II

Bea asió a su marido por el brazo y los dos salieron en silencio, observando cómo Elia giraba en el taburete y se ponía de nuevo a trabajar tras haber apagado el cigarrillo.

—Parece imposible que sea tan sensible y que parezca tan erizo —refunfuñaba Roberto.

—Trabaja aquí desde que tenía veintidós años —dijo el marido de Bea caminando pasillo abajo en dirección a su despacho—, y nunca la vi más elocuente.

—¿Estás convencido de que no ama a Dan?

—Mira, Bea, son cosas que… no me incumben. Dan será nuestro amigo y Elia nuestra colaboradora más apreciada, pero hay ciertas cosas en las que nadie debe inmiscuirse.

—Pero no cabe duda de que entre ellos existe algo más que amistad.

—A ratos. Lo sabes perfectamente. Una cosa es que Dan esté loco por ella y otra, muy distinta, que Elia comprometa su libertad.

Entraban los dos en el amplio despacho.

—Yo fui a verla al estudio porque Dan me pidió que insistiera para convencerla.

—Si me lo adviertes, te hubiera hecho desistir —comentó el marido sentándose detrás de su ancha mesa de trabajo—. Si Elia dice «no», es inútil intentar persuadirla de que diga «sí».

Bea miró distraída en todas direcciones.

Realmente no buscaba nada concreto.

Sólo hallar en su cerebro una respuesta adecuada a la arisca actitud de Elia.

Empezó a trabajar con ellos casi una cría.

Que entonces, por sus asuntos particulares, hubiera sido arisca y fría, pasaba.

Pero a la sazón…

Tenía treinta años, un buen dossier de experiencias y una hija de dieciséis años… y tenía ya en su poder la esperada nulidad de su matrimonio.

¿Por qué, pues, continuar en aquella actitud fría y distante ante un hombre que la adoraba y con el cual sostenía unas relaciones íntimas esporádicas?

Porque, por lo regular, casi siempre es la mujer la que esperaba una palabra para casarse.

En aquel caso era todo lo contrario.

—Deja de devanarte los sesos —rió Roberto—. Estás tramando algo.

Bea se sentó en la esquina del tablero de la mesa y meneó una pierna.

—¿Puede una mujer convertirse en un objeto por una causa de desengaño, Roberto?

El marido se repantigó en el sillón.

Querían a Elia.

La casa de modas era de ambos y Dan tenía acciones en ella e incluso Elia tenía las suyas, pues se le entregaron en el momento oportuno con el fin más bien de retenerla como diseñadora.

Era muy buena diseñadora.

Y se la rifaban las casas de modas, no sólo las nacionales, sino extranjeras.

Pero ellos la prensaron a tiempo. No es que Elia estuviera forzada allí, es que ganaba un dineral y tenía sus dividendos semestrales.

Pero aparte de eso eran amigos.

Muy buenos amigos y, sin embargo, cuando a Elia le daba la gana, no era amiga de nadie.

—Concurrieron muchas cosas, Bea, para inflar ese desengaño. Será mejor que llames a Dan y le digas que no has convencido a Elia porque ni siquiera te lo permitió.

* * *

Elia apretó el botón automático que tenía en el mismo auto y la verja se abrió de par en par, y una vez el vehículo dentro del recinto, apretó de nuevo el botón y la verja se cerró herméticamente.

Dejó el auto fuera del garaje porque lo tenía cerrado. De modo que saltó de él y abrió aquella ancha puerta.

En aquel barrio de Majadahonda parecía todo iluminado. Pero su chalecito estaba como aislado. Cuando lo adquirió, tres años antes, intentando escapar de la polución, no había tantos palacetes. A la sazón todo el que poseía unas pesetas compraba terrenos allí.

Claro que a ella eso poco le importaba.

Su vida era su vida.

Y lo que ocurría en el entorno le tenía muy sin cuidado.

Mil veces la invitaban los de la barriada y otras tantas se disculpaba. Ella no había nacido para la vida social. Prefería su retiro solitario.

Cuando metía el auto en el garaje, asomó una cara por el ventanal abierto.

—Supongo que serás tú, Elia.

—Claro, Rosario.

—Te abro la puerta de entrada. No te molestes en sacar la llave.

Elia no respondió. Pero sí que extrajo del auto el carpetón y el bolso. Así, dentro de su modelo de primavera, se encaminó por el estrecho sendero enarenado hacia el porche donde la esperaba Rosario.

Saludó con una leve sonrisa y cruzó el umbral.

No es que fuese un palacete con estúpidas pretensiones. Nunca fue ella sofisticada, aunque en ciertos momentos lo pareciera.

Y cuando compró aquella casa, la decoró ella misma de la forma más sencilla y personal, con el sello propio. Ni demasiado elegante ni vulgar. Pero si original. Tampoco deseó tener una casa enorme. Sino un hogar que compartir con Isa cuando aquella diera por finalizados sus estudios en Londres. Por otra parte, no deseaba un servicio abundante. No soportaba gente extraña en el hogar. Rosario llevaba a su lado diez años y la apreciaba como si fuera algo suyo.

Realmente hacerse con Rosario fue pura casualidad.

Pensaba ella aquellos días en dejar España. En buscarse nuevos horizontes muy lejos, con Isa, y de repente apareció Rosario de forma casual. No como sirvienta, sino como compañera mayor que en una estación le contó sus penas y le decía que regresaba a su pueblo un poco harta de todo.

Ella pensó entonces: «¿Por qué no? De ese modo podré trabajar mejor y dejar a Isa al cuidado de alguien de confianza.»

Así empezó.

Y así dejó ella de pensar en irse, porque también aquella misma semana encontró el trabajo que le gustaba. La casa de modas en la cual entró de diseñadora. En aquella época no andaba aún Bea por allí, ni siquiera se había casado.

Al fallecer el padre dueño de la casa de modas, apareció Bea y también Roberto. Lo demás vino rodado. Como vino el que Rosario pasara de aquella estación a compartir su vida… y la de Isa.

Todo por pura casualidad.