Hablar de Inostrosa me ha puesto en el retrógrado estado de ánimo apropiado para que se me haya venido al magín el recuerdo de ese año 1967 cuando Antonio Skármeta, por entonces desconocido para mí y creo que también para casi todos, publicó un libro de cuentos —Editorial Zig-Zag— llamado El entusiasmo, su primera incursión en el mercado literario. Ignoro por qué lo compré. No suelo adquirir «narrativa», menos de autores de los que no tengo idea ¿Quizás entonces, a los dieciocho años, me atrevía a más? Lo compré en una librería que desapareció con el edificio en que se hallaba, uno situado en Ahumada llegando casi a la Alameda, construcción de cuatro pisos más bien calamitosos y cuya fachada parecía haber sobrevivido a un incendio de tres décadas atrás. Uno de los empleados de la librería era argentino, compañero de curso en la Escuela de Sociología, un cordobés parlanchín, muy inteligente y encantador a quien llamábamos «Perico». Fue él quien puso el libro en mis manos y me instó a adquirirlo.
Los cuentos me gustaron. Muy bien escritos, emanan vitalidad, fluidez y por cierto mucho entusiasmo. Años después me di cuenta de que están plenamente inspirados en la onda de la narrativa norteamericana de los cincuenta y sesenta, un estilo rápido, directo, breve e intenso como si el narrador fuera un cameraman siguiendo la noticia. En estos cuentos de Skármeta sus protagonistas son siempre jóvenes en busca de su destino, a veces en situaciones algo —no tanto— al límite, siempre probando sus fuerzas, siempre poniendo toda la carne —casi toda— en la parrilla y hablando hasta por los codos. Reflejaban y reflejan muy bien a la cabrería de esa época cercana a las décadas oscuras que se asomaban ya en el horizonte y de las cuales, según me enseña la historia, esos jóvenes amigos de las barbas y los bigotes, de las experiencias nuevas, esos muchachos optimistas y dicharacheros que se creen al borde de un Mundo Nuevo y Maravilloso son precisamente el anuncio, la advertencia de todo lo contrario de lo que ellos creen, el inevitable y previsible, cuando ya ha sucedido, pródromo del desastre; en este caso se trataba de chicos iluminados por la fascinación de Los Beatles, las reformas, la idea de los cambios, la revolución de las flores y la ambición necia pero arrebatadora de que todo es posible si tan solo le ponemos ganas, empeño, en fin, entusiasmo. Ahí están los años sesenta en todo su pueril esplendor.
El mismo ánimo juvenil, emprendedor y entusiasta aparecería en El ciclista del San Cristóbal, publicado algo más tarde, otra vez una serie de cuentos protagonizados por muchachos de dieciocho a veinte años creyendo conquistar el mundo a base de pedaleos, de tirarse cuesta abajo, de sentir que se pueden sacar la cresta o conquistar la galaxia, lo que quizás para ellos venga siendo lo mismo. Por tanto ambos libros, a la larga, me terminaron dando lipiria. Fue un efecto tardío y muy posterior a la lectura. ¿Cómo no iban a repelerme una vez pasado el primer gusto si yo era —y soy— de talante enteramente opuesto? El mundo de esos jóvenes, a fin de cuentas el del propio Skármeta de entonces, tenía «carrete». Hablo de un universo en glorioso tecnicolor habitado por jóvenes aventureros, viajados, bohemios y audaces y yo era nativo de un cosmos de mierda y en blanco y negro, un pasmarote encerrado en casa leyendo, enemigo de fiestas, de la bohemia, de payaseos y de arriesgar mis rodillas ni siquiera en un monopatín. Desde la vereda de mi escepticismo, pesimismo, realismo o como se quiera llamarlo, el entusiasmo lo sentía entonces y sigo sintiéndolo ahora como emoción posiblemente necesaria, salutífera, un don de los dioses, pero al mismo tiempo algo tonta, boba, casi despreciable. Así opera la envidia y la insuficiencia.
Hay en el Skármeta adulto, por no decir viejón, al que he conocido personalmente y cuya exitosísima carrera está a la vista de todos, más de una reliquia de ese espíritu entusiasta que sin duda era el suyo, pero ahora convertido en algo aún más sustantivo y comestible, un júbilo que le brota por todos los poros, una complacencia casi insolente con lo que es y lo que la vida le ha dado y que se trasluce en toda su obra posterior pues, qué duda cabe, harto le ha dado la vida; Skármeta tiene el toque de Midas, sus libros son siempre best sellers, se ha hecho una película a base de uno de ellos, gana un premio literario tras otro y por eso y quién sabe por qué más no deja nunca de haber en su expresión una mirada regocijada, picarona, una sonrisa meliflua de complacido gato de carnicería.
Hay que leer El entusiasmo si se quiere recuperar el espíritu de esas décadas ingenuas en las que todos íbamos —o ellos iban— a ser reinas. Es bueno leerlo si uno mismo desea empaparse de ese ánimo. Bueno también sería que lo leyeran los cabritos que ya a los doce años proclaman «no estar ni ahí» en penosa y harapienta imitación del ánimo de Meursault, el protagonista de El extranjero de Albert Camus. El júbilo que recorre el sistema sanguíneo de Antonio es infeccioso y vale la pena contagiarse.