relación entre ambos era estrecha; quizá eso justificó la crónica que este comentarista político le hizo a mi memoria de título (La concentración del poder económico) en 1960, donde me trató muy bien.1 En un momento dado, él se separó de la tía Dora y ella se fue a vivir a la calle Obispo Orrego. Aquello quebró la amistad porque, originalmente, la amiga de mi mamá era Dora. Hernández Parker se casó después con María Inés Solimano, y ya para entonces el veraneo había cambiado, porque la tía Dora veraneaba en El Quisco y nosotros en Quintero, que eran balnearios en plena expansión. Por su parte, Hernández Parker y María Inés compraron después una propiedad en Tongoy que, vueltas de la vida, arrendamos con Luisa en algún verano de la década del ochenta.

En diciembre de 1960, pocos años después de la separación entre el tío Lucho y la tía Dora, el hijo de un año y medio del periodista y María Inés Solimano murió al caer a una alcantarilla, lo que produjo una conmoción nacional. Fuimos con mi madre a su casa a visitarlo a pesar de la distancia que se había producido tras su separación. Cuando llegamos de visita, él salió llorando, devastado, nos abrazó a mi mamá y a mí y nos dijo: «Vengan a ver al niño, está durmiendo. Caminen despacito, que se puede despertar». Me impactó mucho ver a un hombre adulto en esas condiciones, totalmente destrozado.

La crónica radial de HP a la hora de almuerzo (entre la 1.45 y las 2 p.m.) era muy influyente. Se escuchaba casi en religioso silencio. Por él se sabía de todos los acontecimientos políticos del momento y en sus inteligentes interpretaciones él daba la marcha del país. Por varias vías que nunca reveló le llegaban informaciones exclusivas. Sus crónicas eran una institución, porque él construía el relato de Chile y entregaba, además, una visión de los acontecimientos. Siempre hizo sus crónicas con un lenguaje claro, directo y respetuoso, lo que le ganó una sólida credibilidad y la fama de ser un profesional independiente. Sin embargo, creo que siempre mantuvo su corazón a la izquierda y una clara vocación democrática.

Después del golpe de Estado de 1973, sus crónicas no fueron prohibidas por la importancia que tenían: eran una especie de institución de la República. Lo obligaron a seguir con sus comentarios en Televisión Nacional, que era una forma del Gobierno militar de dar la imagen de normalidad en el país. Según se decía, aunque cuesta creerlo, un soldado armado lo vigilaba mientras hablaba ante las cámaras. Por aquella época sus comentarios ya no eran lo mismo que antes. Los grados de libertad estaban absolutamente acotados y él lo sabía. Hombre democrático y progresista, sufrió con este nuevo Chile que emergía. Murió de un infarto el 1 de mayo de 1975, mientras bailaba.

PRIMEROS COLEGIOS Y LICEOS

La primera escuela a la que asistí fue una muy modesta y pequeña, llamada Manuel Montt. Quedaba en la calle Cirujano Videla esquina con Domingo Faustino Sarmiento, a una cuadra y media de mi casa. Allí entré a primera preparatoria en 1944 y permanecí cuatro años. Era una escuela privada a la que iban niños y niñas del barrio, no más de cuarenta en total. Como era tan chica, solo había tres salas de clases y los alumnos de distintos cursos compartíamos el mismo espacio, por lo que existía relatividad respecto de qué nivel había cursado realmente uno. Hacia un sector de este colegio estaban las salas y hacia el otro la casa de la familia Echeverría, austera, como casi todo lo que en aquella época había en Ñuñoa.

Su director, dueño y profesor era Luis Echeverría, un gran pedagogo y de alguna manera reformador de la enseñanza. Era un hombre de edad en esos años y como había hecho clases en Bolivia, siempre nos contaba anécdotas de ese país.

Esta escuela pretendía desarrollar nuevos métodos de instrucción. Por ejemplo, recuerdo una ceremonia de fin de año en que una profesora empezó a entregar premios a los alumnos más destacados de su curso. Cuando le tocó el turno al director Echeverría, dijo: «Los míos no tienen premios ni puestos», que era una manera de evitar la competitividad excesiva entre los estudiantes y no marcar innecesarias jerarquías. El concepto era que uno rinde lo que puede, y lo que importa es el desarrollo de la inteligencia, de la capacidad de pensar, de entender las lógicas de los procesos, más que aprender contenidos de memoria y de manera mecánica.

Ahí también estudiaba la hija del director, Gabriela Echeverría, un par de años mayor que yo y quien después continuó a cargo de la escuela.

Como dije, tenía aspecto enfermizo. Y por ello a veces, alrededor de las once de la mañana, me llevaban un sándwich hasta la sala de clases, situación que me producía una enorme vergüenza. En todo caso, pienso que de enfermizo tenía más fama que nada, porque no recuerdo que haya pasado mucho tiempo enfermo, en cama. Aunque sí era muy delgado, y en aquella época esto se asociaba con una salud precaria.

Desde el colegio fui malo para los deportes, en particular el fútbol. Cuando los capitanes elegían alternativamente a los jugadores que querían para su equipo, había una categorización implícita: primero el mejor, y así sucesivamente. Pasaban las designaciones y a mí no me seleccionaban nunca… Quedaba para el final, como el desecho de los participantes. Resultaba muy humillante cuando escuchaba gritar: «¡Y les regalamos a Lagos!». Solo al llegar al Liceo Manuel de Salas, y después en el Instituto Nacional, descubrí que tenía aptitudes para una especialidad distinta en gimnasia: las carreras largas. Lo comprobé cuando en las clases de esta asignatura nos hacían dar unas vueltas infinitas y poco a poco los corredores iban quedando en el camino. Pues bien, yo resistía.

El año 1948 fue importante para mí: cuando tenía diez años llegué al Liceo Manuel de Salas para cursar sexta preparatoria. El cambio desde una muy pequeña escuela de barrio a uno de los grandes liceos públicos del país me produjo un fuerte impacto. Se trataba de una institución educativa experimental creada en 1932 y que en 1942 pasó a ser dependiente de la Universidad de Chile. Ahí se educaban los hijos de las élites intelectuales laicas provenientes de una clase media vinculada al Estado. Igualmente, asistían descendientes de familias de emprendedores y profesionales de origen judío y árabe, entre otros, llegados al país con las sucesivas migraciones y exilios europeos de la primera mitad del siglo XX.

Aquel año 48 nos tocó el cambio desde el recinto original del Manuel de Salas, en la calle Doctor Johow, hasta la actual sede en Brown Norte. Para hacer esa mudanza, cada niño tuvo que llevar su mesa y su silla. Salimos en fila por las veredas, cruzamos la plaza Ñuñoa, seguimos por Irarrázaval hasta llegar al nuevo liceo. Por supuesto, a muchos nos embargó una severa sensación de ridículo cuando desfilamos públicamente con nuestro mobiliario personal.

Era un liceo mixto. Un liceo experimental, innovador en la forma de enseñar. La decisión de matricularme allí estuvo basada en criterios pedagógicos, a diferencia del colegio anterior, que fue elegido por estar cerca de casa. No me cabe duda de que esta opción fue sugerida por mi tía Fresia: lo que ella afirmaba en estas materias no se discutía. Además, ella era amiga de la directora del liceo, la señora Florencia Barrios Tirado, hermana del general Guillermo Barrios Tirado, comandante en jefe del Ejército y ministro de Defensa del Gobierno de González Videla.

Uno de los cambios importantes para mí fueron los viajes hasta el liceo. Un par de veces me fui desde la casa en patines por la avenida Simón Bolívar. La otra forma de llegar era tomando un tranvía en Irarrázaval. Entré, como dije, a la sexta preparatoria. La profesora jefe era Celia Duflox. Recuerdo que me impresionó mucho, por la forma ordenada y sistemática de tratar las distintas materias a su cargo. A diferencia del señor Echeverría, que hablaba un poco de todo y que era su método para asumir a cursos que estaban en distintos niveles de desarrollo, aquí había claramente un sentido mucho más profesional y diferenciado de las horas de clases.

Otro aspecto distinto eran las clases de gimnasia, en donde, como ya relaté, salíamos corriendo a dar vueltas a la manzana. Después conocimos el gimnasio que ya estaba listo cuando nos mudamos al liceo en Brown Norte. Sin embargo, no sé si hubo un gran cambio desde el punto de vista de los estudios. Pareciera que bastaba con asistir a clases y anotar algo si había que hacerlo. Tampoco recuerdo que se nos dieran tareas para la casa. Las preparatorias, más bien, consistían en asistir a clases e ir absorbiendo los conocimientos. Y tampoco recuerdo que en mi casa mi madre se haya preocupado particularmente de mis estudios, no obstante que miraba con cuidado las notas para cada bimestre. Pero, en fin, esta adaptación a una nueva vida estudiantil se rompió abruptamente, porque a final de año ocurrió un incidente que obligó a mi madre a tomar una drástica determinación: retirarme del Manuel de Salas.

Fue un acontecimiento bochornoso. Al finalizar la temporada escolar se realizó una actividad donde cada uno de los jóvenes debía presentar sus hobbies en público, y el mío era coleccionar estampillas, una actividad que me había entusiasmado mucho. Llegué a tener un álbum de estampillas chilenas, formado por una muy buena colección. Recuerdo que por aquellos años —creo que fue el 48— salió un hermoso repertorio como homenaje a Claudio Gay, integrado por tres series de 25 estampillas de distinto valor cada una, que contenía dibujos de este botánico y naturalista francés. Mi madre me las compró todas. Y tenía también muchas internacionales. Las que más me gustaban eran de Danzig —actual Gdansk, Polonia— que fue un territorio autónomo bajo la tutela de la Liga de las Naciones entre la Primera y Segunda Guerra Mundial, y que tenía derechos de emisión de estampillas. Eran casi tan preciadas como las del Vaticano. En realidad, se trataba de varias colecciones, porque tenía la de Chile separada de las del extranjero. Me ayudó a formarlas el intercambio que realizaba con algunas agencias foráneas.

Después de terminada la exhibición en el liceo, fui a buscarlas y me encontré con que ya no estaban. A mi madre esto le pareció pésimo. Para mi vergüenza fue a reclamar a la dirección del establecimiento, pero nunca aparecieron. Ante un robo tan descarado, decidió retirarme. Ahí terminó mi estancia en el Manuel de Salas.

Se iniciaron nuevas consultas y recuerdo que se le hicieron a la tía Fresia, que en ese momento ya estaba viviendo con nosotros en la casa de Manuel Montt: postularía al Instituto Nacional. En el Manuel de Salas alcancé a dar el denominado Examen de Madurez, porque el año 48 yo tenía solo diez años y para entrar a primero de humanidades, en 1949, había que tener doce. Este examen era una manera de probar que uno podía estar en un curso superior, aunque no cumpliera con la edad establecida. Lo aprobé, y tengo la sensación de que no era complicado; en ese tiempo las exigencias no eran tan estrictas como aparecen hoy.

EL INSTITUTO NACIONAL, UN MUNDO NUEVO

Las humanidades que cursé en el Instituto Nacional, entre 1949 y 1954, significaron un cambio mucho más contundente que el de la escuelita al Manuel de Salas: se trataba de la corporación educacional de humanidades más importante del país. El Instituto Nacional fue fundado en 1813, durante la Patria Vieja, y hasta hoy está situado en el corazón del Santiago republicano, al lado de la casa central de la Universidad de Chile, en Arturo Prat 53. Era y continúa siendo el establecimiento fiscal históricamente más asociado a la formación de los dirigentes del Estado de Chile.

Todo fue distinto para mí. El trato allí, solo entre hombres, era más rudo y sentí las consecuencias de ser el más chico en edad y tamaño. Yo intuía que ser el primero de la fila y el que siempre se sentaba en el banco de más adelante me dejaba en una situación desmedrada frente al resto del curso. Y, por si fuera poco, vestido con el mortificante pantalón corto. Como el Manuel de Salas era mixto, no había confrontaciones verbales ni físicas, por respeto a las compañeras. En cambio, en el Nacional los altercados ocurrían permanentemente. La frase típica era: «¡Ya, po’, vámonos al cerro!», que significaba irse al cerro Santa Lucía y ahí dirimir las diferencias a combos. Cuando esto pasaba, marchaba todo el curso detrás, por la Alameda, a presenciar la pelea. Solo una vez me tocó tener que enfrentarme ahí y, por supuesto, me golpearon rudamente, porque yo era muy chico. Me enceguecí y empecé a disparar puñetazos, hasta que unos compañeros me detuvieron. Quiero pensar que salí con un mínimo decoro de todo aquello…

Otra diferencia importante, aunque en otro plano, era que teníamos un profesor por cada asignatura. Además, había que estudiar cotidianamente e ir cada día al centro de Santiago, lo cual era vivir la ciudad de una manera distinta y, por qué no decirlo, hacerse parte de ese centro. Mi vida en el Instituto Nacional me obligaba a salir temprano de mi casa en Ñuñoa, alrededor de un cuarto para las ocho de la mañana. Tomaba el tranvía n.º 36 y me bajaba en la Alameda con Ahumada. En otras ocasiones me subía a un bus o un trolley que me dejaba cerca de la plaza de Armas, frente al correo, y ahí cruzaba veloz por Ahumada hasta Arturo Prat. Debía llegar antes de la hora de entrada, las ocho y cuarto. Normalmente permanecía en clases hasta la una, y si había clases en la tarde, debía volver a las dos veinticinco. Yo estaba externo, a diferencia de los medio pupilos, que almorzaban ahí. Existía la idea de que los externos éramos más pobres que los otros, porque no podíamos pagar esa comida, aunque con el tiempo he relativizado esa sensación: quizá ir a almorzar a la casa confería mayor estatus.

Al comienzo me iba a la casa tan pronto terminaba la jornada escolar. Después descubrí que era posible demorarme un poco y caminar hacia la cuadra siguiente, en dirección a la Estación Central, para alcanzar un medio de locomoción que viniera más vacío, aprovechando que muchos se bajaban en la zona céntrica. Ahí hice largas caminatas con el «Negro» Marín, que vivía también en Ñuñoa, en la calle Holanda, a una cuadra y media de Irarrázaval.

Cuando por alguna razón salíamos de clases antes de lo convenido, era un momento para hacerse de amigos. El destino favorito era ir a jugar billar —el famoso pool—. Se trataba de una actividad casi obligada. Era difícil decir que no a las invitaciones, porque los compañeros lo miraban raro a uno si se negaba. En todo caso, nunca hice «la cimarra», como tantos otros, es decir, de frentón no entrar a clases. No me parecía correcto hacerlo o, a lo mejor, nunca «me atreví» a hacerlo, lo cual es distinto, por temor a un posible castigo. El pool se llamaba Brunswick, y quedaba en la calle Huérfanos, frente a lo que después sería el teatro Ópera. Había una fuente de soda larga y, al fondo, las mesas de juego. Recuerdo que una vez se produjo una discusión con el dueño, cuando mis compañeros se habían ido. Tuve que salir arrancando, mientras este señor gritaba: «¡Atájenlo!». Mi experiencia en carreras de fondo fue decisiva para escapar.

Al año de haber llegado nos cambiaron a una sala que estaba en un corredor, al final del segundo piso. El primer año la sala estaba en el primer piso y daba a un gran patio con una enorme paulonia en el centro. Ahí se instalaba un auxiliar de apellido Matamoros, que vendía queques y pasteles a 2,6 y tres pesos, respectivamente. Mis recursos me alcanzaban solo para un queque, máximo dos, a la semana. Pasteles, prácticamente nunca. Hasta el día de hoy esos queques (clementinas) me recuerdan el instituto y cuando los ofrecen al desayuno en los hoteles, me es muy difícil resistirme. Años más tarde, el hijo de Matamoros llegó a ser director general de Prisiones en tiempos de Salvador Allende. Con mucha tristeza supe que después del golpe de 1973 lo asesinaron.

En ese tiempo había seis cursos paralelos y los externos éramos D, E y F. De primero a quinto estuve en el curso F. De mis compañeros recuerdo al ya mencionado Negro Marín, Ernesto Marín, que fue presidente del centro de alumnos; a Guido Minoletti, a quien envidiaba porque tenía una espléndida voz para cantar y que posteriormente devino en director del Coro de la Universidad de Chile; a Humberto Sáez, quien fue después un abogado brillante; a Vergara, sobrino de Ulises Vergara, rector del instituto, a quien le decíamos el «Cacique», por su mirada seria y taciturna.

También en segundo y tercer año de humanidades estaba Franco Stefanelli, quien había llegado el año 47 directamente de la posguerra europea como inmigrante. Junto a su familia fueron acogidos, como tantos otros, de manera transitoria en el estadio Nacional (el mismo que veintiséis años después se convertiría en lugar de prisión y tortura para cientos de chilenos) y luego en unas casas de emergencia especialmente habilitadas. Stefanelli nos conmovía con sus relatos sobre la Segunda Guerra Mundial y sus historias de bombardeos, pero como debía haber sido muy chico en aquella época, no sabíamos si lo había vivido, lo había visto en el cine o se lo habían contado. En todo caso, fue una importante aproximación al punto de vista humano de la guerra.

También en tercer año estaba el «Turco» Hasbún, heredero de una familia palestina que había hecho fortuna en Chile. Vivía en la calle Dublé Almeyda en Ñuñoa, en una casa muy grande, muy cercana a la que tenía Carlos Ibáñez del Campo. En ese tiempo, el año 49, Ibáñez estaba de moda porque acababa de alcanzar una senatoría por Santiago, que lo catapultó como candidato presidencial, siendo elegido en noviembre de 1952. Como su casa era amplia, fue el primer Presidente que vivió fuera de La Moneda desde que se transformara en sede de Gobierno, ya que hasta ese momento, y desde el siglo XIX, los presidentes vivían allí. Esa costumbre la continuaron Jorge Alessandri, Frei y Allende. En una ocasión, el Turco Hasbún llegó en un auto pequeño al colegio y se estacionó en Arturo Prat, produciendo un gran impacto.

De los profesores, el primero que me llamó la atención fue Luis Jofré Álvarez, que me hizo clases de historia y geografía de primer a tercer año de humanidades. Jofré explicaba con gran maestría sus materias, pero debido a la carga excesiva de contenidos, nunca tuvimos tiempo para llegar a historia de Chile. Recuerdo haber tomado apuntes de sus clases —qué habrá sido de ellos—, tal vez para precisar los conceptos que él nos explicaba, más que para estudiarlos después. Jofré era un maestro para relatar las grandes mutaciones de la historia, así como la evolución de los procesos trascendentales, tales como el auge y caída del Imperio egipcio y de Grecia, y lo que había ocurrido con Alejandro Magno, además del largo análisis de Roma, con su monarquía, república e imperio. Luego pasaba a ese largo intermedio que es la Edad Media —la Alta y Baja—, al rol determinante de la Iglesia católica y ya, hacia el tercer año, se adentraba en la Edad Moderna. Aunque, antes de aquello y como culminación de la Edad Media, veíamos el fenómeno del Renacimiento y de la Reforma, todo lo cual es determinante desde el punto de vista occidental.

En aquellos tiempos no se pensaba que había que dar una mirada a lo que ocurría en China, India, Asia o África. Sí se estudiaba, claro está, la colonización y la conquista de América, el influjo español, la forma en que los árabes incidieron en la cultura de la península Ibérica y cómo, a través de ella, nos llegó a nosotros. Había una forma de ir profundizando, más que en fechas, batallas y gobernantes, en la evolución real de Occidente. Tengo la sensación de que luego, en cuarto de humanidades, se volvía a la Edad Antigua, en quinto al Medioevo y en sexto a la historia moderna. Poco se veía la geografía, si bien buena parte de la historia había que comenzarla explicando el entorno en el cual aquella transcurría, porque de esa manera había una mejor comprensión. Debíamos entender, por ejemplo, que somos resultado del Imperio romano de Oriente que, teniendo su capital en Bizancio —hoy Estambul—, es lo que permitió durante diez siglos mantener la cultura «occidental», y de allí saltar al Renacimiento, precisamente porque es el renacer de la cultura romana que se mantuvo en el congelador durante diez siglos a la espera de que en Europa volviera a haber «orden». O comprender las Cruzadas y por qué aquellas personas se propusieron llegar al Santo Sepulcro y de qué manera buena parte del Medioevo se fundó en las guerras religiosas.

Siento que ahí hubo una semilla en mi formación que me permitió ir desarrollándola después con mis propias lecturas; pero fue en las clases de Jofré con su puntero, lleno de mapas al frente, donde tuve una aproximación que a lo largo de la vida fui expandiendo y ahondando. No soy un historiador, por cierto, pero sí poseo un conocimiento civilizado de cómo han ocurrido los hechos y cómo eso también permite apreciarlos con una mirada de más largo plazo.

Pero, como expliqué, de historia de Chile… nada. Esto me obligó a estudiarla por mi cuenta cuando tuve que rendir el bachillerato. Como todos, hube de recurrir al libro de Frías Valenzuela, un clásico que nos sacaba de apuro. Fue el primer gran esfuerzo para estudiar solo tanto tiempo. Mientras lo hacía, me convencía de que «lo mejor» era la reelección presidencial, porque si uno aprendía cuatro apellidos, cubría cuarenta años de historia de Chile en el siglo XIX (Prieto, Bulnes, Montt y Pérez).

Otro profesor notable fue el doctor Laratch, un dentista que hacía clases de biología. Me gustaba su claridad para enseñar, aunque supe que mi futuro no estaba en ese campo. César Bunster, profesor de castellano en sexto año, era un humanista integral. Yo intuía que detrás de sus clases había una mirada profunda sobre la literatura, el escritor y la sociedad de su tiempo.

Para comprender bien a los distintos escritores españoles y saber en qué medida expresaban a la sociedad de su tiempo, Bunster nos hacía adentrarnos en su época: Lope de Vega u otros del Siglo de Oro español son entendibles a partir del papel espectacular de España y de su imperio en ese momento. El profesor Pinar, en inglés, y Castellani, en francés, no recibieron de mi parte, por desgracia, la atención que merecían. Cuánto los extrañé después, en este mundo global en donde tener un idioma es una ventaja clara y no tenerlo, una desventaja casi imposible de remontar.

El «Negro» Santander (química) y el «Perro» Guzmán (física) eran nuestros terrores y aunque sentía que eran muy notables en sus especialidades, me quedó claro que ese ámbito estaba lejos de mis intereses. En general, todos eran grandes pedagogos, apasionados por lo que hacían y verdaderos maestros en sus disciplinas.

Las clases de religión las impartía el curita Martínez. En primer año de humanidades me dijeron que yo estaba eximido de esta asignatura: mi madre explicó que no era necesario que asistiera. Y como no sabía a dónde ir en esas horas, me instalaba en la biblioteca. Ahí fue mi primer contacto con el bibliotecario jefe Ernesto Boero. Después, en segundo y tercer año opté por ir a esas clases de religión y lo que más aprendí fue algunos latinazgos que el curita Martínez nos enseñaba.

Ernesto Boero Lillo no era docente, pero sí un maestro en el sentido amplio de la palabra, porque formaba jóvenes con valores, ideas y visiones. Pienso que sintió una inclinación hacia mí. Él era el gran impulsor de la Academia de Letras Castellanas del Instituto Nacional, la famosa Alcin. Tan pronto llegué a cuarto de humanidades, que era donde uno debía estar para integrarse, me inscribí de inmediato. Funcionaba todos los jueves de seis de la tarde a nueve de la noche, precisamente en la biblioteca. Allí había disertaciones y debates, se tomaban actas y se presentaban trabajos de poesía, cuentos y ensayos de los alumnos y algunos ex alumnos. Fui el delegado de cuarto y quinto de humanidades al directorio de la academia, y finalmente fui elegido su presidente. En el Boletín del Instituto se publicaban algunos de los trabajos que se habían presentado en la academia; Ernesto Boero, que también tenía responsabilidades en este boletín, indicaba los más adecuados para ser presentados y editados.

También fui parte del grupo Scouts, como se puede ver en un diploma que me otorgó la Brigada Alcibíades Vicencio n.º 1, en 1952, por haber obtenido el grado de guía. Con ellos fui a un jamboree en Buenos Aires. Al regreso quedamos varios días atascados en la nieve cordillerana, asunto que de alguna manera se constituyó en noticia, por una fotografía que en su momento publicó La Tercera, donde aparezco abrazando a mi madre en la Estación Mapocho. El jefe de la brigada de los Scouts era Juan Gallo Bianchi. Era dinámico, activo, comprometido con su tarea y, junto con Federico Peebles, una suerte de veedor de los Scouts de Chile que nos acompañaba en todas las excursiones. Llegué a desarrollar una buena amistad con Juan Gallo. Era tan dedicado y convencido de lo que hacía, que me permitió calibrar la importancia que tenía en la formación de un joven de la época ser boy scout. Era una institución, como he dicho antes, a la cual me sentía vinculado por mis lecturas de algunos libros que habían sido de mi tío Humberto, quien fue dirigente de los Scouts en Chile. Gallo era a la vez profesor de química en el Instituto Nacional y cuando no me iba muy bien con el Negro Santander, siempre estaba disponible para sacarme de algunos apuros y comprender las complejidades de una química que la sentía muy lejana a mis gustos personales.

En el gobierno estudiantil tuve una participación menor. Me correspondió ser tesorero en la directiva de dicha institución, pero no recuerdo que haya tenido un gran trabajo en ese cargo, tal vez como resultado de los exiguos fondos que seguramente se manejaban.

Sin darme cuenta, pertenecer al Instituto Nacional era estar inmerso en lo heterogéneo de la sociedad chilena. Nunca me lo planteé estando allí, pero a la distancia veo que tenía compañeros provenientes de los cuatro puntos cardinales de Santiago. Había algunos del barrio alto, como ya se decía en ese entonces, compañeros con mejor situación. Otros vivían cerca de la Estación Central, en Independencia y en la zona sur de Santiago. Había algunos que eran hijos de madre soltera: lo descubríamos porque tenían los dos apellidos de la mamá; después supe que eso significaba algo en Chile.

En ese tiempo no existía el uniforme escolar: íbamos con la ropa que teníamos y ahí uno se daba cuenta que la vestimenta hacía notar la distinta procedencia social. Recuerdo que mi madre en una ocasión me compró un abrigo en la Ville de Nice, una tienda al parecer elegante del centro de Santiago, y al llevarlo tuve la sensación de estar vestido un poquito diferente al resto de mis compañeros de curso. Sin embargo, a pesar de estas desigualdades externas, la heterogeneidad social de los alumnos era respetada, pues en el instituto todos éramos semejantes, nos daban el mismo trato. Era tremendamente democrático, representativo de la ciudad de Santiago y de todos sus sectores sociales. Igual cosa ocurría con aquellos de religiones y orígenes étnicos distintos (judíos, palestinos, sirios) y con los llegados de Europa. Creo que ese carácter plural y respetuoso con las diferencias es algo que muchos establecimientos educacionales han perdido hoy.

UN SANTIAGO DE BARRIOS DIVERSOS

¿Cómo era Chile en aquellos años de juventud, en mi recuerdo? La sensación del tiempo era distinta: cada año era eterno; los veranos, largos, y los inviernos, interminables. Un país estático. Probablemente la única modernidad que percibí fue el paso del tranvía al trolley.

La vida era austera, casi franciscana. Tomar bebidas gaseosas era un lujo. Una Coca-Cola era algo solo para las grandes ocasiones. Uno tenía un par de zapatos y quizá otro para el día domingo, que con el tiempo se convertía en el calzado de diario. Comprar ostras era una suntuosidad que la clase media se permitía una vez al año. Cuando alguien de mi familia quería celebrar algo especial, pasaba al restaurante La Bahía a comprar ostras. El pavo estaba reservado para ocasiones muy especiales. Para qué decir las langostas: yo nunca vi alguna en mi casa. Para el consumo cotidiano teníamos azúcar negra —a mí mamá no le gustaría que yo dijera esto—, porque en ese tiempo era más barata. Pero si llegaban visitas, se sacaba un azucarero más elegante con azúcar blanca. Y qué decir del azúcar en pan, que era para las grandes ocasiones.

En aquellos años se pasaba un frío tremendo: no había calefacción ni en la casa ni en el colegio y a mí me salían sabañones en invierno. Había un brasero en la cocina que prendía Ana Rivas. Ella era una mujer que tenía la sensatez de alguien inteligente, ubicada, que captaba exactamente las dificultades de la vida. Recuerdo conversaciones con ella y ahora, a la distancia, me sorprende cuánto aprendí escuchando su raciocinio, simple, directo, pero que denotaba una honda comprensión del ser humano.

Ana tuvo un hijo, Luis Humberto Silva Rivas, aunque nunca llevó una vida en común con el padre de Luis Humberto, José. Este pasó por su existencia sin dejar marca. Ella, en su infinita inteligencia, me hablaba mucho de la madre de José, la señora Gumercinda, a quien iba a ver con su hijo para que aprendiera lo que «era tener abuela». Con Luis Humberto, que nació el año 43, nos criamos prácticamente juntos en la misma casa de Manuel Montt. En distintos momentos tuvimos cercanías y lejanías, no como resultado de desavenencias, sino simplemente porque nuestros caminos eran distintos. Recuerdo que cuando Luis Humberto se casó, lo hizo en la casa de mi madre. Después, en 1979, debimos acompañar a Ana, ya muy enferma, al Hospital Barros Luco con Luisa. Ella siempre había fumado mucho y tenía problemas al hígado. Al final murió relativamente joven, pero creo que contenta, pues había realizado su vida a través de los logros de su hijo profesional.

La austeridad cotidiana se veía en la comida: porotos, lentejas, garbanzos… Un típico plato de aquellos años era el mote con papas fritas. Respecto de la pobreza, era normal ver en la calle a niños sin zapatos, no mendigos, sino niños que caminaban así, como parte del paisaje. En invierno, la visión de estos niños a pie pelado me conmovía mucho. Había una frase insistente de mi madre, que se me quedó grabada: «Usted tiene casa, comida y ropa limpia. Su obligación es estudiar». Porque si uno tenía lo esencial, ¿a qué más podía aspirar?: no había de qué quejarse. Yo sospechaba que había un mundo pobre, pero lo veía de manera distinta. La rebeldía contra la pobreza vendría algunos años más tarde, en tiempos de la universidad.

En aquellos años de la década del cuarenta, Santiago era una ciudad esencialmente de barrios. Para mí, Santiago era Ñuñoa, pero cuando empezaron a circular los trolley, mi madre me llevó a dar una vuelta y vimos Las Condes, con esas casas grandes, elegantes, que hoy día son embajadas, como la británica o la española. Después estaba el barrio Cumming, y justo por esa calle, al llegar a Compañía, aparecía el barrio Brasil. Mucho más allá estaba La Granja, con el recorrido por la Gran Avenida y sus carros de sangre, como relaté antes. Y estaba el centro de Santiago, con la vida cotidiana de mi adolescencia. Un mundo de barrios diversos dentro de la misma ciudad.

No recuerdo haber sentido nada especial por no tener auto en la familia (pocas personas lo poseían). No era un tema importante, porque tampoco había posibilidad de tenerlo. Mi primer auto lo compré en 1961 en Estados Unidos, durante mis estudios de posgrado tras graduarme en la Universidad de Chile: un Ford del año 53, que me costó 120 dólares. (En Chile, un auto de ocho años era prácticamente nuevo.)

Los viajes al extranjero eran algo extraordinario, fuera de nuestro alcance. A excepción de mi viaje a Argentina por la Federación de Estudiantes de Chile (FECH), el año 57, mi primer viaje realmente importante fue en la citada beca, en 1961. Sin embargo, había viajado mucho en el espacio y en el tiempo con la imaginación, a través, como ya recordé, de las lecturas, principalmente de novelas policiales (Conan Doyle, Simenon) y de aventuras (Verne, Salgari y Defoe), así como las películas que veíamos en los cines Rialto, Hollywood, Andes y Marconi. El cine también abría el mundo, a través de Bogart, entre otros, el héroe de Casablanca, que entregó toda una imagen de la época contemporánea.

Sin embargo, tenía ciertas nociones claras sobre el progreso familiar, que yo era afortunado, que estaba mejor que la generación anterior y que ello, en gran parte, se debía a los afanes educativos de mi familia, a esa especie de «entorno docente» en el que me criaron, esa insistencia casi majadera de mi madre, su obsesión: «Saca un cartón y serás alguien en la vida».

PRIMEROS APRENDIZAJES POLÍTICOS

Mis primeros recuerdos directos de la política nacional provienen de 1946, en plena campaña presidencial. Uno de los candidatos era Eduardo Cruz-Coke, médico, intelectual y político del ala socialcristiana del Partido Conservador, con una propuesta de fuerte énfasis en el mensaje reformista de catolicismo social. Los liberales, quienes desconfiaban del «mesianismo» de Cruz-Coke —como ellos decían—, apostaron por la figura de Fernando Alessandri, hijo del ex Presidente, tratando de aprovechar el arrastre que aún podría tener el alessandrismo. Finalmente, el aspirante del Partido Radical era Gabriel González Videla, del cual todos en mi casa eran partidarios. Un día se me ocurrió poner en la bicicleta un letrero con el nombre de nuestro candidato favorito y salí a dar una vuelta por el barrio. Me fue muy mal, porque los amigos estaban con Cruz-Coke o Alessandri y rápidamente destruyeron mis carteles. A mis ocho años intuí lo difícil que es la convivencia en política, aun entre los niños conocidos, ya que todos defenderían con ahínco al candidato de los padres. No obstante mi corta edad, seguí de cerca la evolución de lo que iba ocurriendo a nivel nacional.

Finalmente, González Videla ganó la elección por mayoría relativa, con un 40 por ciento. Los candidatos de la derecha, Cruz-Coke y Alessandri, obtuvieron respectivamente un 30 y un 27 por ciento. Cuando asumió la Presidencia, González Videla invitó al Palacio de Cerro Castillo, en Viña del Mar, a mi tía Leontina y su marido, Rodrigo González. Habían conocido al nuevo Presidente cuando trabajaban en la Embajada de Chile en Brasil, donde aquel era embajador, el año 42. Allí se creó una fuerte amistad entre ellos, así como con sus hijas, que perduró durante muchos años.

El candidato del radicalismo provenía de una familia de clase media de La Serena, vinculada al comercio y a la pequeña explotación minera en el Norte Chico. Alrededor de los veinte años se afilió al partido y fue un entusiasta partícipe de la movilización de masas generada por el alessandrismo y su programa de reforma social. Tuvo un activo papel como promotor del Frente Popular, que incluía entre otros a socialistas y comunistas. Fue parlamentario, y desempeñó altos cargos diplomáticos en Brasil y varios países de Europa. Para los comicios de 1946 era claramente identificable como uno de los principales líderes del izquierdismo en su partido.

González Videla pugnaba por revivir el espíritu de 1938, volviendo a una política coherente de coaliciones de centro-izquierda. En consecuencia, buscó el apoyo de este sector, el que fue rápidamente ofrecido por el Partido Comunista. El propio González Videla llegó a sostener una vez que no habría «poder, ni humano ni divino» que lo separara de los comunistas. Sin embargo, al no obtener mayoría absoluta en los comicios —solo una mayoría relativa—, González Videla tuvo que pactar con el Partido Liberal para incorporarlo al Gobierno; el efecto de ello fue un Partido Comunista que debió compartir el gabinete junto con ese otro de la derecha.

En las elecciones municipales del 47 —las mismas en las cuales mi tía Fresia fue elegida regidora y luego alcaldesa con el voto de los comunistas—, el Partido Comunista obtuvo el 16 por ciento de los votos, transformándose en la tercera fuerza política del país, después de conservadores y radicales. A raíz del avance de este inesperado apoyo ciudadano, González Videla recibió fuertes presiones de diversos grupos que le exigían romper con el Partido Comunista. Entre ellos la derecha —en especial el Partido Liberal, que con sus votos en el Congreso le aportaba el apoyo necesario para estabilizar al Gobierno—, el empresariado e, incluso, gente de su propio partido. Por lo demás, en Estados Unidos la administración Truman iba adquiriendo un cariz cada vez más anticomunista, comenzando a ejercer presiones sobre los países que estaban en su área de influencia, en el contexto de la guerra fría, cuando se anunciaba que se iniciaría una nueva conflagración mundial.

Por estas razones, en agosto de 1947 los comunistas salieron del gabinete y fueron expulsados de la coalición de Gobierno. Se desencadenó un conjunto de huelgas, sobre todo en las zonas mineras, y el Gobierno respondió con una política de emergencia, pidió facultades extraordinarias y en virtud de ellas adoptó de manera recurrente la relegación de muchos comunistas.

Luego, en 1948, se aprobó en el Congreso la famosa Ley de Defensa Permanente de la Democracia, que dejó al Partido Comunista fuera de la ley, autorizó borrar a sus militantes de los registros electorales y dio facilidades para tomar medidas de carácter represivo. Fue conocida como la «ley maldita», y generó una fuerte fragmentación y división en todos los partidos. La mayor parte de ellos vivió fuertes controversias internas, entre los que la aceptaban y los que se oponían. Hubo una cierta transversalidad respecto al tema del anticomunismo, porque la mayoría condenaba la persecución de las ideas y la abolición del pluralismo. Si bien en el mundo socialcristiano se declaraban claramente anticomunistas, muchos se opusieron a esta ley, en particular la Falange Nacional.

Luego de la salida de los comunistas, en 1948 se formó un gabinete de concentración nacional, donde, además de radicales y liberales, se incorporaron los conservadores tradicionalistas. El nuevo gabinete de centro-derecha adoptó una postura de contención hacia las movilizaciones sociales que venían dándose desde 1946, al mismo tiempo que intentó aplicar un programa económico de contracción del gasto fiscal y estabilización monetaria. Al equipo económico del Gobierno, liderado por el economista radical Alberto Baltra, ministro de Economía desde inicios de 1947, se sumó Jorge Alessandri Rodríguez, en Hacienda.

Todas estas vicisitudes se escuchaban en la casa y aunque yo no les daba mucha importancia, me iba formando ciertas ideas al respecto. No recuerdo el tiempo en que se dictó la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, aunque me di cuenta de que mi madre estaba en contra de ella. Entendería bien el significado de esta ley posteriormente, como estudiante de Derecho en la Universidad de Chile.

LA REVOLUCIÓN DE LA CHAUCHA

Mi primera aproximación directa a los problemas sociales la viví de cerca con la llamada Revolución de la Chaucha, en agosto de 1949. Se trató de un movimiento social espontáneo y efímero que comenzó como una manifestación de estudiantes, y en pocos días aglutinó a empleados y obreros, en una masiva protesta contra el alza del costo de la vida y la orientación de la política económica del Gobierno de González Videla. Fue detonada por el encarecimiento del transporte público de la capital: su valor de 20 centavos —una chaucha—, se duplicaría. Las protestas, durante los días 16 y 17 de ese mes, derivaron en fuertes enfrentamientos con la policía, la destrucción de propiedad pública y privada y en una violenta represión posterior en contra de los manifestantes, con algunas víctimas fatales y cientos de heridos.

El Gobierno requirió y obtuvo facultades extraordinarias para enfrentar estos sucesos, a través de las amplias atribuciones políticas y policiales que implicaba esa figura legal. En parte, la petición de facultades extraordinarias se fundamentó en la existencia de un «plan sedicioso que el comunismo internacional» estaría fraguando para derrocar al Gobierno e imponer una dictadura, según afirmaban las autoridades. Para González Videla, la Revolución de la Chaucha era una reproducción del llamado Bogotazo del año anterior en Colombia, dirigido desde las sombras por los comunistas locales. Hay que recordar que este acontecimiento social fue de los hechos más relevantes del siglo XX en la historia de Colombia, caracterizado por un período de protestas, desórdenes y represión que siguieron al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Se le considera como uno de los primeros actos urbanos de la época conocida como La Violencia; según algunos, esta etapa es vista como un antecedente en el surgimiento de las guerrillas y del conflicto armado en ese país.

Junto con compañeros del Instituto Nacional me sumé a las protestas, aunque solo tenía once años. Rodrigo González, el diplomático casado con mi tía Leontina, me sorprendió en plena manifestación en el centro de Santiago y me acusó a mi madre. Me retaron mucho. Fueron los costos de mi primera experiencia de participación en la política social. Ocurría que en el Instituto Nacional había una gran influencia, más que del Partido Radical, del mundo librepensador o masónico. Igualmente, como conté, desde niño me sentí interesado por la política que se respiraba en mi entorno, donde el mismo Rodrigo González y mi tía Leontina, cercanos al Gobierno de González Videla, ejercían una influencia. Cuando ellos volvían de misiones en el exterior, se alojaban en casa y se producía un contacto cotidiano con ese mundo que me parecía agitado y bullente. De hecho, Rodrigo fue parte de la delegación de Chile a la Conferencia de Bogotá (cuyo presidente era el rector Juvenal Hernández) y vio el llamado Bogotazo. Fue en esa conferencia donde se estableció la Organización de Estados Americanos (OEA).

EL MUNDO Y LA SEGUNDA GUERRA

No tengo memoria de que en el colegio, de manera sistemática, nos entregaran la noción de un país que progresa social y económicamente, ni tampoco sabía que eso se pudiera medir. Mis primeras clases de economía las tuve con Patricio Aylwin. Aylwin hacía clases en sexto año de humanidades. Se hablaba sobre las zonas económicas de Chile: el norte con la minería, en el centro la agricultura, el sur la ganadería, etcétera. En una ocasión, Aylwin preguntó al curso cuál era la producción de Chile en la zona central y yo dije «la actividad frutícola». «¿Qué fruta», me dijo. «Manzanas», respondí, aunque eran típicas de zonas más al sur. Entonces, Aylwin me preguntó por dónde había viajado yo en Chile. «He ido a San Antonio», le dije. «¿Y hasta dónde llegó?», me interrogó, pensando si yo había seguido más lejos, y como no lo conocía, le dije: «Hasta el mar nomás, no ve que después me ahogo». Esto provocó una gran carcajada y una severa llamada de atención de Aylwin, que era un profesor muy serio. Su participación en la tradicional cena de egreso a final de sexto de humanidades lo retrataba de cuerpo entero. Invitamos a todos los profesores de ese año a compartir con nosotros. A la hora de los postres, varios de ellos mostraron sus destrezas más allá de lo pedagógico: unos recitaron, algunos cantaron y varios contaron chistes. Cuando le llegó el turno a Aylwin, se levantó y nos dijo algo que nos dejó paralizados: «Ahora les voy a explicar el significado que tiene egresar del colegio y las nuevas responsabilidades que deben asumir…».

La Segunda Guerra Mundial la seguí de lejos, como todos los niños de mi edad. Lógicamente que en la familia todos eran partidarios de los Aliados, salvo los hermanos Conn, admiradores de los alemanes, como buenos descendientes de ellos. Cuando iba a su casa en la calle Cumming, donde Frida tocaba el piano, observaba en su escritorio un gran mapa lleno de banderitas de colores que indicaban los movimientos de las tropas del Eje y de las tropas aliadas en Europa y el mundo. Las discusiones entre Julio Conn y mi madre eran motivo de interés para mí: percibía una real división de la sociedad chilena ante este conflicto mundial.

Había un amigo de la familia, pariente lejano, Carlos Morales, que trabajaba en una empresa vinculada a la producción de pintura, cuyo dueño era un alemán. Por él supe de la existencia de la lista negra, esto es, de una nómina que tenía el Gobierno de aquellos empresarios vinculados a algunas de las potencias del Eje (Italia, Alemania o Japón) a los cuales les estaba prohibido importar sus materias primas. Recuerdo su alegría cuando llegó un día a la casa y nos dijo: «¡Nos sacaron de la lista negra!». Quería decir que a partir de ese momento la empresa podía seguir funcionando.

Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial me encontré en mi casa con una escultura que había comprado mi madre. Representa a un hombre, de aproximadamente un metro de alto, fornido, semidesnudo, golpeando con un martillo sobre un yunque para hacer la punta de un arado. Abajo, a sus pies, yace destrozada una espada. Es decir: ha terminado la guerra y ahora la espada se transforma en arado. Esta escultura la conservo hasta hoy y siempre que la miro pienso en mi madre y en lo que sentí en aquel momento: si una persona como ella, que tenía una situación económica algo difícil, gastaba dinero en una estatua, se debía a que el fin de la guerra era algo muy valioso.

Mi madre también tenía una foto sobre tela del Presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, que lo miraba a uno con severidad. Mostrándomelo, ella me explicaba los catorce puntos de Wilson para poner fin a la Primera Guerra Mundial y crear la Liga de las Naciones para que la paz existiera siempre en la tierra. Igualmente, había una foto grande de Franklin Delano Roosevelt, que entiendo fue sacada de la revista Life.

En los años del Instituto Nacional me acuerdo a la perfección de los acontecimientos internacionales; por ejemplo, el derrocamiento del Rey Faruk, en Egipto, por el coronel Mohamed Naguib, que después fue reemplazado por Gamal Abdel Nasser, el padre del nacionalismo árabe. También fue importante el derrocamiento, mediante un golpe de Estado organizado por la CIA en 1953, del Primer Ministro iraní Mohamed Mossadegh, quien había nacionalizado el petróleo dos años antes.

Pero, sin duda, en política internacional lo que más me marcó en aquellos años fue el derrocamiento del Presidente Jacobo Arbenz, en Guatemala, quien había impulsado reformas sociales y democráticas progresistas, continuando con la senda que había abierto Juan José Arévalo, su antecesor, primer Presidente elegido democráticamente en ese país. Estábamos en pleno desarrollo de la guerra fría y Arbenz fue acusado de llevar a Guatemala hacia el comunismo, al igual que Mossadegh.

¿Por qué me conmovió tanto? Porque mi tía Leontina había vivido más de dos años en Guatemala: Rodrigo era el embajador de Chile en ese país y entiendo que también estaba acreditado en Nicaragua, porque mi tía me contaba cosas acerca de esa dictadura. Por tanto, conoció el tránsito de Arévalo a Arbenz. Como resultado de su estadía, mantenían una relación con muchos de sus dirigentes. Fue el año 53 o 54, en una conferencia de la OEA, cuando el secretario de Estado norteamericano John Foster Dulles dijo que Guatemala caminaba hacia el comunismo y se debía intervenir. Al momento de hacer su defensa en esa reunión internacional, el canciller guatemalteco Guillermo Torielo dijo: «Aquí está la pequeña Guatemala, que sola defiende la dignidad de América». Nadie lo apoyó. A propósito de esto, tengo vívida la imagen de una caricatura de la revista Topaze, donde aparecía Foster Dulles saliendo de un burdel; al fondo se encontraba una mujer arreglándose las ropas: ella era América Latina.

Por ello es que cuando se produjo el golpe de Estado en Guatemala el año 54, el impacto en mí fue grande: a través de mi tía Leontina, yo era de los pocos en mi curso que sabía qué estaba pasando en ese país. Rodrigo y Leontina regresaron a Chile a comienzos del año 53, renunciando a la embajada al asumir Carlos Ibáñez. En Santiago hubo un gran desfile en repudio al golpe, encabezado por Salvador Allende y Eduardo Frei Montalva, y lamenté mucho no haber podido participar en esa jornada de protesta. Cuando estaba en sexto de humanidades, mi tía Leontina me contó que un par de exiliados de Guatemala venían a Chile y había que ir a esperarlos. Uno de ellos era el presidente de la Cámara de Diputados, Roberto Alvarado, padre de Luis Alvarado, quien sería después un compañero de aventuras en el socialismo chileno, ministro del Presidente Aylwin y luego embajador en Túnez.

Obviamente que con todos estos acontecimientos la imagen de Estados Unidos había cambiado mucho, en comparación con la que proyectaban esos cuadros que veía en mi infancia de Roosevelt y Wilson, así como la admiración —compartida por casi todos— del papel que cumplió ese país en la Segunda Guerra Mundial. Con el tiempo fui adquiriendo una actitud y una posición muy claras de rechazo ante las políticas intervencionistas de Estados Unidos en nuestros países. El golpe de Estado en Guatemala me produjo una claridad decisiva en mi forma de pensar respecto de las relaciones internacionales.

Pero por aquellos años acontecían simultáneamente otros sucesos que conmovían al mundo y que a todos nos estremecían. Uno de ellos fue el famoso «discurso secreto» de Nikita Kruschev (o Jrushchov), en 1956, en el contexto del XX Congreso del Partido Comunista, donde se revelaban las atrocidades cometidas por Stalin en contra de los derechos humanos en la Unión Soviética, el culto a la personalidad y el dogmatismo ideológico. Nos sorprendió que aquellas denuncias aparecieran precisamente en una organización política tan monolítica. Aquello hizo mirar también con recelo lo que ocurría en esa parte del mundo. En Chile, socialistas como Eugenio González fueron categóricos en la condena de esos crímenes espantosos, mientras que otros de sus correligionarios miraban al techo y algunos decían que aquello confirmaba la inmensa capacidad de autocrítica de los dirigentes soviéticos, un espíritu que les permitía «purificarse».

Pienso que el tema de la guerra fría me llamó menos la atención que el fenómeno de descolonización en África y la liberación de aquellos países. Creo que fueron las luchas por la afirmación de su soberanía frente al colonialismo y al intervencionismo, así como los líderes que encarnaban esos esfuerzos —Nasser, Mossadegh, Arbenz—, lo que capturó mi imaginación política. Probablemente fue la primera toma de conciencia de lo que significa la historia contemporánea. La forma en que Nehru siguió los consejos de Gandhi para lograr la independencia de la India, o cómo Tito, desde la pequeña Yugoslavia, se atrevió a desafiar al mundo soviético y a proclamar un comunismo yugoslavo, fueron hechos que marcaron mis primeros conceptos de la política, cuando los años en el liceo llegaban a su fin y comenzaba la etapa universitaria.