
Sokei no sabía si le dolía más la decepción, la tristeza o la desilusión. Sentía el peso de la culpa sobre sus hombros. ¿Por qué tuvo que abrir las pinzas que sostenían su cuenco?
En todas las profesiones, incluida la psicología, encontrarás dos tipos de profesionales que podrás reconocer fácilmente por la manera que tienen de afrontar los problemas (o los casos, si hablamos de psicólogos).
Imaginemos que se te ha reventado la rueda del coche y vas al mecánico. El «profesional tipo 1» (he de confesar que me encanta este eufemismo neutro y elegante, que uso para evitar llamarle «irresponsable desmotivado») se limitará a cambiarte la rueda. Encontrarás por doquier a estos profesionales tipo 1: el médico que te receta un antiácido para un dolor de barriga, el dietista que se limita a fotocopiarte la dieta de moda, el dependiente que te enseña lo que tiene más a mano y el psicólogo que se limita a decirte que te autoengañes pensando que nada de lo que te ocurre es tan malo y que hay gente que está peor que tú. Pero, afortunadamente, también existen los «profesionales tipo 2», aquellos que disfrutan con lo que hacen, que se forman, que son curiosos e inquietos, y que tratan al cliente con el respeto, la profesionalidad y el amor que se merece.
Los profesionales tipo 1 van a trabajar esperando que pasen las horas sin tener demasiados problemas, mientras que los de tipo 2 disfrutarán de todos y cada uno de los clientes que atienden, ya que su profesión es su pasión. Un profesional tipo 2 se preguntará por el motivo de lo que te ocurre. Si es mecánico, analizará la suspensión del coche y detectará un mal funcionamiento que provoca un desgaste anormal de la rueda. Si es médico, analizará el origen de ese dolor de barriga y descubrirá que eres celíaco. Si es dietista, analizará el motivo de tu sobrepeso y revisará tus pautas alimentarias, tu metabolismo y tu función endocrina. Si es un dependiente, analizará tu morfología y te seleccionará las prendas que más te favorezcan. Y si es psicólogo, un buen psicólogo, analizará el origen de tu sufrimiento.
Lo cierto es que sufrimos por muchos motivos, y en función del origen del sufrimiento tendremos que realizar una aproximación u otra para tratarlo. Pero vayamos por partes, identifiquemos primero los diferentes orígenes y causas del sufrimiento.
Nos duele la adversidad
El dolor emocional nace de la adversidad. Cada día afrontamos cientos de adversidades, si no miles. Una adversidad es una situación poco favorable o incluso contraria a nuestros intereses; es una contrariedad, un infortunio o una desgracia. Pretendemos tener una vida plácida sin saber que la adversidad no solo es habitual, sino que incluso es necesaria para un correcto desarrollo psicosocial.
El dolor bien gestionado nos permite aprender y, literalmente, crecer. A menudo intentamos tapar el dolor con medicación o con autoengaños, y al taparlo, no nos permitimos afrontar el problema de cara, solucionarlo y crecer sintiéndonos más fuertes y seguros. Así que deja de intentar autoconvencerte de que lo que te pasa no es tan malo, de que hay gente que está peor que tú y de cualquier argumento sin sentido por el estilo, y empieza a aceptar que la adversidad es consustancial a la vida, así como una oportunidad para crecer y ganar en seguridad. Lo adverso no tiene por qué ser malo si lo transformamos en un reto que superar.
Nos duele la frustración
El dolor emocional también nace de la frustración que experimentamos cuando no se cumplen nuestras expectativas. Pero ¿qué expectativas tenemos de la vida? ¿Cómo creemos que será? Tenemos unas expectativas inciertas y desajustadas. Nos fijamos unas metas que a veces son irreales y que no provocan más que sufrimiento.
Una expectativa irreal nunca se cumplirá. Es posible que pienses que algún día, alguien hará algo por ti. No seré yo quien te haga añicos esa ilusión, pero te animo a que mientras que eso que esperas no ocurre, te dediques a hacer algo por ti mismo, como revisar las expectativas que tienes sobre el futuro, las personas y el mundo.
Los demás también nos fijan expectativas que interiorizamos y hacemos nuestras. Nos dicen cómo tenemos que ser, qué podemos esperar y cuándo tenemos que alcanzar el éxito, y nosotros nos lo creemos. Así, nos formamos una idea del mundo y de la vida a partir de retales de realidad, de enunciados publicitarios, de frases célebres pronunciadas por algún sabio, de máximas leídas en las redes sociales, de letanías copiadas una y otra vez, y de ilusiones, miedos y deseos. Y esta idea del mundo, esta imagen construida, la damos por cierta, confundiendo lo real con lo deseado, y claro, lo deseado no llega a cumplirse nunca. Y cuando no se cumple, sufrimos. Es un sufrimiento gratuito que podríamos habernos ahorrado.
En la tercera parte del libro te mostraré diferentes ejemplos de cómo puedes reconstruir lo roto. Pero hasta entonces, mi mejor consejo es que aprendas a fijar expectativas realistas, que revises las que tienes y que las recalibres reajustándolas a la realidad.
¿Qué esperas que ocurra?
Me permito compartir contigo un ejemplo personal. En noviembre de 2015 me invitaron a correr la Transvulcania, una prestigiosa carrera de montaña que cruza la bella isla de La Palma de sur a norte, coronando todos sus volcanes. La carrera tenía lugar el 7 de mayo de 2016 y tenía un recorrido de 78 kilómetros y más de 8.400 metros de desnivel acumulado.
Al llegar a la isla, me hospedé en el mismo hotel que la élite de corredores, donde el tema de conversación eran los tiempos que teníamos previstos en la carrera. Hace veinte años, posiblemente hubiera tardado diez horas en completarla. Pero en ese momento, con lo poco que había entrenado, si no surgía ningún problema físico (algo poco probable), podría haberla completado en unas doce horas con mucho esfuerzo. Finalmente tardé quince horas, que fue el tiempo que pronostiqué a todos aquellos que me lo pregunta ron. ¿De dónde nació esa expectativa? De la realidad. La realidad es que no había entrenado lo necesario, ya que el tiempo del que disponía para hacerlo era limitado. La realidad es que peso algún kilo más que hace veinte años, que mi físico está más trotado y que mi motivación por disfrutar frente a sufrir también ha cambiado mucho. Así que después de este análisis de realidad, me planteé que recorrer cinco kilómetros por hora era un ritmo aceptable que podía mantener durante muchos kilómetros. Me fijé unos tiempos de paso por cada control para tener una referencia y me lancé a correr.
La realidad es que me encontré muy bien de fuerzas y que el ritmo que mantuve era algo superior a lo esperado, sobre todo en las subidas. Si era capaz de mantenerlo, podría finalizar la carrera en unas trece horas sin sufrir lo más mínimo. Pero de repente apareció un pequeño problema físico, algo que podía ocurrir y que tenía bien presente. Más tarde, la acumulación de kilómetros empezó a hacer mella en las articulaciones, faltas de entrenamiento y de costumbre. Conseguí mantener un buen ritmo en las subidas, ya que iba bien a nivel muscular, pero en las bajadas no podía correr. Al final de la carrera clavé el ritmo a cinco kilómetros por hora. ¿Qué pasó? ¿Me frustré cuando tuve que bajar el ritmo? En absoluto. Mi expectativa más realista me dijo que estaba pasando lo que esperaba que ocurriera. No hubo frustración, no hubo dolor, no hubo sufrimiento, no hubo dosis de realidad. Pasó lo que tenía que pasar. Sin acritud ni decepción.
Pero ¿qué hubiera ocurrido si hubiera tenido la expectativa de completar la carrera en doce horas? Pues que hubiera habido frustración, dolor y, muy posiblemente, abandono. En el caso de la Transvulcania, como en la vida misma, una expectativa ajustada es la diferencia entre seguir y abandonar, entre disfrutar y sufrir, entre construir o romper. Contextualiza tus expectativas en la realidad en vez de ajustarlas a tus deseos, ya que así te ahorrarás mucho sufrimiento y dolor.
Nos duele el desengaño
El dolor emocional también puede nacer del desengaño. A menudo no vemos la realidad tal cual es sino como queremos que sea. Las personas son como son, no como tú quieres que sean. La vida es como es, no como tú querrías que fuera. Las cosas son como son, pero a menudo no las queremos ver tal cual son y nos montamos una imagen completamente distorsionada de la realidad.
Nos autoengañamos en lo que respecta a nuestra pareja, nuestro matrimonio, nuestro trabajo, nuestro coche, nuestras decisiones, nuestros deseos, nuestros hijos y nuestro futuro. Queremos pensar que las cosas van bien y que los problemas que tenemos se arreglarán solos por arte de magia. Hipotecamos nuestra vida por una felicidad aparente, no queremos ver los problemas, los ocultamos con una buena dosis de autoengaño. Cuando la realidad nos lanza sus avisos en forma de ansiedad, desasosiego o tristeza, en vez de analizar lo que nos ocurre, buscamos algo que nos distraiga.
Pero la realidad insiste y nos vuelve a mostrar su cara más veraz, y nosotros volvemos a engañarnos sin querer admitir la evidencia. Rehipotecamos de nuevo nuestra mentira. Tenemos que hacerla más gorda, tenemos que reforzar la fachada. El decorado en el que vivimos empieza a desmontarse, y en ese momento hacemos todo lo posible para engañarnos más y pasar al siguiente nivel. Y así vamos tirando hasta que se desmonta la mentira por completo, hasta que se cae el escenario en el que vivimos, hasta que se acaba la película que nos estamos montando. Y cuando esto ocurre, sucede con grandes dosis de dolor y sufrimiento.
¿Por qué nos autoengañamos?
A veces vivimos en una película diseñada por nosotros mismos en que el argumento no es más que un autoengaño más o menos deliberado o consciente. Cuando no nos gusta lo que vemos, podemos hacer tres cosas: aceptarlo, modificarlo o autoengañarnos. Aceptar o modificar la realidad requiere de un gran esfuerzo de voluntad y de elevadas dosis de madurez y responsabilidad, mientras que montarnos un escenario y vivir en un engaño es mucho más sencillo. Por este motivo, muchas personas viven en una mentira, en una especie de cuento, en una fábula sin final feliz. Pero ocurre que todo cuento, toda mentira y toda fábula tienen un final, a pesar de nuestros intentos por aplazarlo, y cuando llegan a su fin, siempre dejan una estela de dolor y sufrimiento a su paso.
Un desengaño es el conocimiento de la verdad que deshace un error o un engaño. Y aunque conocer la verdad nos hará libres, nos duele a su vez cuando ha sido uno mismo quien que ha estado autoengañándose. Darte un baño de realidad duele, pero te proporcionará la mejor de las bases para empezar a construir un edificio sólido y estable que te permitirá ser feliz, mucho más feliz que viviendo en una mentira.
Recuerda, el autoengaño, vivir en una mentira, solo te proporciona felicidad aparente. Además, esta felicidad está muy focalizada en el corto plazo. Vivir un autoengaño no es una elección válida.
Nos duele el cambio
Nos cuesta cambiar, pero es que partimos de una idea de base que es falsa. Buscamos la estabilidad, creyendo que va a darnos seguridad y felicidad, cuando la vida es, en realidad, inestable y cambiante. Intentamos controlar lo incontrolable, queremos poner freno al vertiginoso cambio, intentamos construir parapetos que nos protejan de lo incontrolable, y por el camino pagamos un caro peaje: perdemos nuestra energía y nos sentimos inseguros y débiles. Por eso, hasta que no aceptemos que lo único estable, lo único sobre lo que podemos construir una vida sana es que la vida es cambio, no podremos sentirnos fuertes y seguros.
La vida es cambio, y la persona más feliz será aquella que lo acepte y se prepare para gestionarlo. Que la vida es cambio es una buena noticia, ya que nos indica que todo puede cambiar, que incluso la peor de las desgracias tiene un punto final si trabajamos en la dirección adecuada.
En definitiva, aprender a gestionar los cambios no es tan complicado. Es más, en muchas ocasiones creemos que un cambio será a peor, cuando en realidad no sabemos qué evolución tendrá. De esta manera nos precipitamos en nuestras conclusiones, nos cerramos en banda y perdemos la posibilidad de aprovechar las consecuencias positivas del cambio.
Tipos de cambios
Existen tres tipos de cambios: a mejor, a peor, o inciertos. Cuando nos cambiamos un coche viejo por uno nuevo, el cambio es a mejor, sin duda. Cuando nos mudamos de una casa nueva a una vieja y en mal estado, es un cambio a peor, sin duda. Pero existen muchos cambios que son de naturaleza incierta, de evolución positiva o negativa en función de cómo los gestionemos. Cambiar de trabajo, de pareja o de lugar de residencia no tiene por qué tener consecuencias negativas; ahora bien, si lo vivimos de forma negativa, conseguiremos que nuestras peores pesadillas se hagan realidad.
Lo cierto es que reaccionamos mal ante un cambio inesperado, lo cual nos lleva a padecer, en muchos casos, un sufrimiento precipitado, pero no por ello menos doloroso. De la misma manera, a veces sufrimos anticipadamente por un cambio futuro esperado o anticipado; es decir, a veces sufrimos por cosas que creemos que pasarán después de un cambio, a pesar de que nunca lleguen a ocurrir.
Sufrimos por culpa de nuestros juicios y pensamientos
Sin lugar a dudas, nuestra mejor aliada para vivir plenamente y ser felices es nuestra mente. Tenemos la capacidad de pensar, un gran logro evolutivo; pero en general pensamos poco y mal, y desaprovechamos gran parte del potencial que tenemos.
He escuchado en más de una ocasión que pensar es agotador y que no conduce a ninguna parte. Al oír afirmaciones de este tipo, le suelo preguntar a mi interlocutor si a lo que se refiere es a pensar o a preocuparse, porque no es lo mismo. Solemos invertir mucho tiempo en preocuparnos y en darle vueltas a un tema sin sacar nada en claro, como un hámster en la rueda, pero eso no tiene nada que ver con pensar. El pensamiento, el buen pensamiento, es productivo, creativo o práctico. En eso consiste pensar bien, y pocas personas saben hacerlo. Sin embargo, contrariamente a lo que podría parecer, aprender a pensar es algo sencillo, tan solo requiere práctica.
Cuando hablamos de pensar bien, es necesario comentar el papel que desempeña un sesgo que solemos utilizar a menudo al analizar nuestra realidad y que nos conduce directamente al sufrimiento: confundir lo posible con lo probable. Eso sucede cuando creemos que puede pasar cualquier cosa, sin darnos cuenta de que lo realmente importante es la probabilidad de que ocurra. Hay un ejemplo que lo ilustra: la lotería. Es posible que nos toque la lotería, claro que sí. Ahora bien, no se trata de si nos puede tocar o no, sino que lo que debe guiar nuestra conducta es cuál es la probabilidad de que nos toque. Lo cierto es que la probabilidad es muy baja y por más que te dediques a comprar muchos boletos para intentar incrementar dicha probabilidad, no te hagas ilusiones, pues seguirá siendo baja. La posibilidad sigue existiendo, eso es cierto. Puedes seguir soñando, esperando lo posible. Pero si quieres ser feliz, deja de esperar que ocurra un milagro y ponte a trabajar para alcanzar tus metas.
Como has podido comprobar, cuando no pensamos o cuando pensamos mal, podemos llegar a sufrir mucho. Nuestros juicios suelen ser parciales y precipitados, lo que nos conduce a crearnos visiones parciales y desenfocadas de la realidad, lo cual a su vez nos conduce al dolor. Aprende a pensar bien y serás feliz.
Sufrimos por cómo es la propia realidad
A veces la vida duele, no podemos evitarlo. Intentamos vivir en un cuento de hadas, pero no es posible, es una idea absurda. Cuando muere un ser querido, cuando nos diagnostican una enfermedad, cuando vemos sufrir a un hijo, cuando vemos a un niño llorar... cada día, varias veces al día, nos plantamos cara a cara con el lado más salvaje de la vida.
No obstante, podemos llegar a controlar parte de ese sufrimiento si somos capaces de aprender a analizar la vida, de tomar las decisiones adecuadas, de automotivarnos, de reconocer el estado emocional de otra persona, de generarnos ilusión o de gestionar los conflictos. Así nuestra vida será mucho más confortable y plena, y podremos vivir mejor. Se trata de activar nuestras fortalezas emocionales para poder afrontar cada una de las cosas que nos depare, porque no podemos cambiarlas, pero sí aprender a gestionarlas para minimizar el impacto que tienen. Como decía Marco Aurelio, la sabiduría consiste en cambiar las cosas que pueden ser cambiadas, aceptar aquellas que no pueden cambiarse y, lo más importante, aprender a discriminar unas de las otras. De modo que te animo a que trabajes y desarrolles todas y cada una de las diferentes fortalezas que integran el concepto de fortaleza emocional.
La fortaleza emocional
La fortaleza emocional facilita y protege la felicidad y el bienestar emocional. Cada fortaleza responde a una técnica, a una estrategia o a un recurso que va a ayudarte a conseguir tus objetivos y a vivir en plenitud. Las 19 fortalezas emocionales son las siguientes:
Sufrimos por culpa de nuestra imaginación y de nuestros miedos
Nuestro sufrimiento puede nacer de la imaginación. Imaginamos catástrofes y problemas que no llegarán a suceder nunca y, sin embargo, sufrimos por ello. Sufrimos por lo que les pueda pasar a nuestros hijos. Nuestra mente se dispara y anticipa mil enfermedades, mil accidentes, mil problemas. El futuro, bañado en miedo, nos duele, nos duele mucho. Nos duele todo lo que no nos ha pasado, nos duele lo que tiene que venir, nos duele algo que todavía no ha sido, algo irreal. Aunque esas imaginaciones no sean reales, ese inquietante dolor que sentimos sí que es real. Y ese dolor que nace de una imaginación o una suposición hace mella en nuestro organismo, lo estresa y lo altera, lo desestabiliza y le lleva a sufrir exactamente de la misma manera que lo haría un dolor real.
Dedica un momento a analizar conmigo el efecto distorsionador que tiene el miedo y el deseo en nuestros procesos de pensamiento. Nos cuesta mucho ver la realidad tal cual es y solemos añadirle un poco de salsa en forma de deseos. Recuerdo un día en el que mi hija, al volver de un colegio nuevo, me explicaba en el coche lo bien que le había ido. Me contaba que una niña le había dicho que estaba muy contenta de que ella hubiera comenzado a ir a ese colegio, que le había encantado jugar con ella y que serían muy buenas amigas. Cuando le pregunté si lo que me estaba explicando había sucedido o si era en realidad lo que a ella le hubiera gustado que sucediese, la respuesta fue clara: mi hija acababa de mezclar la realidad con su deseo. No lo hizo conscientemente, no deseaba engañarme ni tampoco engañarse, tan solo añadió un poco de salsa a la realidad. Si nos ponemos en contexto veremos que mi hija acababa de entrar en un nuevo colegio y que posiblemente tenía miedo a no tener amigas, a sentirse rechazada o a quedarse sola.
Por otro lado, cuando mezclamos el miedo con la realidad, nos estamos limitando. El miedo paraliza y nos limita, al provocar que anticipemos cosas que posiblemente nunca lleguen a ocurrir. El miedo es mal consejero, y es muy importante que aprendamos a identificar cuándo nos está jugando una mala pasada. Si yo no hubiera gestionado el miedo a escribir un libro, a hacer algo nuevo que nunca había hecho, aquel verano de 2014, hoy no estaría aquí sentado escribiendo mi segundo libro. Tener miedo es normal; dejarle campar a sus anchas no.
Sufrimos antes de tiempo
Existe un dolor que nace de la anticipación de algo que sabemos que va a ocurrir pero que todavía no ha ocurrido. Sufrimos mucho por cosas que todavía no han pasado. Anticipamos con pelos y señales el dolor de una visita al dentista y el dolor de una operación programada. Nos pasamos varios meses sufriendo el dolor de un parto. Nos duele la muerte de un ser querido meses antes de que el cáncer apague su vida. Nos duelen cosas que todavía no duelen, de tal manera que cuando llega el dolor real, nuestra mente y nuestro organismo ya está agotado.
Nuestro organismo es sabio, ya lo hemos comentado. Nuestro cuerpo y nuestra mente sienten el impulso de reparar el daño detectado. Cuando sentimos dolor, se pone en marcha un sistema de reparación con el objetivo de recuperar el equilibrio perdido. Pero tenemos que tener cuidado de que no nos pase como en el cuento de Pedro y el lobo. Tantas veces avisó que venía el lobo sin ser cierto que cuando llegó de verdad, nadie le creyó. Si activamos el mecanismo de alerta ante el dolor antes de tiempo, cuando más lo necesitemos, justo en ese momento, no nos quedará con qué hacerle frente.
El origen del dolor emocional
Como habrás podido comprobar, a lo largo de todo el capítulo, el sufrimiento y la adversidad son elementos consustanciales a la vida. En este capítulo he analizado las diferentes fuentes de dolor y sufrimiento con las que tenemos que lidiar cada día. Hemos visto que algunas de ellas pueden controlarse y otras no.
Te animo a que hagas un ejercicio. Te propongo que analices el dolor que sientes y que trates de identificar cuál es su origen. No lo dejes para mañana. No pases página. No empieces un nuevo capítulo. Tan solo coge una libreta y un lápiz, busca un lugar tranquilo y reflexiona. Pasa a la acción, ya que hasta que tú no hagas algo, nadie más lo hará por ti.
No lo olvides...