CAPÍTULO PRIMERO

Pedro se hallaba apostado tras el visillo esperando verla salir. Los chalecitos estaban ubicados en una zona medio residencial, medio en las afueras. Los separaba una corta valla, de modo que por poco que se lo propusiera, podría saltarse de uno a otro sin esfuerzo. Constaban de una sola planta amén del bajo donde estaban situados los garajes, y en aquella primera y única planta, semejaba un moderno duplex.

En realidad los dos chalecitos fueron fabricados a la vez y diseñados por él, firmando luego el plano un arquitecto. Hacía algunos años cuando su padre y el de Marcela eran simples albañiles, vivían en el centro de la ciudad, pero desde que empezaron a hacer chapuzas juntos y luego se lanzaron a algo más rentable, ambos, de mutuo acuerdo, compraron aquellos terrenos y cuando pudieron dejaron la ciudad y se fueron a vivir a las afueras, lugar donde levantaron aquellas graciosas viviendas. No se trataba de palacetes despampanantes, pero resultaban cómodos y vistosos y al ser decorados con gusto, casi, casi daban el pego.

Después de levantadas sus propias viviendas, tanto Esteban como Perico, los antiguos albañiles, tuvieron más trabajo y se dedicaron a hacer viviendas individuales no demasiado caras, y cuando Pedro terminó aparejador se puso a trabajar con ellos.

Esteban hubiera dado algo porque Marcela estudiara arquitectura. Pero Marcela dijo que ella sería aconomista y a los veinte años andaba ya casi terminando la carrera.

Pero no era ése el caso.

El caso para Pedro era muy otro.

Era invierno y tenía todas las trazas de llover, de modo que Pedro esperaba que Marcela saliera de su casa para irse a la Facultad. Veía la motocicleta de la joven apoyada a la entrada del garaje y veía su propio coche apostado delante de la casa, de modo que cuando viera salir a Marcela lo haría a su vez y como el que no quiere la cosa le ofrecería llevarla de paso que él salía en dirección a su trabajo.

A la sazón el negocio de construcción había prosperado. No es que fuera una casa constructora relevante, pero abundaba el trabajo y en el centro tenían una especie de estudio de donde salían contratos para edificar aquí o allí. Y en aquel lugar trabajaba Pedro todo el día junto con su padre y el padre de Marcela, estos dos últimos siempre tirados por las obras, pues como buenos albañiles no se fiaban del trabajo de sus hombres.

Pero tampoco éste es el caso.

El caso en sí es que Pedro esperaba ver salir a Marcela para ofrecerse galantemente a llevarla a la Facultad y también para recogerla al mediodía.

Detrás de él, sentada a la mesa, su padre refunfuñaba. Su madre le servía el desayuno y le decía que se callase y dejase al chico.

—¿Cómo lo voy a dejar? —decía Perico enojado—. ¿Qué espera? ¿No sabe de sobra que Marcela tiene novio desde que era así?

Y ponía la mano a la altura de su propia rodilla.

Piedad se alzaba de hombros y le preguntaba si deseaba más café.

—Me voy a escape —decía Perico con su vozarrón fuerte y potente—. Por lo que veo, éste —y lanzaba una mirada hacia el ventanal donde Pedro seguía con el visillo levemente retirado— hoy no aparece por la oficina.

Pedro se despabiló y, como en aquel instante salía Marcela de casa levantando el cuello de su pelliza, se apresuró a salir sin despedirse siquiera de sus padres.

—A éste —refunfuño el padre— se le olvidó el tren hace tiempo.

—Si dejaras al chico.

—Pero, Piedad, es que me revienta. ¿Acaso no la vio cuando tenía dieciséis años?

—Claro que sí. La vio toda la vida —decía la esposa defendiendo siempre a su hijo— pero en aquel entonces andaba demasiado liado con los estudios de aparejador.

—Eso es, hala, y cuando se percato, le birlaron a la chica.

—Tú no sabes de esas cosas, hombre —decía Piedad ayudando a su marido a ponerse el zamarrón.

—Claro, yo a ti no te quiero, ni te hice el amor, ni te declaré mi cariño, ni me casé contigo, ni tuvimos un hijo.

—Ahora las cosas son distintas.

—Yo no veo la diferencia —rezongaba Perico—. A mí. jamás se me ocurrió mirar a una chica que tiene novio desde hace cuatro años.

—Ahora se la lleva el que pueda más.

—Será así, pero yo no acabo de entenderlo. Ni por la mente se me pasaría buscar a una chica que tuvo novio cuatro años.

—Los tiempos han cambiado.

—En cosas del amor todo sigue como siempre. Al menos para mí.

—Y para mí, pero la juventud piensa de otra manera.

El marido no se daba por vencido. Iba hacia la puerta comentando entre dientes:

—Yo lo que sé es que Pedro ya tiene veintisiete años. A esa edad uno puede pensar con el cerebro.

* * *

Pedro andaba haciéndose el remolón cuando su padre salía de casa. Daba vueltas en torno al auto, pero miraba de reojo el chalecito vecino ante el cual Marcela colocaba los libros detrás del sillín.

Perico pasó junto a su hijo preguntando:

—¿No vienes?

—Ya voy.

—Vaya, vaya —se fue el padre rezongando hacia su coche al cual subió y se alejó sin más.

Pedro, entonces, se acercó a la valla y miró hacia Marcela.

—Me parece que va a llover —dijo.

Marcela alzó la cara y le miró.

—Ah, buenos días, Pedro. ¿Crees de veras que lloverá?

Pedro miró hacia el firmamento.

—No me gustan nada esas nubes. Si vas en motocicleta presumo que te vas a empapar.

—Si llueve me quedo en la Facultad hasta que pare y como en la cafetería y cuando deje de llover me vengo.

Se calzaba los guantes al hablar. Pedro tenía una cierta agitación dentro de sí.

—Si quieres —se atrevió a decir— te llevo en mi auto y al mediodía te recojo —y aun conociendo la respuesta, preguntó haciéndose el tonto—:¿Es que tienes que volver por la tarde a la Facultad?

—No, no tengo clase. Por la tarde estudio hasta una cierta hora, ya sabes.

—Ah, claro —ya estaba pegado a la valla que partía las dos viviendas—. ¿Entonces prefieres ir en tu motocicleta?

—Pues sí. Gracias de todos modos, Pedro.

—De… de… de nada.

—Adiós.

—Adiós.

La vio subir a la motocicleta y alejarse a escape avenida abajo. Tenía un buen trecho hasta la Facultad, pero, por lo visto, como lo hacía todos los días ya no le causaba sorpresa. Pedro, en vez de subir a su auto y marcharse, entró en la casa desabrochando la zamarra de gabardina y forrada de pelo blanco.

Su madre le vio entrar.

—Pensé que te habías ido, Pedro.

—Sí, sí, en seguida me iré.

—¿Se fue Marcela en la motocicleta?

—¿Cómo?

—¿No era con ella con la que hablabas?

Pedro parpadeó.

Realmente él tenía veintisiete años, como decía su padre, la carrera terminada y trabajando duro en la pequeña empresa que su padre y el de Marcela llevaban en sociedad, pero en aquel asunto de Marcela él se convertía en un mozalbete.

¿Qué culpa tenía él?

Siempre tuvo a Marcela por una cría estudiosa, buenecita y tal. Eran vecinos puerta con puerta cuando sus padres eran albañiles y cuando él empezó el bachillerato, su padre siempre decía que daría lo que fuese porque su hijo tuviera una carrera. Él se hizo aparejador. Arquitecto le parecía demasiado duro y entendía que de aparejador también le serviría a su padre y cuando se lo explicó éste aceptó y dijo que le parecía de perlas. Que a falta de pan buenas son tortas, y él terminó aparejador y se puso a trabajar con su padre y Esteban. Fue cuando empezó a ver a Marcela hecha una mujer y cuando empezó a pensar en ella todos los días y a cada instante.

A los quince años Marcela era una chica escuchimizada, delgada, sin formas y nada bella. Por tanto a él no le hizo ni fu ni fa, y con eso de que era un hombre se lanzó a vivir lo suyo, sin dejar por eso de trabajar.

De repente, un día cualquiera, vio que Marcela redondeaba su cuerpo, se ponía esbelta como un junco, calzaba zapatos altos y se le abultaban los senos, pero vio a la vez que siempre llegaba acompañada de un chico de poca más edad que ella.

Fue cuando empezó a roerle algo en el cuerpo, pero se dejó llevar y se olvidó de Marcela viviendo su propia vida pasional-sexual algo azarosa.

Después él empezó a cansarse de sus juergas, de sus ligues, de sus amoríos facilones y se fijó más en Marcela. Ella seguía con su novio de siempre y Pedro empezó a sentir que odiaba a aquel novio, casi un crío, que acompañaba siempre a Marcela.

Sacudió la cabeza y sintió la voz de su madre:

—¿Es que no vas al trabajo, hijo? Tu padre dijo que había mucho que hacer.

Pedro dio una cabezadita y se fue a la mesa donde aún estaba la cafetera. Se sirvió un café y lo tomó sin azúcar.

—Ya voy, madre. Ya voy. Es que me apetece otro café más.

Piedad se acercó a su hijo. Lo miró con íntima ternura.

—¿Por qué no sacas eso de la cabeza?

—Pero, madre…

—¿Crees que las madres no vemos, ni oímos, ni sabemos?

—Pues…

Y casi se ruborizó.

Él, que tanto había vivido, de repente, se sentía niño pillado en falta.

Anda, anda, Pedro, vete y olvídate de esas cosas. Piensa que Marcela un día u otro se casa con Bernardo. Los padres están conformes. Esteban se queja de que el chico no avanza en los estudios, pero es que según parece eligió una carrera difícil.

Pedro dijo entre dientes:

—Abogado economista.

—Eso es. Según me ha dicho Bárbara, no le queda más que esta convocatoria. Si no saca algo, tendrá que elegir otra carrera. Pero eso no significa que no sea el novio de Marcela.

Pedro sintió que no le daba la gana de aceptar ciertas cosas. A decir verdad, él tenía más confianza con su madre que con su padre. Su madre era más humana, su padre siempre tenía presente que fue albañil y que tonterías sentimentales las comparaba él a ladrillos.

—Pero le lleva dos años justos, madre.

—¿Y eso qué importa? Tu padre y yo tenemos la misma edad y nunca nos pesó casarnos e igual fuimos felices cuando él era albañil que ahora que es contratista.

—Eran otros tiempos.

—No hagas caso. El amor es tan viejo como la vida y en

—las épocas y tiempos es lo mismo. Cuando hay cariño hay satisfacción y conformismo. ¿Por qué no dejas de pensar en imposibles?

Pedro se levantó el cuello de la pelliza y se fue refunfuñando.

La madre se quedó pensativa.

Ella no recordaba cuándo descubrió aquella devoción de Pedro por Marcela. Y lo sentía. Menos mal que sólo lo sabían ellos, su marido y ella y, naturalmente, el mismo Pedro. Pero eso ya se le pasaría.