Quince

Paolo, el hermano de Step, está en su despacho. Elegantemente vestido y sentado a una mesa que no lo es menos, revisa algunos papeles del señor Forte, uno de los clientes más importantes de la financiera. Paolo estudió en la Universidad Bocconi, en Milán. Tras licenciarse con matrícula de honor, regresó a Roma y encontró en seguida un excelente trabajo como asesor financiero. Al fin y al cabo, es un bocconiano. En realidad, su padre lo recomendó en su día a todos sus conocidos, pero que haya conseguido mantener el puesto y sea apreciado por todos es mérito suyo. Sin embargo, también es cierto que en esa empresa nunca han despedido a nadie.

Una joven secretaria con una blusa de seda color crema —quizá algo demasiado transparente para ese mundo de impuestos y desgravaciones fiscales, donde la transparencia no está precisamente a la orden del día—, entra en el despacho de Paolo.

—¿Señor?

—Sí, dígame. —Paolo deja de revisar los papeles para dedicarse completamente al sujetador de la secretaria e, inmediatamente después, a lo que tiene que decirle—. Está aquí su hermano con un amigo. ¿Les digo que pasen?

A Paolo no le da tiempo a inventar una excusa, ya que Step y Pollo irrumpen en su oficina.

—Claro que me deja entrar. ¡Joder, soy su hermano! Sangre de su sangre, señorita. Nosotros lo compartimos todo. ¿Entiende? Todo. —Step pone su mano sobre el brazo de la secretaria, aludiendo así a la eventual aunque remota posibilidad de que a Paolo esa joven y guapa muchacha le pase alguna que otra cosa, además de los expedientes y la lista de las llamadas—. O sea que yo puedo entrar siempre que quiera, ¿verdad Pa?

Paolo asiente.

—Claro. —La secretaria mira a Step; aunque está acostumbrada a tratar con hombres más mayores, fraudulentos y encorbatados, le habla con respeto—. Disculpe, no lo sabía.

—Pues ahora ya lo sabe.

Step le sonríe. La secretaria se mira el brazo que Step le tiene cogido.

—¿Puedo marcharme?

Paolo, que a pesar de sus gafas nuevas no se ha dado cuenta de nada, le da permiso.

—Claro, gracias, señorita, ya puede marcharse.

Cuando se quedan solos, Pollo y Step se sientan en las butacas de piel giratorias situadas delante de la mesa de Paolo. Step se apalanca; después se da un empujón con el pie.

—Joder, eliges bien a tus secretarias. —Da un giro completo y vuelve a situarse frente a su hermano—. Di la verdad, te la has tirado, ¿eh? O te la has tirado o has intentado tirártela y ella no ha estado por la labor. En ese caso, yo la despediría, ¿qué más te da?

Paolo lo mira con fastidio.

—Step, ¿cómo puede ser que tenga que repetirte siempre las mismas cosas? Cuando vienes aquí, ¿no podrías decir menos tacos, armar menos follón? Yo trabajo aquí, me conocen todos.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho? ¿He hecho algo, Pollo? Díselo tú, dile que no he hecho nada.

Pollo mira a Paolo intentando adoptar una expresión convincente.

—Es verdad, no ha hecho nada.

Paolo suspira.

—No importa. Al fin y al cabo, es inútil hablar con vosotros dos; es una pérdida de tiempo. Como anoche. Te he pedido mil veces que cuando vuelvas tarde no hagas ruido, y tú nada: siempre tienes que armar escándalo.

—No, Pa, perdona. Ayer volví con hambre. ¿Qué querías que hiciera?, ¿acostarme sin cenar? Me preparé un bistec.

Paolo sonríe irónicamente a su hermano.

—No es que no quiera que comas. El problema es cómo haces las cosas... Siempre armando ruido, dando portazos a la nevera. ¡Te da igual que yo tenga que levantarme temprano! Pero ¿a ti qué más te da? Te levantas cuando te apetece... Es más, sé que hoy vas a comer con papá.

Step se incorpora en su asiento.

—Sí, ¿por qué? ¿Habéis hablado de mí?

—No, me lo ha dicho él. Me llamó hace un rato. Además, ¿de qué íbamos a hablar? Si yo nunca sé nada de ti. —Paolo mira a su hermano de hito en hito—. Sólo sé que siempre te vistes así de mal, con esas chaquetas oscuras, vaqueros y deportivas. Pareces un gamberro.

—Pero es que soy un gamberro.

—Step, basta de gilipolleces. ¿Para qué has venido? ¿Tienes algún problema?

Step mira a Pollo y después de nuevo a su hermano.

—Ningún problema; tendrías que darme trescientos euros.

—¿Trescientos euros? ¿Pero qué dices? ¿Estás loco? ¿Qué te crees, que a mí el dinero me llueve del cielo?

—De acuerdo, entonces dame doscientos.

—Ni hablar, no te doy nada de nada.

—¿Ah, no? —Step se inclina hacia el escritorio. Paolo, asustado, se echa instintivamente hacia atrás. Step le sonríe—. Vamos, hermano, calma; yo nunca te haría nada, lo sabes. —Después pulsa el botón del interfono que lo comunica con la secretaria—. Señorita, ¿puede venir un momento?

La secretaria no advierte la diferencia con la voz de su jefe.

—Ahora mismo voy.

Step se sienta cómodamente en la butaca y después sonríe a Paolo.

—Querido hermanito, si no me das en seguida los doscientos euros, le arrancaré las bragas a tu secretaria en cuanto entre.

—¿Qué?

Paolo no tiene tiempo de decir nada más. La puerta se abre y la secretaria entra.

—¿Sí, señor?

Paolo intenta arreglarlo.

—Nada, señorita. Disculpe, puede volver a marcharse.

Step se levanta:

—No, señorita, espere un momento.

Se acerca a la secretaria. La chica se queda mirándolos a los dos en silencio, sin entender qué debe hacer. La situación es un poco distinta de las tareas que por lo general debe desempeñar. Mira interrogativa a Step.

—Dígame.

Él le sonríe.

—Quisiera saber cuánto valen las bragas que lleva.

La secretaria lo mira, incómoda.

—Pues la verdad...

Paolo se levanta.

—¡Ya basta, Step! Señorita, puede usted marcharse...

Step la agarra del brazo.

—Espere sólo un momento. Paolo, dale a Pollo lo que hemos acordado y después la señorita podrá marcharse.

Paolo extrae su cartera del bolsillo interior de la chaqueta, saca algunos billetes de cincuenta euros y los deposita con rabia en la mano de Pollo. Éste cuenta el dinero y acto seguido le hace un gesto a Step indicándole que todo está en orden. Step sonríe entonces a la secretaria y deja que se marche.

—Gracias, señorita, es usted el súmmum de la eficiencia. Sin usted no hubiéramos sabido qué hacer.

La joven se aleja, molesta. No es estúpida, y sobre todo no le divierte nada ir por ahí contando cuánto cuesta su ropa interior. Paolo se levanta de la butaca y rodea la mesa.

—Bien, ya habéis conseguido el dinero. Ahora largo de aquí, ya estoy harto. —Hace ademán de empujarlos pero lo piensa dos veces. Es mejor golpearlos verbalmente—. ¡Step, si sigues así, acabarás metido en graves problemas!

Step mira a su hermano.

—¿De qué hablas? Yo nunca tengo problemas. De hecho, no sé siquiera lo que son. El dinero lo necesito para prestárselo a un amigo, uno que tiene un pequeño problema, él sí. —Sintiéndose aludido, Pollo le sonríe a Step con gratitud—. Y además Paolo, ¿qué imagen estás dado delante de Pollo? Son sólo doscientos euros... Parece que te haya pedido quién sabe qué. Estás exagerando.

Paolo se sienta en el borde de la mesa.

—No sé cómo lo haces, pero siempre que discuto contigo al final tengo la impresión de que quien está equivocado soy yo...

—Yo no diría eso, pero quizá a fuerza de estar en esta oficina, de manejar tanto dinero, os sobreviene una especie de enfermedad por lo que sois incapaces de prestar nada a los demás.

—Entonces, ¿se trata de un préstamo?

—Claro, siempre te he devuelto lo que me has dejado, ¿no? —Paolo pone cara de poco convencido. Las cosas no son exactamente así. Step finge que no se da cuenta—. ¿Qué te preocupa? Ese dinero también te lo devolveré. Creo que deberías distraerte un poco. Diviértete. Estás muy pálido... ¿Por qué no te vienes conmigo a dar una vuelta en moto?

Paolo, en un acceso de simpatía, se quita las gafas.

—¿Bromeas? Ni hablar, antes la muerte. A propósito de muerte... Anoche fui a Tartarughino, y ¿sabes a quién me encontré allí?

Step escucha distraído. Nadie que le interesara podría ir nunca a Tartarughino. De todos modos, decide hacer feliz a su hermano. Al fin y al cabo, le ha dado doscientos euros.

—No, ¿quién?

—Giovanni Ambrosini.

Step se sobresalta. La rabia se apodera de él de inmediato, pero lo disimula a la perfección.

—¿Ah, sí?

Paolo sigue con su relato.

—Estaba con una mujer muy guapa, mucho mayor que él. Cuando me vio, miró preocupado a su alrededor; parecía aterrorizado. En mi opinión, tenía miedo de que tú también estuvieras allí. Después, cuando comprobó que no era así, se tranquilizó. Incluso me sonrió, si es que puede definirse así la especie de mueca que me dirigió: la mandíbula no volvió a ponérsele en el sitio.

«Es verdad —piensa Step—, él no lo sabe. Nunca ha sabido nada.» Coge a Pollo por el codo y se dirige a la salida. Una vez en la puerta, se vuelve y mira a su hermano. Está sentado frente a su mesa, con aquellas gafitas redondas, el pelo de corte caro perfectamente peinado, vestido de manera impecable con aquella camisa planchada precisamente como él mismo le ha enseñado a hacerlo a Maria. No, nunca podría saberlo. Step le sonríe.

—¿Quieres saber por qué pegué a Ambrosini?

Paolo asiente.

—Sí, la verdad.

—Porque siempre me decía que vistiera mejor.

Salen tal como han entrado, desvergonzados y divertidos. Con aquellos andares oscilantes, de tipos duros. Pasan junto a la secretaria. Step le dice algo y ella se lo queda mirando. Después toman el ascensor hasta la planta baja. Step saluda al portero.

—¿Qué hay, Martinelli? Ofrécenos dos pitillos, vamos.

Martinelli se saca del bolsillo de la chaqueta un paquete blanco de cigarrillos baratos, lo sacude y hace que asomen unos cuantos. Pollo y Step le saquean el paquete. Cogen más de lo debido. Después, sin esperar a que el portero se los encienda, se alejan. Martinelli mira a Step. Qué distinto es de su hermano. Él siempre da las gracias por todo.

En ese momento suena el interfono que está a su lado. Martinelli mira hacia el interior. Es precisamente el del despacho del hermano de Step. Martinelli pulsa el botón.

—Sí, señor Mancini, dígame.

—¿Puede subir un momento, por favor?

—Claro, ahora mismo voy.

—Gracias.

Martinelli toma el ascensor y sube al cuarto piso. Paolo está esperándolo en la puerta de su despacho.

—Pase, Martinelli, por favor. —Paolo le pide que se acomode y después cierra la puerta. El portero permanece frente a él, de pie, ligeramente incómodo. Paolo se sienta—. Por favor, Martinelli, siéntese. —El hombre toma asiento en la butaca que hay delante de Paolo. Se sienta con respeto, casi en el borde, procurando no ocupar demasiado sitio. Paolo cruza las manos y le sonríe. Martinelli le devuelve la sonrisa pero está en ascuas: quiere saber a qué se debe su llamada. ¿Ha hecho algo mal? ¿Se ha equivocado? Paolo suspira. Parece decidido a desvelarle el misterio—. Martinelli, tiene usted que hacerme un favor. —El portero sonríe relajado. Se tranquiliza y se acomoda en la silla.

—Usted dirá, señor. Haré lo que necesite, si está en mi mano.

Paolo se apoya en el respaldo de su butaca.

—No deje entrar nunca más a mi hermano en el edificio.

Martinelli abre unos ojos como platos.

—¿Cómo? ¿Está usted hablando en serio, señor? ¿Y qué le digo? Si su hermano se enfada, haría falta que Tyson estuviera en la portería para detenerlo.

Paolo observa detenidamente a aquel hombre, los trajes grises a conjunto con el color de su pelo y con el de toda una vida. Imagina a Martinelli impidiéndole la entrada a Step en la portería: «Perdone, pero me han dado instrucciones de no dejarlo entrar.» Discuten. Step que se altera. Martinelli que levanta la voz. Step que se rebela. Martinelli que lo empuja afuera. Step que lo coge de la chaqueta, lo estampa contra la pared y todo lo demás, como en una película...

—Tiene razón, Martinelli. No debería habérselo pedido. Déjelo, yo hablaré con él en casa.

El portero se levanta.

—Si necesita alguna otra cosa, señor Mancini, la haré con gusto, de verdad. Pero eso...

—Sí, tiene usted razón. No debería habérselo pedido. Gracias de todos modos.

Martinelli sale del despacho, toma el ascensor y regresa a la planta baja. Se las ha visto negras. ¿Quién podría detener a ese energúmeno? Saca el paquete. Decide celebrar que el peligro ha desaparecido con un sabroso cigarrillo. Menos mal que el señor Mancini es un tipo comprensivo. No como su hermano Step, que le ha sisado medio paquete y ni siquiera le ha dado las gracias. Ni una sola vez.

Y luego dicen que el de portero es un trabajo tranquilo. Martinelli suspira y enciende un MS.

En el cuarto piso, Paolo mira por la ventana mientras experimenta un extraño sentimiento de satisfacción. En el fondo, ha hecho una buena acción: le ha salvado la vida a Martinelli. Vuelve a sentarse. Bueno, tampoco hay que exagerar. Mejor decir que le ha ahorrado un montón de problemas. La secretaria entra en el despacho con algunas carpetas.

—Tenga, éstos son los expedientes que me ha pedido...

—Gracias, señorita.

Ella lo mira un instante.

—Su hermano es un tipo extraño. Ustedes dos no se parecen mucho.

Paolo se quita las gafas en un vano intento por resultar fascinante.

—¿Es eso un piropo?

La secretaria miente:

—En cierto modo, sí. Espero que usted no vaya por ahí preguntándoles a las chicas cuánto cuestan sus bragas...

Paolo sonríe, incómodo.

—Oh, no, por supuesto que no.

Aunque sin gafas no ve demasiado, sus ojos acaban inevitablemente en la blusa transparente. La secretaria se da cuenta pero no se mueve.

—Ah, su hermano me ha dicho que le diga que es usted demasiado bueno conmigo, que no hubiera tenido que pagar, sino dejarlo hacer lo que quería. —La secretaria se vuelve, extrañamente insistente—: Si me permite la pregunta, ¿a qué se refería, señor?

Paolo mira a la secretaria: su hermoso cuerpo, esa falda perfecta e impecable que cubre a medias sus piernas torneadas. Quizá su hermano tiene razón. Imagina a la secretaria medio desnuda con Step, que le arranca las braguitas. Se excita.

—A nada, señorita, era sólo una broma.

La muchacha se va, ligeramente desilusionada. A Paolo apenas le da tiempo de ponerse las gafas y enfocar esa provocativa espalda que se aleja más o menos profesionalmente.

¡Qué cojones! Hubiera tenido que dejar que lo hiciera. Si Step no le devuelve ese dinero, será el peor negocio de los últimos años. No, el peor no. Ése lo ha hecho el señor Forte: ha confiado sus graves problemas fiscales a un asesor financiero que aún debe resolver sus problemas familiares. Uno no puede pasarse la mañana discutiendo con su hermano y al final pagarle para evitar que le quite las bragas a su secretaria.

Con un sentimiento de culpa, Paolo vuelve al expediente del señor Forte.