¡POBRE FEO!

Eduardo Barrios

TIERNA LECTORA:

Estos fragmentos son auténticos. Pertenecen a una serie de cartas escritas por dos primas mías que con su madre viven en Valparaíso, en una casa de pensión. Apenas si he tenido que corregir la de mi primita Luisa, cuya instrucción aún no basta para ofreceros lectura fácil, respetuosa de vuestra gramática y de vuestro buen gusto. Si sois frívola, superficial, indolente, no las leáis, que casi nada os dirán —o leedlas sólo para reír, con la inconsciente crueldad de la pequeña Luisa—. Pero si merecéis el adjetivo que os doy en el tratamiento, si tenéis un corazón abierto al dolor y a la ternura, las cartas de mis primas, en medio de su comicidad terrible, no os permitirán reiros sin que la risa, después de florecer en vuestros labios, caiga como un clavel dolorido, en ofrenda piadosa para aquellos a quienes un designio incomprensible de la Naturaleza parece haber condenado a retorcerse los brazos en la soledad.

Como mi prima Isabel, acaso también vos hayáis encontrado en vuestro camino un José. Son muchos los que por ser muy feos, muy tímidos y muy débiles, se consumen en su sed infinita de ternura, en su hambre de amor que nunca una bella saciará, sufriendo la crueldad suprema del vientre monstruoso que los concibió débiles y desarmados ante la Mujer y ante la Vida.

DE ISABEL.

...Sé a quién te refieres, a quién se ha referido Luisita en la postal que te ha escrito. Eso es absurdo. Es verdad que... (me da vergüenza decírtelo), es verdad que el señor ése demuestra más que simpatías por mí; pero..., yo no tengo la culpa, yo jamás le... ¡Bah, protesto de la infamia, eso es: no necesito explicarme, defenderme; protesto, simplemente!

Y no te rías. Estoy enojada de veras. Si conocieras al tipo, me darías la razón. Siento no tener un retrato suyo, para que lo conozcas y comprendas mi rabia. Voy a procurar hacértelo. Es de una fealdad que desconcierta. Figúrate un muchacho muy largo, muy largo, y con esa flacura del adolescente que ha dado un estirón después de unas fiebres. Tiene la frente acartonada, estúpida; las mejillas, como cuevas al pie de dos pómulos que son dos juanetes. Las pestañas —¡qué horror!— son plomizas, y sobre su piel, plomiza también, parece que se desmayan los labios blancos, arrugados, fofos... ¿Quién sería capaz de darle un beso?...

DE ISABEL.

...¿De veras te interesa el personaje? Lo que no consiento es que me digas “dame cuenta detallada de tus amores con él”. No me molestes. Bien está que como literato te intereses por esta clase de tipos. Son muy curiosos. Pero no me ofendas, déjate de picardías con tu prima...

Apareció José —así se llama— el domingo último. La dueña de la pensión nos lo presentó a la hora del almuerzo. Ya después del primer plato, tenían todos deseos de aludir al nuevo. Aurelio, un pensionista muy burlón y muy divertido, fue quien rompió el fuego.“—Usted es bien alto” —le dijo—. José, sonrojado, trinchó el bistec y tuvo la ingenuidad de responder, manso y todo confundido: “—Desde niño prometía yo ser muy alto”—. “—Y ha cumplido usted su palabra” —le contestó Aurelio.

Con esto, ya te imaginarás: risas en las galerías.

Luego vino un silencio. Todos nos mirábamos conteniendo la risa; y él más encarnizado con su bistec. Pero nos habían quedado ganas de reír y recurrimos a decir chistes. Chistes sobre los sirvientes, chistes sobre los guisos que nos da misiá Loreto, chistes sobre todo y a propósito de todo. ¡Y qué desabridos...! ¡Y nos reíamos, sin embargo! Él también se reía; y nosotros, al verlo tan inocente, ¡más risa! No era para menos. ¡Infeliz!

Después de almorzar —tú sabes cómo se murmura en las casas de pensión los domingos después de almorzar—, discutimos el nombre que le pondríamos al nuevo. Que guanaco, que escalera de boticario, que bambú, que escape de gas... Decidimos ponerle bambú, por ser de Aurelio la ocurrencia, del ocurrente de la casa. Bambú da la idea de su altura escandalosa y de su terrible delgadez, cierto; pero él es descoyuntado, lacio. Parece más bien una tripa, por su color de grasa, por su cuello elástico que se alarga y se encoge. Tiene también una manzana de Adán como una rodilla de Don Quijote y, además, es de un aire huraño, ensimismado, tristón.

No sé, no estoy conforme con el apodo. Pero se lo puso el payaso de la casa. ¡Qué rabia! ¿Por qué será, primo, que cuando una persona con fama de graciosa dice algo, aunque ese algo le resulte desabrido, todos se lo celebran...?

DE ISABEL.

...Sí, primo; sí, curioso; me hace el amor. Precisamente por eso no te he escrito estos días. Estoy irritada, furiosa; no quisiera oír hablar de él. A no ser porque te he prometido contarte... En fin, ¿qué te diré?... ¡Que me carga! No me dice nada, no. Es muy tímido, parece de esos seres solitarios que se sienten mal en sociedad (¡y tiene razón!). Pero me mira, me mira, me mira, con ojos de perro humilde que implora de su amo una piltrafa. Es desesperante. Yo debo de ponerle cara de hiena; porque se va entonces, con un gesto de tristeza profunda, con los enormes brazos colgantes, más feo que nunca. ¡Imbécil, guanaco, qué se habrá figurado!

No estoy de humor, no te digo más hoy...

DE LUISITA.

...Yo te escribo, porque Isabel no quiere escribirte hoy tampoco. ¿Será tonta? Está furiosa con lo de Bambú. En lugar de hacerle caso, para reírnos un poco... Pero yo te escribo, porque se me figura que de esto vas a sacar tú alguna novela... Ya tengo mucha confianza con él; hemos peleado y todo. Anoche me contó un pensionista que una vez le dieron a Bambú con la puerta en las narices y que, con el golpe, la nariz, como es tan puntiaguda, se le quedó clavada en la puerta.

Yo le pregunté a él si era verdad esto, y se enojó conmigo. Pero al poco rato nos pusimos bien, porque yo le estuve contando a qué paseos va siempre la Chabelita y qué dulces le gustan más. Entonces me llevó a su cuarto y me regaló una docena de postales preciosas. No tiene un santo en las paredes, ni siquiera un corazón de Jesús, que lo tienen hasta las puertas de calle. Qué raro, ¿no? ¿Será masón? A la cabecera de la cama tiene un retrato de su mamá en un marco antiguo de esos que dan miedo. Igual, pero lo que se llama igual a él era la vieja. ¡Pobre! No quiero burlarme de ella; no se juega con los muertos...

DE ISABEL.

... Tienes que reprender a Luisita. A costa de ese infeliz, está dando espectáculos que serán todo lo cómico que se quiera, pero algo tristes, muy desagradables. Anoche me dio mucha lástima lo que pasó. El pobre Bambú, que ha adoptado una jovialidad melancólica delante de mí, aventuró no sé qué galanteos y no sé qué preguntas, como tratando de saber cuál era mi ideal de hombre. Luisita, indignada, la muy pícara, le dijo: “—¡Es usted capaz de creerse buenmozo!”

Jamás, jamás se ha figurado él tal cosa; yo te lo aseguro: ve que a cada instante tropieza la frente con las lámparas; sabe que sus orejas atornilladas sobre el cráneo, y con puntas, como si se las hubieran pellizcado al nacer, son indecentes; reconoce que su garganta de tripa enrollada se asoma como el badajo de una campana por el cuello de la camisa —porque usa unos cuellos... para sacarlos abrochados y con camisa y todo por encima de la cabeza—; no ignora, en fin, que ni sus escuálidos brazos, que moldean los codos en las mangas, ni sus pies enormes y planos, ni sus inverosímiles canillas son prendas de belleza.

Pero volvamos al relato.

“—Mírese al espejo” —agregó Luisita. Humillado, mudo, se desplegó él de su asiento, como algo dobladizo, y se fue... Al pasar frente al espejo, se miró a hurtadillas, rápidamente. Yo vi también su imagen reflejada: aquel talle de niño, aquellas piernas sin fin: una albóndiga montada en un compás. ¡Qué crueldad de la naturaleza!

“—¿Han visto? —dijo Luisita—. Tiene la facha de un reo, una cabeza de asesino, con ese pelo cortado a lo perro”.

Debes de reprender a esta chiquilla. Así como es capaz de hacer comparaciones, es capaz de comprender lo que hace. A mamá ya no le obedece...

DE LUISITA.

... Tú creerás, primo, que un tipo tan flaco ha de comer muy poco. Te equivocas. Deja los platos limpios. ¡Qué apetito tan extraordinario! Si casi suspira más por la comida que por la Chabelita... Ah, y hemos sabido que al infeliz le estorba su largura hasta en la peluquería. Dice Aurelio que hoy lo vio cuando le estaban cortando el pelo y que el peluquero, para poder alcanzarle a la cabeza, lo había tenido que sentar en el suelo.

¡Y no quieren que me ría!

DE ISABEL.

...He tenido que reírme por fuerza. Luisita le ha dicho que me gusta mucho el piano. Sabe tocar —y cosa rara—, él, tan pavo, tan lánguido, lo toca con un airecito jovial, todo rápido, picadito, coquetón, como salpicando apenas los dedos (¡sus dedos!) sobre las teclas...

... No dejes de reprender a Luisita. Se ha propuesto desesperarme. Le da cuenta de todos mis gustos y aficiones y ahora tengo al muy... “bambú” amoldándose a mi horma. Y lo peor es que los pensionistas me crucifican a bromas, por mi poder seductor (!)

DE LUISITA.

... Ya lo domino. Vieras tú cómo lo manejo.“José, desdóblese”. Y él se eleva de su asiento, como si fuera una de esas tiras con vistas de ciudades. “Pliéguese”. Y él se vuelve a sentar. No se molesta, se ríe. No le queda más remedio. Si está mal conmigo, no sabe el parecer de la Chabelita sobre sus tonterías...

DE ISABEL.

... Había dejado de escribirte por no considerar de importancia los acontecimientos. Pero se han ido sucediendo unos tras otros y han formado, por su cantidad, un conjunto considerable, alarmante, digno de que te lo cuente.

Te he dicho alarmante y es verdad. Créeme, por momentos tengo miedo. Ese hombre me va pareciendo capaz de todo. Lo soporta todo por mí. ¡Qué tenacidad! ¿Cómo es posible sufrir tanta insolencia de Luisita, tanta indirecta de los pensionistas y perseverar en un propósito que yo de mil maneras le manifiesto ser descabellado? Sí, primo, te lo juro, estoy alarmada. Me obsequia cuanto considera de mi gusto. Ayer me trajo castañas en almíbar; el sábado, una mata de crisantemos. Y he tenido que recibirle los regalos: ante las sátiras de los demás, se me hizo duro desairarlo. El caso es que me tiene loca. Ya te he contado que toca el piano y que lo toca muy a menudo ahora, por saber que a mí me gusta la música. Pues hasta en esto, por agradarme, me produce más alejamiento. Imagínate: al preguntarme qué deseo escuchar, me entona las melodías... ¡y con esa voz de fuelle, insonora, que sale de su boca lívida con expresión de fatiga! Es terrible, me causa malestar.

Otra: lo encuentro en todos los paseos, muy enflorado, muy elegante (eso sí, nunca se ha vestido mal, aunque nada le sienta, al pobre). Y siempre asediándome y cargándome... o haciéndome sufrir con la compasión que me causa. Ahora se empolva, se afeita, se hace toilette. ¡Infeliz! ¿Puede una imaginar un espíritu simpático, un espíritu de coquetería en la vaina de un sable? Ya no se muestra con aquel continente lánguido y melancólico; se ha hecho locuaz, alegre. Y no sé de dónde ha sacado un inmenso repertorio de refranes y proverbios: “Él ha decidido radicarse en Valparaíso porque ha vagado ya mucho y piedra que rueda no cría musgo; porque ha de ir pensando en el porvenir, en formar un hogar (¡). ¿Lo alcanzará? La gota de agua horada la piedra... A veces, oyéndole, no puedo contener la risa. Lo advierte y ¡otro refrán! “Quien a solas se ríe, de sus maldades se acuerda. ¿Por qué siente usted tan poca simpatía por mí, Chabelita?”

Cuando me preguntó esto último, estaba Luisita presente y, con su inconsciente crueldad de niña, le respondió por mí: “Por su nariz, José”. “Por mi nariz” ¿Y qué tiene mi nariz?” “¿Su nariz? Nada. Usted tiene la misma nariz de su madre”. ¡Figúrate! Creí que Luisita se había ganado una cachetada... Lo merecía. Es terrible, diabólica, la criatura. Sin embargo, él calló, limitándose a mirarme, como para decirme: por usted lo tolero todo. Pero poco después se fue, para no salir en todo el día de su habitación.

Las crueldades de la muy pícara de Luisita no tienen fin. Cada día son mayores. Ahora, por lo visto, no nacen de un mero deseo de reír; sino de un odio a muerte por el infeliz Bambú, quien la ofende por el solo delito de quererme. En otra ocasión, le dijo: “Cállese, horroroso. A usted le debían haber torcido el pescuezo en cuanto nació, porque no hay derecho a ser tan feo”. ¿Y qué te figuras que hizo él ante semejante grosería? Se quedó pensativo un momento, como apreciando el fondo de verdad dolorosa que pudieran tener esas palabras, y al fin murmuró, con una sinceridad de partir el alma:

—“Cierto”—.

¿Ves? Todo esto será cómico, pero muy desagradable.

¡Y de los pensionistas, para qué hablar! Valiéndose de Luisita, lo agobian a burlas. Aurelio le ha compuesto unos versos. Luisita suele declamarlos por las noches en el salón. Cuentan estos versos que Bambú, el que

“En cuclillas parece una langosta
y de pie puede dar besos al sol”

no cabe en la cama, pero que su ingenio ha remediado el defecto. Coloca tras el catre dos sillas, de suerte que sacando por entre los barrotes sus “luengas tibias” —así dice el verso—, las coloca por encima de los suplementos, previamente enfundadas en unos pantalones viejos, y logra así estirarse y dormir cuán largo es. Luego viene otra estrofa contando que el cuerpo de Bambú se eleva tanto de la tierra, que logra sentir el calor de la luna. Y la última estrofa dice que una noche de espantoso frío, Bambú no consigue hacer entrar en calor sus pies. ¿Qué hace entonces? Se levanta de la cama, se cala cuanto abrigo halla en su ropero y, subiéndose al tejado, se acuesta sobre las tejas, levanta las piernas y ¡oh prodigio! sus pies, junto a la luna, reciben la tibieza tan buscada. Como ves, ya esto pasa de castaño oscuro. ¡Y no se va de la casa! ¿Tendré razón para estar alarmada?

Pero, antes de terminar, voy a contarte lo que ocurrió anoche. Ya esto es triste de veras. Estábamos en el skating ring y nos aprontábamos para patinar, cuando en eso se me acerca Luisita y me dice: “Míralo agachado y dime si no es verdad que parece una langosta, como dicen los versos”. Miro, riéndome, y veo a José probándose unos patines en un rincón, y tan grotesco, tan ridículo, que aparté la vista de él. Presentí otra escena de burlas y me dolió ya formar entre los que le humillan y le hieren y le envenenan la existencia. Sentí una gran piedad por él y, ¿creerás?, tuve una secreta alegría: entre tanta gente, dije, pasará inadvertido y patinará, y se olvidarán estos demonios de él, y se divertirá un buen rato y... yo patinaré con él. ¿Por qué no? ¡Pobre! Pero cuando ya todos estábamos listos, lo veo frente a mí embobado, contemplándome... y sin patines. “¿No va a patinar usted?” —le pregunté—. “No, no me gusta; la veré patinar a usted, Chabelita”. No sé si me equivoqué; pero creí hallar en su expresión una tristeza profunda, algo así como el reconocimiento de que no eran para él los goces de nosotros, de que viéndose incapacitado por sus defectos físicos para asociarse a nuestras diversiones, prefería colocarse al margen para no desentonar en nuestra comparsa, para no arrancar una vez más “las risas de las galerías”. Mientras tanto, Luisita se había acercado a nosotros y, con su odio exagerado al pobre Bambú, se entregaba a su diabólico placer de hacer sufrir al infeliz. “Bah, dijo, no quiere porque no puede. Se ha probado los patines más grandes y le han quedado chicos.” Una sonrisa, como siempre, una sonrisa fue la respuesta del buen José. Y qué amarga, qué humillada, qué triste. Luego se apartó, en silencio, como si temiese que siguiendo en nuestro grupo sobreviniese el atroz regocijo de los demás, las risas envenenadoras, el cambio de miradas, y él prefiriese guardar su papel pasivo ante aquella multitud hostilmente alegre, agresivamente hermosa que, con solo ponerse frente a él, le pisoteaba.

Toda la noche sufrí por él. Lo sentía deprimido, perseguido en sus expansiones, emponzoñado en sus sueños de felicidad... Y no pude divertirme. ¿Por qué no se irá de nuestra pensión? Le sería fácil olvidarme. Hay tantas de mal gusto. Pero, también, estos demonios de la pensión no pueden reunirse jamás sin elegir una persona para blanco de sus burlas u objeto de su diversión. ¡Qué brutos! Me dan una rabia...

Me han dado las doce de la noche escribiéndote. Como esta carta, por lo difícil, me obligó a hacer borrador... Y lo peor es que me ha hecho llorar. En fin, hasta mañana, o pasado, si es que ocurre algo digno de mención. No te olvides de reprender a Luisita; ya ves que lo merece.

DE LUISITA.

... ¡Ay, primito de mi alma! ¿Cómo quieres que no me ría? ¿Creerás que porque el domingo le dije que nada le fastidiaba tanto a Chabelita como los hombres tragones, nada más que por esto, ahora apenas toca los platos? Si es muy bruto, muy bruto. No le tangas lástima y no te molestes conmigo...

DE ISABEL.

... A Luisita no se le puede soportar ya. Ahora, no conforme con burlarse del desdichado José, le insulta, le ofende, le saca a cuento la fealdad de su madre, hasta le da puntapiés. Anoche tuvo el descaro de recitarle los versos que le compuso Aurelio. José, furioso, quiso averiguar quién los había escrito y hubo una escena tremenda, de resultas de la cual dicen que el pobre joven amaneció enfermo. Hoy no ha salido de su cuarto. Con un disgusto así, figúrate...

DE LUISITA.

... Mamá me ha pegado por culpa de ese animal, que ya lleva dos días haciéndose el enfermo para que me castiguen. Como la Isabel está de su parte... Hipócrita, coqueta, después de que se ríe de él, se la lleva mandando preguntar por la salud de José. José, José... De repente le dirá Pepito. Bien dicen que las mujeres son unas farsantes. ¡Gracias a Dios que todavía no soy mujer! ¡Ah!, pero me han de pagar todas las que están haciendo. ¡Bonita cosa, pegarle a una por la estupidez de un extraño!...

DE ISABEL.

...Las cosas van muy mal, mi querido primo. Francamente, no sé a dónde irán a parar. Me había limitado estos días a mandar preguntar por él: simple cortesía para con un enfermo de la casa. Pero esta mañana me contó la sirvienta que el pobre, aunque dice que está enfermo, no se ha metido en la cama desde la noche del disgusto. Me inquietó de tal modo la noticia que, ya en la tarde, rogué a un pensionista que fuese a verlo y a enterarse de lo que realmente pasaba. Yo, como había pasado todo el día con la preocupación, estaba nerviosísima y fui a escuchar junto a la puerta. No podría repetirte cuanto escuché. Por suerte, como casi todo me lo repitió después mi emisario y como me ha interesado tanto, creo poder coordinarlo y escribírtelo. Haré la prueba. No importa que mañana me hagas broma diciéndome, como la vez pasada, que me estoy haciendo literata. En ese caso, con el roce... “Quisiera poder eternizar estos días —dijo al saberme interesada por su dolor—, poder continuar así toda mi vida, en este cuarto, enfermo de mi pena, para seguir recibiendo estos recados de ella, los únicos de este género en mi vida, ya que no puedo pensar en otra dicha mayor. ¿Las bromas de ustedes y de Luisita? No me encolerizaron nunca. Tan sólo me mostraban cada vez más claro el abismo que hay entre ella y yo. Éste era el único aspecto interesante de las cosas para mí. Sin embargo, no desesperaba; exploraba constantemente dentro de mí, cambiaba de actitudes, ensayaba nuevos modos de ser, esperando encontrarme alguna cualidad, algún aspecto que tal vez yo mismo ignorase tener y que, marcándome una nueva norma de conducta, me acercase a ella... ¡Sueños! Cada vez me le hacía menos simpático. Ahora lo veo. Me falseaba y valía menos aún. Era la esperanza lo que me impulsaba, era esta esperanza absurda de los muy desgraciados que creemos aún en lo imprevisto, en la magia... y forjamos sobre ello cada torre, cada monumento... que al fin sólo sirven para caernos encima y aplastarnos.

“No, no es el disgusto con ustedes la causa de mi estado actual; es que aquella noche, desvelado, pensé mucho y medí en su verdadero valor la realidad. No le guardo rencor a nadie. Si esto me ha pasado siempre, desde el colegio. A mí no me han querido nunca, ni los amigos. No soy simpático, ni comunicativo, ni alegre; soy áspero, huraño... y feo. Para mí las palabras amor, cariño suenan como el eco de algo muy bello que existe en el camino de los demás y que Dios no ha querido poner en el mío. Y a pesar de esto, ¡qué necesidad he tenido siempre de amar! Así es como este amor mío, ahorrado por la fuerza en mi corazón, se ha vaciado entero en ella. Pero ¿no le parece a usted que soy un iluso? ¡Ah!, si al menos pudiera ser ésta una ilusión eterna... Pero presiento el fin de ella; se me ocurre que cuanto estoy sufriendo es el comienzo, únicamente, de algo que ha de abatirme. No, no me contradiga. Los desgraciados tenemos corazón de profeta...”

Mi emisario le preguntó si había logrado hablar conmigo alguna vez acerca de esto.

“Nunca —contestó—; nunca vislumbró ella mi verdadero espíritu. No sé por qué, siempre aparecí falseado ante ella. Muchas veces, las circunstancias le obligan a uno a encogerse en sí mismo y a mostrarse diferente de cómo es, sobre todo cuando el medio en que uno vive es hostil. Y, usted sabe, yo he vivido aquí siempre desconcertado en medio de tanta burla. Además, soy débil, no sé imponerme. Desde niño, me amansaron las gentes”.

—“¿Y por qué no le habla usted ahora?” —le insinuó mi emisario, ya conmovido—. José respondió:

“No, no, no; comprendo las aspiraciones que tendrá ella. Son muchos sus méritos y sus encantos. No debo protestar ni decir una palabra. No hay derecho a ser tan feo, me dijo una vez Luisita. Y, para este caso, es cierto. A mí debían haberme torcido el pescuezo apenas nací, como piensa esa chiquilla. Y perdóneme si le importuno con mis lamentos. Cuesta tanto resignarse... Déjeme usted hablar siquiera. La tortura es superior a mis fuerzas, y usted ha venido a abrirme una válvula. Perdóneme si abuso. Reviven mis desgracias del pasado y recrudece la negrura del porvenir: la soledad, siempre la soledad. A sangre fría, estas cosas son cursis, ya lo sé. Pero no sabe usted la amargura de sentir abolida la felicidad cuando no se ha tenido siquiera la pobre dicha de comenzarla...”

Y no recuerdo más, primo. Se me escapan muchas cosas, algo de su madre...¡qué sé yo! No podría recordar más en este momento. No ceso de llorar, te soy franca. ¡Quién hubiera sabido antes todo esto! Las mujeres jamás nos detenemos a considerar estas cosas que los hombrees no hablan. Ya ves; yo permitía que se burlasen de él, y le detestaba, le detestaba...

Y ahora, ¿qué debo hacer? ¿Lo que mi corazón me dicte? Tengo miedo. Te pido un consejo. Te prevengo con toda franqueza, que ya hoy no podría querer a estos hombres que no han sufrido y viven en una indiferencia espantosa... Pero el caso es que es tan feo, tan feo el pobre José. Sin embargo, es limpio, viste bien, tiene los dientes blancos y sanos y aun su tristeza me parece ahora hermosa. Y ya tengo también veinticinco años. Casi soy una solterona, una carga para mamá. En fin, aconséjame tú. Tú tienes corazón y conoces la vida...

MI CONTESTACIÓN A ISABEL.

¡Pobre primita mía! ¡Qué buena eres, qué buena y qué graciosa! Conque ¿una solterona de veinticinco años? En esto sí que has hecho literatura, y literatura cursi, que es la peor. En lo demás, no. En la mujer sucede lo que en el pueblo: dice las cosas muy bien cuando le salen de muy adentro. La intensidad y el colorido de tus últimas cartas sólo me prueban hoy que sientes muy hondo la desgracia de Bambú. Y, en parte, lo celebro: así has vivido más, vida intensa y útil. Pero te aplaudo en este único sentido. Mi consejo, mi consejo frío, sereno, es duro, va en contra de tu encantadora sensibilidad y acaso la hiera. Al dártelo no procedo por un sentimiento que pudiéramos llamar un egoísmo de familia, no. Bien dolorido me tiene el pobre José. Sobre todo, hay en su vida algo que desgarra: su terrible y justa falta de esperanza. Ni es iluso ni es torpe, sabe que su existencia correrá sombría y abominable, mientras el amor sea la suprema ley de la vida, lo irreemplazable, lo único irreemplazable. Acaso aun en los momentos en que una clemente conformidad empiece a germinar en él, subirá de su corazón el grito desesperado “¡tengo sed de ternura!”. Es cruel esto, muy cruel; porque ni es él un miserable, ni es un vicioso, ni es un ruin; porque no ha perdido por culpa suya el derecho al amor. Él es un feo; he ahí todo; es un horrible. No hay otra razón. Y esto es lo trágico. Porque un feo es, hasta cierto punto, un fracaso de la Naturaleza, algo que salió mal, poco servible para concurrir al sublime prodigio del amor... ¿Qué genio siniestro mezcló en estos seres esas ansias infinitas de amar y ser amados y esa fealdad repulsiva? Misterio. Parece que el supremo concierto de la creación precisa de estos desgraciados para hacer los dichosos. ¡Oh necesidad innegable del dolor!

Y hemos de conformarnos. Lo absurdo es desear que quienes como tú nacieron destinados a mejor suerte, vayan, por piedad, también a formar en el bando negro. Divino absurdo éste, sin embargo, que crea héroes; pero no lo deseo para ti. No te alucine el heroísmo, mi querida prima; mira que nadie puede saber de antemano si es de la pasta de los héroes. Sé dura, pues. En estas ocasiones estamos obligados a serlo. ¿Sabes tú si mañana encontrarás en tu camino un hombre a quien amar con cariño entero y apasionado? Y si antes has cedido a la piedad, ¿qué harás entonces? Por no haber sido fuerte hoy, serías entonces cruel e infame, probablemente. Le faltarías, le... ¡Ah, no sabes cuánta crueldad nace de un corazón enamorado, en tales casos, para con el dolor del ofendido! Por tu estado de soltera, por el respeto que debo a tu pudor, no puedo hablarte con la claridad que quisiera. Pero busca en tus recuerdos. ¿No has visto algunos casos ya en la vida? Medítalos.

¡Pobre José! Yo siento mucho esto, mucho. Ofrécele amistad. Ya ganará él con ello; pues que, según dice, ni los amigos le han querido. Tú estás ahora admirablemente preparada para ser su buena amiga. Aunque, pensándolo bien, tomando en cuenta la blandura de tu corazón, veo el caso peligroso... tanto, que no te aconsejo formalmente. No, no; mejor no intimes con él; puedes, por piedad, caer en desgracia y matar en flor la dicha que mereces.

Él puede hallar una... no diré una fea... una modesta figura con un corazón semejante al suyo, y celebrar una dulce alianza, tal vez gozar de un hondo e intenso cariño con ella, por afinidad, etcétera... Pero tú, ¿tú? No; jamás. Tendrías hijos; y ¿te resignarías a tener hijos que corrieran la suerte del pobre José, hijos bambúes, para ser cantados por los más o menos poetas de las casas de pensión? ¡Bah! Debes ser fuerte, dura; éste es mi consejo.

Y hasta mañana. Quedo en ascuas esperando el desenlace de esta historia que supuse divertida y que me inquieta hoy terriblemente.

DE ISABEL.

... Estoy desolada, Eduardo, desolada. ¡Qué criatura, pero qué criatura! ¿Sabes lo que ha hecho Luisita? Pues ha tomado a escondidas de mí tu carta y se la ha llevado a José. Dice que para vengarse. ¡Dios mío, Dios mío, lo que son los niños cuando se mezclan en las cosas de los grandes! Qué ha pasado, no lo sé; mejor dicho, no sé lo que va a pasar. La chiquilla llegó llorando a gritos. Dice que leer José la carta y darle una cachetada fue todo uno. Y no se sabe más. Los sirvientes que acudieron a los chillidos de Luisita, le vieron salir como un loco. Cuentan que llevaba en las manos el retrato de su madre y que decía: “¡Nunca, nunca, nunca más!” y que salió repitiendo: “¡Nunca, nunca, nunca más!” hecho un verdadero loco, hasta desaparecer en la calle.

Y no ha vuelto. Es la una de la mañana y no ha vuelto...