IMAGINACIÓN
You, you may say
I’m a dreamer, but I’m not the only one
I hope some day you’ll join us
And the world will be as one.
Imagine2
JOHN LENNON
«Mi imaginación no puede imaginar una felicidad mayor que vivir del arte», decía Clara Schumann. La mía tampoco. Por eso me gusta tanto impartir cursos o dar conferencias. Me gusta contagiar a la gente la idea de que imaginar es el paso definitivo para renovarse cada día y para poder entender a Beethoven, Monet, Wagner, Kandinsky, Verdi, Rousseau, Munch, Goethe, Brahms... Hay muchas formas de ganarse la vida en el mundo del arte, pero para mí la más maravillosa de todas es compartiendo, enseñando y, sobre todo, aprendiendo. Enseñar cualquier tipo de actividad artística implica, de alguna forma, querer ser un artista. Sin pasión no se pueden compartir los conocimientos y sin pasión nunca puede haber imaginación.
Todos los artistas, todos los grandes músicos, son pozos insondables de imaginación. Naturalmente, cada uno tiene sus referentes. Los míos son Mozart y Rossini. Dos genios. Dos hombres muy cercanos que, desde mi punto de vista, son imaginación en estado puro. Mozart era un espíritu universal. Un hombre que trascendió el clasicismo gracias a su imaginación. ¿Cuánta imaginación se necesita para escribir más de seiscientas veinte obras, todas maravillosas y para todos (todos) los instrumentos imaginables en un periodo de treinta años? ¿Cuánta imaginación se necesita para ser capaz de hablar al revés e inventar los juegos de palabras más inverosímiles? Discurrir sobre Mozart y sobre su imaginación sería una tarea infinita, pero hay una anécdota que, aunque tal vez no sea cierta del todo, ilustra muy bien su inmensa capacidad imaginativa. Parece ser que Joseph Haydn y Mozart, que eran buenos amigos, se habían reunido con otros conocidos para comer en Viena. Durante la comida, los presentes elogiaron la gran capacidad interpretativa tocando el piano de los dos compositores. Entonces, Mozart propuso espontáneamente un divertimiento: «Ahora veréis: voy a escribir aquí mismo una pieza que ni siquiera el gran Haydn podrá tocar.» Haydn aceptó el reto y se jugó una caja de botellas de vino espumoso. Mozart cogió papel y lápiz, y, en pocos minutos, escribió la pieza. Haydn se sentó al piano y empezó a tocar, aparentemente sin problemas. Pero, de repente, se detuvo y dijo: «Esto no se puede tocar: tengo la mano derecha en un extremo del teclado y la mano izquierda en el otro, y aquí en medio hay una nota que se debería tocar al mismo tiempo. Esto es imposible.» Entonces Mozart exclamó con tono victorioso: «¡He ganado! La pieza se puede tocar perfectamente.» Se sentó al piano, empezó a tocar y cuando llegó al punto donde Haydn había sido incapaz de seguir, Mozart tocó la nota del medio con la punta de la nariz.
El dueto llamado del espejo o de la mesa es otro ejemplo perfecto, de los muchos que podría escoger de Mozart, para entender qué quiere decir imaginación en estado puro. Imaginación sin límites. Se trata de un divertimento en Sol Mayor para dos violines. La partitura está diseñada para que los dos violines la puedan tocar al mismo tiempo, pero leyéndola en sentido inverso. Para hacerlo se debe poner la partitura sobre la mesa y los violinistas se han de colocar uno frente al otro con la partitura en medio. De esta manera, empezando a la vez, mientras el primer violinista toca el primer compás, el segundo toca el último (que para él es el primero), cuando el primero avanza al segundo, el otro violinista avanza al penúltimo, y así hasta el final. Naturalmente, para componer esta maravilla es necesario un gran conocimiento y ser un monstruo musical. Pero esto no es suficiente. Para concebir un divertimento de este tipo, lo que se necesita, en primer lugar y antes que nada, es mucha imaginación.

Rossini es mi segundo referente imaginativo. Nació tres meses después de que muriera Mozart y su conexión con él es evidente. Ambos estudiaron en Bolonia cuando tenían catorce años con los mejores maestros de su tiempo. Al llegar a la ciudad, Rossini empezó a estudiar con el padre Mattei. Mozart, por su parte, había estudiado con el predecesor de Mattei, el padre Martini, quien hizo más que nadie para convertir Bolonia en un centro reconocido de estudios musicales. Martini había logrado reunir en el Liceo musical de Bolonia una biblioteca de más de diecisiete mil volúmenes. Muchos de estos volúmenes eran obras de Mozart que Rossini pudo estudiar. Algunos biógrafos de Rossini dicen que su verdadero maestro fueron esas partituras de Mozart y no una figura como el padre Mattei, un hombre de talante bastante conservador. Sin duda, la personalidad práctica, instintiva e imaginativa de Rossini y su legado musical se corresponden más con el espíritu universal de Mozart que con el del padre Mattei. En aquellos primeros años del siglo XIX, en los que la música de Mozart se tocaba y se conocía muy poco, las obras del genio de Salzburgo que Rossini halló en la biblioteca del Liceo musical de Bolonia resultaron ser una verdadera fuerza inspiradora. El mismo Rossini lo reconoció cuando dijo: «Mozart fue la admiración de mi juventud, la desesperación de mi madurez y el consuelo de mi vejez».
La imaginación creativa y el optimismo de Rossini tampoco tienen límites. ¿Cuánta imaginación se necesita para componer El barbero de Sevilla en (supuestamente) trece días o para reutilizar su propia música y que siempre parezca nueva o para retirarse a los treinta y siete años, después de haber escrito treinta y nueve óperas? Rossini, igual que Mozart, también fue un ejemplo de precocidad. Escribió su primera ópera con tan solo catorce años. Mozart con once. Parece ser que, durante el invierno, le gustaba componer en la cama, bien tapado. Un día, mientras escribía, se le cayó de la cama la última página de la ópera que estaba escribiendo. Rossini, en lugar de levantarse para recogerla, volvió a escribirla. ¡Su imaginación creativa era tan grande que prefirió volver a escribir toda la página con música nueva que levantarse para recoger la otra!
En el maravilloso libro Essai sur l’Histoire de la Musique en Italie depuis les temps les plus anciens jusqu’a nous jours (Ensayo sobre la historia de la música en Italia, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días), escrito por el conde Gregoire Orloff y publicado por primera vez en París en 1822, el autor nos da esta información de primera mano: «Rossini aparece como una estrella brillante. Sus producciones ocupan todos los templos consagrados a la música. Su imaginación es tan grande como su lucidez. Su fecundidad es tan grande como su felicidad.» Es decir, Rossini, que como todos también sufrió momentos difíciles y dolorosos en la vida, era eminentemente feliz gracias a su creatividad, que le proporcionaba la imaginación. Y es que sin imaginación es imposible ser feliz.
Cuando era pequeño y mis padres me obligaban, con seis años, a asistir al conservatorio del Liceo para estudiar piano y solfeo, la imaginación fue el único instrumento que tuve para escapar de una realidad que no me gustaba. Cuando estaba despierto imaginaba de forma consciente. Cuando estaba en el colegio o en el conservatorio hacía eso que se llama soñar despierto. Por eso, los profesores siempre decían que estaba ausente. Me refugiaba en mi mundo e imaginaba un ideal, de la misma manera que un gran intérprete, para interpretar su papel, tiene que imaginar un mundo ideal acorde con la obra que interpreta. Así, la gran e incomprendida Maria Callas, cuando la criticaban por su carácter difícil en el teatro, respondía: «Una ópera empieza mucho antes de que se levante el telón y acaba mucho después de que caiga. Empieza en mi imaginación, después se convierte en parte de mi vida y lo sigue siendo mucho tiempo después de que se acabe».
Cuando dormía, imaginaba de forma inconsciente. Lo hacía, y aún lo hago, cada noche. Era un auténtico sonámbulo, exactamente igual que el personaje de Amina en la ópera La sonnambula de Bellini, de esos que se levantan, caminan y hablan mientras duermen. Mientras pululaba y hablaba sonámbulo por casa, lógicamente no tenía un control voluntario de mi imaginación, pero casi siempre se repetía el mismo sueño, se repetía insistentemente: estaba con unos profesores ideales rebosantes de imaginación con quienes me lo pasaba fenomenal mientras aprendía.
Todo el mundo me tildaba de soñador y optimista sin remedio. Quizá lo fuera, y admito que seguramente todavía lo soy, pero ninguna de las dos cosas me ha hecho daño. Al contrario, la imaginación y el optimismo me han traído hasta aquí y estoy seguro de que aún me llevarán más lejos.
El personaje de Peter Pan creado por sir James Matthew Barrie me ayudaba a idear mi realidad imaginaria. Me gustaba ese mundo donde todo era posible y repetía aquella frase magistral que asegura que en el momento en que dudes de tu capacidad de volar habrás perdido para siempre la capacidad de hacerlo. Me impuse que no dudaría nunca de mi capacidad de volar y, aunque aún no lo he conseguido, estoy convencido de que algún día lo haré. Mis profesores, en cambio, hacían todo lo contrario. Cada día me repetían que volar era imposible y que comprender las cosas y la música como yo lo hacía era absurdo e infantil. Utilizaban la palabra infantil con sentido negativo y eso aún me enardecía más. Entre todos lograron que me aburrieran las corcheas, las fusas, las semifusas, los compases binarios, los cuaternarios, las tonalidades mayores, las menores, las escalas pentatónicas, las modales, las armónicas y todo aquello relacionado con la música y, muy especialmente, con el piano. Al final, a pesar de ser un niño muy tímido, decidí que no había suficiente con imaginar para sobrevivir. Así que, siguiendo el evangelio de Charles Chaplin que dice que «la imaginación sin la acción no es nada», decidí rebelarme. Decidí que tenía que hacer algo para liberarme de todo aquello.
Mi estrategia consistió, en primer lugar, en ser impertinente con los profesores y, después, en negarme a tocar el piano en clase. De este modo, cuando un profesor me corregía, simplemente no le hacía caso y me quedaba tan ancho, lo que puso nervioso a más de uno. Pero la bomba llegó cuando pasé a la segunda fase: negarme a tocar. Fue como una especie de huelga de manos caídas. Me ordenaban: «¡Toca!», y yo respondía: «¡No!» Lo decían aún más alto: «¡Haz el favor de tocar!», y yo, impasible, de nuevo respondía: «¡No!» Lo decía con tanta convicción que no daba opción a establecer otro tipo de negociación y al final ocurrió un milagro. La profesora se levantó de la silla, salió de clase, cogió el teléfono y llamó a mi madre: «Mire, señora, su hijo no quiere tocar. Yo ya no sé qué hacer. Haga el favor de venir a buscarlo, y qué quiere que le diga... No hace falta que lo traiga nunca más.» ¡Aleluya! Aquellas palabras sonaron maravillosamente dentro de mi cabeza con un precioso Do Mayor, como si fuera el Gloria de la misa de coronación de Wolfgang Amadeus Mozart.
Gloria! Gloria!
Gloria in excelsis Deo,
et in terra pax hominibus.3
En mi casa capitularon. No les quedó otro remedio. Me dieron de baja del conservatorio y no volví nunca más. Consideraron que era un caso perdido. Para mis padres, que siempre me han querido tanto, fue una derrota muy dolorosa, pero para mí fue una gran victoria. Una victoria memorable. Veía frente a mí una vida sin conservatorio y eso era, sin duda, una perspectiva muy esperanzadora. Cada vez que pasaba por delante del piano del pasillo de casa, me detenía un momento y lo miraba con autosuficiencia, orgulloso y ufano de mi victoria.
El problema de mis profesores es que no tenían imaginación. O, si alguna vez la tuvieron, la habían perdido por el camino. La rutina los había destruido. La realidad se los había tragado y quizá nunca llegaron a comprender una de las máximas de Richard Wagner, «la imaginación crea la realidad», y no al revés.
Comparto totalmente la idea de Albert Einstein cuando afirma que la imaginación es más importante que el conocimiento. Su argumento es que el conocimiento es limitado, mientras que la imaginación puede llegar a todos los confines del universo. Estoy de acuerdo. La imaginación puede conseguirlo todo, está al alcance de todo el mundo y, como todas las cosas importantes de la vida, es gratuita. Sin imaginación sería imposible crear, no habría nada. Solo podemos crear aquello que hayamos imaginado antes. Si tenemos música, pintura, escultura, literatura, arquitectura o cualquier forma de expresión artística es gracias a la imaginación. También al conocimiento, pero sobre todo gracias a la imaginación.
Napoleón pensaba que la imaginación gobierna el mundo. ¿Quién puede dudar de que la imaginación es el motor de la creatividad? Y no solo de la creatividad artística, sino también de la creatividad científica. En este sentido, solo hay que pensar en sir Isaac Newton y la famosa manzana cayéndole en la cabeza. Todavía recuerdo el día en que, un poco por casualidad, cayó en mis manos la espiral imaginativa del doctor Mitchel Resnick del MIT (Massachusetts Institute of Technology). Con la espiral de este brillante pensador estadounidense, que dedicó todo su trabajo a investigar las ciencias del aprendizaje con niños, entendí definitivamente cómo aquella imaginación que siempre había utilizado de manera compulsiva y que me ayudó tanto durante mi infancia, puede proyectarnos directamente hacia el futuro para creer que todo lo que lleguemos a imaginar se puede convertir en realidad.

La espiral no tiene fin y consiste en cinco pasos que se van repitiendo hasta donde quiera llegar cada uno:
1. Imaginar: visualizar sin límites aquello que se quiere crear. Para hacerlo, es necesario desprenderse de todos los juicios de valor, conocimientos previos o pensamientos predefinidos que maniaten nuestro poder imaginativo.
2. Crear: con la mente siempre abierta a todos los problemas que se puedan plantear... esculpir, componer, dibujar o escribir el proyecto imaginado.
3. Jugar: mirar, escuchar, tocar, disfrutar, leer y utilizar lo que hemos creado pensando que siempre es mejorable y que las evoluciones o soluciones pueden surgir de cualquier lugar.
4. Compartir: mostrar el proyecto a los demás y recabar sus opiniones.
5. Reflexionar: analizar el feedback recibido y, si es necesario, realizar los cambios oportunos.
Llegados a este punto la espiral vuelve a comenzar. Volver a imaginar: volver a visualizar aquello que se quiere crear...
He aprendido a utilizar la espiral del doctor Resnick para cualquier nuevo proyecto que empiezo. Lo que más me gusta es su carácter permanentemente expansivo, hasta el infinito, a la vez que integra todos los puntos de vista que se puedan sumar. Su metodología espolea la creatividad y ayuda a que crezca cualquier propuesta. Poder imaginar sin límites, como si fuéramos Mozart o Rossini, es una escuela maravillosa para la creatividad. Imaginar, sabiendo que no es necesario que sea real porque, como decía Pablo Picasso: «Pinto los objetos como los imagino, no como los veo.» La clave es que hay pintores que transforman el sol en una mancha amarilla, pero aquel que de verdad es pintor utiliza su imaginación para hacerlo al revés: el PINTOR, con mayúsculas, convierte la mancha amarilla en un sol.
En mi casa me facilitaron todo para que pudiera coger el tren de la música. Pero no funcionó. Con diez años me apeé de ese tren. Por suerte, me esperaban otros trenes más adelante.