Marta Blanco
Chu Yuan era un buen poeta. Bellaco y vagabundo, también era un borracho empedernido y la compañía más solicitada por el emperador en las tardes, cuando se cansaba de los aduladores de la corte. Lo mandaba a buscar por los caminos del reino y olía su presencia mucho antes de que entrara en el Gran Salón de Oro.
—¡Sácate los harapos, hueles mal! –gritaba.
Chu Yuan, intentando una imperfecta reverencia, jamás accedió a despojarse de sus vestiduras.
—¡Gran Señor!, tú me aprecias mejor en mis harapos. Desnudo no me querrías, soy de una horrible fealdad.
—Te daré una capa de seda bordada con perlas de Ormuz y piedras azules del País de la Cascada Estruendosa. Un millón de gusanos de seda tejieron el hilo de su tela. Doscientas esclavas se aplicaron a urdirla, coserla y recamarla.
—Entonces Chu Yuan no sería Chu Yuan –decía Chu Yuan.
—¡Cuida tu lengua, vanidoso! Eres el único hombre que se atreve a demostrarme su altivez.
—No pongo en duda que cometes un acto de alabanza al otorgarme tal condición, Gran Khan.
—¡Pero no te cambiarías por mí, desvergonzado!
—No deseo perder el privilegio de ser tu vasallo. Aunque deberé abandonarte, Hijo del Cielo: en tu Palacio Imperial no hay bebidas que puedan satisfacer la sed de un poeta acostumbrado a la paz de la embriaguez.
Entonces el emperador hacía traer licor de arroz, despachaba a los cancilleres y a los grandes señores, ordenaba cerrar las altas puertas lacadas y los espías, acercando sus narices a las hendijas, percibían o creían percibir el perfume agrio y espeso del licor derramado sobre el piso de cerámica roja, escuchando o creyendo escuchar, a través de las maderas pulidas, ruidos extraños, lamentos y suspiros.
Esto sucedía porque el emperador lloraba.
—Chu Yuan, tendré que cortarte la cabeza —decía entonces el Hombre Poderoso.
—Mandarla a cortar, querrás decir. Tú no sabrías cómo cortar una cabeza, Gran Señor.
—El resultado sería el mismo.
—No para ti, Hijo del Cielo: perderías al único hombre al que no necesitas temer.
—Es una gran verdad —decía el emperador—. Entonces recita un poema perfecto.
—No existe o aún no lo encuentro, Gran Señor. Cuando lo salga a buscar y un día dé con él, te lo traeré en una caja de teca o de marfil.
Y el emperador reía.
—Quédate en mi corte, Chu Yuan —rogaba—. Me aburro entre halagos; moriré sofocado por el tedio. Ya ni la caza con halcones me hace olvidar quien soy.
—Nunca dejaré los caminos, Magnánimo Señor. Si el zorro mete la cola en el agua al cruzar los ríos en tiempo de deshielo, muere ahogado como un insecto. Vagar es mi privilegio. Tú tienes demasiados.
—Entonces bailemos, Chu Yuan. Enséñame a mover los brazos como un sauce ondea sus ramas al viento.
Y los cancilleres y los mandarines, que jamás habían tomado la mano de su emperador, se mordían las mejillas y se clavaban sus largas uñas de marfil o de ébano en las palmas delicadas, irritados y confusos al escuchar la música e imaginarlo bailando con el mendigo pestífero que reía y bebía vino y hacía girar al Hijo Celestial como a un abejorro que se llevara el aire.
—¿Por qué eres poeta? —preguntaba acezando el emperador.
—¿Por qué eres emperador? —respondía Chu Yuan sin resuello.
—¡No debes responderme sin respuestas! ¡Eres un miserable nacido de la boñiga, nadie conoce el nombre de tu padre y ni siquiera sabes qué es la poesía!
—Que yo no sepa cómo hacer un caballo no significa que no pueda montarlo –respondía Chu Yuan en el amanecer.
—Puesto que eres un vagabundo, al menos infórmame cómo andan las cosas en mis reinos del Sur.
—Vengo del Norte, Gran Señor.
—Entonces infórmame cómo están mis reinos del Norte.
—Igual que los del Sur, Ilustre Hijo del Cielo. Pero los abedules son muy hermosos y el Yang-Tsé viene amarillo como un dios.
—No hay un dios amarillo, Chu Yuan.
—No hay un dios amarillo, repetía Chu Yuan.
—¡Tengo mil veces cien guerreros dispuestos a obedecerme! ¡Podrían cortarte la cabeza!
—¡Podrían cortarte la cabeza! –remedaba Chu Yuan con voz traposa, despojado de sus vestimentas, las viejas y las otras, porque Chu Yuan sólo bailaba completamente desnudo en el palacio del emperador y en cualquier parte.
—Estás borracho y por eso te perdono —respondía el Gran Khan, tumbado como un fardo junto al poeta—. ¿Qué sabes tú, Chu Yuan, que me hace sentir como un cretino?
—Conozco cien veces cien mil signos, Señor. Los escribo día a día y noche a noche. Puedo hacer que los hombres encerrados en sus palacios conozcan el mundo y lo amen.
—Cómo será eso que tú llamas el mundo —suspiraba el emperador.
—El mundo es una tortuga y yo camino por su caparazón –decía Chu Yuan.
—¿Has visto a un hombre por dentro, tendido en un campo de amapolas, destripado después de una batalla, Chu Yuan?
—He visto a muchos hombres destrozados por dentro después de muchas batallas, Señor, pero sus batallas jamás serán las tuyas.
—Vete ya, Chu Yuan, y tráeme un poema perfecto en la primavera.
Y el emperador lo despedía con una señal lánguida de su mano derecha, mientras los gruesos párpados caían sobre sus ojos celestiales.
Entonces Chu Yuan se iba, recorriendo entre oscilaciones y traspiés el Salón de Oro, recogiendo sus ropas harapientas.
Los cancilleres envidiaban a Chu Yuan cuando salía de los aposentos del emperador cruzando los pasillos esmaltados y los jardines de arena con su paso de labriego soñoliento. Los humillaba ese poeta borracho que olía a establo, con su cabello desgreñado y esa sonrisa de bandido.
El poeta se deslizaba por los corredores y los jardines haciendo reverencias sin reverencia, y aun los más hostiles lo dejaban salir vivo porque el emperador tendría una gran sonrisa esa mañana: no ordenaría cortar la lengua de los ofensores, ni las alas de los faisanes, ni las manos de los ladrones, ni los testículos de los niños destinados al servicio de la Casa Real.
En el palacio del Hijo Celestial las iniquidades de Chu Yuan interrumpían el ciclo de los deseos imperiales. Los esclavos y los señores lo respetaban sin entender cómo un hombre de aspecto tan ruin cambiaba el humor del dueño del mundo.
—Este Chu Yuan es un gran poeta –decía en ese momento el emperador a los esclavos, que intentaban despojarlo de su túnica manchada.
—Es un truhán –murmuraba el Canciller Superior antes de retirarse–. Señor, escúchame: ese Chu Yuan ha matado a una mujer con sus propias manos, roba para vivir y suele pasar días enteros tumbado junto al río, contemplando las nubes.
—Mientras yo me aburro de vivir, él ríe y llora y bebe y ahora me informas que ha matado a una mujer con sus propias manos y está tumbado junto al agua, contemplando las nubes. ¿Cómo será vivir así, libre para hacer lo que le plazca?
Pero el Canciller Superior ya no estaba para escucharlo y el eunuco no podía responder cosa alguna, porque sólo servían en los aposentos privados de la Ciudad Prohibida aquellos a quienes habían cortado, además, la lengua.
Todo esto ocurría cuando el mundo no era sino una tortuga de malaquita dividida en seis hexágonos y quienes debían saberlo lo sabían, pues todo era inmutable en el país de la China y los poetas escribían desde hacía mil años sobre papel de arroz.