El cumpleaños de Carmen era el 6 de febrero, y las cuatro muchachas lo celebraron a lo grande. Carmen cumplía veintiún años, y oficialmente era mayor de edad.
En marzo, decidieron dejar la residencia de señoritas y buscar algo más cercano a Núremberg y a la fábrica donde trabajaban.
A través de una amiga alemana de Renata, pronto encontraron una estupenda solución. Unos tíos de dicha amiga tenían una enorme casa a las afueras de Schwabach y buscaban inquilinos de confianza, así que fueron a verla.
—¿Qué os parece? —preguntó Renata en medio del salón.
Loli y Teresa se encogieron de hombros y Carmen, mirando por la ventana, dijo:
—La vista no se puede decir que sea la mejor del mundo.
Todas sonrieron. Desde la ventana se veía un cementerio y Renata afirmó:
—Ya. Pero al menos sabemos que los vecinos no serán ruidosos.
—No digas eso, Renata —se quejó Teresa—. Es un campo santo.
Su amiga puso los ojos en blanco y Carmen, al verlas, intervino con una sonrisa:
—Es una broma, Teresa. Hija de mi vida, un poquito de sentido del humor.
—Como diría nuestro padre —añadió Loli para suavizar el momento—, hay que temer más a los vivos que a los muertos.
—En eso le doy la razón —asintió Teresa.
La casa estaba amueblada. Cuatro habitaciones, un salón grande con televisor, dos cuartos de baño, uno de ellos con bañera. Aquello suponía un gran lujo, tras vivir en la residencia de señoritas.
Una vez las chicas se decidieron, Renata habló con los dueños, Anita y Josef, y llegaron al acuerdo de que las cuatro se instalarían en la primera planta y ellos, los caseros, en la planta baja. Quince días después, las muchachas se mudaron a su nuevo hogar.
Sin duda, la decisión fue acertada y todo era perfecto. Incluso disfrutaban de verduras frescas que los caseros les regalaban cuando las recogían de su propio huerto, y ellas se lo agradecían con una gran sonrisa.
Anita les doblaba la edad, pero por su gesto siempre risueño se veía que debía de ser encantadora. Alguna tarde cuando Carmen llegaba de trabajar, si veía a Anita sentada tejiendo, o bien en la cocina, preparando algo, bajaba a su casa y, a pesar de que no podían comunicarse bien con palabras, lo hacían con miradas y gestos.
Pronto, entre ellas se creó un vínculo especial, y raro era el viernes en que la mujer no les preparara a las chicas una tarta de queso con frambuesas. Especialmente porque sabía que a Carmen le gustaba.
La cercanía a Núremberg hacía que visitaran la ciudad con asiduidad los fines de semana. Era más bonita de lo que en un principio habían creído. En sus días libres, y animadas por Teresa, visitaron lugares como la iglesia de San Sebaldo, la de San Lorenzo o la de Santa Martha, algo que aburría a Renata pero que a Teresa le encantaba. Aunque por las tardes, para compensar, iban a bailar a los locales de moda, donde Renata se divertía y Teresa también disfrutaba.
En aquellas salidas por Núremberg, se cruzaban con cientos de militares americanos. Muchachos jóvenes que, como ellas, querían divertirse y reír, pero siguiendo el consejo que meses atrás les había dado Renata, huían de ellos. Renata, que en la granja de sus padres conducía un tractor, tras ahorrar un poco se compró un viejo y descascarillado Volkswagen amarillo. Tener ese vehículo a las jóvenes les dio mayor libertad de movimiento.
Una de las tardes, cuando regresaban de la ciudad, llovía a mares. Era la primera vez que una lluvia así pillaba a Renata conduciendo, así que miró a sus amigas y dijo:
—Voy a ir despacio, ¿vale?
Ellas asintieron con gesto preocupado, en especial al ver el rictus incómodo de Renata. La carretera por la que tenía que ir hacia Schwabach no era muy buena y la lluvia era molesta e incesante.
—¡Llueve muchismo! —afirmó Teresa.
—Vaya nochecita toledana que se está poniendo —murmuró Loli, mirando fuera.
Carmen, que iba en la parte de delante con la alemana, al ver los nudillos blancos en las manos de Renata, intuyó el nerviosismo que sentía y dijo mientras la observaba:
—Tranquila. Lo haces muy bien.
La chica sonrió, pero entre la helada y la lluvia estaba muy tensa. De pronto, vio que el vehículo que iba detrás de ellas hacía un movimiento extraño y antes de que pudiera abrir la boca, las embistió, haciendo que las chicas chillaran.
Durante varios metros, el coche giró descontrolado por el hielo que había en la carretera, hasta que al llegar a un árbol golpeó contra él y se paró.
Durante una pequeña fracción de segundo ninguna dijo nada, y entonces se oyó la voz de Teresa que preguntaba asustada:
—¿Estáis bien?
Loli, que estaba a su lado, asintió y entonces gritó espantada:
—¡Mari Carmen... Mari Carmen...!
Tocándose la frente, ésta murmuró:
—Loli, tranquila, estoy bien.
Estaba temblando. ¿Qué había ocurrido? Pero al mirar a Renata y verla inmóvil y echada sobre el volante, gritó:
—¡Renata!
La chica no se movió y, alarmada, Carmen intentó abrir su puerta. No se podía. El árbol que las había parado lo impedía. Desesperada, buscó una solución. Aquel vehículo sólo tenía dos puertas y por la de Renata no podían salir.
Al mirar hacia el frente, vio el cristal delantero cuarteado por el impacto y, sin dudarlo, le dio un golpe con el puño cerrado y lo rompió en mil pedazos.
—¡¿Qué haces?! —chilló Loli asustada.
Sin mirarla, y a pesar del intenso frío, Carmen se quitó el abrigo, lo tendió como pudo sobre el capó del coche y los cristales rotos y dijo:
—Tenemos que salir por aquí. La puerta no se puede abrir y a Renata le pasa algo.
—¡Ay, Dios mío! —sollozó Teresa.
Como pudo, Carmen salió por la parte frontal del coche con cuidado de no cortarse; después ayudó a Loli y, tras ésta, a Teresa. El vehículo que las había embestido estaba parado unos metros más atrás y de él salió un hombre de avanzada edad, que corrió hacia ellas gritando algo en alemán que las tres chicas no entendían.
Sin mirarlo, Carmen fue a toda velocidad hacia la puerta de su amiga para abrirla. Tenía que sacar a Renata de allí. Pero entre los nervios, el frío, la flojera del momento y la lluvia, le era imposible. El anciano, tan asustado como ellas, también intentó abrir la puerta, pero nada, estaba atran cada.
Tras decir algo en alemán, el hombre corrió de nuevo hacia su coche, mientras Loli y Teresa lloraban asustadas. Carmen, a quien le temblaban las manos, volvió a subirse al capó del vehículo. Movió a Renata con delicadeza y aliviada vio que respiraba.
—Te vamos a sacar de aquí. Te vamos a sacar de aquí —susurró a punto de llorar.
En ese instante, Renata se movió, abrió los ojos y, mirándola, murmuró:
—Lo sé... lo sé... ¿Estáis bien?
Al ver que se movía, la miraba y, sobre todo, hablaba, Carmen sonrió aliviada, mientras el anciano se acercaba sosteniendo una barra de hierro. La metió por la ranura de la puerta y comenzó a hacer palanca. Pero nada. No conseguía abrirla.
Desesperada, Carmen miró a Renata, que poco a poco recuperaba la conciencia, y tras darle un rápido beso en la frente, dijo al ver que una furgoneta se paraba para socorrerlos:
—Te voy a sacar de aquí como sea.
Se bajó del capó del coche de un salto, temblando. Cada vez llovía más y cuando llegó a la altura de su hermana y de Teresa, le quitó al anciano la barra de hierro de las manos. Y sin esperar a que los dos hombres que llegaban corriendo la ayudaran, comenzó a hacer palanca con todas sus fuerzas, hasta que la puerta del Volkswagen se abrió y ella cayó hacia atrás.
Al llegar a su lado, los hombres se apresuraron a ayudar a Renata a salir del vehículo. Por suerte, estaba bien, sólo había sido una conmoción momentánea, y cuando Carmen se levantó del charco donde se había caído, la chica la abrazó sonriente y murmuró:
—Al final tendré que regalarte los guantes de piel rojos.
Ambas rieron. La suerte las había acompañado y no había pasado nada que no se pudiera remediar. El coche era algo material y sustituible, pero ellas no.
Minutos después, y tras tranquilizar al anciano que las había embestido y éste explicarle a Renata por enésima vez que su vehículo había patinado por la lluvia y el hielo, los hombres de la furgoneta los llevaron a todos al hospital más cercano, donde los atendieron, y, por suerte, les dijeron que estaban bien.
Un mes después ya habían olvidado el incidente, y Carmen y Renata fueron al taller de un conocido de ésta para recoger el coche. Con el Volks wagen en casa y habiendo recuperado su libertad de movimientos, las chicas no volvieron a hablar del accidente. Era mejor olvidarlo.
Todos los sábados iban a tomar un café con leche a la misma cafetería, y Loli buscaba con la mirada a un joven alemán que trabajaba allí y que le hacía gracia. Uno alto y rubio de ojos azules, que siempre que la veía le sonreía.
Uno de esos sábados, el muchacho, acompañado por tres chicos, esperó en la barra del bar hasta que vio llegar a la joven que le había llamado la atención. Animado por sus amigos, se acercó a Loli y, tendiéndole la mano, dijo:
—Leopold.
Ella lo miró, ¡se le estaba presentando!, y Teresa cuchicheó divertida:
—¡Arrea!... si se llama como el párroco de mi iglesia.
El muchacho comenzó a hablar y Loli, con cara de circunstancias, buscó a Renata con la mirada. Necesitaba ayuda y su amiga le hizo de traductora.
Leopold, contento por haber podido salvar aquella barrera que los separaba, les dijo a sus amigos que se acercaran y, tras plantearle a Renata la posibilidad de ir a bailar todos juntos, salieron de la cafetería y se fueron a un local cercano.
Tras llegar al sitio en cuestión y pedir unos zumos, Loli se alejó de su hermana y de las demás y se fue a la pista a bailar con Leopold.
—Mírala —comentó Carmen—, ahí la tienes, con pantalones pitillo y tonteando con un alemán. Si se entera mi madre, la encierra en casa y le hace rezar veinte rosarios.
Todas rieron y, poco después, hasta Teresa estaba en la pista, divertida, bailando un twist con uno de los chicos.
Una hora más tarde, un grupo de americanos entraron en el local y, enloquecidos, corrieron a la pista a bailar rock and roll con las chicas que iban pillando por el camino.
—Madre mía, ¡qué bien se mueven! —exclamó Carmen.
Renata los miró. Eso no lo podía negar, los reyes de la pista en esa modalidad eran los americanos. Mientras tanto, los alemanes los miraban, algo recelosos por verlos acercarse a sus chicas. Teresa, al contemplar las piruetas que algunas de ellas hacían, cuchicheó:
—Madre del amor hermoso, le acabo de ver las vergüenzas a la del vestido azul cielo.
Carmen sonrió y no dijo nada. Aquellos jóvenes querían divertirse, eso se veía en sus caras y en sus gestos. En ese momento, por los altavoces del local, Neil Sedaka cantaba Oh! Carol.*
—¡Me encanta esta canción! —afirmó Carmen, comenzando a cantarla a su manera. Su inglés era peor que pésimo.
Renata, señalando a Loli, que gesticulaba con las manos ante el alemán llamado Leopold, preguntó:
—¿De qué estarán hablando?
Divertida, Carmen miró a su hermana.
—A saber —respondió.
Durante varios sábados se estuvieron viendo con aquellos chicos alemanes. Loli había empezado una relación con el tal Leopold, mientras Teresa parecía llevarse muy bien con otro de ellos.
Pero un mes más tarde, el romance entre Loli y Leopold se acabó y el de Teresa ni llegó a empezar. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, y los dos grupos dejaron de verse y de quedar.
Varios sábados después, una tarde en que salían de bailar y se encaminaban hacia un aparcamiento para coger el coche de Renata, al pasar junto a la estación central de Núremberg, Teresa oyó que alguien la llamaba, y al volverse se quedó boquiabierta al ver a una chica del mismo hospicio donde se había criado que corría hacia ella.
—Teresa... Teresita, pero ¡qué alegría verte!
—Dios mío, Luisi, pero ¿qué haces tú aquí? —exclamó Teresa, tras fundirse las dos en un gran abrazo.
Durante un par de minutos hablaron sin parar, mientras Renata, Carmen y Loli las observaban, y cuando Teresa las miró, dijo emocionada:
—Chicas, acercaos, que os presento a Luisi.
Ellas la saludaron encantadas y la joven les dijo que estaba con un grupo de españoles, inmigrantes como ellas, pasando el día en Núremberg. En ese momento, al ver a Renata fumar, la miró con gesto hosco y luego se volvió hacia Teresa, que puso los ojos en blanco. Esos gestos no pasaron desapercibidos para nadie, pero a Renata, que era una mujer de armas tomar, le dio igual. Continuó fumando como si nada.
Antes de despedirse, Luisi las invitó a una fiesta el sábado siguiente, en los barracones donde ella vivía. Con el coche de Renata les sería fácil llegar hasta allí.
Tras una semana de trabajo a tope, el sábado a las cuatro de la tarde las jóvenes se despidieron de Anita, su casera, montaron en el coche y se fueron de fiesta. Al llegar al sitio, se les cayó el alma a los pies. Los barracones donde estaban alojados aquellos españoles eran penosos. ¿De verdad podían vivir allí?
Aquel desangelado y frío lugar nada tenía que ver con la residencia de señoritas donde ellas habían estado, o la casa que alquilaban entre las cuatro. Se entristecieron por su precaria situación y, una vez más, se dieron cuenta de lo afortunadas que eran.
Sin decir nada, se apuntaron a la fiesta y entregaron las botellas de refresco que habían llevado para colaborar. Los españoles las recibieron con gusto, aunque algunos miraban con gesto raro a Renata, que iba con pantalones y fumaba.
—¿Y estas lindas señoritas quiénes son? —preguntó de pronto un joven alto y guapo, acercándose a ellas.
Todas lo miraron y Luisi respondió encantada:
—Ella es mi amiga Teresa y ellas son Carmen, Loli y Renata.
Todas sonrieron a aquel hombre tan guapo, que, tras saludarlas, le cogió la mano a Teresa, se la besó con galantería y dijo:
—Quién fuera sol para alumbrar tu día y luna para velar tus sueños.
—Arturo, tú como siempre tan galante —aplaudió Luisi.
Él, consciente de que era el centro de las miradas de muchas de las chicas presentes, le guiñó un ojo y contestó:
—Ante tales bellezas, ¡siempre!
Ellas sonrieron, encantadas por aquel bonito piropo, y Teresa se puso roja como un tomate cuando aquel galanazo preguntó sin soltarla:
—¿Bailas conmigo?
Paralizada, la joven no supo qué decir. En la vida se había encontrado en una situación así, pero animada por sus amigas, salió a bailar con él.
Luisi, al ver las miradas y sonrisas de aquéllas, puntualizó:
—Arturo está soltero y es un chico muy divertido.
—Además de un adulador nato —se mofó Renata.
Tras bailar con Teresa, Arturo sacó a Carmen y después a Loli, pero cuando se lo pidió a Renata, ésta se negó con una sonrisa. Él, acercándose más de la cuenta, dijo:
—Mujer, no te voy a comer, aunque estás para que lo hagan.
La alemana lo miró. De adulador había pasado a idiota.
Nunca le habían gustado los hombres como aquél y, sin responderle, se dio la vuelta y se fue en busca de Loli, que hablaba con unas chicas. Tras ese desplante, Arturo miró a su alrededor y al ver que Teresa lo observaba, se acercó a ella y dijo:
—¿Alguien te ha dicho que tienes una carita preciosa?
La joven se acaloró y no supo qué responder. Que un hombre se fijara en ella como lo estaba haciendo aquél, era nuevo, y le gustó.
Carmen, tras bailar un par de rumbitas que un chico tocó con la guitarra, empezó a hablar con una joven llamada Conchita, la cual le preguntó curiosa:
—¿De verdad vivís las cuatro en un piso alquilado?
—Sí —asintió Carmen.
—¿Tanto os pagan en la Siemens?
Con tantas preguntas, Carmen se empezó a agobiar. ¡Menuda cotilla! Pero no quería ser descortés, así que respondió:
—Trabajamos en cadena y cobramos por producción. Y, la verdad, no pagan mal.
—Pero ¿siempre habéis vivido ahí?
—No. Antes vivíamos en Büchenbach, en la residencia de señoritas de la Siemens.
—¿Y por qué os mudasteis?
Aquel tercer grado cada vez la incomodaba más.
—Para estar más cerca de Núremberg y no madrugar tanto —respondió—. Por eso ahora vivimos en Schwabach.
La chica, sorprendida porque su realidad fuera tan diferente a la de Carmen, siendo ambas inmigrantes españolas, le preguntó:
—¿Te puedo pedir un favor?
—Claro.
—Por favor, por favor, por favor, ¿podrías preguntar en la Siemens si necesitan más gente?
—Por supuesto —asintió Carmen.
Conchita sonrió y explicó:
—Manolo y yo andamos bastante justos de dinero. Más de la mitad de lo que ganamos lo mandamos a España, porque nuestras familias lo necesitan.
Entendiendo lo difícil que tenía que ser vivir en esa situación, Carmen se compadeció.
—Te prometo que, en cuanto tenga oportunidad, preguntaré lo que me dices —le aseguró.
Conchita le cogió las manos y, mirándola a los ojos, susurró:
—Sois afortunadas, Carmen. Muy afortunadas. No todos los inmigrantes podemos permitirnos lo mismo que vosotras. Que no tengas que mandarle dinero a tu familia es una gran ventaja.
—Sí, tienes razón.
Durante un momento, ninguna de las dos dijo nada, hasta que Conchita preguntó:
—¿Quieres algo más de beber?
Sonriendo, Carmen le dijo que no con la cabeza y la joven, señalando al chico que tocaba la guitarra, añadió:
—Mi marido disfruta estos momentos con locura.
—¿Es tu marido? —preguntó Carmen.
—Sí, Manolo y yo nos casamos hace seis meses, en la iglesia de Santa Isabel. Nos conocimos aquí, nos enamoramos y decidimos unir nuestras vidas ante Dios, aunque nos separen los barracones para dormir.
—¿Vivís separados? —se extrañó Carmen.
—El segundo sábado de cada mes nos vamos a un hotelito no muy caro a pasar la noche —contestó Conchita, con una pícara sonrisa. Y luego añadió con humor—: ¡Se hace lo que se puede!
Cuando regresaron a su casa tras la fiesta, Teresa estaba emocionada. Arturo la había deslumbrado y no podía dejar de hablar de él.
—Te brillan los ojitos —se mofó Loli.
—Arturo... ¡Oh, Arturo! Hasta su nombre me gusta —afirmó la chica entusiasmada—. Tiene nombre de rey.
—No es manco el galán... más bien un poco pulpo —afirmó Carmen, recordando cuando había bailado con él.
Renata rio divertida por aquellos comentarios y, mirando a Teresa, dijo:
—Nunca habría imaginado que un hombre así te pudiera gustar a ti.
—¿Un hombre así? —preguntó la joven—. ¿Qué quieres decir con eso?
Loli, Carmen y Renata se miraron. Todas entendían lo que ésta quería decir.
Arturo no había parado de tontear con todas las mujeres de la fiesta y Renata, dispuesta a ser sincera, como siempre, respondió:
—Teresa, no hay más que verlo para saber que a ése le gustan todas.
La expresión de la chica cambió. El comentario no le había hecho ninguna gracia.
—¿Te ha pedido a ti o a alguna de vosotras que volváis la semana que viene? —preguntó. Las demás negaron con la cabeza—. Pues a mí sí me lo ha pedido. ¿No creéis que será por algo?
Y dicho esto, levantó el mentón y se marchó a su habitación.
—¡Vaya! —exclamó Renata.
—¿Nos acaba de dejar con la palabra en la boca la de Albacete? —preguntó Loli.
—Sí —afirmó Carmen divertida.
—Ese tipo no me gusta —insistió Renata—. No sólo ha tonteado con todas, sino que no ha habido ni un momento en que no tuviera una copa en la mano. Me recuerda a mi ex y Teresa es muy inocente.
Loli y Carmen se miraron. Sin tener tanta experiencia como ella, intuían sin embargo que Renata llevaba razón. Teresa era muy inocente.
Pero todo lo que le habían dicho sus amigas, a la joven no le importó, y todos los sábados se iba con aquel grupo de españoles, para ver a Arturo y, de paso, llevarle alguna botellita de vino que le compraba o alguna tortilla de patatas, o rosquillas que ella le hacía.
Él, encantado con esos detalles, en cuanto la veía llegar le decía tres tonterías, la piropeaba y ella sonreía como una tonta.
Arturo la tenía deslumbrada. Todo lo que él decía estaba bien dicho y lo que hacía bien hecho. Para ella, no tenía ningún defecto. Era alto, guapo, simpático. ¿Qué más podía pedir?
Pero la realidad que sus tres amigas y más gente veían era muy diferente. Aquel atractivo joven era un seductor al que le gustaban todas las mujeres, y aunque intentaron hacérselo ver a Teresa, fue inútil. De pronto, Teresa comenzó a cambiar. Dejó de ponerse pantalones, dejó de bromear y se distanció de sus amigas.
Un mes después, en otra fiesta con el mismo grupo de españoles, alguien llevó un tocadiscos. Por primera vez no se tocaba la guitarra y en cambio se bailaba música de Paul Anka, Elvis Presley o Connie Francis.
Renata estaba apoyada en la pared, con una cerveza en la mano, mirando a los demás bailar, cuando alguien le acarició la cintura. Era Arturo.
—¿Qué haces? —preguntó ella, apartándose.
—¿Qué tal si tú y yo salimos y damos un paseo? —preguntó él sonriente.
Renata lo miró boquiabierta. Sin duda, era un chulo insensible como su ex.
—¿Qué tal si te alejas de mí? —replicó.
—Mujer, no seas arisca —insistió Arturo.
La alemana, dando un paso atrás, levantó el mentón y le soltó:
—A mí no me la das; es más, te pediría que te alejaras de mi amiga Teresa.
—¿Por qué dices eso? —preguntó él sin dejar de sonreír, tras darle un trago al vaso que tenía en las manos.
A cada instante más incómoda, Renata respondió:
—Teresa es una buena chica y le vas a hacer daño. Déjala en paz.
Arturo miró hacia la joven mencionada, que estaba hablando con su amiga Luisi.
—Vamos, preciosa, olvídate de Teresa y sal conmigo afuera —contestó—. Seguro que una mujer como tú me da con gusto y placer lo que deseo.
—¿Una mujer como yo?
Él sonrió de nuevo y, con una chulería que a Renata la sacó de sus casillas, explicó:
—Teresa es una mujer sosita y decente a la que le tengo reservadas otras cosas. Pero tú eres diferente y contigo lo podría pasar bien; ¿entiendes lo que quiero decir?
Incrédula, Renata quiso soltarle un bofetón, pero si lo hacía allí en medio, sabía que podía causar un gran problema, por lo que masculló:
—Eres un sinvergüenza.
Y dicho esto, se alejó de él para no liarla.
Cinco minutos después, el muy descarado bailaba excesivamente acaramelado con Teresa la canción Luna de miel,* de Gloria Lasso.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó Carmen a Renata, acercándose a ella.
—Tengo ganas de matar a alguien —dijo su amiga.
—¿Qué pasa?
Necesitaba contarle a alguien lo ocurrido y, cuando acabó, Carmen, sobrecogida por lo que había escuchado, dijo:
—¿Qué vas a hacer? ¿Se lo vas a contar a Teresa?
—¿Crees que serviría de algo o, por el contrario, pensará que soy una fresca que le quiere robar a su hombre?
Carmen lo pensó. Sabiendo cómo era Teresa, y más tras el cambio que había dado al conocer a Arturo, pensaría lo segundo, así que, intentando tranquilizar a Renata, le propuso que salieran a tomar el aire.
A partir de ese día, Arturo no se volvió a acercar a ella, ni la joven le contó nada a Teresa. Pero había que ser tonta y ciega para no ver cómo él tonteaba con todas las mujeres, y, en lo que hacía referencia a ese tema, Teresa lo era.
En cada nueva fiesta a la que asistían, Luisi se empeñaba en emparejar a las tres amigas con algunos de los hombres presentes, pero a ellas no les interesaba ninguno. Comentarios como que sus mujeres nunca llevarían pantalones, nunca fumarían, no conducirían ni podrían teñirse el pelo, las convencían de que ellas no querían ese tipo de hombre en su vida.
Pero Teresa era diferente. Era feliz con el cortejo del chulo de Arturo. Éste la hacía sentir especial y sin duda sería la perfecta mujercita tonta para un hombre como aquél.
Con el paso de las semanas, la joven dejó de hacer absolutamente todo lo que antes hacía con sus amigas. Por no ir, incluso, en ocasiones, ni siquiera iba con ellas en el tren a trabajar. De pronto, la chica divertida que las hacía reír con su particular forma de hablar y su manera de sorprenderse por todo se había esfumado para dejar paso a otra que estaba siempre a la defensiva.
Aquel cambio a ninguna le hizo gracia, sin embargo la respetaron; pero cuando un mes después la relación se hizo oficial, Renata no pudo más y una noche le contó lo ocurrido.
—No te enfades, Teresa, pero te lo tenía que decir —dijo la alemana, apoyada en el alféizar de la ventana del salón mientras se fumaba un cigarrillo.
—¿Que no me enfade? —replicó ella indignada—. Me estás diciendo algo... algo horrible de mi novio ¿y pretendes que no me enfade?
Loli, que se había mantenido al margen desde el principio de la conversación, al ver que aquello se estaba saliendo de madre, decidió intervenir:
—Lo que ella intenta decirte es que estés prevenida y...
—¿No sería ella la que se le insinuó? —cortó Teresa ofendida.
—Buenoooo —resopló Renata.
—Como diría sor Angustias, el que tanto desconfía no es de fiar.
Al oír eso, Carmen, incapaz de callar un segundo más, gritó:
—Pero ¡¿qué estás diciendo?! ¡Renata te está contando que tu novio se le insinuó y te llamó sosa! Y tú, en vez de enfadarte con él, ¿la culpas a ella?
Teresa se cruzó de brazos y Renata, cansada de tener tacto con ella, dio una calada a su cigarrillo y dijo:
—Mira, guapa, haz lo que quieras. Yo ya te he avisado.
—¡Como dice Arturo, eres lo que pareces, una libertina y una mujer sin principios! —gritó la chica, sorprendiéndolas.
—¡Teresa! —exclamó Loli.
Renata, que le sacaba más de un palmo, la miró, dispuesta a decirle todo lo que pensaba.
—Mira, ¡so tonta! —siseó—. Está claro que las cosas se hacen de diferente forma en España y en Alemania, pero cuando una persona es tonta, lo es aquí y allí.
—¿Me estás llamando tonta?
—Pero ¡¿no te das cuenta de que Arturo es como mi ex y te va a hacer sufrir?! —gritó Renata—. Ese chulo tontea con todas, le encanta beber y sólo quiere estar contigo porque ve en ti un buen filón de dinero por tu trabajo.
—Eres mala, ¡muy mala! —chilló Teresa.
Carmen y Loli se miraron. Renata tenía razón en todo. Cada vez que Teresa cobraba, empleaba parte de su sueldo en comprarle ropa, tabaco y todo lo que a él se le antojara. Ella sólo quería verlo feliz y no atendía a nada más.
—Pues sí —afirmó la alemana—, seré mala y libertina, pero tú eres tonta. Tonta por no querer ver cómo es tu novio, tonta por no darte cuenta de cómo te utiliza para su propio beneficio y tonta por creer que yo quiero algo con él.
—Eres una mentirosa —replicó Teresa.
Renata apagó el cigarro y, acercándose a ella, le soltó:
—Yo seré una descarada y una indecente para ti y para tu novio, pero nunca he sido una mentirosa, y lo sabes, aunque no lo quieras reconocer. —Y sin poder callarse más, añadió—: Tus amigos españoles me caen muy bien, aunque sé que algunos como Arturo, Conchita o la buenísima de Luisi piensan cosas raras de mí porque soy alemana, llevo pantalones y fumo. ¿Acaso crees que soy tan lerda como para no darme cuenta de vuestros murmullos? —Teresa no contestó y Renata concluyó—: Pero visto lo visto, y dado que mi sinceridad te molesta, para mí esta conversación ha terminado. No volveré a decir nada más de tu novio y sólo espero que lo disfrutes con salud.
Dicho esto, se metió en su habitación dando un portazo y dejando a las tres españolas sin palabras en el salón.
Loli y Carmen iban a decir algo, pero Teresa se les adelantó:
—No es justo que me hable así.
—Lo que no es justo es que tú reacciones así —sentenció Loli.
La conversación había sido incómoda para todas, pero entendiendo a la alemana, Carmen ahondó en el tema.
—Renata no te ha mentido. Lo que te ha dicho yo también lo pienso. Es más, por ella y por lo que te quiere, pondría las manos en el fuego. ¿Tú las pondrías por Arturo?
Teresa no quería dar su brazo a torcer, se levantó sin contestar y se metió en su habitación.
—Estamos apañadas —le susurró Loli a su hermana.
Aquella conversación marcó un antes y un después en la relación de Teresa con las chicas. A partir de ese momento, su trato se volvió frío y distante, y cuando volvían de trabajar, la joven se recluía en su habitación sin querer saber nada de las demás.
Atrás quedaron las risas, las bromas, los bailes en el salón escuchando la radio y las confidencias. Todo cambió, simplemente porque Teresa se había enamorado.
Una noche, cuando todas se hubieron acostado, Carmen sacó su diario y escribió:
Es complicado vivir con alguien cuando ese alguien está incómodo contigo, y eso le pasa a Teresa. La incomodamos. La bola va creciendo día a día y me echo a temblar al pensar que en algún momento esa bola pueda explotar.
A veces me gustaría poder sentarme, como hacíamos antes, para hablar largo y tendido con ella de lo que está ocurriendo. Pero no me da opción, ni a mí ni a ninguna de nosotras.
Añoro a la Teresa que conocí y que decía «¡Muchismos!» o «¡Arrea!» y era feliz. De pronto esa chica ha desaparecido y sólo cuenta lo que Arturo piense. El resto le da igual.
La impotencia en ocasiones nos puede, aunque intentamos mirar hacia otro lado para no discutir con ella. Pero aun así, la sangre nos hierve en las venas cuando justo el día que cobramos, allí está Arturo, en la puerta de la fábrica, con la mejor de sus sonrisas.
Su último capricho ha sido una carísima chaqueta que, por supuesto, Teresa le ha comprado. Ella no dice nada. Evita contarlo. Pero él fanfarronea ante sus amigos de su nuevo logro y Conchita, que se entera de todo, se lo dijo a Loli.
Renata se hace la fuerte ante lo que está ocurriendo, pero sé que este asunto le duele por los recuerdos que le trae de su ex. No hay más que mirarla para saber que, tras esa apariencia de chica fría y dura, tiene un gran corazón. Como diría mi madre, ¡tiene un corazón que no le cabe en el pecho!
Lo que no entiendo es cómo, si todos nos damos cuenta, Teresa no se la da.