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La época en la historia de la humanidad

Durante miles y miles de años la mayoría de humanos pensaban en la Tierra como centro del universo, y en sí mismos como centro de ese centro, más o menos como lo hace un niño. Pero dado que en Europa, en algún momento dado, a ambos lados de una línea divisoria, esta visión cambió espectacularmente, es el momento de parar y preguntarse por qué y cómo ocurrió eso. Una respuesta (la correcta, aunque poco útil) es, evidentemente: por toda la historia que condujo a ese momento. Pero la parte crucial de esta respuesta correcta es que el cambio fue uno de paradigma, que implicó un giro de noventa grados de perspectiva que trajo consigo una imagen completamente nueva del mundo (la nuestra, la actual) y que fue un cambio que ocurrió con una notable rapidez. Hubo un punto de inflexión y después un efecto en cascada, de un modo muy habitual en los asuntos humanos. Pero éste no era un punto de inflexión común.

Hoy en día hay quien habla y escribe acerca de esta revolución del pensamiento como si hubiera sido algo inevitable, cuyos rasgos principales se hubieran convertido en un lugar común de nuestro pensamiento. Pero hacer eso significa obviar la importancia de lo que se jugaban aquellos que realizaron el cambio y muchos más a los que se les presentó, a veces de modo alarmante e incómodo. Otras tradiciones de pensamiento, habitualmente las religiosas, han reclamado otros momentos de cambio (el éxodo de un pueblo desde su esclavitud, una revelación en la cima de una montaña, la declamación de un profeta), pero todos esos acontecimientos, o supuestos acontecimientos, forman parte integrante de la infancia de la mente humana. Pueden ser mejores candidatos el genio de la era clásica y el estado de madurez de partes del mundo bajo el Imperio romano, o en China, bajo la dinastía Tang. Pero la historia del modo en que la gente habitualmente educada e inquisitiva ha visto el mundo, y por qué lo ve de ese modo, era de una manera antes del siglo XVII, y de otra totalmente distinta tras él.

Y este cambio tuvo importantes implicaciones en muchos otros aspectos, dado que la disposición de la sociedad, la moralidad, la educación y, en realidad, las vidas cotidianas de millones de personas estaban controladas por la mentalidad premoderna de modos que durante miles de años habían mantenido iguales los aspectos y perspectivas fundamentales de la existencia humana. En los 400 años que han pasado desde que se iniciara esta revolución, el mundo ha cambiado más que en toda su historia anterior. Ésa es la medida de la cosa: ésa es la razón por la que el periodo a considerar es la época de los asuntos humanos.

Si parece una afirmación exagerada, ténganse en cuenta los dos ejemplos siguientes. En 1606 se estrenó Macbeth. Shakespeare se apoyó en las creencias de su público en el Banqueting Hall de Whitehall,* donde tuvo lugar el estreno, para presentar el asesinato de un rey como algo que subvertía el orden de la naturaleza, hasta tal punto que los caballos se devoraban entre ellos y los búhos atacaban a los halcones en pleno vuelo y los mataban. En 1649, solo una generación más tarde, se ejecutaba públicamente a un rey ante una muchedumbre en Whitehall. Es posible que personas presentes en el estreno de Macbeth presenciaran la decapitación de Carlos I. La idea de la naturaleza sagrada de la realeza, como se presentaba en Macbeth, había sido rechazada, para la época de la guerra civil, sustituida por nuevas ideas acerca de la naturaleza y el ejercicio de la autoridad política, y aunque pasaría aún una generación más antes de que estas nuevas ideas se tradujeran del todo de un modo práctico y estable (en Inglaterra, al menos: la «revolución gloriosa» de 1688, en la que el Parlamento depuso a un rey y puso a un sustituto de su propia elección) la diferencia era ya palpable.

Éste es un ejemplo de un cambio de perspectiva en un país, aunque tuvo consecuencias para gran parte del mundo, dada la extensión globalizadora de la ideología política representada. Un cambio de mayor alcance incluso se puede observar en el siguiente ejemplo, extraído de climas más soleados.

En 1615, Paolo Antonio Foscarini, un fraile carmelita, envió al cardenal Bellarmino, del Vaticano, un informe en el que argumentaba que el modelo heliocéntrico del universo de Copérnico era coherente con las Escrituras. Bellarmino, con una gélida ironía, le respondió que «si hubiera una verdadera demostración de que el sol está en el centro del universo, y la Tierra en el tercer cielo, y de que el sol no rodea a la Tierra, sino la Tierra al sol, entonces sería necesario andar con mucho cuidado al explicar las Escrituras que parecen contrarias». Poco antes, en su carta, Bellarmino había recordado a Foscarini que

… como usted sabe, el Concilio de Trento prohíbe exponer las Escrituras contra el común consenso de los Santos Padres. Y si Vuestra Paternidad quisiere leer, no digo solo los Santos Padres, sino los comentaristas modernos sobre el Génesis, sobre los Salmos, sobre el Eclesiastés y sobre Josué, encontrará que todos convienen en exponer literalmente que el sol está en el cielo y gira en torno a la Tierra con suma velocidad, y que la Tierra está lejanísima del cielo, y está en el centro del mundo, inmóvil. Ahora considérese prudentemente si la Iglesia podría atreverse a dar a la Escritura un sentido contrario al de los Padres y al de todos los comentadores latinos y griegos.

La advertencia de Bellarmino («prudentemente») no podría haber sido más explícita. Dieciséis años antes de este intercambio de ideas, se había quemado en la estaca a Giordano Bruno en el Campo dei Fiori de Roma por, entre otras cosas, abogar por la idea copernicana. Dieciséis años después de este intercambio epistolar, Galileo fue arrestado y llevado a juicio por la misma razón. De no haberse retractado, lo habrían matado. Entre tanto, en 1619, quemaron en la estaca en Toulouse a Giulio Vanini por exponer una concepción naturalista del mundo. Era mortalmente peligroso exponer tales opiniones libremente.

Pero tengamos ahora en cuenta la publicación, en 1686 (solo cincuenta años después del juicio a Galileo) de la deliciosa e impresionante Coloquios sobre la pluralidad de los mundos, de Bernard Le Bovier de Fontenelle, filósofo cartesiano y autor de gran ingenio. Bajo la apariencia de conversaciones mantenidas durante una serie de paseos vespertinos con una aristocrática dama que se mantiene en el anonimato, Fontenelle presenta y explica la naturaleza del universo según la concebía la «nueva filosofía» del siglo XVII, contrastándola con la visión geocéntrica que ésta desplazaba, y trazando las implicaciones para el autoconocimiento de la humanidad. El resumen que proporciona de la visión copernicana debía ser un prefacio a su argumentación de que, dado que todas las estrellas son soles, es muy probable que haya muchos planetas en torno a ellos, algunos habitados: una visión que en años recientes ha recibido un espaldarazo no solo de la estadística, sino de la observación directa de sistemas planetarios distintos del nuestro, y de planetas como el nuestro.

El universo, explica Fontenelle,

[es] en grande, lo que es un reloj en pequeño, conduciéndose todo en él por movimientos arreglados que dependen de la disposición de las partes (…) que Venus y Mercurio hacen su giro alrededor del Sol, y no alrededor de la Tierra, dejando insostenible en este punto al menos al sistema antiguo (…) Figuraos un alemán, que se llama Copérnico, que desbarata todos estos círculos diferentes, y todos estos cielos sólidos que habían sido imaginados por la Antigüedad; que destruye a unos, y hace pedazos a otros, e inflamado de un noble furor de astrónomo, toma la Tierra y la arroja lejos del centro del universo, donde había estado hasta entonces, y pone en su lugar al Sol, que merecía más bien este honor. Y acabándoseles ya a los planetas sus movimientos alrededor de la Tierra, no pueden tenerla encerrada en medio de sus círculos (…) Todo rueda ahora alrededor del Sol, hasta la Tierra misma…

De haber vivido Fontenelle setenta años antes, en la época de la carta de Bellarmino a Foscarini, o cincuenta años antes, en la época del arresto de Galileo, no hubiera podido publicar libremente esas ideas sin preocuparse por ser castigado o proscrito. Cincuenta años es muy poco tiempo en la historia de la humanidad, pero no siempre lo es en la historia de los asuntos humanos. Y sin embargo, en esos cincuenta años el mundo se había movido hacia delante.

Se podrían poner más y más ejemplos del contraste entre la cosmovisión de casi todo el mundo a principios del siglo XVII (y de los riesgos de pensar de manera diferente) y de la cosmovisión comúnmente aceptada, al menos entre la gente educada, a finales del mismo siglo (y la total desaparición de esos riesgos). Se puede argumentar que casi cada siglo de la historia registrada es interesante por las ideas que ha producido, pero con respecto al siglo XVII en Europa (sin ninguna duda, una época de ingenio) esto es especialmente así.

Es, o debería ser, desconcertante que una explosión tal de ingenio se diera en un siglo tan turbulento: una época de guerras, de disturbios civiles, de la continuación de los conflictos religiosos tras la Reforma, perturbadores y destructivos hasta un punto nunca visto antes en la historia de Europa. ¿Cómo se explica el florecimiento de tal genialidad en medio de tal conflicto? Justifica lo tumultuoso del siglo, de alguna manera, esa genialidad y los cambios? ¿Los causa? ¿O tal vez hubiera habido incluso más innovaciones de haberse tratado de una época de paz? ¿Es sencillamente un misterio que la época de la humanidad se diera en tales circunstancias, o pudiera ser (algo deprimente, cuando se reflexiona sobre sus implicaciones) que los desastres impulsan más rápidamente a la humanidad?

No es solo desde nuestra perspectiva que el siglo XVII tiene un aspecto revolucionario. Como demuestra el ejemplo de Fontenelle, a sus propios habitantes les daba esa impresión. Pongamos como ejemplo el entusiasmo de Jeremiah Horrocks y su amigo William Crabtree el 24 de noviembre de 1639 cuando, encerrados en el desván de este último, efectuaron una espectacular observación científica: un tránsito de Venus, es decir, el paso visible del planeta Venus a través de la faz del sol. Horrocks había calculado la fecha del tránsito estudiando las Tablas Rudolfinas de Kepler acerca de los movimientos planetarios, publicadas doce años antes. Fue un ejemplo de cómo poner a prueba la teoría mediante la observación. Imagine los sentimientos de los dos astrónomos aficionados conforme esperaban ver pruebas reiteradas del sistema copernicano, y, por una importante implicación, de un universo muy diferente al de la creencia tradicional. Vieron lo que esperaban ver, y aun así apenas podían dar crédito: el pequeño punto oscuro de Venus desplazándose lentamente a través de la brillante imagen del Sol proyectada sobre una cartulina en el desván de Crabtree. Horrocks describió cómo su amigo se quedó de pie «como en un trance contemplativo» durante un largo momento, incapaz de moverse, «apenas confiando en sus sentidos, debido al exceso de alegría». La emoción que él y Crabtree sintieron es muy conocida en ambientes científicos: el entusiasmo por ver la corroboración empírica de la teoría.1

Horrocks y Crabtree sabían, evidentemente, que no habían efectuado un descubrimiento. La obra de Copérnico y los telescopios de Galileo ya habían refutado la afirmación del Salmo 104, verso 5 (citado por Bellarmino a Foscarini) de que Dios «fundó la Tierra sobre sus cimientos; nunca se la podrá mover». La novedad estribaba en que Horrocks y Crabtree estaban interpretando lo que presenciaban (un planeta viajando en una órbita interna entre la Tierra y el Sol) de acuerdo a una narrativa de la estructura del universo radicalmente diferente de las que la habían precedido; y con ello, todo un conjunto de implicaciones completamente diferentes para todo lo demás que la humanidad pensaba, esperaba o deseaba creer.

Para ver cuán radical es esta diferencia hay que observar con más detalle las creencias que se estaban abandonando. La admiración de la humanidad por las estrellas y los «vagabundos celestiales» (su nombre, en griego, es el origen de la palabra «planetas»,2 que por entonces eran siete: Sol, Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) viene de muy antiguo. La prueba más antigua fechada de astronomía sistemática es el hueso Ishango, de 25.000 años de antigüedad, hallado en las fuentes del Nilo, con marcas correspondientes a las fases lunares talladas en él. Las cartas estelares babilónicas, 22.000 años más tarde, contenían copiosos detalles que daban fe de muchos siglos de contemplación del cielo y meticulosas anotaciones. Las tablas mesopotámicas eran detalladas porque constituían la base de la adivinación astrológica, pero cuando Tales, en el siglo VI a.C., y, medio milenio más tarde, el astrónomo Claudio Ptolomeo de Alejandría, emplearon la información que contenían esas tablas, lo hicieron con un objetivo genuinamente proto-científico, en lugar del profético. Como Horrocks muchos siglos después, Tales empleó los datos para efectuar una predicción, en su caso, la de un eclipse solar que tuvo lugar el 28 de mayo del 595 a.C., y que fue visible en Asia Menor.3 El acontecimiento aterrorizó tanto a los ejércitos medo y lidio, enfrentados aquel día en la batalla del río Halis, que depusieron las armas, según cuenta Heródoto,4 y acordaron una tregua. Pensaban que los dioses les enviaban un mensaje amenazador. Tales creía que la Luna estaba pasando entre el sol y esa superficie de nuestro planeta, generando una sombra. La mentalidad de Tales es la que ha acabado (mayoritariamente) prevaleciendo.

Si adelantamos 2.500 años en la historia, la obra de Copérnico y de Kepler dio inicio a la auténtica gran revolución moderna en cuanto al autoconocimiento humano, sacando la Tierra del centro del universo y colocando los planetas en la posición correcta —primero en el orden adecuado en torno al Sol, y luego en cuanto al patrón elíptico de sus órbitas—. Tres siglos después, Darwin completaría el ajuste en la ego-geografía de los seres humanos al sacarlos de la cima de la creación. ¡Menudo cambio, por lo tanto, tuvo lugar en el periodo transcurrido entre Copérnico y Darwin! Sacar a la humanidad tanto del centro del universo COMO de la cima de la creación, poniéndola sobre una pequeña roca en los suburbios de una galaxia ordinaria entre miles de millones de galaxias más, y a un lugar nuevamente a la cola entre la multitud que puebla dicha roca. Se trata de una reorientación estupenda. Cierto es que incluso hoy en día unos cuantos centenares de millones de personas no han acabado de comprender este cambio de perspectiva, ni mucho menos sus implicaciones; pero lo que ahora queda restringido a los fundamentalistas religiosos y los ignorantes fue una vez la ortodoxia oficial, y esa es la medida de la diferencia.

Cuando Horrocks y Crabtree observaron cómo el punto que era Venus se arrastraba a través de la cara del sol, el telescopio ya se había inventado, pero no fue, como ya hemos dicho, un telescopio aquello en lo que se basaron. Al emplear los cálculos de Kepler estaban usando los únicos dos instrumentos que los humanos poseían desde los inicios de la evolución: el ojo desnudo, el primer instrumento astronómico humano, y la razón, la primera (y todavía mayor) herramienta científica; aquella herramienta que, a partir del siglo XVII, la gente seguiría empleando sin las limitaciones y las imposiciones a menudo peligrosas de la ortodoxia religiosa. Ortodoxia significa «creencia correcta»: por aquel entonces, el problema de la humanidad era (y sigue siendo, para algunos) su tendencia a pensar que, cuanto más antigua una creencia, más correcta es.5

Para subrayar lo drástico de este cambio de perspectiva, pensemos en los efectos a largo plazo de aquello que la revolución mental del siglo XVII hizo posible: nuestra perspectiva científica contemporánea. Se puede apreciar mejor señalando dos ejemplos de aquello que habría sido imposible pensar (imposible, incluso, de imaginar) en la limitada imagen antropocéntrica heredada de la remota historia de las ignorancias humanas, ignorancias que han producido historias de la creación y legendarios sistemas de creencias en abundancia.

El primer ejemplo es un acontecimiento de nuestro sistema solar llamado «Bombardeo intenso tardío». Hace unos 4.000 millones de años, el sistema solar interior se vio sujeto a una gigantesca lluvia de meteoros y asteroides. Tantos de ellos colisionaron con la Luna que fundieron su corteza. Mercurio resultó especialmente afectado: gigantescos cráteres como la cuenca de Caloris fueron resultado de erupciones volcánicas causadas por el impacto, y las ondas de choque crearon extrañas colinas en el otro lado de la corteza del planeta. Dado que la Tierra se encontró también en el camino de esta catastrófica lluvia de residuos que caían hacia el Sol, también sufrió. El Bombardeo intenso tardío causó más de 1.700 cráteres con un tamaño superior a los 20 kilómetros en la Luna, de modo que se calcula, teniendo en cuenta el mayor tamaño de la Tierra, que aquí hubo más de diez veces esa cantidad de cráteres. Sedimentos profundos en Canadá y Groenlandia contienen abundantes isótopos de origen extraterrestre, lo que proporciona apoyo empírico a la hipótesis del Bombardeo; además, el que la vida comenzara poco tiempo después del Bombardeo sugiere que, o bien éste arrasó la vida surgida con anterioridad (y ésta tuvo que recomenzar) o bien que las enormes rocas que colisionaron con nuestro planeta trajeron la vida a nuestro planeta.

Es imposible llegar a esta fascinante hipótesis partiendo de una perspectiva cosmológica centrada en una reciente creación mágica (según la ortodoxia, hace 6.000 años) que hace del universo un diminuto lugar centrado en la preeminencia del ser humano. Esa era la perspectiva cosmológica no solo creída, sino creída obligatoriamente (en el peor de los casos, so pena de muerte) a principios del siglo XVII.

El segundo ejemplo presenta implicaciones más destacadas, si cabe. Es el descubrimiento de exoplanetas, es decir, planetas orbitando en torno a soles distintos al nuestro. Fontenelle fue capaz de razonar su existencia sobre una base racional, reviviendo ideas con las que en la Antigüedad habían especulado Epicuro, Metrodoro de Quíos, Zenón de Eleusis, Anaxímenes, Anaximandro, Demócrito y los pitagóricos, entre otros. Pero el descubrimiento real del primer exoplaneta tuvo lugar en 1992, por parte del astrónomo polaco-estadounidense Aleksander Wolszczan mientras medía la rotación de un púlsar. Unas variaciones diminutas pero regulares en el ritmo de sus pulsos le llevaron a deducir que tres planetas en órbita en torno al púlsar tiraban hacia delante y hacia atrás de él.

Después de esto, unos astrónomos del Observatorio de Ginebra descubrieron planetas en sistemas más parecidos al nuestro, nuevamente gracias a la medición de perturbaciones causadas sobre una estrella por el tirón gravitacional de un cuerpo grande como Júpiter orbitando en torno a ella. Para comprender cómo se detectan estas perturbaciones hay que señalar que no es del todo correcto afirmar que los planetas de nuestro sistema solar giran en torno al Sol, sino que, más bien, todos los habitantes del sistema solar, incluido el Sol, giran en torno a su centro de masa, que resulta quedar dentro del Sol porque éste posee muchísima más masa que nada en sus inmediaciones. Esto ayuda a los científicos a saber qué buscar en otras estrellas, a saber: un temblor u oscilación detectables por análisis espectrográficos. Estas perturbaciones han de ser de tal tipo que no puedan estar causadas por la presencia de otra estrella en un sistema binario (en el que es poco probable encontrar planetas debido a que una órbita con forma de doble ocho tiende a ser inestable y lleva finalmente a la expulsión del planeta del sistema: pese a todo, ciertas observaciones sugieren que podría haber sistemas así si la órbita del planeta queda fuera de la órbita mutua de ambas estrellas).6

Mediante esta técnica, los astrónomos de Ginebra descubrieron, apenas dieciocho meses después de las observaciones de Wolszczan, un enorme planeta girando en torno a la estrella 51 Pegasi al increíble ritmo de una revolución cada cuatro días. La estrella 51 Pegasi es una de nuestras vecinas, a tan solo 45 años-luz de la Tierra. Para hallar planetas del tamaño del nuestro, mucho más pequeños que Júpiter, con efectos gravitacionales sobre sus estrellas quizás indetectables por ser mucho más pequeños, la búsqueda se centra en estrellas «que guiñan», es decir, cuyo brillo se ve ligeramente disminuido cuando un planeta pasa ante su cara: un tránsito, como el que observaron Crabtree y Horrocks. El planeta más similar a la Tierra descubierto hasta el momento en que se escribió el borrador de este libro es COROT-Exo-7b (así llamado al ser observado por el satélite francés Corot), un poco más grande que la Tierra, con una órbita en torno a su sol de 20 horas y, por tanto, muy cercano a él: tan cercano que su superficie está formada casi con certeza por lava líquida a más de 1.000 grados centígrados. Pero mientras estas páginas se preparaban para ir a imprenta se anunció el descubrimiento de Kepler 452b, un planeta muy similar al nuestro, que orbita en torno a un sol muy similar al nuestro a una distancia aproximadamente igual, con un periodo orbital de 385 días. Esta «Tierra 2», que se encuentra a 1.400 años-luz de distancia, se suma a otros planetas observados por el telescopio espacial Kepler, y sugiere que podemos esperar detectar muchos planetas en «zonas Ricitos de Oro», es decir, zonas habitables alrededor de estrellas, alrededor de las estadísticamente numerosísimas estrellas que pueden contenerlos.*

El darnos cuenta de que hay otros mundos, de que nuestro universo es generosamente más grande y complejo que lo que sugerían las imágenes premodernas que nos hacíamos de él, exigió una gigantesca revolución intelectual. La palabra «revolución» apenas comienza a hacerle justicia. Fue una revolución del pensamiento en toda una gama de disciplinas, y requirió una liberación de la mente, que ésta se diera permiso a sí misma para pensar de modo diferente sin miedos ni prejuicios.

Esta revolución se dio en el periodo más amplio en que se enmarcó el siglo XVII, es decir, entre los siglos XVI y XVIII: entre la Reforma y Copérnico en el siglo anterior y la Declaración de los Derechos del Hombre en el último. Y aquí, nuevamente, se repite la incógnita de cómo fue posible que ocurriese. La pregunta de qué hizo posible que esa revolución tuviese lugar, y, más adelante, qué la hizo suceder, es tanto más interesante en función de las circunstancias en que se dio. La Europa de primera mitad del siglo XVII, en que la revolución intelectual se encontraba en su apogeo, experimentaba su periodo más sangriento de la historia (exceptuando el siglo XX). Los Estados germanohablantes de Centroeuropa estaban, en 1648 (año del fin oficial de la guerra de los Treinta Años), en una situación de devastación comparable a la de Alemania tras la segunda guerra mundial, en 1945. El impacto y los gastos de esta gigantesca guerra, junto con el devenir constante, a lo largo de un siglo, de guerras civiles y bilaterales entre España y Francia, Inglaterra y los Países Bajos o Francia y los Países Bajos (por nombrar solo algunas) fueron enormes. Uno podría preguntarse: ¿cómo es posible que el florecimiento de ingenio que dio como resultado el mundo moderno ocurriera no solo durante sino, quizás, debido a todo ello?

Conforme surge esta pregunta, resulta bastante adecuado describir el siglo XVII como un periodo de «inestabilidad y cambio mundial».7 La referencia no son tan solo los trastornos políticos y militares del continente y sus islas occidentales, sino, de manera aún más significativa, el tumulto mental (no solo intelectual) del periodo, en el sentido de que la mentalidad resultante de los cambios debidos a la investigación dieron la vuelta a la manera de ver el mundo de los habitantes de la época. A esto hacen referencia los ejemplos astronómicos citados arriba. Pero el cambio de mentalidad no quedó relegado a los intelectuales. Podemos preguntarnos nuevamente por el público del estreno de Macbeth en 1606 y el que asistió a la decapitación de Carlos I en Whitehall en 1649: ¿qué cambio de inconsciente perspectiva metafísica, durante esos cuarenta y tres años, hizo que la multitud de Whitehall no creyera (como sí se esperaba, al menos, del público de Macbeth) que matar a un rey desbarataría el orden divino de las cosas?

Dado que la clave de esos cambios radicaba en las mentes de sus figuras señeras, la atención debe centrarse en la naturaleza del entorno intelectual del siglo XVII. A menudo se describe, de modo muy revelador, a la parte educada de la Europa de la época como una República de las Letras, lo que implica una estructura internacional, aconfesional, informalmente colegiada, y hecha posible por el intercambio (principalmente de cartas) entre hombres y mujeres (sí: y mujeres, pues fue un momento de posibilidades para muchas mujeres) cultos e inquisitivos, con intereses comunes y una perspectiva similar. Las ideas y técnicas se intercambiaban libremente, y eran inteligibles gracias a un fondo compartido en temas como lenguas clásicas, filosofía y teología. No era en absoluto un estado de cosas idílico, sustentado por la cooperación y el afecto fraternal; las diferencias de perspectivas y opiniones debidas a la fe a menudo acababan en disputas, que a veces eran suficientemente serias para causar disturbios e incluso muertes. La república estaba constantemente envuelta en controversias.8 Pero esto, en sí mismo, era fuente de nuevas ideas, así como de vívidos intercambios de opiniones e influencia.

En las páginas que siguen examino este mundo intelectual, no de modo comprehensivo, sino selectivo, para explicar de qué manera una época de genialidad y una era tumultuosa pudieron ser, al fin y al cabo, lo mismo.

El hambre de extraer enseñanzas de la historia, y en particular de la historia de las ideas, explica por qué estamos tan dispuestos (quizás demasiado) a aplicar etiquetas a las épocas o movimientos en ellas: «Renacimiento», «Reforma», «Ilustración»… Lo hacemos a modo de cómodo resumen de las tendencias generales que las caracterizan, y que influyeron en épocas posteriores, y a ese respecto resultan útiles. Pero también resulta útil recordar que tales etiquetados fueron algo post facto. No todo aquel que viviera en un periodo, en una época, valoraría, o se daría cuenta, de esos rasgos de su época que acabarían dando forma y dirigiendo los tiempos posteriores, al menos tal y como lo vemos en retrospectiva. ¿Sabían los pensadores y artistas de la Florencia del siglo XVI que vivían en lo que posteriores generaciones acabarían englobando en el excesivamente inclusivo término «Renacimiento»? La respuesta es tanto «Sí» (en cierto sentido) como «No», y es en la consciencia y en la inconsciencia de la propia experiencia en su época que hallamos la explicación.

Porque, evidentemente (y esto es en realidad lo interesante) algunos contemporáneos de aquellos acontecimientos reconocieron, en efecto, su importancia. Como ejemplos podemos citar a Petrarca y a Kant, cada uno de los cuales acuñó etiquetas para su propia época, y en el caso de Petrarca, también para la que la antecedió. A la época que precedía a la suya, Petrarca la denominó «la Edad Media» para marcar un intervalo entre la Antigüedad clásica y el redescubrimiento de su época de los intereses y valores de la Antigüedad. En el siglo XVIII, Kant acuñó el término «Ilustración» (Aufklärung) para describir las aspiraciones distintivas de su era. No consideraba su época como una ilustrada, sino como una en la que, según escribió, la Ilustración comenzaba a amanecer, y que solo vería la plena luz de la mañana si la gente se atrevía a saber, deshaciéndose de restricciones históricas sobre sus creencias y su autonomía personal.9

Pero, por supuesto, sabemos que las etiquetas y las divisiones limpias del tiempo en periodos son tan distorsionadoras como informativas; que pueden, a menudo, dar lugar a la caricatura, que la historia es un asunto más complicado de lo que podemos pensar. Aun así, nos permitimos etiquetar: y lo hacemos porque buscamos temas, hilos, movimientos y corrientes que tienen una utilidad explicativa y que, por sí mismos, ofrecen los varios tipos de ilustración que promete la investigación.

Si nos permitimos emplear varias de esas etiquetas, de momento, para situar aunque sea a grandes rasgos lo que sigue, nos daremos cuenta de que en el extraordinario siglo que se extiende entre la Reforma del siglo XVI y la Ilustración del siglo XVIII, la única etiqueta que ha triunfado, con visos de generalidad, es «Renacimiento septentrional tardío», y que se aplica sobre todo a la primera mitad del siglo. Esta descripción funciona hasta cierto punto, al capturar el florecimiento de las artes, literatura y ciencia en el norte de Europa que asociamos con la época de Shakespeare, Molière, Galileo y Newton. Pero incluso entonces, el «Renacimiento septentrional» estaba madurando, convirtiéndose en algo más, algo más equívoco y complejo, en lo que Europa del norte y occidental iba a tomar la delantera. Por esa razón el periodo requiere su propia etiqueta distintiva: cuando uno mira la conjunción de genio y tumulto que la caracterizan, y las distancias que recorrió la mentalidad europea (tanto literal como figurativamente) no puede sino sorprenderse de que no se la reconozca vívidamente como la época más sobresaliente de entre los 2.000 años previos al siglo XX (el único que se le puede comparar).

Los conflictos físicos (en oposición a los intelectuales) del siglo XVII tuvieron, por derecho propio, la capacidad de cambiar el mundo. Se calcula que uno de cada tres germanohablantes murió prematuramente solo como consecuencia de la guerra de los Treinta Años. Su efecto destructivo debilitó tanto los estados de Centroeuropa que en algunos casos la plena recuperación llegó en el siglo siguiente, o incluso el otro.

En Inglaterra, la guerra civil allanó el camino a los drásticos cambios que influyeron no solo en el país, sino en muchos lugares del planeta en los siglos venideros, porque aspectos cruciales del establecimiento final de las instituciones en Inglaterra se acabarían exportando con su imperio global.

Un hecho poco recordado es que el incesante esfuerzo, por parte del Imperio otomano, por aumentar su dominio en tierras europeas tuvo su final en el levantamiento del asedio a Viena de 1686 y en la derrota del ejército otomano en la batalla de Zenta, en 1697. Pero durante la mayor parte del siglo fue una amenaza que ejercía presión sobre un Sacro Imperio Romano excesivamente tensado y complicado, que sufría presiones en todas sus fronteras y estaba saturado de problemas internos.

En realidad, el siglo apenas tiene un año sin guerra en algún lugar, de Escandinavia a Polonia, de Rusia a Turquía, de Creta a Italia, de España a los Países Bajos, de Inglaterra a Irlanda… e incluso en la costa este de Norteamérica, donde los nativos americanos se resistían a la invasión inglesa de su tierra (las guerras con los powhatan). Y todo esto, además de la devastación del siglo de tierras alemanas, desde el Rin hasta regiones más allá del Elba y el Danubio. Francia, España, Suecia, los Países Bajos, Rusia, Inglaterra, Turquía, el Sacro Imperio Romano y la mayor parte de los principados alemanes se encontraban en un estado de guerra casi constante, y luchando por tierra o mar, a lo largo del siglo.

Mirando hacia atrás, uno podría sorprenderse al ver qué países eran los pesos pesados en aquella época, así como la naturaleza de su influencia. Eran las Provincias Unidas de los Países Bajos, Suecia y la entidad conocida como Sacro Imperio Romano. La guerra de los Treinta Años acabó con la Paz de Westfalia, en 1648, un mal compromiso que dispuso a Europa hacia un nuevo, y a veces terrible, historial de problemas que prosiguen hasta hoy en día; pero ese tratado no acabó con los combates. ¿Cómo podrían la política y los conflictos de esa época no ser de interés crucial para comprendernos a nosotros mismos mejor?

Y sin embargo, contra este telón de fondo de destrucción y devastación, hubo una exuberancia de genialidad de tal envergadura que haría palidecer cualquier periodo de la historia. Tengamos en cuenta (y mencionamos aquí solo a algunos) que en literatura estaban Cervantes, Shakespeare, Jonson, Donne, Milton, Dryden, Pepys, Racine, Molière, Corneille, Cyrano de Bergerac, Scarron, Malherbe, La Fontaine, Alcoforado, Grimmelshausen, Gryphius, Von Lohenstein; en filosofía, Descartes, Bacon, Grocio, Hobbes, Spinoza, Locke, Leibniz, Malebranche, Bayle; en ciencia, Mersenne, Pascal, Galileo, Gassendi, Huygens, Kepler, Van Leeuwenhoek, Hooke, Wren, Boyle, Roche, Newton, Tradescant, Lyte; en arte… pero aquí me falta espacio: comencé con Poussin, Caravaggio, Rubens, El Greco, Rembrandt, Hals, Terbrugghen, Ruysdael, Avercamp, Lievens, Cuyp, Jan Steen, Vermeer, Hobbema… Pero mientras escribía estos nombres me di cuenta de que la lista de artistas soberbios de un solo país, Holanda en su Edad de Oro, es demasiado larga: más de 700 artistas de este lugar y esta época están representados en las colecciones de las galerías más importantes, y eso sin siquiera haber comenzado a escribir los artistas de los demás lugares.

En música, ciertamente, los más grandes (Vivaldi, J. S. Bach, Haendel) eran aún jóvenes al acabar el siglo XVII, pero estaban Buxtehude, Monteverdi, Purcell, Wilbye… no era un siglo de silencio.

Esta letanía de nombres, gloriosos por sus contribuciones al arte, literatura, pensamiento, política y ciencia, nos dice poco acerca de una era cuya ebullición creativa era algo mucho mayor. Las ciudades italianas del alto Renacimiento también habían sido escenarios de gran creatividad, pero la diferencia es que la creatividad del siglo XVII, al reflejar y a la vez causar un enorme cambio en la manera en que la gente percibía el mundo y a sí misma, redirigió de manera definitiva el curso de los acontecimientos mundiales. Pensemos en Inglaterra o Francia en los 1590: comparémoslas con cómo estaban en la primera década del siglo XVIII. El contraste es mucho mayor que el que hay entre todos los demás periodos, antes o después. Con respecto al público de Macbeth, en 1606, y al de la ejecución de Carlos I, en 1649, la afirmación que se puede hacer es que el primero estaba compuesto por premodernos, mientras que el segundo, por modernos, o, en cualquier caso, por aquellos que estaban inventando la modernidad a gran velocidad. Y éste es un cambio discernible incluso a mediados del siglo XVII.