2

El lunes, cuando el despertador sonó a las cuatro y media de la madrugada, las jóvenes se querían morir. Tenían sueño, pero debían levantarse. El tren pasaba a las 05.45 por el apeadero de Büchenbach y no podían perderlo. Carmen miró por la ventana; estaba todo oscuro, y además pudo sentir la dureza del exterior.

¡Qué frío hacía en Alemania!

Se levantaron y, tras esperar su turno para utilizar el cuarto de baño, bajaron a desayunar un tazón de leche con pan. Una vez hubieron acabado, se abrigaron bien y siguieron al resto de las chicas. Todas iban a trabajar a la fábrica Siemens.

El apeadero de Büchenbach estaba a un cuarto de hora andando de la residencia. El frío era tremendo, pero la curiosidad por todo aquello las hizo reactivarse e ir contentas hacia la fábrica.

Al subir en el tren, Carmen sonrió y, frotándose las manos para darse calor, dijo:

—Necesitamos unos guantes.

—La madre del cordero, ¡qué frío! —se quejó Teresa.

—Necesitáis guantes, gorro, unas buenas botas y orejeras —afirmó Renata.

—Será lo primero que compremos cuando cobremos —afirmó Loli.

Tras un viaje de casi una hora, arribaron a su destino.

Nada más llegar a la fábrica, las recibió un hombre de pelo claro, mayor que ellas y vestido con un traje oscuro. Con aire profesional, se acercó a las mujeres y, tendiéndoles la mano, dijo en un español casi perfecto:

—Señoritas, encantado de conocerlas. Me llamo Hans Perez. Soy su intérprete en la fábrica y...

—¿Es español? —preguntó Loli.

—Soy alemán —respondió él, sonriendo.

—Ay, ¡qué bonico! —Teresa sonrió.

—Pues habla muy bien español —apreció Carmen.

Con una agradable sonrisa, él explicó:

—Mi padre es español. —Todas asintieron y el hombre continuó con gesto guasón—. Como les decía, soy su intérprete para cualquier duda o problema que tengan. Aun así, procuren amoldarse pronto a sus trabajos.

Dicho esto, les dio una vuelta por la fábrica y les explicó que en aquella zona se trabajaba en cadena, bobinando motores para aviones, camiones o contadores para la luz, y que sus ganancias dependían del esfuerzo de su trabajo.

Les dijo cuál era el horario: de siete de la mañana a cuatro de la tarde. A las nueve hacían una pausa de quince minutos para desayunar y sobre las doce, otra de treinta minutos para comer. Después les presentó a sus jefes y les entregó unos uniformes, unos horrorosos pantalones gris oscuro con unas casacas gris claro.

Una vez quedó todo claro, las llevó hasta la zona donde a los nuevos se les enseñaba a bobinar los motores de los aviones. Aunque se trataba de un trabajo nada fácil, ellas pusieron todo su empeño por aprender, y más al sentir la dura mirada de su nuevo jefe, al que rápidamente, por ser pequeñito y algo arrugado, las españolas bautizaron con el nombre de ¡Garbancito!

Esa noche, en cuanto regresaron a la residencia, a las seis y media, se acostaron sin cenar. El trabajo las había agotado.

El día quince, cuando llegaron a la residencia por la tarde, Carmen vio a varias chicas correr hacia el salón de la televisión.

—¿Qué pasa? —preguntó curiosa.

Teresa, que estaba a su lado, la agarró de la mano y dijo, tirando de ella:

—Corre. Ven. Están retransmitiendo por televisión la boda de la española Fabiola y Balduino de Bélgica. ¡Ay, qué rebonicosssssssssssssss!

Carmen la siguió sin dudarlo y se sentó en el suelo junto a otras chicas para ver el real enlace; Teresa cuchicheó a su lado:

—¿No te parece romántico?

—Sí.

Con una mirada soñadora, Teresa añadió:

—Algún día conoceré a un hombre cariñoso, atento y bueno que me rondará, me enamorará, me pedirá que me case con él y me hará feliz el resto de mi vida. Tendremos hijos, a ser posible cinco, luego los niños crecerán, mi marido y yo nos haremos viejecitos, los niños se me casarán, después me darán nietos y...

—Hija, Teresa... ve más despacio —se mofó Carmen.

Renata, que la había oído, se sentó al lado de ellas y dijo:

—Yo nunca me casaré. Lo tengo claro.

—¡Arrea lo que ha dicho!

Al oír eso, Loli sonrió y afirmó:

—Pues yo sí quiero casarme. Y espero hacerlo con un hombre muy guapo, muy galante y que me cuide toda la vida.

Renata se mofó de ella y Teresa, que quería ver el enlace, susurró:

—Chissss, ¡callaos que no oigo na!

Loli, Renata y Carmen se miraron con complicidad, sonrieron y continuaron viendo la boda por televisión.

El resto de la semana fue igual. Madrugar. Trabajar. Regresar a la residencia para ducharse, cenar y dormir. Estaban tan cansadas que a veces se acostaban sin cenar y Carmen sin escribir en su diario.

Como el sábado no tenían que trabajar, pudieron dormir a sus anchas. Sobre las diez, cuando se despertaron, se lavaron los uniformes y decidieron ir al supermercado que Renata les dijo que había en Büchenbach, el pueblo más cercano. Necesitaban aprovisionarse, pues la comida que habían llevado de España se estaba acabando.

Carmen, Loli y Teresa decidieron ir solas a comprar porque Renata se había marchado con un novio que tenía y no estaba. El camino lo conocían, ya que el pueblo se encontraba junto al apeadero del tren. Entre risas, las tres jóvenes fueron a la tienda y al entrar y leer todos los carteles en alemán, Loli susurró:

—Creo que deberíamos haber esperado a Renata para que nos ayudara.

Carmen miró a su hermana y, poniendo los ojos en blanco, contestó:

—Chica, tampoco va a ser tan difícil comprar algo de comida.

Loli, sorprendida por sus palabras, la animó:

—Muy bien, hermosa, vamos, empieza a comprar. Necesitamos champú, latas de carne, pan, leche, galletas, patatas y si encontramos pollo, sería genial.

Con seguridad, Carmen cogió una cesta que había junto a la cajera, que las miró con curiosidad.

Sin lugar a dudas, aquéllas eran muchachas de la residencia de señoritas y, por su acento y su manera de hablar y de mover las manos, eran españolas o italianas.

Loli y Teresa siguieron a una decidida Carmen, que metió en la cesta leche, pan, champú, galletas, latas de carne preparada y patatas. Después se dirigió hacia el mostrador de la carnicería y, al acercarse, el hombre que lo llevaba dijo:

Ja?

Las chicas se miraron y Loli cuchicheó:

—¿Qué ha dicho?

Teresa, con cara de susto, susurró:

—Está muy serio el mozo, ¿no?

—Madre del amor hermoso, cómo nos miraaaaaaaaaaaa —murmuró Loli.

Carmen, que hasta ese momento estaba concentrada en los distintos tipos de carne que allí había, levantó la cabeza al oírlas.

—Ha dicho «¡Sí!». Recordad que cuando los alemanes dicen eso de «Ja! », es simplemente «Sí».

—Mírala qué lista y tunanta es —se mofó Loli, observando a su hermana.

—Hija, lo tuyo van a ser los idiomas —dijo Teresa sonriendo y haciéndolas reír.

El hombre, al ver que las tres charlaban y sonreían, preguntó:

Spanien?

Ellas se miraron y Carmen, segura de lo que decía, respondió:

—Sí... sí, ¡españolas!

Él también sonrió. No eran las primeras españolas que pasaban por allí y Carmen, envalentonada, añadió mientras lo miraba:

—Queremos po-llo.

El carnicero parpadeó y ella repitió lentamente:

—Po-llo.

Sin entender lo que le decía, el hombre empezó a señalar las carnes que tenía. Las tocaba todas menos la que deseaban.

—Me parece a mí que esto se complica —se mofó Loli.

—Po-llo, bonico, ¡po-llo! —insistió Teresa.

Pero nada, el hombre no se enteraba, y entonces Carmen gritó para sorpresa de todos:

—¡Kikirikíiiiiii!... ¡Kikirikíiiiiii!

—¡Serás tonta el bolo! —cuchicheó Loli.

—Sin duda, lo tuyo son los idiomas —se mofó Teresa.

Las tres jóvenes se echaron a reír por aquello y el hombre preguntó:

Hähnchen?

Carmen negó con la cabeza y repitió lentamente:

Janchen, no... ¡qui-e-ro kikirikíiiii!

Hähnchen? —insistió el hombre.

La joven suspiró y él, cogiendo un pollo entero, se lo enseñó y repitió:

Hähnchen!

—Ahhh, ¡«janchen» es pollo! Sí... sí... —Y, tras asentir, miró a las otras dos, que se reían a carcajadas, e indicó—: Recordad, ¡el pollo aquí se llama «janchen»!

Hähnchen! —la corrigió el hombre.

—Vale... janchen... o jaunchen o como quieras... —rio Carmen, feliz.

Después gesticuló para que él entendiera que quería el pollo cortado a cuartos y cuando llegaron a la caja para pagar, fue otra odisea. La cajera les señalaba las latas de carne y decía:

Das istdochHundefutter!

—¿Qué dice ésta? —preguntó Teresa.

—A saber —cuchicheó Loli.

La cajera, con varias latas de carne en la mano, negó con la cabeza y Carmen, quitándoselas todas, afirmó:

—Que sí, mujer, que sí... sí... las queremos todas.

—Díselo en alemán o no se entera —apostilló Teresa.

Carmen, sin soltar las latas, dijo con énfasis:

Ja!... Ja! Que sí, cansina... que sí... Ja!

Cuando finalmente la cajera se dio por vencida, metió las latas en una bolsa y, una vez hizo la cuenta de todos los productos, les volvió a hablar en alemán.

—Buenoooooo —cuchicheó Loli—. Creo que acaba de decir lo que hay que pagar en marcos.

Con paciencia, la cajera volvió a repetir lo dicho y, finalmente, Carmen, ante el agobio que le estaba ocasionando aquel momento, le tendió su monedero.

—¿Qué estás haciendo? —protestó Loli.

—Lo más práctico. No sé lo que dice ni cómo va lo del dinero alemán, por lo tanto, que coja lo que sea y se acabó.

—Pero ¿y si coge de más? —preguntó Teresa.

Carmen, que era un alma cándida, se encogió de hombros y respondió:

—Pues me habrá engañado como a una tonta. Pero ahora nada puedo hacer hasta que entienda el cambio de pesetas a marcos y su idioma.

Una vez la cajera le entregó la vuelta, las jóvenes regresaron a la residencia cargadas con las bolsas. Habían hecho su primera compra ellas solas en Alemania.

Mientras se estaban preparando la comida, Teresa murmuró:

—Santísimo Cristo de la agonía, ¡qué bien huele!

—Estoy hambrienta —afirmó Loli.

La cocina de la residencia se comenzó a llenar y, al ver lo que cocinaban, varias chicas empezaron a sonreír y a señalarlas. Eso llamó la atención de Carmen, que le preguntó a su hermana:

—¿De qué se ríen esas pánfilas?

Loli, que removía la carne en la cazuela, miró a las chicas a las que Carmen se refería, y se encogió de hombros.

—Ni idea.

Teresa, que al igual que ellas se sentía el centro de atención, cuchicheó, mirando a una de las chicas:

—No me calientes, italiana, que t’avio.

Durante un rato, siguieron preparando la comida bajo la atenta mirada de las demás, hasta que llegó Renata, y al ver la lata que Carmen tenía en las manos, se la quitó y preguntó:

—¿Vais a comer esto?

Carmen asintió.

—Sí. Carne con salsita.

Renata soltó una carcajada y las mujeres que estaban en la cocina volvieron a reír con ella. Teresa, Loli y Carmen se miraron y Renata les aclaró:

—Carne es, pero para perro. ¿De verdad os vais a comer esto?

—¡Arrea!

—¡Noooooooooo! —gritó Loli.

Carmen la miró boquiabierta. Ahora entendía por qué todas las miraban y sonreían, por lo que, echándose a reír, afirmó:

—Menudas pánfilas estamos hechas. Eso es lo que la cajera nos quería advertir. ¡Que era comida para perro!

—¡Aunque lo que no mata engorda! —murmuró Teresa con cara de asco, contemplando el cazo que Loli apartaba del fuego.

Ese día, a la fuerza, aprendieron a diferenciar las latas de carne para perro de las latas de carne para humanos. Aunque, como comentó más tarde una chica italiana, ella la había comido el primer día y no se había muerto. Más tarde, le mostraron sus compras a Renata y se enteraron de que en vez de champú para el pelo habían comprado detergente para la lavadora. Eso las hizo reír a carcajadas de nuevo.

Pasaron tres semanas y, además del valor del marco en aquel país, Renata les enseñó a comprar comida. Con paciencia, practicó con ellas algunas palabras en alemán, las mínimas para poder subsistir.

Un domingo al mes, intentaban llamar por teléfono a España, a casa de doña Manolita, la única del bloque que tenía teléfono en su casa.

Cuando llamaban, la familia ya estaba esperando allí y, durante unos minutos, podían hablar con ellos y contarles cómo les iba la vida en Alemania. Oír sus voces y en especial oírlos reír por las cosas que ellas contaban, les recargaba las pilas.

—Déjame hablar con papá —pidió Carmen, quitándole el teléfono a su hermana—. ¡Papá!

Don Miguel, al oír su voz, sonrió y preguntó:

—¿Todo bien por allí, hija?

—Todo muy bien, papá. Tengo los dedos un poco despellejados de trabajar, pero no te preocupes por nada.

Durante varios minutos habló con él y cuando se despidió y colgó, al ver la cara de su hermana preguntó:

—¿Y esa cara de acelga?

Loli se quejó.

—El próximo día, antes de colgar deja que yo me despida también.

Carmen se disculpó.

—Vale... tienes razón. El próximo día te prometo que te despedirás tú.

El siguiente sábado por la tarde decidieron acercarse a Büchenbach, a una discoteca adonde solían ir las jóvenes de la residencia. El local se llamaba Ramona y, lo mejor, ¡era gratis para las chicas!

Con sus mejores zapatos, su mejor falda plisada y peinadas con recato, a las seis de la tarde, Carmen, Loli y Teresa entraron en el local junto a otras compañeras de la residencia. Renata había quedado con un chico y llegaría más tarde.

El ambiente en el local era igual o parecido a lo que se solía encontrar en España. La diferencia era que allí todos los hombres eran rubios, de ojos y piel claros y no se oía música española, aunque sí éxitos de Elvis Presley o Paul Anka.

—Mirad ésas, ¡qué descocadas! —cuchicheó Teresa, señalando.

Al mirar hacia donde ella indicaba, Loli susurró:

—Llevan pantalones pitillo y las blusas atadas a la cintura. Si mamá las viera, se escandalizaría.

Carmen las observó con curiosidad y, encogiéndose de hombros, dijo:

—Es lo que se lleva.

—Mírala, ¡qué moderna! —se mofó Loli.

Su hermana sonrió e insistió:

—Esto es Alemania, no España, ¿qué queréis?

—Pero... pero ¿no creéis que van demasiado descaradas? —insistió Teresa, sin quitarles ojo a las jóvenes.

—A mí me gusta esta moda —afirmó Carmen, que al ver el gesto de Teresa, preguntó—: ¿Qué te pasa, mujer?

Su amiga no contestó. A sor Angustias, la monja que la había criado no le haría mucha gracia verla vestida así, y respondió:

—Sigo pensando que son unas descaradas.

Carmen sonrió y, sabiendo lo que pensaba, insistió:

—Entiendo que a tu monja no le gusten los pantalones, pero por el amor de Dios, Teresa, ¿tú piensas igual?

Finalmente, la joven sonrió y, suspirando, respondió:

—Soy una pecadora. ¡Me gustan!

Al oírla, Carmen soltó una carcajada.

—En cuanto pueda, me voy a comprar unos pantalones así —aseguró.

—¡Mari Carmen! —protestó Loli después de escucharla.

Durante un par de minutos, las dos hermanas tuvieron unas palabras sobre aquello, pero entonces Teresa, que se escandalizaba por todo, exclamó:

—Bendito sea Dios, ¡también fuman!

—¿Y qué pasa? —preguntó de nuevo Carmen, que no era tan impresionable.

Teresa, retirándose el pelo de la cara, contestó:

—Llamadme anticuada, pero no es bonito ver a una mujer fumar.

Carmen iba a decir algo, pero justo entonces empezó a sonar la canción The Twist,* de Chubby Checker, y un joven alemán se acercó a ella y le pidió por señas si quería bailar. Sin dudarlo, ella aceptó y, ante la cara de sorpresa de las otras dos, salió a la pista del local.

Encantada y sonriente, bailó aquella canción moviendo las caderas y los hombros. Cuando la pieza acabó, comenzó You’re Sixteen,** de Johnny Burnette y continuó bailando con ganas. Quería divertirse.

Media hora después, y tras bailar varias canciones más, Carmen se reu nió de nuevo con Teresa y su hermana y se dirigieron a la barra.

—¿Nos pedimos unos chatos? —propuso Teresa.

—Creo que aquí, chatos de vino no sirven —contestó Loli.

Entre risas, finalmente pidieron unos zumos. Cuando se los estaban tomando, unos chicos algo bebidos las empujaron y Teresa, volviéndose hacia ellos, gritó:

—¡Serán atontados! —Y al ver que ellos ni la miraban, afirmó—: Estos alemanes son más brutos que los de mi pueblo.

—¿En tu pueblo son tan guapos? —se mofó Loli.

—¡Loli, por Dios! —replicó Teresa.

Carmen asintió divertida. Sin lugar a dudas, que Teresa se hubiera criado con monjas la hacía muy impresionable y todo la sorprendía. Aquellos jóvenes no habían sido delicados, cierto, pero tampoco se podía generalizar. Ella había bailado con un par de alemanes de excelentes modales.

—Hola, chicas, ¿cómo va eso?

Al oír la voz de Renata, las tres amigas se volvieron y Loli le preguntó:

—¿Y tu novio?

La recién llegada sonrió y, guiñándoles un ojo, respondió con seguridad:

—Yo no tengo novio.

Loli la miró y, recordando algo que su madre decía cuando se sorprendía, murmuró:

—Jesús amante hermosa, ¿ese chico no era tu novio?

—No.

—Pero entonces ¿quién era el mozo que te comía el morro al salir de la residencia? —preguntó Teresa.

—¿Comía el morro? —Renata rio—. ¿Qué expresión es ésa?

Carmen soltó una carcajada.

—Es como decir que te besó.

—Un amigo —afirmó la alemana, mirando a Teresa con seguridad.

Un «¡Ohhhh!» general se oyó por parte de las tres españolas cuando Renata, encendiéndose un cigarrillo, añadió:

—Chicas, a diferencia de vosotras, yo ya os dije que no quiero ni novio ni marido.

Durante un rato hablaron sobre eso y Renata les confesó que había tenido novio en Hannover durante varios años y que al final él la dejó de la noche a la mañana y se casó con otra porque tenía más dinero que ella. Fue tal la decepción que se llevó, que se juró no volver a tener novio en su vida. Eso las impresionó.

Al darse cuenta de que Teresa la miraba sin parpadear, la joven preguntó:

—¿Qué te ocurre?

—¿Desde cuándo tienes estos pantalones?

La alemana morena y de casi metro ochenta se agachó y respondió:

—Desde que me los compré. —Y al ver cómo Carmen contemplaba la prenda, dijo—: Te los dejaría, pero creo que te irían algo grandes.

—Son monísimos —afirmó la joven.

—Pero si se le marca todo —cuchicheó Teresa.

Renata soltó una carcajada y, dándose una vueltecita ante ella, replicó:

—Es lo que se lleva, Teresa. Son cómodos, me gustan y me siento bien con ellos.

—Este mes no, pero el que viene, cuando cobre —dijo Carmen—, quiero comprarme una radio para escuchar música en la residencia y unos pantalones como éstos pero en color azul marino; ¿sabes dónde los venden?

—¡Mari Carmen! —protestó Loli—. Si mamá se entera, se enfadará.

La joven miró a su hermana y, sin ganas de discutir, replicó:

—¿Se lo vas a contar tú? —Loli sonrió y Carmen afirmó—: Ten cuidado con lo que cuentas, no se vaya a enterar mamá de que entre Pepito el de la bodega y tú hubo algo más que una bonita amistad.

A las nueve de la noche, ni un minuto más, las jóvenes de la residencia de señoritas dieron por finalizada la tarde de baile y regresaron a su morada. Tenían un buen trecho por delante y debían preparar los uniformes para el lunes.

Antes de acostarse, Carmen sacó su diario y escribió en él.

Alemania es diferente a España y no sólo por el idioma y los hombres rubios de claros ojos azules que nos miran sorprendidos. Aquí las mujeres se comportan de una manera que en España se tacharía de indecente, pero aunque suene mal, me gusta que las mujeres sean así. (No quiero imaginar los rosarios que mamá rezaría aquí por tanta alma perdida.)

Teresa se sorprende por todo y Renata no se sorprende por nada. Cada una con su particular forma de ser, son auténticas y me hacen sonreír.

Por cierto, quiero comprarme unos pantalones pitillo y estoy convencida de que Loli también.

El mes de aprendizaje finalizó para las tres jóvenes e intentaron aplicarse al máximo en su nuevo empleo. Pero trabajar en cadena era complicado. Requería precisión y rapidez, y ellas no estaban al mismo nivel que el resto de las chicas que hacían lo mismo que ellas en la fábrica.

Desesperadas, intentaron centrarse en lo que hacían, pero era imposible seguirles el ritmo a sus compañeras.

—No me sale... recórcholis, ¡no me sale! —se quejó Loli.

—Calla y sigue —la apremió Carmen, consciente de que las estaban observando.

Su jefe, «Garbancito», las miraba con gesto serio, mientras gritaba en alemán de malos modos.

—¿Qué ladra Garbancito? —preguntó Teresa.

—Ni idea y casi es mejor no saberlo. —Carmen sonrió con disimulo—. Pero me imagino que estará molesto porque han devuelto otra vez lo que hemos hecho.

A las cuatro y media, cuando sonó la sirena anunciando el final de la jornada, Carmen se frotó las manos.

—¡Hoy cobramos! Y podremos irnos de compras.

Encantadas con la idea, se reunieron con Renata, que trabajaba en otra sección de la fábrica, y se pusieron a la cola para cobrar su sueldo. Les pagaban quincenalmente, y cuando Carmen firmó orgullosa en un papel y le entregaron su sobre, su gesto cambió al abrirlo y ver lo que había en él.

—Con esto no tengo ni para comer este mes. Adiós radio y pantalones.

Las otras dos, al abrir sus sobres dijeron lo mismo y, enfadadas y de mal talante, fueron a pedir explicaciones. En la oficina, Renata les hizo de traductora y les dijeron que debían hablar con Hans, su intérprete, pero que ese día ya se había ido de la fábrica.

Molestas y enfadadas, se dirigieron hacia la residencia, conscientes de que con lo que habían cobrado no podrían vivir.

Tras un fin de semana en el que hablaron sobre qué hacer para solucionar su terrible problema, el lunes, cuando llegaron a la fábrica, lo tuvieron claro y, poniéndose de espaldas a la cadena, con los brazos cruzados, Carmen dijo:

—Estamos en huelga.

Sus compañeras, jóvenes de otros países, las miraban sin entender nada. Aquellas tres españolas, las últimas en llegar, se negaban a trabajar.

Durante varios minutos, muchas de aquellas chicas extranjeras y alemanas les indicaban por señas que debían trabajar, que si no lo hacían podían meterse en problemas, pero ellas, muy dignas y seguras de lo que estaban haciendo, insistían.

—No. No trabajaremos. Estamos en huelga.

Minutos después llegó Garbancito y al verlas comenzó con su chorreo de palabras.

—Creo... creo que es mejor que comencemos a trabajar —musitó Teresa asustada.

—Ni hablar. Déjalo que ladre —se mofó Loli.

El hombre, pequeño pero matón, consciente de que no lo entendían, gritaba y gesticulaba con las manos y Carmen, la más decidida de todas, lo miraba y decía:

—¡Que no vamos a trabajar! ¡Que con lo que hemos cobrado no tenemos para vivir!

El revuelo aumentaba en aquella zona segundo a segundo. Nunca nadie había hecho huelga en la fábrica y menos unas recién llegadas, por lo que avisaron a Hans Perez, el cual acudió enseguida.

Al llegar y verlas de espaldas a la cadena y con los brazos cruzados, resopló.

Durante varios minutos, escuchó los gritos de Garbancito, hasta que, acercándose a ellas, preguntó:

—Vamos a ver, ¿qué ocurre?

Sin moverse de su sitio, Carmen contestó:

—Hans, nosotras no podemos trabajar en esta cadena.

—¿Por qué? —preguntó el hombre, descolocado.

—Estar aquí —prosiguió Loli— requiere mucha precisión y nosotras no tenemos el manejo que tienen el resto de las chicas.

—El viernes cobramos ¡y eso y nada es lo mismo! —murmuró Teresa con un hilo de voz.

Sorprendido e incrédulo, y al ver que el jefazo volvía a gritar, Hans dijo:

—Chicas, ¡sois las últimas que habéis llegado aquí!

—Lo sabemos —afirmó Loli—. Pero estamos aquí para ganar dinero, no para perderlo, y menos para que Garbancito nos grite todo el día.

Hans, al entender que «Garbancito» era el jefe, cuchicheó:

—Haré como que no he oído el nombre por el que has llamado al señor Schröeder u os podríais meter en un buen lío.

—¡Arrea! —murmuró Teresa.

—Pero si es un amargado, ¿no lo ves? —replicó Loli.

Hans puso los ojos en blanco y, cuando iba a responder, Carmen se le adelantó:

—Hans, nosotras queremos trabajar, y te aseguro que trabajaremos duro. Pero queremos hacerlo donde podamos ganar dinero, no donde lo perdamos y se lo hagamos perder a la empresa; ¿tan difícil es de entender?

Le gustara o no reconocerlo, las chicas tenían razón y, tras mirarlas, habló con el enfadado alemán, que finalmente dijo:

—De acuerdo. Por esta vez, vosotras habéis ganado. Miraremos de reubicaros en otros departamentos, pero juntas ya no estaréis, ¿entendido? —les tradujo Hans.

Las tres se miraron. No les importaba estar separadas durante las horas de trabajo, siempre y cuando éste les diera para vivir, y, tras asentir, Hans y el jefe se marcharon. Al día siguiente, cuando llegaron, las enviaron a diferentes sitios y Carmen, feliz en su nuevo puesto con las planchas para hacer contadores, supo que ahora sí que ganaría suficiente dinero para vivir.

Los días pasaron y, poco a poco, las jóvenes fueron haciéndose a su trabajo y a la vida en Alemania. Comían salchichas, pescado ahumado, repollo y bebían deliciosa cerveza del país los fines de semana, cuando salían y se divertían.

Con el segundo sueldo, Carmen se compró una radio. Le encantaba escuchar música y ahora podía cantar y bailar en su habitación con sus amigas.

Con el sueldo siguiente, finalmente se compró unos pantalones pitillo azul marino y Loli otros verde botella. Teresa en un principio se negó, pero tras probarse unos y sentir la libertad que aquella prenda le daba, claudicó y también se los compró.

Renata, que se movía bien por Núremberg, las llevaba de compras a sitios increíbles. Ella era de Hannover, pero se conocía muy bien la ciudad donde residía. En Hannover vivía en una granja con sus padres, un lugar que la asfixiaba, sobre todo por la tozudez de su padre, que no le permitía tener iniciativa. Para él, ella era sólo una mujer, y no un varón, y sólo debía obedecer y trabajar. Por eso, cuando ocurrió lo de su exnovio, decidió marcharse, con el consiguiente disgusto de sus padres. Y así fue como había llegado a Núremberg un par de años atrás.

Un sábado, tras una mañana en la capital, donde Renata se compró unos preciosos guantes rojos de piel y un bonito pañuelo de seda beige, entraron en un curioso restaurante.

Una vez acabaron de comer unas ricas salchichas, Carmen miró a Renata y dijo:

—Déjame verlos de nuevo, ¡creo que me he enamorado!

Divertida, la alemana sacó los guantes rojos de fina piel que se había comprado en el bazar de segunda mano donde habían estado y Carmen, tocándolos, murmuró:

—Qué rabia no haberlos visto yo primero.

—Son muy bonicos.

Renata soltó una carcajada.

—Os los podréis poner siempre que queráis.

Loli, con el pañuelo de seda beige en las manos, dijo:

—Es una maravilla de pañuelo. Y como ha dicho mi hermana, ¡qué rabia no haberlo visto yo primero!

Terminaron de comer entre risas, y entonces un grupo de chicos se les acercó. Eran militares americanos de habla castellana, como ellas. Durante un rato, charlaron con ellos divertidas, hasta que Renata, obligándolas a salir de allí, dijo:

—Alejaos de los americanos.

—Uiss... pero si están más buenos que los churros con chocolate.

—¡Teresa! —rieron Loli y Carmen al oírla.

Desde hacía unas semanas, la joven que tanto se asustaba por todo había dejado de hacerlo y, mirándolas, contestó divertida:

—Las que duermen en la misma habitación, se vuelven de la misma condición y me estoy modernizando.

—Pero ¿tú qué has bebido? —preguntó Renata riendo. Pero luego se puso seria y repitió—: Lo dicho, alejaos de los americanos.

—¿Por qué? Parecen simpáticos —señaló Loli.

Renata, algo más curtida en hombres que ellas, dijo:

—Escuchad, esos americanos sólo buscan una cosa en las mujeres. Y una vez la consiguen, si te he visto no me acuerdo.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Carmen curiosa.

Ella, mientras se arreglaba el pelo, miró hacia el interior del restaurante, donde aquellos muchachos seguían riendo en grupo, y dijo:

—Conocí a una francesa, en otra residencia donde estuve, que se dejó embaucar por uno de ellos y, una vez él consiguió lo que buscaba, no quiso volver a saber de ella.

—¡Qué canalla! —sentenció Teresa.

Renata asintió y, cogiéndose del brazo de la chica, insistió:

—Recordad, los americanos, cuanto más lejos, mejor.

Esa advertencia a Carmen le hizo gracia, pero calló. Para ella, los hombres americanos, alemanes o españoles eran lo mismo. Sus miradas, en ocasiones descaradas, le daban a entender lo que buscaban y, sin dudarlo, se alejaba de ellos.

Llegaron las Navidades y no existía ninguna posibilidad de regresar a España para estar con la familia. El precio del viaje en avión era prohibitivo y en tren o autobús perderían demasiados días de ida y vuelta. Por ello, en Nochevieja, las cuatro amigas se fueron a cenar a un bar de Büchenbach.

—Brindo por nosotras —dijo Loli—. Porque el año que entra sea mucho mejor que el que se va.

Las amigas brindaron por aquello y Teresa, algo triste al acordarse de las monjas del hospicio, murmuró al ver a Carmen secarse las lágrimas:

—Brindo por las personas que nos quieren y que, aun lejos, están en nuestro corazón.

Conmovidas volvieron a brindar, cuando Renata, para intentar hacerlas reír, dijo:

—Brindo porque la próxima vez que las cuatro volvamos a brindar con champán, ninguna llore, y, si lo hace, que sea de felicidad.

Al cabo de unas horas y tras un par de botellas de champán barato, regresaron a la residencia con una torrija considerable, llorando y añorando a sus familiares.