Hay un curioso dibujo del siglo XIII que representa a Sócrates con un extraño sombrero, sentado ante un atril con una pluma en la mano. A su lado aparece un Platón bajito y mandón, acuciando a su maestro con impaciencia. Sabemos que son ellos porque sobre sus figuras hay dos pequeñas inscripciones que rezan «Sócrates» y «Platón». De otro modo... el dibujo sería un misterio.
Cuando el filósofo del siglo XX Jacques Derrida lo descubrió en 1978, durante una visita a la Bodleian Library en Oxford, Inglaterra, se quedó trastocado. Él mismo escribió en uno de sus largos y pomposos libros (de los cuales hablaremos más tarde) que «toparse» con el dibujo lo dejó «patidifuso, como muerto, con una sensación de alucinación... y de revelación al mismo tiempo, de revelación apocalíptica».
Es como si Platón le estuviera dictando a su maestro, Sócrates, el cual queda reducido a una actitud de obediencia infantil (de ahí el extraño sombrero). Derrida dice que el dibujo simboliza una suerte de parricidio freudiano, y hace varias referencias bastante vulgares respecto al dibujo (y al dedo de Platón) para mostrar su punto de vista. Sin embargo, no hay nada en la imagen que pruebe que Sócrates esté siendo humillado en lugar de asistido. Era más bien la rigurosa jerarquía de la filosofía occidental la que estaba siendo desafiada y puesta en entredicho. ¡Quizá por eso Derrida, un filósofo francés muy distinguido, quedó tan impresionado!
Porque ciertamente, si lees historias de la filosofía convencionales, pensarás que Sócrates era un tío un poco tonto. Poco es lo que sobre él se sabe, al parecer, aparte del hecho de que nació en Atenas en el año 469 a.C., y de que su padre era escultor y su madre comadrona. Sólo quedaron algunos escasos fragmentos escritos para arrojar algo de luz sobre el personaje como hombre. Dejemos que uno de estos historiadores, el profesor Hugh Tredennick, nos cuente la historia:
Los retratos y las descripciones dejan a las claras que tenía una cara grandota y bastante fea, con una nariz bulbosa y ojos prominentes debajo de unas cejas peludas, así como una boca muy grande. Tenía barba y (por lo menos en sus últimos años) era calvo. Su fornido cuerpo ostentaba una gran capacidad de durabilidad. Se pavoneaba al caminar, iba siempre descalzo, y muchas veces se quedaba de pie durante horas, quieto, como en trance. Por otro lado, su mente, aunque no era creativa, sí que era excepcionalmente clara, crítica y entusiasta. No toleraba la pretensión; y, así como su voluntad era tan fuerte como sus convicciones, su conducta era tan lógica como su pensamiento. En una época dominada por el escepticismo, él creía firmemente que el bien moral es el único asunto de verdadera importancia, y lo identificaba con el conocimiento, porque para su naturaleza franca resultaba inconcebible que una persona pudiera distinguir lo que es bueno y no hacerlo.
Estas cosas son sabidas. Pero ninguna encaja con el extraño dibujo del siglo XIII...
El cuento filosófico
Sin embargo, aunque haya discrepancias sobre la persona de Sócrates, sí que hay algo en lo que todos están de acuerdo: que fue el filósofo más influyente de todos los tiempos. Es verdad, aunque nadie está muy seguro de lo que dijo, ya no digamos de lo que pensó. Por supuesto que quedan muchos vestigios, pero el verdadero Sócrates continúa siendo una figura evasiva. Sus huellas están por todos lados, pero el hombre, como el misterioso gato Macavity,* no se encuentra por ningún lado.
FIG. 1. Permaneció de pie hasta que llegó el amanecer y salió el sol, y después partió, no sin antes ofrecer una plegaria al sol.
Hay muchas historias: del dogmático Sócrates instruyendo a un Platón joven e ingenuo, exhortándolo a renunciar a sus adolescentes intentos de hacer poesía; del fanatismo de Sócrates, que se quedaba de pie durante todo un día y una noche, como petrificado (luchando con un pensamiento), mientras los demás le traían colchones y hacían apuestas sobre cuánto tiempo aguantaría; y también, por supuesto, está la escena de sus «últimas palabras» (descrita con tanta elocuencia en el Fedón), que pronunció poco antes de beber su última copa, de cicuta.
Porque déjenme decirles, caballeros, que temer a la muerte es sólo otra forma de pensar que uno es sabio cuando no lo es. Es creer que se sabe cuando no se sabe.
Los historiadores consideran a Diógenes Laercio como la fuente más fiable, y en realidad la única, sobre el «Sócrates histórico». Dejando de lado a Laercio, todas las reseñas sobre esta tóxica figura dicen más sobre las preferencias de sus autores que sobre el mismo Sócrates. Jenofonte, el retorcido soldado de la fortuna, nos presenta el retrato de un Sócrates práctico y un poco soso, que habla detenidamente, de una forma inofensiva y a la vez insignificante. Hegel, el filósofo del «determinismo histórico» y de la dialéctica, ve en Sócrates una figura clave de la marea de la historia del mundo, un dios Jano con dos caras, una inspeccionando el pasado y la otra enfrentándose al futuro.1 Y Nietzsche, en su Gaya ciencia, describe a Sócrates como «irónico y amoroso», una suerte de «demonio cazador de ratas de Atenas».
Pero, eclipsando todas estas descripciones, tenemos el cuadro platónico que creó al Sócrates que conocemos. Platón, el idealista, nos ofrece un ídolo, una figura maestra de la filosofía. Un santo, un profeta del «dios Sol», un maestro condenado porque sus enseñanzas fueron consideradas heréticas. Es él quien nos cuenta el cuento socrático más elocuente. En el diálogo El banquete, por ejemplo, Platón escribe lo siguiente:
En efecto, tras haber concebido una idea, permaneció de pie en el mismo sitio desde el amanecer, meditando, y como no le progresaba la cuestión, no desistía, sino que permanecía en pie buscando la solución. Y era ya mediodía y los hombres se habían apercibido, y, asombrados, se decían unos a otros: «Sócrates desde la aurora permanece en pie reflexionando algo». Por fin, unos jonios, cuando era ya por la tarde, después de que hubieron comido –y como era entonces verano–, sacaron fuera sus jergones y, al tiempo que dormían al fresco, lo vigilaban por si permanecía en pie también durante la noche. Y así estuvo él hasta que llegó la aurora y se levantó el sol. Luego se marchó tras haber elevado una oración al sol.
En otra parte del diálogo, los gemelos bueno y malo, Aristodemo y Alcibíades, ofrecen dos puntos de vista, contrapuestos, que Platón utiliza para trazar un retablo de Sócrates como si fuera una suerte de «Eros», el dios de la sexualidad, una figura que sobrepasa cualquier categoría. Aquí Sócrates no es ni ignorante ni sabio, ni trágico ni cómico, ni hombre ni mujer, sino que aparece como trascendiendo todas estas distinciones. Puede caminar descalzo sobre el hielo durante el invierno, beber vino sin emborracharse. Incluso su supuesta fealdad se convierte en una ventaja, ya que sus ojos, dispuestos casi a cada lado de la cabeza, le permiten una visión más amplia, periférica, así como el hecho de tener una nariz enorme y deforme le capacita para recibir aromas desde todas las direcciones. Y los labios gruesos y desproporcionados pueden, por supuesto, recibir muchos más besos.
¿Pero algo de esto coincide con el «Sócrates real», o es tan sólo lo que queremos creer de él?
En los diálogos de Platón, Sócrates aparece, como ha dicho muy acertadamente una autora contemporánea, Sarah Kofman, como un «seductor hechicero», en parte por un elemento místico que Sócrates nunca revela.
Como un misterioso doble, aparece y desaparece a voluntad, inmovilizándose, hipnotizándose, entre otras cosas, mediante algún truco misterioso, como un hechicero con más poder para embelesar que el mejor flautista o el más elocuente narrador. Es más poderoso que Gorgias, y su retórica más potente que la de Agatón, que lanza a los oyentes discursos como Gorgonas, para asustarlos y para ocultar la vacuidad de su propio pensamiento.
Sócrates es un buen filósofo para lanzar el proyecto de deconstruir la filosofía: ¿es el «hijo del escultor» que malgastó su herencia, o el niño de la comadrona, que dio a luz a una recién nacida y berreante filosofía como diálogo crítico? La fealdad de Sócrates, su voz demoníaca, su habilidad para permanecer inmóvil durante varios días, son características que contribuyen a la construcción del mito. ¿O acaso se trata de una leyenda? De todos los filósofos, Sócrates es el más difícil de deconstruir... En realidad, puede que sea simplemente indeconstructible.