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Los orígenes de las guerras

Para hacernos una idea general de un periodo histórico, se aprende mucho mirando los frutos de su legado, lo que en el caso del siglo XVII no es sino el mundo (dejando aparte China y Japón) que conocemos hoy en día.

En el siglo XVII, Galileo, Newton y compañía sentaron las bases de la moderna ciencia. Descartes y Spinoza alteraron la historia de la filosofía, Hugo Grocio fundó el derecho internacional, y Hobbes y Locke establecieron los fundamentos de la teoría política moderna. Hubo una reorganización de Estados europeos independientes y centralizados que competían por expandirse en el extranjero y luchaban entre sí en el continente, de una manera continua y cada vez más complicada y que exigía rápidos avances tecnológicos, avances que, a su vez, proporcionaron a las potencias europeas superioridad sobre los pueblos que colonizaban en América, África y Asia.

El siglo XVII presenció el declive de España y el auge de Francia como potencia. España había basado su poderío del siglo anterior en el flujo de oro procedente de sus posesiones transatlánticas; hacia finales del siglo XVII Francia era la nueva superpotencia. Su lenguaje era el lenguaje internacional, y su cultura era la dominante hasta tal punto que incluso dos siglos más tarde las élites aristocráticas de Europa aún hablaban francés para la diplomacia y la vida social.

Pero el poder de Francia, basado en parte en la devastación de las zonas germanohablantes de Centroeuropa en la guerra de los Treinta Años y parcialmente en el reinado e influencia de Luis XIV en la segunda mitad del siglo, hizo que otros países europeos se unieran contra ella. Francia arrastró los centros de gravedad político y económico hacia el oeste, pero los grandes beneficiados de este cambio fueron las Provincias Unidas e Inglaterra. La acumulación de riquezas por parte de esta última allanó el camino en los siglos posteriores a las revoluciones agrícola e industrial que convirtieron a Gran Bretaña en una superpotencia mayor que la Francia de Luis XIV.

Entre los principales hechos que explican muchas de las transformaciones e innovaciones del siglo XVII están sus guerras, especialmente la guerra de los Treinta Años, en el corazón del continente, y, posteriormente, los conflictos diversos que pueden denominarse «guerras anglo-neerlandesas». Éstas se libraron principalmente en los mares, como correspondía a dos potencias con intereses coloniales; acabaron con una alianza entre ambas naciones que sobre todo benefició a Inglaterra pese a que ésta no puede verse como la clara vencedora de las batallas previas.

Todos estos conflictos fueron asuntos sucios y complicados. Pero es importante tener a mano un resumen de ellos, especialmente de la guerra de los Treinta Años, y ofrecer un cierto esbozo de las raíces, transcurso y resultados de lo que fue una devastadora y terrorífica serie de combates por todas partes de una Europa exhausta en la que millones de personas murieron por las batallas, las hambrunas, las enfermedades y saqueos. Los varios bandos enfrentados alternaban éxitos y fracasos, y los resultados de las campañas sumaban y restaban, sin dar un resultado claro; los ejércitos atravesaban Europa, arrasando cosechas, quemando pueblos, violando y asesinando civiles, robando y saqueando… y todo, durante treinta largos y abominables años.1

La guerra de los Treinta Años fue el último conflicto plenamente internacional inspirado por la religión en Europa (al menos, hasta el momento) y resultó inevitable a causa de la Reforma que tuvo lugar en el siglo anterior. En contraste, las guerras posteriores del siglo fueron, aunque frecuentes, más limitadas en cuanto a objetivos y duración. Tal es el caso de las guerras anglo-neerlandesas, libradas para hacerse con el dominio marítimo necesario para el control del tráfico y posesiones de ultramar, un preludio para la acelerada expansión imperialista por parte de ambos bandos, especialmente de Inglaterra. Todos estos conflictos, junto con las continuas disputas librándose en todas partes de Europa y la guerra civil en Inglaterra, provocaron una reconfiguración de la mentalidad y carácter europeos de modos a veces inadvertidos, como tan a menudo ocurre en momentos turbulentos.

La afirmación de que la guerra de los Treinta Años fue el último gran conflicto religioso en Europa queda elegantemente reflejada por C. V. Wedgwood cuando señala que, cuando la guerra acabó con la Paz de Westfalia, en 1648, la gente «por fin comprendió la futilidad de poner a prueba con la espada sus creencias mentales. En lugar de ello, se rechazó la religión como una excusa por la que luchar, y se buscaron otras».2 Esto se aplica a Europa y al mundo en el que ésta influyó: lamentablemente, no es así para los elementos más radicales de entre los devotos actuales del islam, y puede que nunca lo haya sido. Obviamente, la guerra de los Treinta Años no tuvo que ver exclusivamente con la religión (había en juego, también, cuestiones dinásticas y económicas, por no hablar de los factores demográficos y climatológicos), pero estaba tan íntimamente asociada al deseo del sacro emperador romano, Fernando II, alimentado por su confesor jesuita, Guillermo Lamormaini, de reclamar para el catolicismo lo que había perdido a manos del protestantismo, que todas las grandes alianzas excepto una discurrían por líneas religiosas. La excepción era Francia, un país católico reacio a ver crecer la influencia de los Habsburgo, que es la razón por la que se alineó con el bando protestante en la disputa, aunque no lo hiciera por las razones del protestantismo.

Esta visión es contraria a la del historiador Peter H. Wilson, el más reconocido estudioso de la guerra de los Treinta Años, cuya voluminosa y magistral narración de la guerra tiene una de sus bases en la afirmación de que no fue principalmente religiosa.3 Con todo respeto a su experta opinión, y aun aceptando que había otros importantes factores en juego, esto es difícil de aceptar. Tomemos solo tres de entre los muchos ejemplos que sostienen nuestra tesis, los dos primeros, que discutiremos ahora mismo, y el tercero, que aparecerá lo largo de todo el libro: la Defenestración de Praga, que fue el detonante inmediato de la guerra; el Edicto de Restitución, que prolongó la guerra, y el telón de fondo general, evidenciado en la constante lucha de los intelectuales europeos por liberarse de las exigencias de la ortodoxia religiosa. Es imposible hallar sentido al conflicto sin apelar al marco general de divisiones confesionales que, por su propia naturaleza, lo explican. Todos los contemporáneos de la guerra, y casi todos los historiadores desde entonces, así lo han visto. En el caso de los últimos, especialmente, la percepción es la realidad.

La guerra de los Treinta Años tiene dos capítulos claramente diferenciados. Comienza en 1618, con la revuelta bohemia, de la que la Defenestración de Praga fue un momento crucial, y durante la siguiente década fue tan favorable a los Habsburgo que provocó que el emperador Fernando II y Lamormaini cometieran un grave error político: promulgar el Edicto de Restitución, el 6 de marzo de 1629. El edicto exigía que propiedades originalmente pertenecientes a la Iglesia católica, pero en propiedad de los protestantes desde la Paz de Augsburgo de 1555, regresaran a titularidad católica. Este esfuerzo de carácter retroactivo por ayudar materialmente a los Habsburgo implicó el cambio de control de Bremen, Magdeburgo, una docena de obispados y más de cien casas religiosas extendidas a lo ancho de los varios estados alemanes. Incluso pese a que nunca se llegó a hacer plenamente efectiva, su consecuencia inmediata fue que miles de protestantes huyeran de sus nuevos amos —muy dispuestos a poner en práctica la ortodoxia católica entre quienes se quedaran— hacia estados protestantes. El edicto indignó a los dos principales electores protestantes, Jorge Guillermo de Brandemburgo y Juan Jorge de Sajonia, que se negaron a asistir a una reunión imperial en 1630, convocada por Fernando para reconocer a su hijo como Rey de los Romanos (y, por tradición, como heredero al trono del Sacro Imperio).

Las tensiones que indujo el Edicto de Restitución impulsaron al rey Gustavo Adolfo de Suecia a ver una oportunidad donde había un deber. El deber era acudir en ayuda de la causa protestante, lo que, a la vez, le proporcionaba la oportunidad de aumentar sus posesiones y, por lo tanto, sus (en aquel momento, escasos) ingresos. En 1630 invadió Pomerania, en el norte de Europa, y al hacerlo, cambió el curso de la guerra: no por dar ventaja a los protestantes, sino por mellar el filo de la causa católica, mejor organizada. En cierto sentido se puede decir que su intervención prolongó la guerra otros dieciocho años, pero también que el fracaso final del proyecto de los Habsburgo y los jesuitas de recuperar toda Europa para el catolicismo habría constituido una causa justificada.

Como estos acontecimientos demuestran, los orígenes de la guerra subyacen (como tan a menudo ocurre con las guerras) en un tratado de paz: la propia Paz de Augsburgo, que se firmó mucho antes, en septiembre de 1555. Se trataba de un asunto chapucero, visto por el entonces emperador, Fernando I (quien había sucedido a su hermano Carlos V tras su abdicación), como una medida temporal para acabar con las disputas engendradas por el gran cisma religioso de la Reforma. Los luteranos, bajo el liderazgo del entonces elector de Sajonia, no lo veían así, sino como un acuerdo permanente que reconocía su derecho a existir en el Imperio. Fue el resultado de tensiones que se habían ido acumulando a lo largo de muchos años, una consecuencia común de la Reforma.

En un intento de aplacar las tensiones entre sus súbditos católicos y luteranos, Carlos V ya había proclamado antes, en 1548, un acuerdo incluso más temporal, conocido como Ínterim de Augsburgo, del que esperaba que diera tiempo a las confesiones religiosas a solventar sus diferencias y reunirse. Pero al permitir que los sacerdotes pudieran casarse y que se pudiera tomar la comunión en las dos especies (pan y vino), el Ínterim lo que en realidad hizo fue agudizar las diferencias en lugar de allanar el camino para superarlas. Esto fue porque los luteranos veían el Ínterim como algo muy católico en sus líneas generales, pese a los compromisos liberalizadores en cuanto al matrimonio sacerdotal y la comunión.

Diecisiete años antes, los príncipes protestantes del Imperio habían formado una alianza defensiva, liderada por los electores de Hesse y Sajonia, para proteger los intereses de su religión reformada. Se la denominó Liga de Esmalcalda. En los años siguientes, miembros de la Liga confiscaron muchas propiedades católicas y expulsaron a una gran parte del clero católico, promoviendo así, con éxito, el luteranismo en el norte de Alemania. Mientras Carlos estaba distraído por las hostilidades con Francia, de larga raigambre, y con el Imperio otomano, la Liga de Esmalcalda extendía sin impedimentos el luteranismo. Pero en cuanto Carlos firmó tratados con sus mayores enemigos, pudo ocupar su atención en la Liga, derrotarla en combate y obligar a sus miembros a aceptar el Ínterim de Augsburgo.

Los efectos pacificadores del Ínterim fueron de vida breve. A los pocos años, la insatisfacción movió a la Liga de Esmalcalda a revolverse abiertamente contra Carlos, y esta vez el emperador se vio obligado a firmar en términos menos atractivos para él, primero en la Paz de Passau, en 1552 (una capitulación en más de un sentido, debido al agotamiento por haber pasado más de tres décadas luchando en demasiados frentes) y, posteriormente, en 1555, en la propia Paz de Augsburgo.

Este último acuerdo tiene una inmensa importancia histórica, puesto que otorgaba reconocimiento oficial al luteranismo en el Imperio, y establecía el principio de cuius regius, eius religio (la religión del gobernante es la religión del Estado). Nótense las palabras «al luteranismo»: por aquel entonces no había príncipes calvinistas, aunque pronto los habría, y en ocasiones, las tensiones entre calvinistas y luteranos serían tan intensas como entre protestantes y católicos.

Sin embargo, la china más puntiaguda en el zapato fue la parte de la Paz de Augsburgo titulada Reservatum ecclesiasticum o «Secularización». Preveía que tras la fecha de aceptación del tratado por parte de la Dieta Imperial, entonces reunida en Augsburgo, no podrían pasar más tierras católicas a control protestante. Como cláusula, pronto se la desobedeció más que se la aceptó, pues en cuanto los jefes de Estado se convertían al luteranismo comenzaban a aplicar el principio cuius regio, obligando a sus tierras a aceptar su preferencia personal, de modo que para la época del inicio de la guerra de los Treinta Años ya era papel mojado. El peligro que representaba estaba claro para todos: en la Dieta de Ratisbona, en 1608, los príncipes protestantes pidieron una reafirmación de los principios de Augsburgo ante la exigencia imperial de que se devolvieran tierras que habían sido católicas, y cuando se les negó esta afirmación, se marcharon de la reunión. Lo hicieron otra vez en 1613, que fue la última vez que se reunió la Dieta hasta 1630. Los éxitos de los Habsburgo en los diez primeros años de la guerra proporcionaron a Fernando II y a Lamormaini suficiente confianza injustificada como para impulsar unilateral y retroactivamente la Reservatum, lo que hicieron promulgando el ya mencionado Edicto de Restitución.

La consecuencia del Edicto fue, a largo plazo, desastrosa para la causa de los Habsburgo, y, por lo tanto, para la del catolicismo. La transferencia de riquezas y propiedades de vuelta a manos católicas; la designación de supervisores imperiales en las áreas del Imperio que habían estado libres de control imperial directo durante un siglo; las imposiciones de exigencias católicas a protestantes que, por lo tanto, huyeron a zonas protestantes, llevándose con ellos sus agravios; la alineación de príncipes previamente neutrales con la causa protestante; la decisión por parte de Francia de ser más activa a la hora de oponerse a todo incremento de poder por los Habsburgo y, sobre todo, los renovados impulsos del rey de Suecia, Gustavo Adolfo, para invadir Pomerania, se sumaron hasta que la causa de los Habsburgo se hizo insostenible. Así fue como la marea de los acontecimientos cambió, aunque en los veinte años que tardaría aún en acabar la guerra hubo mucho sufrimiento.

Pero aunque el edicto motivó el cambio de curso de la guerra, hubo otra razón, más relevante, por la que la Paz de Augsburgo del siglo anterior causó la guerra en primer lugar.

En 1606 ocurrió un incidente en la pequeña ciudad luterana de Donauwörth, a orillas del Rin. El ayuntamiento promulgó un decreto por el que prohibía a los miembros de la minoría católica de la ciudad manifestar públicamente su fe. Los católicos se manifestaron y la manifestación se convirtió en disturbios. El entonces emperador, Rodolfo II, tomó medidas punitivas: revocó los privilegios de la ciudad y purgó el Ayuntamiento de sus miembros luteranos, colocando a católicos en su lugar. Esto contravenía directamente los términos cuius regio de la Paz de Augsburgo.

Luego Rodolfo II sacó Donauwörth del Círculo de Suabia, una de las diez circunscripciones o distritos administrativos del Imperio, y la recolocó en el de Baviera. El director del Círculo de Suabia era un luterano; el del Círculo de Baviera, un campeón de la causa del emperador y el catolicismo, el duque Maximiliano de Baviera.

Las medidas de Rodolfo alarmaron e indignaron no solo a los ciudadanos de Donauwörth, sino a todos los príncipes y pueblos protestantes del Imperio. Pese a sus diferencias en cuestiones de opinión, doctrina o política, los príncipes se mostraron unidos en contra de la ruptura de aquellos principios de Augsburgo que les habían convenido, de modo que crearon una nueva liga protectora, la «Unión Evangélica». Tomó forma oficialmente en 1608, con Federico V, elector del Palatinado, como su líder.

De cara a las apariencias, Federico V era la elección natural para el papel, por su condición de elector imperial y por ser un calvinista decidido a resistir las intrusiones católicas. Pero en realidad Federico no era una buena opción. Era dubitativo, tímido, no muy inteligente y muy dependiente de las opiniones de los demás, sobre todo en las de su consejero, Cristián de Anhalt. En términos generales, un líder poco capaz, si tiene la fortuna de tener un consejero sabio, puede dejar los asuntos en manos de este último, y el plan funciona porque el consejero puede, como Teucro tras el escudo de Áyax, ser más efectivo por ser poco visible. Pero, lamentablemente, Cristián no era mucho más astuto que Federico, y aunque tenía mucho encanto y una alta autoestima, no estaba a la altura de las complejidades de su época, complejidades que, en realidad, empeoró por su exceso de ambición.

Los electores de Sajonia o Brandemburgo habrían sido mejores líderes para la Unión Evangélica, pero el problema era que el primero era un luterano y el segundo, un calvinista, y su desprecio mutuo era tan grande como el que sentían por los católicos: esto era especialmente cierto en cuanto al desprecio de Juan Jorge de Sajonia hacia los calvinistas. Además, ninguno de los dos pensaba que el intento católico contra privilegios y tierras protestantes fuera tan importante como Federico V y los demás lo pintaban.

En 1608, Enrique IV de Francia aceptó ser el mecenas de la Unión Evangélica, no porque estuviese regresando a sus antiguas lealtades protestantes —estaba, por aquella época, en su segunda y final fase como católico, por mera conveniencia: «París bien vale una misa», dijo, tras asegurarse la Corona francesa—, sino porque veía la utilidad de que Francia emplease a la Unión como contrapeso al poder de los Habsburgo. Como es lógico, esto subía las apuestas, de modo que, como reacción, los príncipes católicos crearon su propia organización, la Liga Católica, y escogieron a la persona más obvia como líder, el duque Maximiliano de Baviera. Su mecenas oficial era Felipe III de España, primo de Rodolfo II. Hasta que sus acciones con Donauwörth indignaron a sus súbditos protestantes, Rodolfo había parecido neutral con respecto a todos los bandos de las divisiones religiosas de su Imperio, ansioso por no polarizar aún más los sentimientos de sus súbditos. El cambio de rumbo suponía una amenaza para el inestable equilibrio. Pero no desencadenó una guerra en aquel momento porque, al haber ido volviéndose progresivamente loco y fuera de control, Rodolfo ya no estaba totalmente a los mandos del Imperio. Su hermano Matías lo había ido dejando poco a poco de lado hasta que, finalmente, en 1612, lo sustituyó como emperador.

Pero una polarización incluso más profunda fue consecuencia inevitable de la existencia de dos ligas opuestas, basadas en sus diferencias religiosas. Un ejemplo inmediato del peligro se dio en 1609, cuando del duque de Jülich y Cléveris murió. Ambas ligas se enfrentaron no respecto a qué príncipe, sino a qué religión debería heredar el territorio. El finado duque había sido católico, pero sus herederos más directos eran protestantes: el elector de Brandemburgo y Felipe Luis de Neoburgo. Para empeorar aún más las cosas, el ducado de Jülich y Cléveris se ubicaba a ambos lados de la ambigua ruta que conectaba las posesiones italianas de España con sus territorios en los Países Bajos, una ruta conocida como «Camino Español». Era un activo clave para la causa de los Habsburgo, pues por ella circulaban tropas y suministros para los Países Bajos españoles. Es lógico, pues, que los Habsburgo estuviesen ansiosos por impedir que el ducado cayera en manos protestantes.

En medio de esta inflamable situación, la Liga Católica buscó el apoyo de Felipe III de España, mientras que la Unión Evangélica buscó el de Enrique IV de Francia, y la guerra comenzó a amenazar. En este momento crucial, un jesuita fanático asesinó a Enrique IV: una cruel ironía, dado que Enrique había permitido el regreso de los jesuitas tras su expulsión por parte del rey precedente, e incluso les había entregado el palacio en el que nació, La Flèche, para usarlo como escuela en la que poder educar a más de los suyos. René Descartes fue alumno de la famosa institución, y estaba presente cuando trasladaron a ella el corazón de Enrique IV para que lo enterraran allí. También Marin Mersenne fue alumno allí.

La viuda de Enrique, María de Médici, se convirtió en regente, dado que su hijo Luis XIII era aún un niño. Marie realizó de inmediato un acercamiento a España, eliminando de un plumazo el apoyo a la Unión Evangélica. Sin Francia, la Unión tenía pocos ánimos para enfrentarse militarmente a la Liga Católica, y quizás hubiera tenido pocas oportunidades reales de ganar de haberlo hecho.

Pero pronto hubo un nuevo giro del guión: Felipe Luis de Neoburgo, siguiendo el ejemplo de Enrique IV, decidió convertirse al catolicismo y remachó la jugada ofreciendo casarse con la hija del duque Maximiliano. Esto dio lugar a una limpia jugada de compromiso: en el Tratado de Xanten, firmado en 1614, el ducado de Jülich y Cléveris se partió entre el reciente católico Felipe Luis y el todavía protestante elector de Brandemburgo. El primero recibía Jülich para su hijo, mientras que Cléveris pasaba a Brandemburgo.

El resultado de esta peligrosa serie de acontecimientos no evitó la guerra, solo la demoró. Lo único que faltaba para que estallara un conflicto más generalizado era una serie de detonantes. Uno de estos esperaba en el Palatinado, donde el elector Federico V y Cristián de Anhalt leían augurios rosacruces que vaticinaban un salvador protestante para Europa, así como predicciones astrológicas de la inminente grandeza de Federico. Estas indicaciones, tal y como ellos las veían, los disponían a favor de creerse los informes de los agentes de inteligencia de Cristián, según los cuales el Sacro Imperio caería cuando el emperador Matías muriese. Cristián lo creía porque parecía que los esfuerzos de Matías, desde 1612, no habían conseguido superar las tensiones y divisiones en el seno del Imperio (en efecto, ni siquiera se habían gestionado bien). Un mero vistazo a un mapa de Europa de la época parecía mostrar por qué: las posesiones imperiales se extendían tanto sobre diferencias de fe, cultura y lenguaje como lo hacían geográficamente, porque comprendían no solo los electorados y ducados alemanes, sino la propia Austria, Carintia, Carniola, el Tirol, Estiria, Bohemia, Hungría y parte de Transilvania. En aquella época gran parte de Hungría se encontraba en manos otomanas, y el resto formaba un feudo casi independiente a cargo de la nobleza magiar.

Pero el problema más complicado de todos era Bohemia. Bohemia y sus tres provincias dependientes, Moravia, Lusacia y Silesia, tenían cada una su propia capital, cada una con su Dieta independiente. La población de las cuatro regiones era mayoritariamente eslava y protestante, con cierta minoría alemana de católicos y protestantes. Lo que constantemente irritaba a los Habsburgo era que la monarquía bohemia fuera electiva. Esto significaba que los Habsburgo tenían que prestar mucha atención a las tradiciones locales para retener la Corona bohemia. Hasta entonces los Habsburgo habían tenido, en general, éxito; ahora, las tensiones en el Imperio causaban incertidumbre en los bohemios y en los demás con respecto a que los Habsburgo pudieran seguir teniéndolo.

Ninguno de los emperadores, en las décadas previas a 1618, consiguió establecer un control unitario sobre su diverso imperio, ni una autoridad genuina sobre sus partes más autónomas. Alternaban entre tácticas de mano dura y estrategias de concesiones, una y otra vez con consecuencias no deseadas. En Donauwörth, Rodolfo II escogió la represión; con las dietas bohemias escogió las concesiones al darles una «Carta de Majestad» que reforzaba su independencia. En realidad, ambas elecciones debilitaban al Imperio. Cuando, consiguientemente, Matías perdió el trono, Cristián de Anhalt y Federico creyeron que había llegado su momento. Estaban equivocados. Habían juzgado de modo completamente equivocado al hombre que sustituyó a Matías en 1617. Era el archiduque Fernando de Estiria, que pronto sería proclamado como emperador Fernando II. Era un personaje mucho más resuelto, nada interesado en hacer concesiones, y se encontraba bajo el influjo de su ambicioso confesor, el jesuita Guillermo Lamormaini, antes mencionado.

Fernando tomó el poder justo cuando la situación en Bohemia escapaba al control, desde el punto de vista imperial, y ofreció, por lo tanto, el detonante de la guerra. Matías había indignado a sus súbditos bohemios al designar a católicos en las posiciones más importantes del Consejo de Regentes, en Praga. La primera acción de los regentes, prefigurando el Edicto de Restitución, que vendría diez años después, y con consecuencias tan poco pacíficas como aquel, fue insistir en el mismo argumento de siempre: ordenaron que todas las entidades religiosas regresaran a la situación original de su fundación. Esto implicaba que todas las iglesias protestantes, así como sus dotaciones y propiedades, debían volver a manos católicas. Los bohemios se rebelaron de inmediato. El 22 de mayo de 1618, una multitud marchó hacia el Castillo de Praga, liderada por los «defensores» al mando del conde Matías Thurn. Apresaron a dos de los regentes más importantes y los tiraron por una ventana. Fue la famosa «defenestración de Praga». Los aterrorizados regentes cayeron en un estercolero, veinte metros por debajo de la ventana, más heridos en su dignidad que en sus extremidades. La posterior propaganda católica aseguraría que unos ángeles, o la Virgen María, los habían atrapado a media caída y depositado suavemente sobre el estercolero. Este último detalle (¿por qué en un estercolero?) no quedaba explicado en la propaganda.

Los perjuicios que sufriría Bohemia como consecuencia de ello serían mucho peores que los sufridos por los regentes. Se habían impugnado las sagradas leyes de la diplomacia y la representación imperial, y había sido un insulto directo a la propia autoridad imperial. Los bohemios se dieron cuenta de que la suerte estaba echada y no tenían más opción que seguir hacia delante. Constituyeron una junta de representantes para administrar el reino, invitaron a otras tres provincias a unírseles y reclutaron un ejército. Enviaron al emperador una carta pidiéndole que desde entonces en adelante las cuatro provincias fueran autónomas, y que solo protestantes pudieran ocupar empleos oficiales. No se trataba de exigencias que un emperador fuera a conceder con gusto, y menos aún el recién coronado Fernando.

Matías murió en 1619 y comenzó el proceso de elección de Fernando. Creía tener en el bolsillo los siete votos necesarios para acceder al trono imperial, como había sido casi siempre el caso en lo que era un ejercicio meramente formal y teórico. Obviamente tenía a los tres arzobispos electores en el bolsillo, había sido elegido rey de Bohemia en 1617 y por tanto tenía también su propio voto; como casi siempre, los tres electores protestantes de Sajonia, Brandemburgo y el Palatinado estaban enfrentados entre sí y, por tanto, no estaban en situación de proponer una alternativa a Fernando. En cualquier caso, no había ninguna alternativa.

Pero los estados bohemios iban a desbaratar las confiadas expectativas de Fernando, pues estaban reconsiderando sus relaciones con él. Las nuevas circunstancias propiciadas por la Defenestración les ofrecían la oportunidad de tomar un camino independiente y buscarse un príncipe protestante. Y lo hicieron: votaron por destronar a Fernando y escoger a Federico V del Palatinado como su sustituto.

Federico preguntó a su suegro, Jacobo I de Inglaterra, si debía aceptar la Corona. También pidió consejo a sus colegas de la Unión Evangélica, así como a su propio Consejo. Todos se mostraron de acuerdo de manera inequívoca: le recomendaron no hacerlo. Federico debería haber tenido el tino de hacer caso a tal coincidencia de opiniones. Pero le pesaban más los puntos de vista de dos personas más cercanas en todos los sentidos: su esposa, Isabel Estuardo, hija de Jacobo I de Inglaterra, y su canciller Cristián de Anhalt. Invocando lo sincero de su compromiso con el protestantismo y citando las profecías y pronósticos que habían extraído de sus estudios de lo arcano, Isabel y Cristián urgieron a Federico a aceptar la invitación de los bohemios. Por lo tanto, eso hizo, anunciando de modo grandilocuente que sentía que se trataba de una llamada divina a liderar la causa protestante y que estaba obligado a obedecerla.

La revuelta de Bohemia contra el Imperio quedaba así completa: había empezado la guerra de los Treinta Años. Fernando II anunció que el electorado de Federico y sus territorios del Palatinado quedaban requisados debido a su traición. Ofreció el electorado y el Alto Palatinado al duque Maximiliano de Baviera. Prometió el Bajo Palatinado, el área que quedaba al oeste del Rin, perfecta para reforzar el Camino Español, a sus parientes Habsburgo españoles. Ofreció Lusacia a su príncipe vecino, Juan-Jorge de Sajonia, dividiendo así la causa protestante. De esta manera tuvo a su disposición los ejércitos de Maximiliano, España y Sajonia.

Federico V llegó a Praga mientras estos ejércitos estaban concentrándose. Con él llegó su séquito de calvinistas alemanes. Los luteranos de Bohemia sintieron muy pronto una profunda aversión por ellos: las diferencias doctrinales entre luteranos y calvinistas eran profundas. Como manera de manifestarse en contra de Fernando II, algunos Estados (Suecia, Venecia, Dinamarca y las Provincias Unidas de los Países Bajos) habían reconocido el acceso de Federico al trono de Bohemia, pero ninguno de ellos tenía intención alguna de enviarle ejércitos para que se mantuviera en él. Su suegro Jacobo I de Inglaterra lo abandonó. Los bohemios no tardaron mucho en darse cuenta de que la elección para su trono de Federico, con sus modales tímidos y dubitativos, sus principios calvinistas, sus desagradables cortesanos alemanes y su falta de apoyos internacionales, había sido un grave error.

Se llama a Federico el «Rey de un Invierno» porque ocupó su trono durante un periodo muy corto de tiempo, desde invierno de 1619 a otoño de 1620, cuando comenzó la campaña para derrocarlo. Sus territorios del Palatinado se rindieron sin lucha al saqueo de los soldados españoles y del duque Maximiliano. Juan Jorge de Sajonia se quedó con Lusacia cómodamente, sin esfuerzo. El 8 de noviembre de 1620, en una sola mañana, en la Montaña Blanca, a las afueras de Praga, el ejército de Maximiliano, de 20.000 hombres, comandado por el astuto conde de Tilly, desbordó a los 15.000 soldados de Cristián de Anhalt. En solo dos ignominiosas horas, Federico y Cristián estaban derrotados: esas dos horas fueron el último vestigio de la resistencia bohemia.

Federico huyó al exilio en las Provincias Unidas, para intentar desde allí recuperar el Palatinado con ayuda. Dejó tras de sí una Bohemia y una Moravia a merced de la salvaje represión del protestantismo por parte de Maximiliano, unida a la condena por lèse-majesté por su revuelta. Se ejecutó a los líderes rebeldes bohemios en la plaza central de Praga: a aquellos que habían blasfemado, además de haberse revuelto, les clavaron las lenguas al cadalso antes de matarlos. Se declaró fuera de la ley al clero protestante y se destruyeron sus capillas. Los jesuitas entraron en enjambre tras el ejército, y tomaron el control de escuelas y universidades. El país entero regresó al catolicismo a punta de espada. El filósofo Descartes se encontraba con las tropas imperiales bajo el mando del conde de Bucquoy cuando éstas capturaron y destruyeron la ciudad morava de Hradisch, a la que, como a las demás que se encontraban en el camino de Bucquoy, se la sometió al terror: las violaciones y masacres eran herramientas habituales para aterrorizar y subyugar, y destruir así toda resistencia al objetivo de los Habsburgo de ver florecer nuevamente el catolicismo.

Aunque estos acontecimientos puedan parecer una victoria de Fernando II y el catolicismo, en realidad eran una victoria pírrica. Ni Francia, al oeste, ni, en el extremo norte de Europa, la pujante potencia que era Suecia serían capaces de mantenerse eternamente al margen mientras crecía el poder de los Habsburgo. El ambicioso rey de Suecia se sentía incómodo ante la potencia que representaba Fernando frente a sus compañeros de religión protestantes, y, como ya hemos mencionado, veía al mismo tiempo una oportunidad para él y para su país en ese peligro. Fernando II había metido la mano en el avispero con sus victorias, excesivamente fáciles y rápidas: en lugar de allanar el camino para que el catolicismo recuperase Europa, había puesto en marcha acontecimientos que, a lo largo de los siguientes treinta años, acabarían provocando su pérdida definitiva.

Conforme estos acontecimientos se daban en el corazón de Europa entre los años 1618 y 1620, otros acontecimientos con consecuencias igualmente importantes sucedían en el resto del mundo, en los márgenes de lo que se conocía en Europa. En mayo de 1619, soldados de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales tomaban la ciudad indonesia de Jayakarta (Yakarta), la quemaban hasta sus cimientos y así establecían los principios de su dominio sobre la zona que se conocería en adelante como las Indias Orientales Holandesas.

Los holandeses habían llegado a las Indias Orientales veinticinco años antes, con la intención de penetrar en el tráfico internacional de especias. Tensiones con los comerciantes ingleses de la zona, así como con el gobernante del puerto de Jayakarta en el río Ciliwung, llevaron a la acción militar mencionada. Los holandeses llamaron Batavia a la nueva ciudad y el mercado que se levantaron sobre las ruinas de Jayakarta, en honor a la antigua tribu germánica de los bátavos, de la que los holandeses aseguraban descender. El nuevo nombre perduraría 300 años.

Al mismo tiempo, a las Indias Occidentales, en el otro extremo del mundo, comenzaban a llegar esclavos africanos en números cada vez mayores para trabajar en las plantaciones de azúcar. Las poblaciones nativas originales, esclavizadas por los colonos españoles, estaban al borde de la extinción, y los esclavos africanos que ocuparon su lugar morían a un ritmo mayor del que se necesitaba para sustituirlos. A partir de 1612 comenzaron a fundarse colonias francesas e inglesas en el Caribe, lo que incrementó la demanda de esclavos africanos conforme la agricultura se extendía rápidamente por las islas en respuesta a la demanda de sus productos desde Europa.

Posiblemente uno de los acontecimientos más importantes, y menos percibidos en su época, fue el primer establecimiento de peregrinos en la costa este de Norteamérica, al sur de la Bahía de Massachusetts. El grupo, que denominó Plymouth a su nueva colonia, se enfrentó a graves adversidades y no prosperó; no sería hasta que se fundaran colonias más organizadas en Cabo Ann y Salem, a donde llegó la «Flota Winthrop» en 1630, que la punta de lanza en Nueva Inglaterra sería segura. Pero se había desencadenado una serie de acontecimientos que ni los «indios» algonquinos de Massachusetts ni los bandos en guerra de Europa podrían haber previsto.

En Europa, la guerra de creencias proseguía en paralelo a la de los disparos. En febrero de 1619, Lucilio Vanini (conocido como Julio César Vanini) fue ejecutado por «ateo y blasfemo» en Toulouse. Le cortaron la lengua antes de estrangularlo y quemarlo en la Plaza de Salin, otra víctima de la intolerancia de la Iglesia hacia opiniones que pusieran en duda la doctrina más ortodoxa. Su historia se contará más a fondo en las siguientes páginas.