Capítulo 1

Garrison Griswold bajaba por la calle Market silbando mientras el pelo cano se movía sobre su cabeza como el ala de una paloma. Iba dando golpecitos con su característico bastón a rayas, con los colores de Bayside Press, siguiendo el ritmo de su melodía. Un taxista redujo la velocidad, tocó el claxon y se inclinó hacia la ventanilla del pasajero.

—¡Señor Griswold! ¿Quiere que lo lleve? Corre de mi cuenta, amigo.

—Muy amable por su parte, pero estoy bien, gracias —respondió el señor Griswold, y levantó el bastón a modo de saludo.

Prefería viajar en tranvía o en los ferrocarriles del BART, el metro de San Francisco. Al fin y al cabo, eran las venas de la ciudad que amaba.

Una mujer que agarraba firmemente un móvil corrió hacia el señor Griswold.

—A mi hijo le encanta los Buscadores de Libros. ¿Le importaría que nos hiciéramos una foto?

El señor Griswold consultó su reloj de pulsera. Había tiempo de sobra antes de ir a la biblioteca principal para anunciar la gran noticia. Apoyó una mano en el hombro de la mujer mientras ella sostenía el teléfono a un brazo de distancia para tomar la fotografía.

—Entonces ¿es verdad? —preguntó—. ¿Está trabajando en otro juego?

Como respuesta, el señor Griswold cerró una cremallera imaginaria en sus labios y le guiñó un ojo. Continuó su camino por el torrente de peatones, silbando y dando golpecitos con su bastón sobre la acera de adoquines, totalmente ajeno a los dos hombres que habían comenzado a seguirle.

Uno era alto y desgarbado, con unas cejas negras y pobladas que asomaban por el borde de una gorra de béisbol colocada hacia atrás. Su compañero parecía un bulldog al moverse, como si fuera el pecho el que lo impulsara por la calle en vez de las piernas. Llevaba las manos metidas en los bolsillos delanteros de su sudadera y no apartaba la mirada de su objetivo.

El señor Griswold bajó a la estación del BART. Cuando se detuvo ante las puertas de acceso para sacar el bono de la cartera, oyó una voz detrás que pronunciaba su nombre. El señor Griswold se dio la vuelta para ver quién lo llamaba. Su sonrisa vaciló. Era temprano, por la tarde, fuera de hora punta, y había un goteo lento de gente que entraba y salía. Inexistente en aquel instante.

Se ajustó las gafas sin montura y miró al hombre alto a los ojos.

—Llego tarde a una cita, caballeros.

El señor Griswold movió su bigote entrecano, un tic nervioso. El modo en que el hombre bajo crujía los nudillos y la mirada que le lanzó, que solo podía calificarse de desdeñosa, lo hicieron ponerse en guardia.

—Tenemos un amigo en común —dijo el hombre alto.

—Sí, un amigo.

El bajo rio con voz ronca.

—Ah, entiendo.

El señor Griswold se dio la vuelta para cruzar la puerta de acceso, pero el alto se puso delante de él y le bloqueó el paso.

—Tengo bastante prisa —dijo el señor Griswold—. Si no les importa, llamen a mi oficina y estaré encantado de hablar con ustedes más adelante.

El señor Griswold extendió el bastón entre los dos hombres para intentar abrirse paso, pero el alto lo agarró firmemente del hombro.

—Queremos el libro —exigió.

El señor Griswold contuvo las ganas de apretar con fuerza contra el costado su maletín de cuero. Dentro se hallaba una edición especial de El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe que él mismo había impreso usando la encuadernadora y prensa Gutenberg 2004 EX-PRO que guardaba en casa. Tenía planeado hacer cuarenta y nueve más, pero en aquel momento solo existía el de su maletín. Llevaba El escarabajo de oro como apoyo en la presentación del nuevo juego que había desarrollado. Bastaría para dejarle echar un vistazo al público, para darle una pista de en qué consistiría. Pero esos hombres no podían estar hablando de aquel libro. Nadie sabía nada de él aún; nadie en Bayside Press ni nadie de su vida privada.

El señor Griswold usó el puño de la chaqueta de su traje para secarse una gota de sudor en la sien.

—Dirijo una editorial, caballeros. Tratamos con cientos de libros. Miles. Tendrán que ser más específicos.

—Ya sabe cuál queremos —dijo el hombre bajo y fornido, que se acercó poniéndose de puntillas como si fuera a mirar de cerca la nariz del señor Griswold. Echó hacia atrás el cuello para mirar a su amigo—. Sabe al que nos referimos, ¿verdad, Barry?

El alto dio un pisotón en el suelo.

—Dijimos que utilizaríamos nombres falsos, ¿recuerdas?

—Lo que tú digas —contestó el otro—. Este tío es viejo. Probablemente no oiga bien.

Aprovechando aquel breve conflicto, el señor Griswold balanceó el bastón, golpeó a Barry en la mejilla y después lo empujó para abrirse paso hacia la entrada del nivel inferior.

—¡Ayuda!

Su grito retumbó en la cavernosa estación. Se oyó un estallido bajo, como el estruendo de un trueno a lo lejos. El señor Griswold sintió algo parecido a un puñetazo en la espalda. Dio un traspié, cayó y se golpeó la cabeza contra el suelo de piedra. ¿Le habían disparado? Se esforzó por respirar. Una humedad se extendió por la parte baja de su espalda entumecida y sintió que la cabeza le estallaba en la zona que había chocado contra el suelo.

Barry maldijo y echó a correr hacia él. Se agachó junto al señor Griswold y colocó una palma sobre su frente, como si le comprobara la fiebre.

—¿Qué has hecho, Clyde?

—¿Qué ha pasado con eso de que «tenemos que usar nombres falsos»? —replicó Clyde.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Barry—. ¿Tienes un arma? ¿Le has disparado? Eso no era parte del plan.

Clyde se encogió de hombros.

—He improvisado.

—¿Y si no lleva el libro encima?

—Por supuesto que lo lleva encima. —Clyde examinó el agujero en el bolsillo de su sudadera, donde había escondido la pistola—. Lo necesita para la rueda de prensa.

Un anuncio automatizado se oyó desde el piso inferior, donde llegaban trenes y autobuses.

—Tenemos que salir de aquí.

Barry deslizó los brazos bajo los del señor Griswold y lo arrastró hacia atrás, a un banco vacío.

Con un suave gruñido, el señor Griswold se desplomó contra la resbaladiza pared de granito que había detrás de él. Pasó de estar sentado a quedar tendido boca abajo, y al deslizarse por la pared dejó una mancha de sangre que marcaba su rastro. Trató de caer sobre su maletín en un intento de mantenerlo alejado de los hombres, pero Clyde se lo quitó de un tirón y sacó el libro del maletín del señor Griswold.

El escarabajo de oro de Edgar Allan Poe. —Se lo lanzó a Barry—. Tiene que ser este.

El señor Griswold tenía la visión borrosa y veía a los dos hombres juntos y separados al mismo tiempo. Quería decir algo, detenerlos, pero solo le salían gemidos.

Barry apenas miró el libro antes de tirarlo a un rincón, donde rebotó en la pared y se deslizó detrás de una papelera.

—¡Es un libro nuevo! —gritó.

—Sigue siendo un libro —apuntó Clyde.

—¡Es un editor! Siempre lleva libros encima. Nos dijeron que buscáramos un libro antiguo. Un libro muy muy antiguo.

Un tren del BART entró con gran estruendo en la planta inferior. El murmullo de las personas que bajaban de los vagones llegó al piso de arriba. Los dos hombres corrieron hacia la salida.

Un bullicioso grupo vestido con jerséis negros y naranjas subió por la escalera mecánica. Una de esas personas vio al señor Griswold desplomado en el banco y se acercó a él a toda prisa. Un hombre marcó el 911 en el móvil. Una mujer se agachó a su lado y dijo:

—Aguante. Todo saldrá bien.

Mientras Garrison Griswold se hallaba al borde de perder la conciencia, no estaba preocupado por cuándo llegaría la ayuda. Lo que consumía sus pensamientos era la edición de El escarabajo de oro metida entre la pared y la papelera. Todo ese trabajo, todos sus planes. Estaba todo preparado, pero sin El escarabajo de oro su juego no vería la luz. Su tesoro casi inestimable nunca se descubriría. Esperaba con todas sus fuerzas que la persona adecuada encontrase el libro. Alguien que se tomara el tiempo para entenderlo y apreciara los secretos que guardaba.