Capítulo 2

Las diferentes Formas de Platón (c. 427-347 a.C.)

Si Sócrates es un verdadero misterio, Platón se nos presenta simple en extremo. O eso, por lo menos, es lo que opina Richard Robinson en The Concise Encyclopaedia of Western Philosophy and Philosophers. Según sus prolijas palabras:

Las publicaciones de Platón se han preservado todas, y se compendian en cinco grandes volúmenes modernos. Constituyen no solamente una grandiosa obra filosófica, sino también una de las mayores obras de la literatura universal.

En realidad –continúa Robinson en tono confidencial– si alguien pregunta qué es la filosofía, «la mejor respuesta es: “Lee a Platón”». De hecho fue Platón el que puso de moda el uso de la palabra «filosofía»; y fue él quien en mayor medida inventó y practicó por primera vez esa suerte de estudio que se engloba bajo tal nombre.1

El cuento filosófico

De todas las construcciones filosóficas, las de Platón parecen ser las de más altura, innegablemente de una magnificencia mayor que la de todas las demás. Entre ellas, quizá sea La República la que más se destaca y supera al resto: la radiografía del Estado filosófico, la utopía original, para ser construida sobre un entendimiento claro de la naturaleza de la justicia, con un guiño al mundo de las Formas platónicas.

Pero, primero, veamos un poco más del hombre como tal.

Platón nació, estudió, enseñó y finalmente murió en Atenas. Su verdadero nombre era Aristocles, pero en sus días de estudiante recibió el sobrenombre de «Platón» (que quiere decir «ancho»), debido a sus anchos hombros, y así es como lo ha recordado la historia. Provenía de un linaje aristocrático (quizá incluso de estirpe real) y, como era normal por aquella época, se instruyó tanto en la poesía como en la guerra. Le interesaba la política, pero consideraba que la democracia era el régimen de la imprudencia, lo cual limitaba sus opciones en Atenas, que por entonces era democrática.

Viajó por las colonias griegas de África e Italia, absorbiendo las nociones pitagóricas, y realizó varios periplos a Siracusa, la capital de la Sicilia griega, para aconsejar al nuevo rey, Dionisio II, con la esperanza de poder poner en práctica sus ideas políticas. Sin embargo, no se entendió muy bien con él y sólo en 387 pudo regresar a Atenas, donde se estableció e instaló la famosa «Academia» para el estudio de la filosofía, que algunos gustan de considerar como la primera «universidad». Se dice que murió mientras dormía, a la edad de ochenta años, tras disfrutar de la fiesta de boda de uno de sus alumnos.

FIG. 2. Encontraremos la justicia, dijo Platón, cuando cada uno haga su trabajo y se dedique a su propia tarea.

La República contiene la famosa alegoría de la caverna, una especie de experimento mental que describe a unos prisioneros encadenados instalados de cara a la pared de una cueva, en la cual sólo son capaces de ver unas sombras que desfilan ante ellos, pero que ellos toman por la realidad. Algunos de los prisioneros logran escapar de la caverna y ver el mundo tal como es, pero, cuando regresan, no consiguen convencer a sus encadenados compañeros de que las cosas que piensan que ven no son más que sombras engañosas y distorsionadas. Se trata de un peán a la «razón» sobre la convención o la mera creencia. En el mismo tenor, La República comienza con una firme declaración de Sócrates sobre que la Justicia debe ser entendida como la ordenación correcta de las cosas, como una suerte de armonía, y que la manera más fácil de verla es mediante la consideración de la organización del más grande de los artificios humanos: el Estado. Encontraremos la justicia, dice Platón, cuando cada uno haga su trabajo y se dedique a su propia tarea. Y aunque un Estado de estas características parece bastante improbable, esto no resulta significativo:

Quizá haya en el cielo un modelo de ella para el que quiera mirarlo y fundar conforme a él su ciudad interior; nada importa que exista en algún sitio o que haya de existir: sólo en esa ciudad actuará y en ninguna más.

Sin embargo, entre todos los misterios e incertidumbres del diálogo, un aspecto parece haber sido descuidado. Porque la República no es ideal en absoluto. Se ha dicho bastante claramente desde el principio: en realidad, es un Estado de lujo. Es una respuesta a la exigencia de Glaucón de algunas de las «conveniencias ordinarias» de la vida, o como lo define antes Sócrates: «un companaje».

He aquí cómo Platón nos presenta su Estado. Comienza bastante bien...

SÓCRATES: Ante todo, consideremos, pues, cómo vivirán los ciudadanos así organizados. ¿Qué otra cosa harán sino producir trigo, vino, vestidos y zapatos? Se construirán viviendas; en verano trabajarán generalmente en cueros y descalzos y en invierno convenientemente abrigados y calzados. Se alimentarán con harina de cebada o trigo, que cocerán o amasarán para comérsela, servida sobre juncos u hojas limpias, en forma de hermosas tortas y panes, con los cuales se banquetearán, recostados en lechos naturales de nueza y mirto, en compañía de sus hijos; beberán vino, coronados todos de flores, y cantarán laúdes de los dioses, satisfechos con su mutua compañía, y por temor de la pobreza o la guerra no procrearán más descendencia que aquella que les permitan sus recursos.

GLAUCÓN: Pero me parece que invitas a esas gentes a un banquete sin companaje alguno.

SÓCRATES: Es verdad. Se me olvidaba que también tendrán companaje: sal, desde luego; aceitunas, queso, y podrán asimismo hervir cebollas y verduras, que son alimentos del campo. De postre les serviremos higos, guisantes y habas, y tostarán al fuego murtones y bellotas, que acompañarán con moderadas libaciones. De este modo, después de haber pasado en paz y con salud su vida, morirán, como es natural, a edad muy avanzada y dejarán en herencia a sus descendientes otra vida similar a la de ellos.

Pero Sócrates parece haber perdido el norte. ¡Higos y guisantes! La objeción de Glaucón plantea un serio inconveniente. «Sí, Sócrates», le dice ahora con sarcasmo, «y si tuvieras que alimentar a una ciudad de cerdos, ¿acaso no lo harías de la misma forma?».

SÓCRATES: Pues ¿qué hace falta, Glaucón?

GLAUCÓN: Lo que es costumbre. Es necesario, me parece a mí, que, si no queremos que lleven una vida miserable, coman recostados en lechos y puedan tomar de una mesa viandas y postres como los que tienen los hombres de hoy día.

SÓCRATES: ¡Ah! Ya me doy cuenta. No tratamos sólo, por lo visto, de investigar el origen de una ciudad, sino el de una ciudad de lujo. Pues bien, quizá no esté mal eso. Pues examinando una tal ciudad puede ser que lleguemos a comprender bien de qué modo nacen justicia e injusticia en las ciudades. Con todo, yo creo que la verdadera ciudad es la que acabamos de describir: una ciudad sana, por así decirlo. Pero, si queréis, contemplemos también otra ciudad atacada de una infección; nada hay que nos lo impida. Pues bien, habrá evidentemente algunos que no se contentarán con esa alimentación y género de vida; importarán lechos, mesas, mobiliario de toda especie, manjares, perfumes, sahumerios, cortesanas, golosinas, y todo ello de muchas clases distintas.

¡Oh, vergüenza! Pero Sócrates está listo para la malsana tarea que se le encomienda.

SÓCRATES: Entonces ya no se contará entre las cosas necesarias solamente lo que antes enumerábamos, la habitación, el vestido y el calzado, sino que habrán de dedicarse a la pintura y el bordado, y será preciso procurarse oro, marfil y todos los materiales semejantes, ¿verdad?

GLAUCÓN: Cierto.

SÓCRATES: Hay, pues, que agrandar la ciudad. Porque aquélla, que era la sana, ya no nos basta; será necesario que aumente en extensión y adquiera nuevos habitantes, que ya no estarán allí para desempeñar oficios indispensables; por ejemplo, cazadores de todas clases y una plétora de imitadores, aplicados unos a la reproducción de colores y formas y cultivadores otros de la música, esto es, poetas y sus auxiliares, tales como rapsodas, actores, danzantes y empresarios. También habrá fabricantes de artículos de toda índole, particularmente de aquellos que se relacionan con el tocado femenino. Precisaremos también de más servidores. ¿O no crees que harán falta preceptores, nodrizas, ayas, camareras, peluqueros, cocineros y maestros de cocina? Y también necesitaremos porquerizos. Éstos no los teníamos en la primera ciudad, porque en ella no hacían ninguna falta, pero en ésta también serán necesarios. Y asimismo requeriremos grandes cantidades de animales de todas clases, si es que la gente se los ha de comer. ¿No?

GLAUCÓN: ¿Cómo no?

SÓCRATES: Con ese régimen de vida, ¿tendremos, pues, mucha más necesidad de médicos que antes?

GLAUCÓN: Mucha más.

SÓCRATES: Y también el país, que entonces bastaba para sustentar a sus habitantes, resultará pequeño y no ya suficiente. ¿No lo crees así?

GLAUCÓN: Así lo creo.

SÓCRATES: ¿Habremos, pues, de recortar en nuestro provecho el territorio vecino, si queremos tener suficientes pastos y tierra cultivable, y harán ellos lo mismo con el nuestro si, traspasando los límites de lo necesario, se abandonan también a un deseo de ilimitada adquisición de riquezas?

GLAUCÓN: Es muy forzoso, Sócrates.

SÓCRATES: ¿Tendremos, pues, que guerrear como consecuencia de esto? ¿O qué otra cosa sucederá, Glaucón?

GLAUCÓN: Lo que tú dices.

SÓCRATES: No digamos aún si la guerra produce males o bienes, sino solamente que, en cambio, hemos descubierto el origen de la guerra en aquello de lo cual nacen las mayores catástrofes públicas y privadas que recaen sobre las ciudades.

GLAUCÓN: Exactamente.

La avaricia y el materialismo requieren no tan sólo la división del trabajo en general, sino también las distinciones de clase, un ejército y la creación de una élite dominante (los famosos guardianes platónicos).

Pero ¿acaso la cuestión más importante es si sólo los vegetarianos pueden hacer filosofía, o si, de hecho, la filosofía sólo es necesaria para los no vegetarianos?

Los críticos de Platón que se quejan de que su sociedad «ideal» es, aparentemente, también militarista y, en realidad, un estado fascista, con censura y una economía rígidamente controlada –para nada ideal–, quizá se sorprendan al encontrar en esta lectura alternativa de La República a un Platón bastante satisfecho de estar de acuerdo con ellos. Puede que no hayan tenido en cuenta que la república que describe no es su república ideal, sino sólo el resultado de las exigencias alimentarias que plantea Glaucón en nombre de los ciudadanos, un error de base (por así decirlo) que el mismo Sócrates evita.

Y ciertamente los antiguos griegos tenían entre ellos a muchos vegetarianos. Además de Plutarco, uno de los sacerdotes griegos de Delfos (cuyo ensayo «Acerca de comer carne» está considerado un clásico de la literatura, si no de la filosofía), también está Pitágoras, cuyas palabras parecen anticipar misteriosamente las de Platón. «¡Oh, amigos míos!», exclama Pitágoras:

No ensuciéis vuestro cuerpo con comidas pecaminosas. Tenemos maíz. Tenemos manzanas que cuelgan de las ramas a causa de su peso, y uvas rebosantes en las vides. Hay hierbas de suave sabor, y vegetales que se pueden cocinar y ablandar en el fuego. Tampoco se nos niega la leche, ni la miel perfumada de tomillo. La tierra te prodiga con un generoso suministro de riquezas, de alimentos inocentes, y te ofrece banquetes que no involucran sangre ni matanzas.

¿Debemos pensar, pues, que La República trataba no tanto de la concepción del propio Platón sobre el Estado, como más bien de la de Pitágoras? ¿Se trata de un intento de Platón de integrarse en un antiguo debate entre los griegos vegetarianos, más que de la obra de planificación política por la que se la toma hoy en día? La respuesta se pierde entre las brumas del Monte Olimpo. Lo que parece cierto, sin embargo, es que La República de Platón, aunque magnífica, no debe considerarse como una tesis filosófica consistente. Quizá, como ocurre con otros diálogos, puede ser leída más bien como una mera colección de fragmentos y anécdotas divertidas hilvanados por alguien que en realidad también podría haber estado haciendo poesía.

Y (lo que es aún más extraño), aunque pensemos en Platón como en el severo titiritero de Sócrates, al que encontramos muy ocupado en La República prohibiendo la música y la poesía, desalentando el amor y confinando el sexo meramente al objetivo de tener hijos, en un diálogo un poco posterior titulado El banquete, o «fiesta de la bebida», Platón nos presenta un cuadro bastante diferente. Aquí, un alegre Sócrates recuerda las palabras de una sabia mujer, Diotima, que corrigiera sus perspectivas juveniles sobre la filosofía y que le enseñara, por el contrario, que el amor, así como la poesía que de él se ocupa, es un escalón en el camino del entendimiento y de la apreciación de la belleza y la bondad. En realidad va más allá: el amor es la única manera de percibir las formas ideales de la belleza y de la bondad. Aquí, la Teoría de las Formas en sí misma, en adelante siempre atribuida a Platón, se le acredita totalmente a Diotima. Y no contento con esta muestra de autodemolición, Platón hace que su personaje de Sócrates (los historiadores creen que Sócrates, por aquella época, nunca dejó Atenas, y este banquete se celebró en las afueras de la ciudad) formule alabanzas hacia el amor personal de un modo que contrasta fuertemente con su severa defensa habitual de las relaciones «platónicas». Después de describir la fiebre psicológica que puede generar la presencia física del amado, las mismas fiebre s que en La República eran condenadas por «tiránicas», ¡dice que sólo ellas pueden prevenir a las «alas del alma» de resecarse y envilecerse!

O quizá tenga algo que ver una carta, a veces atribuida a Platón, en la que se declara que los textos que todo el mundo le adjudica a éste fueron en realidad escritos por Sócrates. Es aquí, en la controvertidamente llamada «Segunda epístola», donde Platón se revela como el verdadero filósofo, y Sócrates se convierte (de forma bastante tardía) en su aprendiz. De este modo es Platón, y en absoluto Sócrates (como se hace constar convencionalmente en las historias de la filosofía), el que evita sabiamente la forma escrita inferior.