CAPITULO PRIMERO

Una doncella le franqueó la entrada y le condujo al salón. César atravesó el vestíbulo a paso elástico. Vestía pantalones de cazador color beige, altas polainas lustrosas y una zamarra de ante, bajo la cual asomaba una inmaculada camisa. En la mano llevaba una visera.

De estatura más bien corriente, cetrino de rostro, mirada centelleante, sonrisa indefinible, César Ardines pasaba por la vida sin llamar en absoluto la atención. Ni era elegante, ni guapo, ni siquiera interesante. Lo único que tenía César Ardines en su favor era una gran personalidad; pero también ésta, dado su carácter más bien silencioso y taciturno, pasaba inadvertida la mayoría de las veces.

—¡César! —exclamó Gabriel Quintana, cuando el joven recostó su figura en el umbral.

—No me esperabais, ¿eh?

Don Gabriel Quintana le salió al paso y lo apretó en un fuerte abrazo.

—Muchacho... ¿Quién nos iba a decir que hoy saldrías de tu agujero? Precisamente hoy que estamos aquí Oliva y yo con un buen problema. Pasa, pasa y siéntate al calor de la chimenea. Hace un frío condenado, ¿verdad? Asomé dos veces la nariz por el ventanal y retrocedí aterido.

César sonrió. Era su sonrisa como una mueca. Las sonrisas de César casi nunca decían nada. Se inclinó hacia Oliva y le besó las manos.

—¿Cómo estás, Oliva?

—Disgustada. Toma asiento, querido. Te echábamos de menos. ¿Sabes lo que decía Gabriel el otro día? Si César saliera algo más de su madriguera..., nos ayudaría a solucionar este problema.

César se hundió en un sillón frente a la chimenea y encendió la pipa. Gabriel le sirvió una copa de whisky.

—¿Con agua o con soda?

—Solo —rió—. Sólo con un poco de hielo.

Gabriel le propinó una palmada en el hombro.

—Estás como un toro —ponderó.

César apuró el contenido del vaso de un solo trago y se quedó tan campante.

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Otra vez la chica?

Un buen observador hubiera notado que «la chica» lo pronunciaba César con cierta intensidad, desusada en él. Pero los padres de «la chica» ni se percataron en aquel instante, ni jamás lo habían hecho.

Don Gabriel Quintana se sentó junto a su mujer, frente a César, cruzó una pierna sobre otra y mordió nerviosamente la punta del habano.

—De ella se trata. Se empeña en casarse con ese pintamonas llamado Rafael Ovín.

—La hemos consentido demasiado —apuntó la dama con acento ahogado—. Además, a Gabriel le dio por llevarle la contraria, y ya ves el resultado. Si se desentendiera del asunto, como hizo en otras ocasiones...

—En otras ocasiones —adujo don Gabriel—, la cosa no tenía mayormente importancia. Que Leida es una coqueta redomada, ya lo sabemos. Que le agrada partir corazones masculinos, también. Que cambia de novio como de trajes, ídem... Pero esta vez se ha encaprichado.

—No está enamorada —dijo César, indiferente—. Conozco a Rafael Ovín. Es demasiado..., ¿cómo diré?, figurín. No tiene dinero, y necesita el de Leida... Esta es una muchacha muy bella —aquí César entrecerró los ojos—, si bien esto no interesa a un hombre como Rafael Ovín, que anda a la caza de la dote. Si os hubierais mantenido al margen de esas relaciones —añadió—, Leida lo hubiera dejado por sí misma hace mucho tiempo. Pero tú, Gabriel, cometiste la tontería de advertirle que jamás darías el consentimiento para esa boda, y Leida es espíritu de contradicción. Se casará con él, a menos que surja un milagro. Y milagros de esa índole no surgen con frecuencia.

—Pues no se saldrá con la suya, César —manifestó con firmeza el caballero—, a menos que yo me muera. Después, que siga cometiendo locura tras locura. Me importarán un rábano.

—La habéis consentido demasiado —adujo César, abatiendo los párpados—, os enorgulleció su belleza, su dinamismo... Y ahora pagáis las consecuencias.

Oliva suspiró.

—Eso mismo le digo yo a Gabriel. ¿Qué podemos hacer, César? ¿Qué soluciones podremos hallar?

—Me temo que ninguna —consultó el reloj—. Tendré que dejaros. He venido a Madrid por asuntos de mi hacienda. Estuve a punto de marchar sin visitaros. ¿Cuándo vais vosotros por allí?

—No puedes marchar y dejarnos con esta incertidumbre —gruñó Gabriel—. Tendrás que ayudarnos.

—¿Yo? ¿Y cómo? ¿Cuándo y con qué?

—Escucha, muchacho; ese joven llamado Rafael Ovín no posee un real. Pero tiene un nombre ilustre. Al parecer, su abuela fue marquesa...

César se echó a reír a su pesar.

—Bueno —dijo—, eso a ti te importa un comino, ¿no es cierto?

—Naturalmente. Pero ¿quién me dice a mí que ese detalle no deslumbra a mi hija?

—No, no, Gabriel —protestó la esposa—. Leida es una joven moderna. Los títulos la tienen muy sin cuidado. Recuerda que no oculta a nadie que tú hiciste los millones con cemento.

—Mosaicos, Oliva —rectificó.

—Bueno, ¿de qué se hacen los mosaicos?

César asistía al pequeño debate con una sonrisa indefinible.

—Ciertamente, César —adujo el caballero, satisfecho de sí mismo—. Enriquecí a fuerza de amasar cemento. No se me olvida que a los quince años era peón de unas obras. Entonces, lo recuerdo bien, tu padre era un buen contratista. Me tenía afecto. Un día me dijo: «Tienes buena mano para mezclar la arena y el cemento». Yo me sentí orgulloso. Al cabo de algún tiempo me envió a una fábrica de mosaicos que él tenía en las afueras de Madrid.

César conocía la historia, no por habérsela repetido su padre, a quien perdió siendo apenas un muchacho, sino por oírsela a Gabriel Quintana. Algunos años después, su padre interesó a Gabriel en el negocio, y cuando él se retiró a su finca, enclavada en las afueras de Madrid, le cedió la fábrica. De ésta, Gabriel hizo dos más, y al cabo de dos años dominaba, casi en exclusiva, el negocio de mosaicos en toda España. Jamás ocultaba, asimismo, que César Ardines, su padre, le abrió contacto. César recordaba ver a Gabriel en su finca, desde que era chiquitín. Él fue creciendo al lado de su abuela. Asistió a la escuela de ingenieros agrónomos durante algunos años, y fue huésped, en el corazón de Madrid, de la familia Quintana. Tenía diez años cuando empezó el Bachillerato, justamente cuando nació la loca de la familia, que ya al nacer lo hizo con mucho ruido. Era una llorona, y por las noches no le dejaba estudiar, debido a sus gritos irritantes. Fue creciendo María Dolores, a quien todos, empezando por él, llamaron Leida. Y Leida Quintana era para todos.

* * *

Durante años, Leida fue un juguete para todos. Pero cuando la niña cumplió cinco años, y él preparó la reválida de Bachiller, Leida era ya una consentida caprichosa. Cuando los domingos se iba a la finca, su abuela le preguntaba: «¿Cómo va la Quintanita?»

Él reía enternecido. Ciertamente, era una niña insoportable por sus caprichos. Pero era tan sumamente simpática y precoz, que se le perdonaba su malísima educación. «Es una tirana», le decía a su abuela. «Pero encantadora».

Así fue creciendo Leida, entre mimos y caprichos. Él mismo contribuyó a fomentar aquel carácter alocado, consentido y voluntarioso. Los padres eran sus víctimas, y él, mientras fue un muchacho, también. Pero creció. Se dedicó más de lleno a sus estudios. Cuando cumplió veinte años. Leida tenía diez. Tenía una institutriz a quien dominaba como a sus padres, y una señorita de compañía, ya de edad avanzada, de la cual hacía lo que le daba la gana.

A los quince años, Leida se reveló como una joven preciosa. Fue entonces cuando él, que ya tenía veinticinco, y acababa su carrera de ingeniero agrónomo, empezó a sentir aquellas cosas... Él era un hombre reprimido, doblegado. Desde muy niño aprendió a dominar sus impulsos y sus deseos, no porque careciera de medios para complacerse a sí mismo, sino porque sus razonamientos de adulto le indicaban que el hombre caprichoso casi nunca llega a parte alguna.

Dominó, pues, su apasionamiento, y nadie, ni siquiera sus mejores amigos, los padres de la joven, notaron jamás lo que sentía por su hija. Y muchísimo menos ésta, a quien César trataba con ternura, pero sin intensidad.

Fue precisamente en aquella época cuando él se instaló en su hacienda. Se enfrascó en el trabajo, casi abandonado durante aquellos años, y dio un incremento a su heredad, de tal forma que, dos años después, el trigo que salía de sus tierras se exportaba a toneladas. Y en aquella época, también los Quintana decidieron enviar a la loca de la casa a un convento extranjero. Fue, pues, internada en Suiza, y durante tres años, César no volvió a verla. A los tres años justos, un día que hubo de trasladarse a Madrid en su jeep, por asuntos de su hacienda, fue a visitar a sus amigos. Cuál no sería su sorpresa al ver a Leida convertida en una espléndida joven, quien al verle, corrió a su lado y se estrechó en sus brazos.

—¡César, querido César...!

Este casi no se atrevió ni a mirarla. Él no era tímido, por supuesto. Tenía sus asuntillos amorosos en los lugares más inverosímiles. En la misma hacienda, entre el personal femenino, él tenía sus asuntillos ocultos. Pero nadie, al verle, lo diría. César parecía un desapasionado. No obstante, las mujeres que lo conocían íntimamente, no dirían tal cosa.

Recibió el abrazo de Leida sin que un músculo de su cetrino rostro se moviera. Recibió, asimismo, el beso que Leida estampó en su mejilla, como si fuera su hermana. Pero, la verdad, para él, Leida jamás podría ser su hermana. Había empezado a amarla desde muy joven y la amaría en silencio, por supuesto, hasta la muerte.

Él se conocía. Aventuras, muchas. Pero de eso al verdadero sentimiento, hay una diferencia notoria, y César era de los que, si bien mancillaba su carne, mantenía incólume su espíritu y su corazón para el sentimiento verdadero. Claro, que de poco iba a servirle. Jamás nada le había dicho. Jamás nadie había sospechado lo que le ocurría, ni siquiera la misma Leida lo sospecharía jamás.

—Bueno —exclamó Gabriel Quintana, deteniendo los pensamientos íntimos del joven—, ¿qué crees que debo hacer? Esta mañana he tenido una escena con ella. No le consentiré que se case con ese cazadotes, por nada del mundo. Es menor de edad. Soy muy capaz de internarla de nuevo.

—Estuviste a punto de hacerlo —adujo César, cachazudo— cuando se enzarzó con Fernando Sanabria, hace cosa de un año. Ya ves, cuando la dejaste por imposible, ella se olvidó de su galán.

—Esta vez no me olvidaré —dijo una voz desde la puerta.

Los tres se volvieron hacia allí.

En el umbral, gentil, finísima, preciosa, Leida avanzaba envuelta en pintorescos pantalones cortos y un jersey sin mangas y escotado, dejando ver la virginidad de su carne prieta y joven.

César parpadeó. Había visto a Leida vestida de muchas maneras. En traje de noche, deslumbradora; en pijama y batín; descalza, vistiendo pantalones largos hasta el tobillo; en traje de calle, y hasta de baño cuando iba a su finca algún domingo con sus padres y se pasaba la mañana en la piscina.

Pero jamás la había visto de aquella manera. Era morena como una gitana. Con unos ojazos enormes de un tono indefinido, pues tan pronto eran grises como azules. Cambiaban con su estado de ánimo. En aquel momento sus ojos eran fríos como el acero, y su boca, de trazo acusado y sensual, sé agitaba indignada. Tenía una corta melena que peinaba como al descuido, pero que siempre, en todo momento, caía un poco por la mejilla, dando a su pícaro semblante mayor encanto femenino. Era esbelta, no muy alta, de fino talle y busto erguido, de senos menudos y túrgidos.

—Estás ahí —rió, dirigiéndose a César y poniéndole una mano en el hombro con la mayor familiaridad.

Esto era, precisamente, lo que más irritaba íntimamente a nuestro amigo. Aquella familiaridad de Leida, aquel mirarlo como si le hiciera una concesión, aquel su trato indiferente y a la vez indulgente. Aquel, en fin, considerarlo como se considera a un anciano o a un mendigo. Él, para Leida era, sin duda, un miembro de la familia a quien se le trataba con indulgencia, porque es poco menos que un infeliz. Esta conclusión llegaba a veces a irritarle de tal modo, que cuando subía a su coche y se dirigía de nuevo a la finca, aporreaba el volante como si éste fuera la misma Leida.

No obstante, en apariencia, nadie hubiese sospechado jamás la intensidad de su coraje. Al contrario, podría considerársele un infeliz con mirada inexpresiva.

—¿De modo —rió Leida, provocadora, sin dejar de presionar su hombro— que también tú te confabulas para contrariarme?

—Leida —exclamó el padre, irritado—, le estamos refiriendo a César tus propósitos.

—¿Y crees —rió burlona— que él puede solucionarlos?

César sintió una rabia sorda. ¡Si él pudiera...! Un día... Un día, Dios la pondría en sus manos. Estaba seguro que si eso ocurría, la educaría de verdad y para siempre. Se equivocaba Leida, e incluso sus padres, si le creían a él un infeliz estúpido. Ojalá pudiera demostrarle a aquella mocosa provocadora de lo que él era capaz. Pero el Cielo le negaría aquella ventura...

—En modo alguno —dijo César mansamente, con acento inocentón—. Les estoy diciendo a tus padres, que el amor... hay que defenderlo ante todo.

Gabriel y Oliva lo miraron desconcertados. Leida, más humanizada, se sentó graciosamente frente a él y cruzó una pierna sobre otra. Sus pantorrillas bien formadas, de piel morena y carne prieta, se manifestaron ante César con precisión. Este entornó los párpados.

—No puedo detenerme mucho —dijo, poniéndose en pie—. Debo volver a la finca. Un día cualquiera volveré por aquí.

—Te acompaño hasta la puerta.

—Oye, César —preguntó, colgándose de su brazo—. ¿Conoces a mi novio?

—De vista.

—Papá dice que es un cazadotes —rió—. Me casaré con él de todos modos.

—¿Sí?

—Claro —bajó la voz. Al inclinarse hacia él, todo el perfume personal dio de lleno en las dilatadas narices de César—. Me gusta... Me gusta mucho.

—No basta que un hombre guste, para casarse con él, Leida —dijo serenamente—. Hay que amar.

—¿Amar? —exclamó ella regocijada—. ¿Y qué es eso? ¿Acaso no es lo que yo siento?

—No sé lo que tú sientes.

—Entusiasmo. Deseos de casarme. Me divierto con Rafael. Sabe jugar al golf, sabe bailar el «bossa-nova». Habla brillantemente. Viste como un príncipe... ¿Qué más se puede desear?

César se detuvo en el umbral de la puerta. Vestido así, con aquellas ropas burdas, aún parecía más basto. No era alto, pero aún le llevaba la cabeza a la jovencita. Le miró serenamente. Nadie podría decir que sus ojos ocultaban un tormento de celos y coraje.

—El amor es algo diferente —dijo pausadamente—. Algún día, cuando ames de veras, te darás cuenta.

—¿Qué sabes tú de eso? —rió ella, provocadora—. Tú eres un hombre sin nervios, César.

—Puede que sí. Bueno —añadió bruscamente—, hasta otro día. Ya me dirás qué has decidido al fin.

* * *

Era la quinta vez, en un mes, que don Gabriel hacía una escena a su hija. Doña Oliva atizaba el fuego, y la pobrecita Leida estaba, como quien dice, dispuesta a tirarse por la ventana, antes que sus padres se salieran con la suya.

La escena de aquella noche fue francamente tormentosa. Don Gabriel daba puñetazos sobre la mesa de centro, su esposa le pedía que se calmara y don Gabriel se enfurecía más. Hasta tal punto se enfureció, que el cristal de la mesa de centro saltó hecho añicos e hirió la mano del caballero, llenando ésta de sangre por un instante. Tal vez la sangre, o el dolor de la herida, acrecentó aún más el genio de don Gabriel, porque como una catapulta avanzó hacia su hija y la abofeteó.

—¡Gabriel! —gritó la dama.

—Así, así, así —repitió él, obstinado—. Antes prefiero verla muerta que casada con ese pintamonas. Esto se acabó. No quiero más guerras, ni más discusiones, ni más líos. O dejas a ese joven o, de lo contrario, te envío de nuevo a Suiza.

Leida, impresionada, pensó que la cosa iba en serio. No se menguó. Arrogante y desafiadora pasó a su cuarto y marcó el número de teléfono de su novio.

Vivía en una fonda, pues hacía algunos años que carecía de hogar. Su padre se había casado por segunda vez y se había cansado al mismo tiempo de fomentar la vagancia de su hijo. Acuciado por su mujer o cansado realmente, un buen día le puso a Rafael la maleta en la mano y lo condujo hasta la puerta, con estas frases: «O te pones a trabajar en mi despacho (era abogado), o te las ventilas por ti solo».

Rafael se consideraba demasiado refinado para inclinar el lomo. Por otra parte, tenía gran confianza en su lucido palmito, y decidió buscar mujer entre las ricas herederas de la capital. Algunas le fallaron. Cuando encontró a Leida Quintana, se dijo: «Esta es».

Leida, que gozaba coqueteando con los hombres, se encaprichó con el figurín. Si su padre no se hubiera inmiscuido en el asunto, seguro que Leida ya se habría cansado. Don Gabriel, a juicio de su hija, siempre tenía que meter la pata.

—¿Don Rafael? —preguntó.

—Un momento —dijo una voz gangosa—. Está en el salón. Le llamaré al instante.

Leida no estaba habituada a esperar. Y en aquel momento le costó un triunfo no tirar el receptor.

—Dígame.

—Rafael, soy yo.

—¡Mi vida!

A Leida siempre le molestaba aquel «mi vida». Le parecía que era un burro relinchando.

—Oye, quiero escaparme contigo.

Estaba segura que Rafael, al otro lado, había dado un salto.

—¿Qué dices?

—Que no hay nada que hacer. Mi padre nunca consentirá que me case contigo. Dice que me deshereda. Que piensa dejar todo el dinero a una sociedad benéfica. Como a mí el dinero no me importa...

—Porque no sabes lo que es prescindir de él —murmuró Rafael, entre dientes.

—¿Qué dices?

—Nada, mi amor. Hablaba con un perro que estaba lamiendo mis zapatos.

—¿Qué dices de la escapatoria?

—Pues..., mujer, yo creo... ¿No sería mejor convencer a tu padre? Yo no tengo derecho a... a... obligarte... a... Bueno...

—¿Quieres o no quieres?

—Sí, mujer, pero...

Leida se había familiarizado con la idea de escapar. Ya no retrocedería. Escapar con Rafael o con otro cualquiera, poco importaba. El caso era darle a su padre en la cabeza. Eso es, darle un buen mazazo moral. Seguro que en lo sucesivo no se opondría a sus planes.

—¿Te has retirado, Leida?

—No, hombre, no. ¿Qué dices? ¿Te escapas conmigo?

—¿Y para qué? —preguntó Rafael, cauteloso.

Leida con dinero era un encanto. Sin él, era una mujer nada más. Y él estaba lo bastante materializado para no conformarse sólo con una mujer, aunque ésta fuera muy bella.

—¿Cómo para qué? Para darle a mi padre en la cabeza.

—Pero...

—Tengo que escarmentarlo.

—Pero, ¿no me amas?

Leida quedó con la boca abierta. ¿Amarlo? ¿Amarlo? Bueno, quizá lo amase. Pero, ¿qué era el amor, realmente? ¿Estaba ella enamorada de alguien? ¿Se había enamorado alguna vez? Se alzó de hombros.

—Esas —dijo indiferente— son majaderías. Lo que yo deseo es escarmentar a papá.

—Una vez te hayas escapado conmigo, tendremos que casarnos. La reputación...

—¡Qué reputación ni qué niño muerto! —gritó Leida, exasperada—. Eso queda para las novelas. Yo no me escapo contigo para hacer una cochinada —añadió terminante—. Sólo para darle a papá en la cabeza, y que sufra un poco.

—No —replicó Rafael, fiero—. En esas condiciones no me escapo. Si quieres, nos casamos.

—¡Casarme! Bueno, después, ¿no? Cuando papá dé su permiso.

—Tu padre me tira por la ventana el día que regresemos. No, Leida, prefiero que tu padre dé su consentimiento.

—Pues envejecerás.

Colgó y se quedó pensando. Tenía que huir de su casa con un hombre. Y su padre lloraría lágrimas de sangre y desesperación. Luego, ella regresaría, y su padre, temiendo que volviera a hacer una de las suyas, le permitiría casarse con quien quisiera.

Eso es. Debía, pues, empezar a buscar un hombre.