La notaría ocupaba toda la planta de un suntuoso edificio en el centro de la ciudad. Tal como prometió Griñán, un coche le recogió en el hotel para llevarle un corto trecho hasta el despacho del albacea. Doval le había acompañado hasta una salita anexa, a otra más amplia e, insistiendo, había colocado ante él un café que iba sorbiendo con esfuerzo y una bandeja de pastelillos que no iba a tocar. Pensar en comer le ponía enfermo, a pesar de que la última comida decente que había ingerido fuera el desayuno del día anterior, antes de que el alférez y la bella sargento llegaran a su casa para darle la peor noticia del mundo.
Se puso en pie y emitió una leve queja al apoyar la parte herida en el suelo. Era un corte no demasiado profundo, pero que cubría casi toda la superficie del talón, una incisión longitudinal que se produjo, sin duda, al pisar de lado uno de los cantos afilados en los que había terminado convertido el espejo. Lo del tobillo no era grave, le había dolido un poco al despertar, pero la molestia había ido remitiendo tras la ducha y al calentarse al caminar. La cabeza estaba bien. Ya se lo había dicho la vieja dama que le enseñó a beber whisky: «El whisky es perfecto para un escritor, te permite pensar mientras estás borracho y no deja resaca, con lo que podrás escribir al día siguiente».
La anciana señora no había dicho nada del estómago. Después de arrastrarse hasta la cama, tuvo que desandar su camino en un par de ocasiones que, habría jurado, le habían dejado tan vacío como si le hubiesen vuelto del revés. Despertó sintiéndose aceptablemente bien, pero en cuanto se incorporó su organismo le demostró que aún quedaban ingentes cantidades de alcohol en su sangre.
Caminó hasta las puertas acristaladas que separaban las salas, atraído por el trajín de sillas y la evidente incomodidad de Griñán, que observaba la disposición de los muebles con una pesadumbre impropia de su talante afable, como si en lugar de mandar disponer asientos fueran féretros lo que ordenaba. Le vio a través de los cristales, sonrió y saludándole se dirigió hacia él.
—Señor Ortigosa, tiene un aspecto horrible.
No pudo más que sonreír ante la sincera expresión de una realidad de la que era consciente.
—Llámeme Manuel, por favor —dijo como respuesta.
—Llamé esta mañana al hotel para interesarme por cómo había pasado la noche y me informaron de su pequeño percance.
Manuel iba a explicarse, pero Griñán no le dejó.
—Culpa mía, debí prever que en su situación tendría dificultades para dormir. Es lo normal. Mi esposa, que es médico, me ha dado esto para usted —dijo, y le tendió un diminuto pastillero metálico—. Me hizo prometer que me aseguraría de preguntarle si está bien de la tensión o si ha tenido algún problema cardíaco.
Manuel negó mientras observaba que las medidas de seguridad de la señora de Griñán iban mucho más allá de los desórdenes cardíacos o la tensión. El cofrecito sólo contenía dos pastillas. Los espejos rotos tenían ese efecto.
—Tómeselas antes de acostarse y dormirá como un bebé. Y no se apure por la nadería del hotel. El director es cliente mío y me debe un par de favores. Está todo solucionado.
La nadería le había llevado una hora de recoger cristales, que había ido dejando apilados en un rincón, todo el papel higiénico para limpiar los vómitos y una toalla arruinada tras frotar infructuosamente las huellas de sangre de la moqueta con el gel de cortesía, aunque, para su desesperación, sólo había conseguido extender más las manchas. Tras ducharse y afeitarse se puso la menos arrugada de las camisas que aún permanecían enredadas en el interior de la bolsa en la que las había embutido la mañana anterior, hacía mil años. Dejó la ventana abierta para intentar rebajar el acre olor del vómito, que parecía fijado a la estancia. Salió como un proscrito cruzando la antesala del hotel apresuradamente y agradeciendo al dios de los borrachos su suerte al no encontrarse con el recepcionista de la noche anterior. En su lugar había una mujer joven que, entretenida con unos clientes recién llegados, no reparó en él cuando le dirigió el rutinario «buenos días» destinado a cualquiera que cruzase el vestíbulo del hotel. Sin confiarse, contestó escueto al saludo y salió hacia el coche que le aguardaba.
Griñán cerró las puertas que les separaban del despacho contiguo.
—Usted esperará aquí. Creo que es lo mejor. Doval se encargará de ir acomodando a su familia política; con las persianas bajadas, lo que hay en esta sala resulta invisible. Cuando estén todos sentados le acompañaré a su sitio y comenzaremos. Creo que de este modo será menos violento que si usted está en la sala mientras van llegando. —Encendió una lamparita que estaba sobre la mesa y fue bajando las persianas mientras dirigía hacia él pensativas miradas. Por fin se sentó a su lado—. Hay una cosa que debe entender —dijo inquieto—. Del mismo modo que para usted, para ellos ha supuesto una conmoción enterarse no tanto de su existencia, que podrían suponer, como del hecho de que estuviesen casados.
—Lo entiendo —contestó Manuel.
Griñán negó con la cabeza.
—Los marqueses de Santo Tomé son una de las familias de más antiguo linaje del país y sin ninguna duda la más importante de Galicia. Para ellos su apellido es su honor. El viejo marqués, el padre de Álvaro, era un hombre muy estricto para el que preservar la distinción de su apellido estaba por encima de cualquier consideración, cualquier consideración —remarcó—. La homosexualidad de Álvaro le resultaba inaceptable, y era consciente de que el título recaería en su hijo mayor, pero aunque padeció una larga enfermedad no consintió en que se avisase a Álvaro hasta después de que hubiera muerto. Esto le permitirá hacerse una idea de cómo se las gastaba el señor marqués.
—Si tanto detestaba a Álvaro, ¿por qué no cedió el título a otro de sus hijos, por ejemplo, al que lo heredará ahora?
—Habría supuesto un escándalo que desheredase a su primogénito. Para él esa opción estaba fuera de lugar, y a mi parecer acertadamente... Bueno, ya los irá conociendo. —Se puso en pie y apagó la lamparita—. Venga —dijo mientras se acercaba a la puerta acristalada—. Lo que pretendo decirle es que son de otra pasta.
—¿Intenta advertirme de que serán hostiles?
—¿Hostiles? No. Serán de hielo. Como agua y aceite, no se mezclan, y no debe ofenderse, no hay en su proceder nada personal. Comencé a ocuparme de los asuntos de Álvaro desde el momento en que heredó, mi notaría cuenta con un servicio jurídico de asesoría y con un contable que se ocupa de que cuadren los números, impuestos, contribuciones... Hasta entonces había sido el padre, con la ayuda de un viejo abogado amigo de la familia, el que había llevado sus negocios. Durante ese tiempo han podido verme a menudo por el pazo y por las haciendas, y en más de una ocasión he tenido que ocuparme de asuntos de índole más doméstica, y todavía cada vez que me los cruzo tengo la sensación de que no soy para ellos más que un sirviente, como un lacayo, ya lo verá —-dijo, y se encogió de hombros—. Es el modo que tienen de dirigirse a los demás.
—¿Álvaro también se comportaba así?
Griñán se volvió a mirarle desde la puerta.
—No, por supuesto que no. Álvaro era un hombre de negocios, tenía los pies bien asentados en la tierra y un montón de ideas de negocio, que me temo que en más de una ocasión no llegué a entender y que siempre acababan sorprendiéndome con sus resultados. En tres años, la cuenta Muñiz de Dávila se ha convertido en la más importante de cuantas gestionamos. —Sonrió confiado—. Y espero que así siga siendo. —Dirigió una mirada a la sala contigua y con un gesto le apremió a acercarse.
Manuel suspiró hastiado y fue a reunirse con el grupo.
Varias personas tomaban asiento en la sala contigua. Una mujer mayor, de musculatura consumida y toda vestida de negro, a la que calculó unos setenta años, iba acompañada por un hombre que identificó sin ayuda como el hermano de Álvaro, más bajo que él y también más fornido, de rasgos más bastos, aunque su cabello era castaño y sus ojos verdes, como los de Álvaro. Un vendaje le cubría la mano derecha.
—La anciana es la madre y, como habrá supuesto, el hombre es el hermano de Álvaro y ahora el nuevo marqués. La que los acompaña es su esposa, Catarina; procede de una familia noble venida a menos, apenas si conservan un pazo, eso sí, un apellido insigne.
Un niño de unos tres años entró corriendo en la sala seguido de una joven muy guapa y muy delgada. Zigzagueó entre las sillas y se abrazó a las piernas del hombre, que lo alzó por encima de su cabeza provocando la risa del chaval. La anciana lanzó una mirada adusta a la joven, que se sonrojó.
—La chica es Elisa, era la novia de Fran, el hermano menor. Era modelo o miss, o algo relacionado con la moda, y el niño es el pequeño Samuel, hijo de Fran y único vástago de la familia, de momento —dijo haciendo un gesto hacia Catarina, que contemplaba embelesada al niño y a su esposo, que sin hacer caso del duro gesto de la anciana hacía cosquillas al pequeño, que chillaba y se retorcía en sus brazos—. Aunque no estaban casados, Elisa vive con ellos en el pazo desde que Fran falleció, por el crío.
—¿Saben que estaré hoy aquí?
—Dadas las circunstancias, he tenido que informarles de su existencia del mismo modo en que le informo a usted, así que lo saben, aunque no para qué...
—¿Y para qué estoy hoy aquí? —preguntó Manuel mirándole inquisitivo.
—Lo sabrá enseguida —contestó, volviendo la vista hacia la sala en la que Doval ya había ocupado su lugar junto a la mesa. Y abriendo la puerta dijo—: Estamos todos. ¿Vamos?
Ocupó el asiento que Griñán le había reservado en la parte trasera de la sala, que le proporcionaba la ventaja de ver a todos sin sentirse observado. Agradeció en aquel instante su precaución, que fue, sin embargo, insuficiente para contener la náusea que trepaba desde el nudo que ocupaba su estómago y el incipiente sudor frío que le cubrió las palmas de las manos. Las frotó infructuosamente intentando secarlas contra las perneras de sus pantalones mientras volvía a preguntarse qué demonios hacía allí y cuál sería la reacción de aquella gente cuando tuviera que mirarlos de frente. El albacea avanzó entre las sillas sin decir una palabra. Ceremonioso, se situó tras la mesa y comenzó a hablar.
—En primer lugar, tanto el señor Doval como yo queremos expresarles nuestro más sentido pésame por la terrible pérdida que acaban de sufrir. —Hizo una pausa que aprovechó para tomar asiento mientras Doval extraía de un lujoso portafolio un sobre y se lo tendía—. Como saben, me encargaba de los asuntos de don Álvaro Muñiz de Dávila, marqués de Santo Tomé, y soy su albacea testamentario —explicó mientras sacaba del sobre un pliego de documentos—. Los he convocado aquí para dar lectura a las últimas voluntades de don Álvaro Muñiz de Dávila antes de la entrada en vigor de las disposiciones testamentarias, que como les he informado previamente llevarán algo más de tiempo por todas las complicaciones derivadas de la cantidad de propiedades objeto del legado. Lo que voy a leerles no tiene valor testamentario, pero sí informativo, aunque me permito adelantarles que es fiel reflejo de lo que aparece en el testamento, pero era deseo del señor marqués que se leyese inmediatamente tras su fallecimiento si se producía, como así ha sido. —Se puso unas gafas, que habían reposado sobre la mesa, y los miró buscando cualquier señal de discrepancia. Al no hallarla, continuó—: Antes de proceder a su lectura he de ponerles en antecedentes de algunas circunstancias que, me consta, desconocen y que son de su interés. No les resultan ajenas las condiciones en las que quedó el patrimonio de la familia tras el fallecimiento del anterior marqués. Una serie de malas decisiones e inversiones habían dejado su fortuna más que mermada y una sucesión de hipotecas y pagarés a punto de ejecutarse sobre todas las propiedades, incluidas el pazo de As Grileiras, la casa de verano de Arousa y las bodegas de la Ribeira Sacra.
La anciana carraspeó molesta.
—No creo que sea necesario que se extienda en detalles, conocemos la situación en la que nos dejó mi esposo —dijo con aspereza la mujer, dirigiendo una dura mirada al niño, que balanceaba aburrido las piernas, que le colgaban de una silla demasiado alta para él.
Griñán asintió mirándola por encima de las gafas.
—Bien. Durante estos tres años, don Álvaro hizo un colosal esfuerzo arriesgando su fortuna personal, tengo que decir que en contra de mi consejo, para impedir el desastre al que estaban abocados. Compró todos los pagarés, renegoció las hipotecas, las saldó y regularizó todos los pagos en una gestión magistral. Hoy, la familia no tiene ninguna deuda pendiente, y, como don Álvaro hizo en los últimos tiempos, ha dejado dispuesto que sigan recibiendo la retribución mensual que les asignó. Así como un fondo destinado a los estudios del pequeño Samuel. —Hizo una pausa—. Si les he explicado todo esto es para que entiendan que don Álvaro compró, saldó y pagó las deudas de la familia con su dinero.
Tanto la anciana como el nuevo marqués asintieron.
—... Y que, por lo tanto, todas las propiedades pasaron a ser suyas.
Madre e hijo se miraron mientras los demás se removían incómodos en sus sillas.
—¿Qué significa esto? —preguntó él.
—Significa que todas las tierras e inmuebles que eran de los bancos o de acreedores externos pasaron a ser propiedad de su hermano.
—Bueno, ¿y?
—Pensé que debían saberlo antes de leerles este documento. Es muy breve, incluye un apartado con las asignaciones detalladas, que si quieren después les leeré, pero principalmente dice: «Nombro como único heredero universal de todos mis bienes a mi amado esposo, Manuel Ortigosa Martín». —Hizo una pausa—: No dice nada más.
Hubo un par de segundos de silencio en el que todo quedó como en suspenso. Hasta que, usando las hojas que tenía en la mano como batuta, Griñán señaló hacia donde se sentaba Manuel.
Todos se volvieron a mirarle, y el niño comenzó a aplaudir. La anciana se puso en pie, avanzó hasta el pequeño y le dio una bofetada.
—Deberías educar a este niño o acabará como su padre —espetó a la joven.
Sin añadir nada más, abandonó la estancia. El niño, que había ido formando una mueca con los labios, rompió a llorar, y la chica, abochornada, se apresuró a abrazarlo. El nuevo marqués se puso en pie y, quitándole el niño de las manos, lo abrazó besando el lugar enrojecido en su mejilla.
—Lo lamento —dijo sin dirigirse a nadie en particular—, han de perdonar a mi madre, está delicada de salud.
Salió llevándose al pequeño, que no dejaba de llorar, seguido por su pálida esposa. Sólo la joven se volvió un instante para murmurar una breve despedida antes de abandonar el despacho, dejando en Manuel la sensación de que algo extraordinario, que escapaba a su entendimiento, acababa de representarse ante sus ojos.
Griñán se quitó las gafas y le miró mientras soplaba dejando salir el aire lentamente.
—Para esto estoy aquí —dijo Manuel entendiéndolo todo.
Griñán asintió.
Regresó al hotel. Al cruzar el vestíbulo, un hombre, que se identificó como el director, le estrechó la mano y se deshizo en disculpas por la torpeza del decorador al colocar un espejo frente a la cama; incluso le ofreció la posibilidad de que fuera a una mutua médica concertada donde se encargarían de las curas necesarias para su pie, por supuesto por cuenta del hotel, así como la opción de cambiar de habitación a una suite superior. Se lo quitó de encima como pudo minimizando las consecuencias de una herida que casi había olvidado, y subió a la habitación, en la que ya no había rastro del espejo, del amargo olor a vómitos ni de las manchas de sangre que le habían parecido imposibles de quitar.
Había rechazado el coche para volver. Decidió que le vendría bien caminar, pensar, bajo aquel cielo extraño surcado de nubes preñadas de lluvia, en todo lo que le había dicho Griñán.
—Tal como le dije, no se mezclan, y no se alarme por su reacción, era de esperar; como le he explicado, al igual que para usted, todo esto les supone una sorpresa, pues Álvaro les ocultó muchos aspectos de su vida, y quizá un sobresalto por el asunto del dinero, pero no vaya a pensar que nada más allá. —Ladeó la cabeza antes de añadir—: Quizá, para la única que suponga un problema asumir que no tendrá fortuna propia sea para la anciana señora, aunque ha vivido así la mitad de su vida gracias a las «habilidades» de su marido —dijo haciendo una mueca—. Los demás no le darán problemas, nunca los han dado. Álvaro los caló enseguida, mientras tengan el dinero de sus asignaciones para hacer lo que les apetezca estarán felices, y en este sentido Álvaro ya estableció un aumento anual que los dejará más que satisfechos. Por supuesto, los gastos de mantenimiento del pazo de As Grileiras y de la casa de Arousa están incluidos.
Se puso de pie, le tendió los documentos a Doval, que esperaba paciente y que se apresuró a hacerlos desaparecer en el portafolio. Griñán salió de detrás de la mesa y sorteando las sillas giró una y se sentó ante Manuel.
—Me consta que para ellos ha constituido toda una sorpresa saber que Álvaro estaba casado, pero, una vez sabido, entenderán que es lógico que le legue su fortuna a usted y más si partimos del hecho de que el dinero con el que se sanearon las cuentas y se pagaron las deudas de la familia era de Álvaro y procedía de su fortuna personal y del gran éxito que desde hace años fue cosechando a través de la publicidad. A cualquier persona con cuatro dedos de frente le parecería lógico que el dinero que Álvaro hubiera obtenido durante su matrimonio le fuese legado a su cónyuge. Claro que una cosa es la lógica y otra la inmensa rabia que debe de producirles que alguien ajeno a la familia, y entienda que digo ajeno desde su punto de vista, vaya a ser la persona de quien dependan. Pero se acostumbrarán, ya se vieron obligados a hacerlo cuando el padre legó a Álvaro los negocios aunque se suponía que estaba desheredado. Quizá Santiago se sienta un poco decepcionado, hereda el título nobiliario, pero sin patrimonio, pero le garantizo que no le traerá complicaciones, no tiene ni ha tenido jamás interés alguno por los negocios. Por eso le decía que quedaba fuera de toda consideración la posibilidad de que el viejo marqués se los hubiese legado a él.
—Parece que sean muy ricos... —planteó.
—Bueno, ahora lo es usted —contestó consecuente el albacea.
—Me refiero a que no todos los nobles son ricos... ¿De dónde procedía la fortuna de esta familia, a qué se dedicaba su padre?
—Ya le he dicho que es una de las familias más importantes de Galicia, su historia se remonta cientos de años atrás e inicialmente está ligada a los poderes de la Iglesia. Son grandes terratenientes y poseen un importante legado en arte.
—Como casi todas las familias nobles del país —observó Manuel—, normalmente se muestran reticentes a deshacerse de sus obras de arte, y un montón de tierra entre Lugo y Ourense puede suponer más gastos que ingresos si no se gestiona adecuadamente.
Griñán le miró de modo apreciativo.
—Olvidaba que era usted historiador. En efecto, muchas familias nobles se han visto en apuros económicos debido a estas razones, pero el padre de Álvaro tuvo en su juventud mucha suerte en los negocios y obtuvo concesiones, tierras, comisiones... Por desgracia no se le dio tan bien conservar su fortuna como hacerla...
Manuel observó a Griñán con interés renovado; aunque era normal que un hombre de su posición no se arriesgase a hacer una afirmación de aquel calado, era evidente a qué se refería.
—Los negocios de los que habla tuvo que hacerlos en las décadas de los cuarenta, cincuenta, sesenta, en pleno régimen franquista... —Griñán hizo un leve gesto de asentimiento, y Manuel continuó—: Y es sabido que en esos tiempos a los nobles que siguieron fieles a la corona en el exilio no les fue demasiado bien.
—Llegó a amasar una importante fortuna, pero los tiempos cambian... Derroche, mala gestión de los negocios, juego, es por todo el mundo sabido... Corría el rumor de que tenía al menos un par de amantes a las que les mantenía pisos de lujo en A Coruña. Puede que no poseyese un ojo avezado para sus inversiones en los últimos años, pero no era ningún imbécil y siempre encontró la manera de seguir proporcionando a su familia la situación acomodada a la que estaban acostumbrados. Aunque las clases altas siempre lo hacen, ¿verdad?
Manuel pensó en la reacción de la familia en la sala.
—Podría entender que Santiago se sintiese ofendido... — valoró Manuel.
El notario hizo un gesto de desdén con la mano, restándole importancia.
—El viejo marqués sabía que su hijo mediano era una nulidad. Se cuentan historias terribles sobre las humillaciones públicas a las que le sometía... Es verdad que no toleraba la condición de Álvaro, pero sabía que cuidaría de su familia y que tenía en una uña más talento que todos ellos juntos. Una cosa no quita la otra, pero ya le he dicho que para aquel hombre lo primero era preservar el honor de su apellido o lo que, traducido, es preservar el modo de vida de su familia. Para ello estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso a dejar todo en manos de Álvaro. Sabía lo que hacía, el viejo zorro. En tres años, Álvaro consiguió no sólo sanear las cuentas, sino reflotar un negocio ruinoso en el campo y en la bodega, logrando cuantiosos beneficios.
—Lo que no entiendo es cómo gestionaba esos negocios desde Madrid —dijo casi para sí mismo, negando incrédulo con la cabeza.
—En la mayoría de las ocasiones, por teléfono. Álvaro tenía claros los cambios que había que llevar a cabo. Desde mi despacho le proporcionamos un equipo de asesoría legal, administración y gestión a través de socios satélite que a menudo trabajan con nosotros, un equipo de profesionales. Todo el mundo sabía lo que había que hacer, y en caso de que hubiera que tomar una decisión importante o vinculante, únicamente yo le llamaba por teléfono. Ni siquiera el administrador lo tiene. Yo era el canal de comunicación.
—¿Y la familia? —preguntó Manuel haciendo un gesto hacia la sala que habían ocupado.
—Únicamente yo —remarcó Griñán—. Álvaro fue muy claro en cuanto a sus deseos desde el principio.
Una sombra cruzó el rostro afable del notario suscitando la curiosidad de Manuel, que iba a preguntar cuando Griñán se puso en pie.
—Y por hoy ya está bien, el coche le devolverá al hotel. Tómese las pastillas y duerma, lo necesita. Mañana pasaré a recogerle para acompañarle al entierro y después ya tendremos tiempo de hablar, pero créame si le digo que para todos es un alivio no tener que preocuparse por llevar las riendas de la empresa, jamás ni uno solo de los que ha visto hoy aquí ha dado un palo al agua, ni ha mostrado el más mínimo interés por los negocios. No trabajan ni han trabajado nunca, a menos que quiera catalogar de trabajo criar gardenias, cazar o montar a caballo.
Salió de la notaría anhelando el aire dulce del exterior, pero, en cuanto llegó a la calle, el frescor extraño del septiembre gallego le bañó de una realidad tan desoladora que, lejos de hallar la templada quietud que añoraba para pensar, le hizo sentir cansado, hambriento y herido en los ojos con aquella refulgencia de entre nubes, huérfano, como un transeúnte ajeno a la ciudad que no lo quería en sus calles. Huyó a esconderse de la luz, de las voces, del coro griego que seguía tañendo en su cabeza.
Se tragó con media botella de agua las dos pastillas que le había dado Griñán y fue despojándose de toda la ropa mientras observaba por la ventana de su habitación las fachadas de los edificios cercanos, deslustradas por la dominante tiranía de luz desde el cielo gris e hiriente del mediodía. Corrió las cortinas y se metió en la cama. Tardó segundos en dormirse.
Soñó con un niño de seis años que no dejaba de llorar, su llanto le despertó y en la penumbra tardó unos segundos en acordarse de dónde se encontraba. Volvió a dormirse. El cielo estaba completamente oscuro cuando despertó. Pidió al servicio de habitaciones una ingente cantidad de comida que devoró frente al televisor mientras veía los informativos nocturnos. Se acostó de nuevo tras la cena y volvió a dormirse. A las cinco de la madrugada abrió los ojos y vio a Clint Eastwood que desde la pantalla del televisor le apuntaba con un dedo que simulaba una pistola. El efecto era igual de amenazante.
Se sintió lúcido. Por primera vez desde que la bella sargento le dio la noticia en Madrid, conseguía superar el estado de confusión y torpeza con el que se había arrastrado como un alma en pena. Una suerte de sosiego se había adueñado de su interior calmando al fin la loca psicofonía de fantasmales voces que habían resonado sin tregua en su cabeza desde el momento en que la bella sargento le había comunicado la muerte de Álvaro. Reconocía aquel estado de quietud como su hábitat natural. Su mente lúcida y templada no era amiga de desórdenes ni ruidos. Suspiró y en el silencio de la noche supo que estaba solo. Completamente solo. Miró alrededor.
—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró.
Nadie contestó, aunque Eastwood le lanzó una acerada mirada que contenía un mensaje claro: «Lárgate, no te conviene buscarte problemas».
—Eso haré —contestó al televisor.
Ducharse, afeitarse y recoger sus escasas pertenencias le llevó cuarenta minutos. Se sentó ante el televisor y esperó paciente a que dieran las siete. Entonces tomó el teléfono, que había mantenido silenciado desde el día anterior, decidido a llamar a Griñán. Tenía cuarenta y tres llamadas perdidas, todas de Mei. Mientras lo sostenía en la mano, el aparato comenzó a vibrar. Pensó en no contestar, pero sabía que Mei no se rendiría. Descolgó y escuchó en silencio, demasiado cansado para hacer nada.
Ella comenzó a llorar antes que a hablar.
—Manuel, lo siento tanto... No puedes imaginar cómo estoy sufriendo, han sido los dos peores días de mi vida. Yo le quería, Manuel, lo sabes.
Cerró los ojos y siguió escuchando sin responder.
—Sé que tienes razones para estar enfadado, pero debes comprender que yo hice lo que él me pedía, me dijo que era por tu bien.
—¿Por mi bien mentirme? —explotó—, ¿por mi bien engañarme? ¿Qué clase de personas sois? ¿Qué clase de persona puede justificar algo así por mi bien?
Al otro lado de la línea, Mei redobló su llanto.
—Lo siento, lo siento tanto... Si pudiera hacer algo...
La sumisa aceptación de Mei sólo conseguía enfurecerlo más. Se puso en pie incapaz de contenerse.
—Ya puedes sentirlo. Entre los dos me habéis jodido la vida, la que me queda y toda la que he vivido, porque he descubierto que todo lo que creía sólido era una sarta de mentiras, y yo el único imbécil en esta historia que ignoraba la verdad. Espero que os hayáis divertido.
—No es así —chilló Mei sin dejar de llorar—, no es así en absoluto. Álvaro te quería y yo también, y lo sabes, nunca te habríamos hecho daño conscientemente. Álvaro me dijo que debía ser así, que quería mantenerte a salvo.
—¿A salvo?, ¿a salvo de qué, Mei? ¿Qué mierda me estás contando? —gritó. Tomó conciencia de donde estaba, desesperado se pasó una mano por el rostro mientras bajaba la voz. Casi susurrando dijo—: He conocido a su familia. No son monstruos, Mei, no tienen dos cabezas, no se comen a los niños. Lo que he encontrado es a unas personas tan sorprendidas y espantadas como yo por lo que está pasando. El único que se mantuvo a salvo en esta historia fue Álvaro, a salvo de dar explicaciones, a salvo de una vida conmigo de la que se sentía avergonzado, a salvo para poder vivir dos vidas distintas siendo un noble de España y mariconeando a escondidas.
—¿Qué es eso de un noble de España? —reaccionó Mei, parecía auténticamente sorprendida.
—Me extraña que no lo supieras. La familia de Álvaro es por lo visto grande de España, él tenía un título nobiliario.
—No sé qué has imaginado, pero la verdad es que yo no sabía apenas nada. Él me dijo hace tres años que su padre había muerto y que tenía que hacerse cargo de las empresas familiares, y que a partir de ese momento atendería esos asuntos desde el despacho. Me dijo también que su familia era horrible y que, excepto los negocios, no tenía otra relación con ellos, me advirtió de que eran muy destructivos y que quería mantenerte al margen de su influencia y, por tanto, jamás debías saber nada de ellos y yo debía evitar comentar nada relativo a esos negocios delante de ti.
—¿Y a ti te pareció normal?
—Manuel, ¿qué querías que hiciera? Me lo pidió, me hizo jurarlo. Y no, no me pareció tan raro, muchos homosexuales viven de espaldas a su familia. Lo sabes.
Manuel se quedó en silencio, incapaz de contestar.
—Manuel, voy a ir, tengo los billetes y salgo hoy a mediodía...
—No.
—Manuel, quiero estar contigo, no voy a dejar que pases tú solo por esto.
—No —negó obcecado.
—Manuel —rompió a llorar de nuevo—, si no me quieres ahí, deja al menos que avise a algunos de vuestros amigos...
Se sentó. Agotado dejó escapar todo el aire de sus pulmones.
—¿Y qué vas a decirles, Mei? Si aún no sé bien qué hago aquí y qué ha pasado... ¿Qué hacía Álvaro tan lejos de casa? Sólo quiero que todo esto acabe y regresar.
Ella se deshacía en llanto al otro lado de la línea, la escuchó consumido, sintiendo una especie de justificable envidia por su facilidad para llorar. La angustia atenazó su voz al punto de desgarrarla, vomitó toda su ansiedad en un caudal de hiel y resentimiento.
—Tengo cincuenta y dos años, Mei, me prometí no volver a pasar por esto, nunca creí que fuera Álvaro quien pudiera volver a hacerme sentir así... No entiendo nada, llevo dos días aquí, dentro de dos horas asistiré a su entierro y aún no he podido llorar... ¿Y sabes por qué? Porque no entiendo nada, porque nada encaja, es de locos, como una puta broma de mal gusto.
—Deja de luchar, Manuel, llorar te hará bien —susurró ella.
—No llevaba la alianza, Mei. El hombre que murió aquí ya no era mi marido. No puedo llorar por él.
El albacea Griñán contestó enseguida.
—Tengo que hablar con usted. He tomado una decisión.
—Dentro de media hora, en la cafetería de su hotel —fue su respuesta.
Cuando cerró la puerta de la habitación lo hizo llevándose la bolsa con sus cosas: no pensaba regresar.
Griñán llegó puntual. Pidió un café y antes de sentarse reparó en el escaso equipaje.
—¿Se va?
—En cuanto termine el entierro.
Griñán le miró valorando su determinación, y Manuel preguntó:
—Corríjame si me equivoco: ahora usted es mi representante legal, ¿verdad?
—A menos que decida poner sus asuntos en manos de otro profesional...
Manuel negó.
—Quiero que comunique hoy mismo a la familia de Álvaro que renuncio a la herencia, que no tienen de qué preocuparse porque no quiero nada. No quiero saber una palabra de este asunto. Prepare todo para firmar la cesión cuanto antes y envíemelo a mi casa. Creo que conoce la dirección.
Griñán sonrió.
—¿Qué le hace tanta gracia?
—Que Álvaro debía de conocerle muy bien. Puedo comunicárselo a la familia si lo desea, pero su marido incluyó una cláusula que no le permite renunciar a la herencia hasta que hayan transcurrido tres meses desde su fallecimiento o, lo que es lo mismo, cuando se haga oficial.
Manuel le miró resentido durante dos segundos, después se relajó, al fin y al cabo el responsable de todo aquello era Álvaro.
—Es increíble —dijo hastiado—. Está bien, pues comuníqueselo a la familia y ya me enviará los papeles en diciembre.
—Como usted diga —respondió—, así dispondrá de ese tiempo para pensarlo.
Miró a Griñán decidido de nuevo a contenerse, pero esta vez le falló el temple.
—No hay nada que pensar. Álvaro me ocultó quién era, me ocultó su vida. Descubro que he pasado casi quince años de mi vida con un hombre que no conozco, que tiene una familia que ni siquiera sabía que existiese y me encuentro siendo heredero de una fortuna que ni quiero ni me pertenece. Ya está pensado y no voy a cambiar de idea.
El albacea bajó los ojos, impasible, y tomó un sorbo de su taza de café. Manuel miró alrededor, se encontró con el torpe disimulo de los pocos clientes del local y supo que había hablado demasiado alto.
Condujo su coche durante cuarenta minutos por una autovía y otros quince más por una comarcal siguiendo al Audi de Griñán. La amenaza de lluvia que habían pronosticado los meteorólogos se había quedado en un cielo de nubes batidas hasta formar una capa suficiente para tamizar la luz solar y rescatar de la paleta colores más sólidos y definidos. La ciudad no había durado. La zona rural se apoderaba inmediatamente del paisaje en una sucesión de vecindarios arracimados junto a la carretera y un rosario de granjas dispersas a los lados, aunque siguiendo la línea de la carretera o de la vía del tren. Tras el desvío, las granjas comenzaron a distanciarse dejando a la vista vastos campos de un verde esmeralda festoneados de muros de piedra antigua y vallados tan artísticos que habrían hecho las delicias de cualquier fotógrafo. Le sorprendió la belleza de los bosquecillos artificiales de árboles entre verde y plateado que supuso que eran eucaliptos, el casi negro de las árgomas que aún conservaban sus distintivas flores amarillas contrastando con el brezo rosado que crecía al borde de la carretera. Griñán giró a la derecha en una pista hacia el bosque y cien metros más adelante detuvo el coche frente a una colosal verja de hierro que permanecía abierta de par en par. Bajó del vehículo y se acercó al albacea, que le esperaba junto a la reja con aire cercano al entusiasmo.
—Podíamos haber entrado en coche —explicó mientras avanzaban—, pero no quería que se perdiese la impresión de verla por primera vez.
La avenida custodiada por árboles centenarios aparecía cubierta de pequeñas agujas, y aquí y allá se veían piñitas abiertas como rosas de xilema, algunas aún prendidas a su ramita. El terreno se inclinaba levemente hacia una planicie de césped muy cuidado y un edificio de piedra de una sola planta y arcos de medio punto en los que aparecían encastradas dos magníficas puertas de madera.
Manuel miró a Griñán, que expectante esperaba su reacción.
—Es muy hermosa —hubo de reconocer.
El albacea sonrió complacido.
—Lo es, pero eso son las dependencias del servicio, debajo están las cuadras. La casa está ahí —dijo deteniéndose y señalando a la derecha—. Señor Ortigosa, el pazo de As Grileiras, la casa donde nació su marido y residencia de los marqueses de Santo Tomé desde el siglo XVII.
El edificio triplicaba en tamaño al anterior, de planta rectangular y pequeñas ventanas sepultadas profundamente en la piedra de color marrón claro. Quedaba elevada sobre una leve loma que dominaba toda la propiedad y que contrastaba con la profunda hondonada que se extendía en la parte trasera y la planicie del terreno frontal falsamente limitado por un tupido bosquecillo de olivos viejos que impedía ver más allá a nivel del suelo, y que, estuvo seguro, no estorbaría la vista desde la planta superior del palacio. Había una hilera de farolas de forja y pilas de piedra repletas de flores dispuestas frente a la fachada principal al estilo del Vaticano y rodeada de un seto de hojas brillantes y flores blancas, y tan fragantes que percibió el aroma en la distancia.
—Son gardenias. As Grileiras posee la mayor plantación de estas flores de Europa, seguramente del mundo. Catarina, la esposa de Santiago, es una experta; desde que se casaron ella se ha venido ocupando de su cultivo y ha llegado a ganar los más prestigiosos concursos del ramo. Junto al estanque hay un magnífico invernadero en el que ha logrado cultivar algunos híbridos realmente interesantes. Si quiere, luego podemos ir a verlo.
Manuel se acercó al seto exterior y admiró las flores cremosas y mates, con sus pétalos como de cera. Arrancó una cercenando el duro tallo con la uña. La encerró en el hueco de su mano y aspiró el perfume que se colaba entre sus dedos. Las explicaciones de Griñán con todo aquel baile de hermanos y cuñados, una familia con graduaciones que jamás habría concebido, le resultaba hostil y artificiosa, y le producía una humillante sensación de vergüenza, que casi le impelía a huir; ni siquiera la necesidad de respuestas era suficiente acicate para motivar que se quedara ni un minuto más de los necesarios en aquel lugar. Aun así, y correspondiendo a la amabilidad del albacea, preguntó:
—¿Qué significa As Grileiras? Suena a grilleras.
—Sí, pero no tiene nada que ver —dijo sonriendo—, As Grileiras o herbameira son hierbas mágicas con maravillosas propiedades curativas, casi milagrosas, que según la leyenda crecen a la orilla de los estanques, de los lagos y de las fuentes. El término procede de la palabra grilo o grelo, que significa «brote», por los brotecillos con los que aparece.
Aspiró una vez más el aroma de la flor y la deslizó en el bolsillo de su americana antes de seguir a Griñán.
—El cementerio está como a doscientos metros, junto a la iglesia del pazo.
—¿Tienen cementerio y una iglesia?
—Realmente está entre una iglesia pequeña y una capilla grande. Hace unos años un rayo alcanzó la torre de la parroquia del pueblo y la familia cedió el uso de este templo durante unos meses hasta que se restauró la otra. El párroco estaba encantado, oficiaba misa diaria y también la de los domingos, y yo creo que cuando se celebraba aquí venía más gente, ya sabe, por el gusto de entrar en el pazo de los marqueses, aquí la gente sigue siendo muy de esas cosas.
—¿De qué cosas?
—Ya sabe, la masa es muy clasista, y cuanto más humildes, peor. Los marqueses de Santo Tomé han sido los señores de estas tierras durante siglos. La mitad de las familias de la comarca ha trabajado para ellos en algún momento y perdura ese sentimiento feudal de protección que se le supone a un noble, y haber trabajado para él, o que tu familia lo haya hecho en el pasado, parece una especie de honor o distinción.
—Distinción de ignorantes.
—Bueno, no vaya a pensar —discrepó Griñán—. Aunque la mayoría de los nobles de este país es hoy en día extraordinariamente comedida; excepto cuatro que salen en las revistas del corazón, los demás viven con discreción, pero entre ciertas clases todavía se considera un privilegio ostentar la amistad de un noble; su recomendación o apadrinamiento para los negocios o puestos diplomáticos continúa siendo una ventaja a la que pocos renunciarían.
Muchos pueblos tenían iglesias más pequeñas que aquélla. Un calvero dibujando un círculo perfecto, en el que desembocaron a través del túnel natural entre los olivos centenarios, se había reservado para el templo y el camposanto. El ingreso estaba situado al frente aunque tenía una puerta lateral, custodiada por dos estrechas ventanas emplomadas y tres escalones incómodos y empinados.
La brisa que, contenida por los árboles centenarios a duras penas había arrojado las piñitas al camino de entrada, corría osada por la explanada yerma que rodeaba el templo por tres de sus lados, en el otro estaba el cementerio. Calculó una veintena de cruces, sencillas, de piedra, entre la hierba corta y cuidada. Y nada más, excepto un siniestro montón de tierra reservado junto a una fosa recién abierta, ni siquiera una cerca que lo delimitase, pero ¿para qué?, si todo era su propiedad.
Allí era donde Álvaro deseaba ser enterrado. No se lo reprochó, al fin y al cabo ¿qué le habría dado él?, un velatorio en el tanatorio de la M-30 y un nicho en el atestado cementerio de la Almudena, no recordaba que jamás hubieran hablado del tema. A pesar de la innegable belleza del paraje y de la pulcra sencillez de las piedras antiguas, había algo de desolador en aquel lugar, pero ¿acaso no era propio de todos los cementerios? Rendido ante la evidencia, admitió sus prejuicios; por alguna razón había esperado un gran panteón.
—Son católicos muy practicantes, como la mayoría de los nobles, y como muchos de ellos adoptan para la otra vida la mesura y la austeridad que no tuvieron en ésta —explicó Griñán mientras se dirigían a la entrada del templo, en la que se había congregado mucha gente, quizá más de cien personas.
Notó que susurraban encogidos abrigándose con sus chaquetas oscuras del viento que arreciaba en el claro frente a la iglesia. Nadie se acercó aunque muchos se volvieron a mirarle. El servicial secretario Doval, que esperaba pegado a la pared en un intento de guarecerse del frescor matinal, salió de su cobijo para saludarlos. Manuel reparó entonces en que los dos hombres vestían impecables trajes negros. Se sintió fuera de lugar con su americana azul y su camisa arrugada, taladrado, juzgado y condenado por las miradas que desde los rostros desconocidos le asediaban con una mezcla de curiosidad y morbo. Se sintió reconfortado por la piadosa mano de Griñán, que colocada sobre su hombro le condujo hacia la entrada, librándole del inquisidor examen de los vecinos, que quedaron a sus espaldas.
—No hay mucha gente, claro que a estas horas... —justificó el secretario.
—¿Que no hay mucha gente? —dijo Manuel sin volverse a mirar pero consciente del rumor ascendente tras él, y de que el número de personas concentradas frente al templo se había doblado en el tiempo que llevaban allí.
—La familia lo ha llevado con reserva —aseveró Griñán—. Al tratarse de una muerte inesperada... Quiero decir que si hubiese sido de otro modo...
Manuel le contempló con una expresión de tristeza, y el notario desvió la mirada eludiendo extenderse en farragosas explicaciones. Doval salió en su auxilio.
—Podemos entrar, la familia llegará enseguida. Perdón —dijo exageradamente alarmado—, quiero decir el resto de la familia.
La iglesia estaba atestada. Ya le había parecido muchísima gente mientras creyó que los que se agrupaban fuera eran los únicos asistentes; al traspasar la puerta se dio cuenta de que sólo eran los que no habían podido entrar. Bajó la cabeza, abrumado, mareado, agradeciendo como un niño perdido la tutela en su hombro de la mano firme de Griñán, que le guio hacia el altar por el paso central entre los bancos. Oyó un lamento profundo a su paso, y al alzar la mirada buscando el origen de los sollozos quedó sobrecogido. Un grupo de mujeres enlutadas se sostenían unas a otras mientras lloraban, su quejido se elevaba por la nave abovedada amplificándose en sus oídos. Las observó impresionado. Entre todas las cosas que había imaginado para aquel día no contó con ver a alguien deshacerse en llanto por la muerte de Álvaro. ¿Qué hacía toda aquella gente allí? ¿Quiénes eran? Le resultaba inconcebible aceptar que siguieran celebrándose funerales como aquél. En las escasas ocasiones en que había asistido a alguno, los asistentes eran familiares y un par de docenas de amigos y conocidos del fallecido; en muchos casos, un leve responso en el mismo tanatorio antes de la incineración. Y nada más. ¿Qué era todo aquello? En silencio maldijo el folclore de aquella tierra, el gusto paleto por los funerales en el pazo y aquel servil respeto que Griñán parecía apreciar y que a él le resultaba bochornoso. Pero también se dio cuenta de que aquellas personas, agrupadas, compartiendo su dolor, le hacían sentir más solo, abandonado y ofendido. Desde el principio, Álvaro y él habían formado el tipo de pareja que se sostiene el uno en el otro sin dar demasiada cabida a la vida social. Los largos períodos de recogimiento a los que obligaba la escritura y el gusto por estar en casa tras completar las giras de promoción les habían llevado en los últimos años a reducir un círculo amistoso que nunca fue demasiado amplio. Tenían algunos amigos, por supuesto, pero había descartado la idea de Mei de avisarlos. La posibilidad de que alguien le acompañase ante una situación que le resultaba tan denigrante que sólo quería que terminase de una vez era ridícula, pero lo era más imaginarse explicando a sus amigos una circunstancia que ni él mismo podía entender. Avanzó entre los bancos y vio a varios hombres, algunos muy mayores, con los ojos húmedos y los pañuelos planchados con mimo, seguramente por una mujer, estrujados en el hueco de la mano. Las miradas crispadas por el dolor confluían en el ataúd oscuro y brillante, que parecía triste y de agua, como los ojos de un perro. Soltándose de la reconfortante guía del albacea, y atraído por su presencia, caminó hasta el féretro agradeciendo que estuviera cerrado. Hechizado por la cadencia de los llantos femeninos y por el brillo de la madera pulida, extendió la mano para tocarlo en el momento en que un rumor creciente interrumpía la mágica armonía de los sollozos quedos y se extendía por el templo como el avance de una plaga: la familia hacía su entrada. Echó un vistazo alrededor y vio que únicamente los dos bancos delanteros permanecían vacíos. Se dirigió al de su derecha y se sentó. El rumor creciente cesó de pronto. Se volvió para mirar y vio que la anciana señora apoyada en el brazo de su hijo había detenido su avance, vestía de riguroso luto y susurraba algo al oído de Griñán, que vino hacia Manuel, apresurado, y se inclinó para hablarle al oído.
—No puede sentarse aquí, es el banco de la familia —casi riñó el albacea.
Levantándose azorado, dio dos pasos hacia el pasillo dispuesto a irse, pero se detuvo de pronto mientras la inicial sensación de torpeza daba paso a la indignación.
—Yo soy la familia. Si no se mezclan es asunto suyo. El hombre que está en ese ataúd es mi marido y si no me equivoco de momento este banco es mío, de mi propiedad. Dígales que pueden elegir sentarse aquí o en cualquier otro banco de la iglesia. No me moveré.
Griñán palideció mientras Manuel volvía a sentarse, tan furioso que apenas podía controlar el temblor de sus manos. Le oyó susurrar en el absoluto silencio en el que se habían sumido los habitantes del templo, y al momento los pasos hacia el altar se reanudaron dirigiéndose al primer banco de la izquierda.
Evitó mirarlos durante todo el funeral.
El oficio duró casi dos horas. Una misa funeral por un solo difunto oficiada por un cura, que rondaría los cuarenta años, y que denotaba cierta confianza con la familia. Dedujo, por su más que probable auténtica tristeza, que había conocido a Álvaro. Le asistían una cantidad inusitada de sacerdotes, hasta un total de nueve llegó a contar, todos mayores y distantes, que en un curioso ritual se mantenían en respetuoso segundo plano actuando como asistentes dispuestos en semicírculo alrededor del altar y acompañando al cura más joven en el ceremonial.
Manuel permaneció sentado todo el tiempo, sin prestar atención a las indicaciones del cura, abatido por la resaca del enfado y la delirante marea emocional de los asistentes al funeral, a los que oía gemir a su espalda. En pie, sentados, de nuevo en pie, sentados... Levantó un instante el rostro y encontró los ojos curiosos de varias mujeres que esperaban su turno para comulgar. Se escondió, fue consciente, bajando la mirada mientras luchaba contra la creciente y angustiosa necesidad de salir de allí.
Terminado el funeral, algunos de los hombres de manos duras y pañuelos planchados alzaron el ataúd y lo llevaron hasta el cementerio. Agradeció la brisa que iba templándose según avanzaba la mañana y el sol que conseguía asomarse entre el batido de nubes bajas.
—Ya he comunicado al marqués su decisión —le susurró Griñán junto a la puerta del templo.
Asintió como toda respuesta, preguntándose cuándo se lo podría haber dicho y llegando a la conclusión de que tuvo que ser durante el funeral. Al fin y al cabo, como ya le había comunicado Griñán, la cuenta Muñiz de Dávila era una de las más importantes de cuantas gestionaba, y, para asegurarse de seguir siendo el administrador, el notario no mostraba escrúpulos al ponerse cuanto antes al servicio de los nuevos propietarios de la fortuna. Se rezagó dejando que el grupo se adelantase rodeando la sepultura. Los observó desde el límite del camposanto sin atreverse a acercarse más. La energía consumida en el pulso por el banco de la iglesia le había dejado extenuado e incapacitado para un nuevo lance.
En contraste con el eterno funeral, el entierro fue rápido. Un responso junto a la tumba. Ni siquiera pudo ver, obstaculizado por los cuerpos apiñados, cómo descendían el ataúd. Los asistentes comenzaron a marcharse. Los curas saludaron cumplidamente a los miembros de la familia y se dirigieron a la puerta lateral de la iglesia, seguramente a la sacristía. Sintió entonces una mano pequeña deslizarse en la suya y al mirar descubrió al niño de la familia. Se inclinó para hablarle y entonces el pequeño le echó los brazos al cuello y le besó en la mejilla. Después salió corriendo hacia su madre, que le esperaba a cierta distancia, y sonrió antes de encauzar la vereda que llevaba a la casa.
—Señor Ortigosa.
Se volvió y vio que Santiago, el nuevo marqués, se había detenido frente a él.
Unos metros más atrás, Griñán le hizo un gesto afirmativo mientras emprendía el camino hacia la casa acompañando a las mujeres.
—Soy Santiago Muñiz de Dávila, Álvaro era mi hermano —dijo tendiéndole la mano, parcialmente oculta por un vendaje.
Manuel le contempló desconcertado.
—No se preocupe, no es grave, un accidente con un caballo, un dedo fracturado y unos cuantos arañazos.
La estrechó con cuidado percibiendo bajo la venda la rigidez de la escayola.
—El señor Griñán me ha comunicado su decisión y no puedo menos que darle las gracias en mi nombre y en el de la familia. Quiero también disculparme si le hemos parecido fríos o maleducados, los acontecimientos de los últimos días —dijo volviéndose un instante para mirar hacia la tumba— nos han superado.
—No tiene que disculparse, sé cómo se sienten.
No dijo nada más. El hermano se despidió con una leve inclinación de cabeza y apuró el paso para alcanzar a su esposa, a la que sustituyó cediéndole el brazo a la madre.
El sacerdote más joven se le acercó cruzando el cementerio, en el que ya no quedaba nadie excepto el enterrador, ayudado por una cuadrilla de peones que fumaban agrupados al abrigo de la pared lateral de la iglesia.
—Me gustaría hablar un rato con usted, soy amigo de Álvaro desde la infancia, fuimos juntos al colegio. Tengo que quitarme esto —dijo tocando la casulla que lo cubría—; si me espera, me cambio en un minuto.
—No sé —respondió Manuel evasivo mirando hacia el camino—, la verdad es que tengo un poco de prisa.
—Será un minuto, lo prometo —dijo echando a correr hacia la puerta lateral de la iglesia.
Dedicó una mirada a los operarios que fumaban y charlaban entretenidos en sus cosas, pero vio que el enterrador, el único que no vestía mono de trabajo, le observaba sin perderle de vista; casi tuvo la sensación de que saldría del grupo y se acercaría a decirle algo, al final optó por saludarle inclinando la cabeza levemente y caminó hacia la tumba abierta. Fue sorteando las cruces mientras leía las inscripciones al pie. Quizá Griñán tenía razón. En las leyendas aparecían tan sólo los nombres y las fechas del nacimiento y el fallecimiento, sin rastro de título u honores. Algunas de las tumbas se remontaban hasta el siglo XVIII, y la única diferencia con las más recientes era el color de la piedra que conformaba las cruces. Junto a la fosa abierta, vistosos ramos y coronas que más tarde la cubrirían, festoneados de cintas, que como clamorosos gallardetes distinguían su procedencia y precio se amontonaban como una pira perfumada. Instintivamente se llevó la mano al bolsillo y sacó la gardenia cerosa, que había recogido por el camino, ocasionando que el perfume se expandiera hasta eclipsar el de las otras flores. Se adelantó un paso para poder ver el ataúd ahora deslustrado por el polvo de la tierra oscura que la familia había arrojado sobre él durante el responso. No había flores. Quizá Griñán estaba equivocado: después de todo, el lucimiento de esas caras coronas se reservaba como alarde para la superficie de la tumba, donde todo el mundo pudiera verlas.
Miró de nuevo la superficie ahora mate del ataúd y el crucifijo con el Cristo famélico y agonizante. Alzó la flor hasta sus labios, aspiró el aroma, depositó sobre ella un beso y extendió la mano sobre la fosa. Cerró los ojos intentando encontrar en su interior el reducto donde se defendía el dolor, pero no lo halló. Sintió una presencia a su espalda y cerrando el puño protegió la flor.
Se volvió hacia el sacerdote que lo esperaba unos pasos más atrás y que le pareció más joven vestido de calle, aunque vio que había conservado el alzacuellos.
—Si necesita más tiempo...
—No —respondió caminando hacia él mientras devolvía la gardenia al bolsillo de su americana—. He terminado aquí.
El sacerdote alzó las cejas sorprendido por su brusquedad. Manuel vio su gesto y atajó cualquier posibilidad de una probable manifestación de compasión.
—Como le he dicho, no dispongo de mucho tiempo —dijo apremiante. De pronto la influencia melancólica del cementerio le resultaba insoportable. Quería huir de allí.
—¿Dónde tiene el coche?
—Junto a la verja de la entrada.
—Pues le acompaño, yo también me marcho, he de regresar a mi parroquia.
—Oh, pensaba que... —dijo haciendo un gesto hacia la iglesia.
—No, hoy estoy aquí como invitado, por mi amistad con la familia; el responsable de la parroquia más cercana es uno de los sacerdotes que me ha asistido en la celebración. Este templo realmente no tiene párroco asignado, es de uso privado, sólo se abre al público para las celebraciones especiales.
—Oh, al ver a tantos sacerdotes he supuesto...
—Sí, supongo que resulta chocante para alguien que no esté acostumbrado, pero es una tradición en la zona.
—Folclore —susurró despectivo entre dientes.
No estuvo seguro de que el cura lo hubiera oído hasta que percibió su tono mucho más frío cuando replicó:
—Su manera de honrar a los muertos.
Manuel no dijo nada. Apretó la boca y miró anhelante hacia la vereda que le sacaría de allí.
Comenzaron a caminar.
—Me llamo Lucas —dijo de nuevo amistoso el sacerdote tendiéndole la mano—. Como le he dicho, fui con Álvaro al seminario, bueno, con todos los hermanos, sólo que los otros son más pequeños y coincidimos menos...
Manuel se la estrechó sin detenerse.
—¿El seminario? —preguntó sorprendido.
—Sí —dijo sonriendo—, pero no se haga ideas raras, en esa época todos los chicos ricos de la comarca estudiaban en el seminario. Era el mejor colegio de por aquí; además, los marqueses siempre han sido benefactores del centro, era lógico que los chavales estudiasen allí, no tenía nada que ver con la vocación.
—Parece que sí, en su caso.
Rio divertido.
—Pero soy la excepción, de toda mi quinta fui el único en tomar los votos.
—¿También es rico?
Rio de nuevo.
—En eso también fui una excepción, soy uno de los beneficiados de las becas para chicos pobres y prometedores del señor marqués.
Le costaba imaginar a Álvaro en un seminario. En alguna ocasión le había contado anécdotas acerca de su paso por la universidad, el internado en Madrid, el colegio mayor, pero jamás sobre la escuela de su infancia, una infancia en aquel universo bucólico le resultaba contradictoria, en comparación con aquella otra que él había supuesto para Álvaro. Sentía la grava crujir bajo sus pies mientras avanzaban. Las prolongadas pausas y los silencios entre ambos, lejos de incomodarle, le sosegaban. Guarecidos del viento por los árboles, el sol de mediodía comenzaba a templar su espalda haciendo presente el perfume de las gardenias, que se propagaba por el aire desde los setos que rodeaban la casa.
—Manuel, ¿podemos tutearnos?, tengo cuarenta y cuatro años, la misma edad que Álvaro, se me hace raro hablarle de usted.
Manuel no contestó. Hizo un gesto ambiguo que no determinaba nada. Por experiencia sabía que a menudo esta propuesta solía ser la coartada para otro atrevimiento.
—¿Cómo te encuentras?, ¿cómo estás?
La pregunta le cogió por sorpresa no tanto por su naturaleza, sino porque era la primera persona que se interesaba. Ni siquiera la dulce Mei con su carga de culpa y arrepentimiento se lo había preguntado. Y aunque él le había escupido a la cara su dolor y desconcierto, la verdad era que no se había parado a pensarlo. ¿Cómo estaba? No lo sabía, intuía cómo habría esperado estar: destrozado, abatido, hundido, pero estaba apático y profundamente decepcionado, en parte afrentado por todo lo que se veía obligado a soportar. Nada más.
—Bien —respondió tras pensarlo.
—Bueno, los dos sabemos que eso no puede ser verdad.
—Pues lo es, no siento otra cosa que lástima y decepción por todo lo que ha pasado, sólo quiero salir de aquí, recuperar mi vida y olvidarme de todo esto.
—Indiferencia —sentenció el sacerdote—. En ocasiones es una de las fases del duelo que trae la muerte, viene justo después de la negación y antes de la negociación.
Iba a discutirlo, pero se vio a sí mismo rebatiendo cada argumento de la sargento Acosta cuando le comunicó la muerte de Álvaro, negándose a aceptarlo, buscando un salvavidas, rechazando ofuscado lo que no quería admitir. —Se diría que eres un experto en el tema —comentó displicente.
—Lo soy, trato a diario con la muerte y el desconsuelo, aparte de otras enfermedades del alma. Es mi trabajo, pero además era amigo de Álvaro. —Hizo una pausa y miró a Manuel esperando su reacción—. Probablemente, una de las pocas personas que mantuvo el contacto con él en estos años y conocía la realidad de su día a día.
—Pues ya sabías más que yo... —susurró disgustado.
El sacerdote se detuvo y le observó muy serio.
—No seas tan duro en tu juicio; si Álvaro te ocultó lo que tenía que ver con la familia no fue porque se avergonzara de ti, sino porque se avergonzaba de ella.
—Eres la segunda persona que me dice algo parecido, pero no sé qué quieres decir. Los he conocido y no parecen tan terribles.
El sacerdote sonrió en un gesto de contención.
—Álvaro no tuvo relación con nadie de su casa desde que se fue a estudiar a Madrid siendo apenas un crío. En cada ocasión en que regresó, el rechazo de su familia fue en aumento, hasta que un día no volvió más. Su padre falleció sin acceder a verle, aunque eso no impidió que Álvaro heredase las obligaciones. Regresó, tomó la rienda de los negocios, asignó una paga a sus familiares y desapareció de nuevo. Creo que, excepto su albacea, sólo yo sabía cómo localizarle —dijo reanudando sus pasos hacia la verada—. Sé que era feliz con su vida, era feliz a tu lado.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro?, ¿también eras su confesor? —dijo ofensivo.
Lucas cerró un segundo los ojos y tomó aire profundamente, casi se diría que el golpe le había alcanzado en el pecho como un puñetazo.
—Algo así, pero sin seguir el protocolo. Hablábamos mucho de ti, de todo... —respondió recuperada la calma.
Manuel se detuvo. Volviéndose hacia el sacerdote sonrió sarcástico y razonó desganado:
—Vamos a ver... ¿Qué pretendes al contarme todo esto? ¿Acaso no ves lo absurdo que resulta que un cura pretenda consolarme del hecho de que mi marido homosexual me haya ocultado su vida? ¿Cómo pretendes que me sienta al saber que tenía más confianza contigo que conmigo? Lo único que me queda claro es que no conocía al hombre con el que he compartido mi vida, que todo ese tiempo me engañó.
—Sé cómo te sientes...
—No sabes una mierda —escupió.
—Puede que no o puede que sí, lo que sé es que ahora mismo eres impermeable a cuanto te diga, pero sé también que dentro de unos días las cosas serán distintas, ven a verme entonces —dijo, y le tendió una tarjeta en la que se indicaba la dirección de un santuario en Pontevedra—. La persona que en verdad era Álvaro es la que tú conocías. Todo lo demás —añadió haciendo un gesto envolvente hacia la majestuosa avenida dominada por la verja de entrada— era artificio.
Estrujó la tarjeta y a punto estuvo de arrojarla a sus pies. Casi por impulso, la deslizó en su bolsillo junto a la fragante flor que era lo único que, furtivamente, se llevaría de allí.
Traspasaron la verja y salieron al camino en silencio.
Al verlos venir, un hombre que había permanecido apoyado en el maletero de su coche se irguió y dio un par de pasos hacia ellos antes de detenerse.
Había en su figura algo familiar que no supo identificar hasta que estuvo casi a su lado. Era el guardia civil con el que había hablado en el hospital hasta que su superior le había relevado. No recordaba su nombre, aunque sí su evidente desprecio homófobo y la panza cervecera que sin duda el uniforme disimulaba mejor que los pantalones de pinzas que llevaba casi en la pelvis y el fino jersey de pico que marcaba los botones de su camisa como una hilera de remaches resaltando sobre la piel.
Con los años había desarrollado un radar para los cafres y estuvo seguro de que aquel tipo iba a causarle problemas; aun así, casi le sorprendió más la reacción del sacerdote, que susurró:
—¿Qué hace éste aquí?
—¿Manuel Ortigosa? —preguntó el hombre aunque era obvio que lo sabía—, soy el teniente Nogueira de la Guardia Civil —dijo mostrando brevemente una identificación que hizo desaparecer en su bolsillo—. Nos conocimos anteayer en el hospital...
—Le recuerdo —contestó prudente Manuel.
—¿Va a alguna parte? —dijo haciendo un gesto hacia la bolsa de viaje visible en el asiento trasero del coche.
—Regreso a mi casa.
El guardia negó con la cabeza. Parecía contrariado.
—Tengo que hablar con usted —dijo como si se convenciera a sí mismo.
—Hable —respondió displicente.
El guardia civil dirigió una torva mirada al sacerdote.
—En privado —advirtió.
Por lo visto, la animadversión de aquel hombre no se limitaba a los homosexuales. Eso, o eran viejos conocidos.
El cura no se dejó intimidar.
—Si quieres que me quede... —se ofreció mirando a Manuel y desdeñando la expresión poco amistosa del otro hombre.
—No será necesario, gracias —contestó tajante.
Era evidente que tenía gran interés en quedarse. El guardia civil no le parecía de fiar, pero entre dos extraños optó por el segundo.
El sacerdote aún se rezagó un rato demorando su partida. Se despidió tendiéndole la mano sin mirar al guardia antes de subirse a un pequeño utilitario gris que estaba aparcado detrás de ellos.
—Ven a verme.
Manuel le vio marchar y se volvió hacia el guardia.
—Aquí no —fue su respuesta—. Hay un bar en el pueblo, justo antes de salir a la general. Se puede aparcar en una explanada a la entrada. Sígame.
Iba a protestar, pero decidió que después de todo, si aquel tipo quería hablar, mejor que fuera en un lugar público que en el solitario acceso a As Grileiras donde tan sólo quedaba el Audi de Griñán.