ANTES

La mañana tardaba en despertarse. Culpa de la llovizna, seguro. O del viento, que llegaba del sudeste dando golpes contra las ventanas del pasillo y contra la copa de la única casuarina del jardín. También golpeaba contra las pocas ganas de levantarse del hombre y la ninguna gana de la mujer que yacía junto a él, majestuosa, blanquísima, a todo lo largo del lado derecho de la cama.

La relación no andaba bien entre ellos.

Era inútil mentirse.

Se habían entendido tanto en aquella fiesta que había resultado casi natural que ella terminara, riéndose a las carcajadas, medio borracha, en su casa. Y que se quedara al otro día. Y al otro. Hasta que el lunes, mientras desayunaban, le avisara que a la salida del trabajo iba a buscar sus cosas y se mudaba con él para siempre. Hasta la eternidad, habían sido sus precisas palabras.

La dejó.

¿Qué se suponía que hiciera?

En el fondo, no le quedaba más remedio. Aunque sabía de sobra que, en algún momento del porvenir y como le había ocurrido siempre, ella se cansaría de él. De todos modos, tampoco le quedaba otra salida: su inteligencia y su belleza y su larga catarata de pelo bicolor y su boca enorme y su exagerada manera de reírse con toda esa boca lo habían podido desde el instante primordial en que unos amigos los presentaron.

Marita parecía profundamente dormida.

Mejor.

Mucho mejor.

De haberse despertado, ya estaría renegando a los gritos contra su propio pelo. No podía verse despeinada. Muy a pesar de que Schnagel le jurara, una mañana tras otra, que despeinada era igual de bonita. O más. Pero no. No le alcanzaba. Aunque le encantara la palabra bonita, no se la creía y, de inmediato, saltaba de la cama y salía corriendo hacia el baño.

A veces volvía.

Sobre todo al principio.

Y entonces la vida seguía de fiesta. Claro que hacía ya algún tiempo que la vida entre los dos no era ninguna fiesta. O, al menos, no era una fiesta de las divertidas.

Bajó a la cocina a prepararse una taza de café con leche. Todavía no podía bañarse, no le estaba permitido: a ella no le gustaba nada entrar en el baño y que el espejo, por culpa del vapor que había despedido su ducha anterior, no la reflejara. Y no había ningún otro espejo en la casa.

Marita se había quejado al respecto.

Por supuesto, casi de inmediato él había prometido firmemente comprarle uno bien grande y bien largo. Uno que alcanzara para reflejarla por completo. También le había prometido que lo colocaría lo más lejos posible del vapor del baño y que, además, él ni pasaría cerca. Sería sólo para ella, únicamente para ella.

Sin embargo, no lo había comprado.

Nunca lo había comprado.

La desagradable forma en que le había hecho el pedido de un nuevo espejo fue, justamente, aquello que le advirtió a Schnagel, con cierta nitidez, que la relación entre ellos no iba a dar para mucho tiempo más. ¿Para qué otro espejo entonces? ¿Qué haría él después, cuando ella decidiera unilateralmente llevarse su bellísimo cuerpo a otro lado, con tanto espejo ahí en la casa?

No.

No lo compró.

Los espejos que se compran para otros suelen extrañar.

Si tanto lo necesita, especuló para sus adentros en aquel momento, terminará por comprárselo ella misma. Y esa solución le pareció, a todas luces, la más justa: el día próximo en que Marita se marchara de su casa, si el espejo era de su propiedad se lo llevaría junto con las otras varias cosas que había traído aquel lunes original.

La vio pasar por el hueco que dejaba la puerta abierta de la cocina. Un hueco rectangular en el pasillo, entre la escalera que llevaba a la habitación de arriba, la que compartían, y la entrada al comedor. Por supuesto, pasó sin siquiera darle los buenos días. Era una costumbre que había adquirido en las últimas semanas: completamente desnuda y despeinada y preciosa, se detenía un instante enmarcada por el hueco de la puerta, lo miraba desde algún desprecio y, sin decir una sola palabra, seguía corriendo en dirección al baño.

¿Cuánto tiempo faltaba para que Marita lo dejara?

Schnagel ignoraba la respuesta.

Por eso, quizá, fue que prefirió no seguir hurgando en su ignorancia, echar dos cucharadas de azúcar dentro de la taza, revolver y, enseguida, sorber el primer trago de café con leche. Lo que sí sabía, estaba absolutamente conven­cido al respecto, era que, cuando la muchacha se fuera, lo haría por la mañana. Después de bañarse. Y después de peinarse, sobre todo. Quizás, hasta lo haría mientras él permanecía debajo de la ducha. Aprovecharía justo ese momento. Seguro. Huiría. Ya peinada y sin hacer ningún ruido. ¿Para qué se iba a tomar el trabajo de explicarle nada? No era el tipo de mujer que daba explicaciones de sus decisiones; la tomaría, simplemente, igual a como había tomado la decisión de mudarse con él al término de aquel fin de semana glorioso. Hasta la eternidad, habían sido sus precisas palabras. Y cualquiera que no fuera o se creyera un dios, a esta altura de los tiempos, sabía de sobra que la eternidad no existía. Desde luego, Schnagel también lo sabía.

A decir verdad, tampoco a él le gustaba dar explicaciones.

Ni pedirlas.

¿Para qué?

Las explicaciones deformaban la verdad. Porque uno no quería ser cruel con el otro o porque necesitaba serlo. Por tantas cosas. Por lo que fuera. Pero, siempre, las explicaciones terminaban pareciéndose bastante más a una enorme mentira, que a alguna precaria verdad escondida entre mil palabras.

Definitivamente, a Schnagel no le gustaba dar explicaciones.

Y mucho menos pedirlas.

Ella se iría de su casa igual a como había llegado. Y él se quedaría en donde estaba, por ahí, quizás en la mismísima cocina, sorbiendo un trago de café con leche detrás del otro. O, si no, metido en la cama, tapado hasta las orejas aunque fuera verano.

Marita, ya de vuelta, perfectamente bañada y peinada, con la toalla escondiéndole casi todo el cuerpo, se detuvo otra vez en el hueco del pasillo y lo miró fijo a los ojos. Con más odio, si eso fuera posible, que con el que lo había mirado a la ida.

Se trataba de una actitud novedosa.

Nunca antes había ocurrido.

La vuelta solía ser un paseo rápido, como una exhalación indiferente en la que él apenas si tenía tiempo para mirarle los sobrehuesos de sus pies: una suerte de minúsculas montañas, situadas unos tres o cuatro centímetros por debajo de ambos tobillos. Hermosos, los sobrehuesos. Como si se tratara de unos tobillos duplicados. Aunque, claro, a ella le molestaban y la ponían de muy mal humor. Sobre todo, los días de excesiva humedad; los días en que el viento y la llovizna golpeaban contra el ventanal.

Hoy, por ejemplo.

Y ése, precisamente, era otro pésimo augurio.

Los sobrehuesos le habían crecido durante su adolescencia por culpa de los patines: Marita, durante muchos años, había practicado patín artístico. Justo hasta que se cansó del asunto o se hartó del dolor en sus pies o encontró algo más interesante para hacer con su adolescencia. Y él le había besado esos sobrehuesos, cada mañana, cuando todavía la vida entre ellos era una fiesta de las divertidas. Después, por supuesto, tuvo que conformarse con mirarlos pasar, raudos, seguros, apenas por debajo de una toalla escondedora, a la salida del baño. Y ahora, esta mañana de viento y de llovizna, recién, ni siquiera había podido disfrutarlos. El odio clavado en su mirada lo había hecho agachar la cabeza, con algo de culpa o de incomprensión, en dirección a la taza de café con leche.

Era el final.

No había vueltas.

Por eso, decidió dejar la taza a un costado y caminar lentamente hacia el baño. Nada es lo que podría hacer para detenerla. Absolutamente nada. Y tampoco tenía demasiado sentido intentarlo.

Como si no ocurriera ninguna cosa importante en el resto del universo a esa hora, Schnagel abrió la canilla, tomó el cepillo y la pasta de dientes, los depositó sobre uno de los rincones de la bañera, se sentó en el piso con las piernas cruzadas, tipo indio, y dejó que el chorro pesado del agua caliente le golpeara unos cuantos minutos la nuca. Un rito cotidiano. O una maña de tipo acostumbrado a vivir solo.

Ninguna mujer había podido contra sus costumbres.

Mucho menos contra ésta.

Esos largos minutos de ensimismamiento inicial resultaban fundamentales para el futuro cotidiano de su cuerpo y de su mente. El cuerpo volvía a conformarse y la mente construía buena parte del orden sobre la vida que, suponía, le esperaba para ese día. Se cepilló los dientes. ¿Marita ya se habría escapado? ¿Lo estaría haciendo justo en ese instante? ¿Y si había decidido quedarse hasta la mañana siguiente o hasta que él terminara con la ducha? No, no podía ser. La manera en que lo había mirado al pasar por el hueco de la cocina a la vuelta del baño era definitiva.

No, ya se había ido, seguro.

Ni siquiera lo necesitaba para cargar hasta algún taxi el enorme espejo que él nunca le había comprado.

Se puso de pie, se lavó el pelo con el champú dos en uno que tanto le disgustaba a ella, se enjuagó, se pasó el jabón por el resto del cuerpo, volvió a enjuagarse, cerró la canilla, tomó la toalla y, mientras se secaba, hizo un gigantesco esfuerzo por oír algún ruido conocido dando vueltas por la casa. Pero no. No oyó nada. Por eso, de inmediato, salió casi entusiasmado a corroborar que su intuición masculina no había fallado.

Y no.

No había fallado.

Las puertas del ropero de la habitación estaban abiertas de par en par. También algunos cajones de la cómoda habían quedado abiertos sin nada en su interior. Vacíos por completo.

Terminaba una etapa.

¿Comenzaría otra?

El cambio iba a ser colosal. Y Schnagel no sabía si estaba realmente preparado para afrontar semejante agujero en su vida. Es verdad que no le había costado demasiado intuir la huida final. Aunque, intuir cualquier acto próximo de otro ser humano, siempre implicaba la facilidad de algún saber específico y previo sobre el pasado y sobre el presente de ese otro ser humano. Había pistas y había miradas y había discusiones y cansancios y contactos horrorosos que avisaban del probable desenlace.

Por eso, claro, es que su intuición no había fallado.

No era tan complicado el asunto.

Lo mismo que le acababa de pasar con Marita, le había ocurrido infinidad de veces con sus pacientes cuando todavía se dedicaba a leer manos. Es más, esa facilidad extrema para intuir los próximos actos de sus pacientes a partir de lo que involuntariamente mostraban sus ojos o la manera de moverse o de quedarse quietos o la información a cuentagotas que le iban brindando sin ser conscientes de que lo hacían era aquello que había determinado que dejara el oficio de lector de manos. No había riesgos y, un oficio sin riesgos era un aburrimiento más entre los muchos aburrimientos cotidianos que le proponía la vida. De ahí que, hacía ya unos cuantos años, hubiese dejado de realizar esa tarea tan mecánica, tan estúpida, tan simple. Tampoco todo tenía que ver con el dinero. También importaba la dignidad. O la diversión. O la felicidad, mejor.

Su intuición no había fallado.

¿Y entonces?

¿Ahora qué?

¿Tendría que volver a la cocina y tomar, una detrás de la otra, dos millones y medio de tazas repletas de café con leche? ¿Tendría que meterse en la cama y taparse hasta las orejas con todas las mantas que encontrara por ahí? ¿Debería llorar durante horas? ¿Llegar, incluso, hasta el extremo de suicidarse?

No.

De ninguna manera

No haría ninguna de esas cosas.

Desde cierta gallardía, a todas luces injustificada, decidió volver a sentarse como un indio debajo del chorro caliente de la ducha. Otra vez. Al final, por culpa de andar intuyendo lo que hacía o dejaba de hacer Marita, no había podido ni terminar de conformar su cuerpo ni pensar un solo instante en el porvenir de su día. Justo su primer día sin ella.

Todo nacía para, al cabo de equis tiempo, morir. Así era como ocurrían las cosas en el mundo, no había vueltas. Los animales, las plantas, los oficios, el universo, los países, el amor. Absolutamente todo, nacía para después morir.

Hasta el deseo, moría para ser otro.

O lo mataba Marita, yéndose en silencio, una mañana cualquiera.

Claro que no era lo mismo el porvenir de un deseo muerto dentro de uno, que el porvenir de un deseo asesinado por otro: justo por ese alguien que todavía deseábamos. Ahí la cuestión se ponía bastante más complicada: se convertía en una herida difícil de cicatrizar o, mejor, se transformaba en la imperiosa necesidad de encontrar un nuevo deseo que suplantara, lo más rápido posible, aquel deseo imposible que acababa de llevarse hasta la más deshilachada de sus bombachas. Y la contracción al trabajo tampoco era una solución. Ya había intentado mentirse de esa manera alguna otra vez, en el pasado, ante una situación similar. Schnagel sabía perfectamente que taparse de trabajo no serviría para nada.

Y había algo más, todavía.

Tampoco estaba feliz haciendo lo que hacía.

Ya no.

La inmensa alegría que le había proporcionado el descubrimiento de tatuar las palmas de las manos de sus pacientes, de modificarles su Destino, hacía rato que se había convertido en un procedimiento bastante sencillo por el cual una persona cualquiera, después de sacar un turno por teléfono, llegaba a su casa, le pagaba por anticipado muchísimo dinero, le ofrecía las palmas de sus manos abiertas y le exigía que le llenara de acontecimientos la línea del corazón o le alargara hasta el infinito la línea de la vida. Es cierto, también había pedidos más raros, aquella mujer que pretendía que le clausurara para siempre la marca de su hijo mayor o aquel hombre tan simpático que estaba harto de ser rico y necesitaba que su línea del éxito desbarrancara lo más pronto posible. Ni siquiera la más reciente incorporación, la inyección de bótox en alguno de los montes, sobre todo en el de Venus, ya lo divertía.

Estaba cansado.

Profundamente cansado.

Y convencido, además, de que esa larguísima ducha a la que estaba sometiéndose, no iba a resolverle ninguno de los problemas existenciales que acarreaba. Se puso de pie y cerró la canilla del agua caliente justo cuando sonaba el timbre de la puerta. Se le había hecho demasiado tarde. Ése, sin duda, debía ser el primero de los pacientes del día.