Al día siguiente Alejandro entró en casa en silencio. Estaba morenito y delicioso, pero no le dije nada porque sabía que estaba acostumbrado a que todas las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Aunque a veces una vocecilla maligna me susurraba que estaba demasiado sensible y que no tenía razones para pensar tan mal de alguien prácticamente desconocido, no podía remediarlo. A día de hoy tampoco podría hacerlo; Alejandro me había dado un revés moral de los que se dan con la mano bien abierta y esas cosas pican. Y sí, ya lo sé; lo único que había hecho, en realidad, era ser consciente de su propio atractivo y saber más de mí con mirarme que mucha de mi gente.
Alejandro dejó sobre la mesa un montón de conchas limpias y me miró.
—Te traje esto. Me di cuenta el otro día de que recogías algunas…
—Lentejas —espeté dejando caer de malas maneras un cuenco sobre la mesa.
Ofendida, sí; dolorida, también pero… seguía compartiendo mesa con él. En resumen: Maggie la coherente había muerto.
Alejandro asintió, suspiró y subió las escaleras; seguramente iba a darse una ducha. Me quedé mirando las conchitas, todas pequeñas, relucientes y perfectas, sin desconchados ni pedacitos rotos. Le habría llevado un rato encontrarlas…, era un bonito detalle, aunque fuera idiota. Porque era un gran idiota…, uno de metro noventa, que ya es decir. Pasé la mano sobre la superficie de la mesa y recogí su «regalo» para dejarlo caer más tarde dentro de un cajón. ¿Debía escupir dentro de su plato o podía ahorrármelo? Estaba enfadada porque no me gustaba la sensación de desnudez que me había provocado el comentario de Alejandro, eso estaba claro. A veces el pasado y los errores que marcan a una persona pueden llegar a avergonzarla mucho más que estar completamente desnuda en mitad de la calle.
—Maggie —susurró.
Y menos mal que al final decidí no escupir, porque cuando me acerqué al vano de la puerta me encontré con que Alejandro estaba allí sentado como un niñito castigado.
—Siento si lo que te dije ayer te molestó. Soy de esos que hablan sin pensar y… no me imaginaba que te podía hacer daño.
¿Hacerme daño? Él en sí me daba igual, me repetí. Hacían daño otras cosas, como la seguridad de que jamás podría volver a tener nada de lo que llenó mi vida y que no podría porque fui incapaz de mantenerlo. Dolía pasarme la vida allí, aislada de todo cuanto quise y de los míos. Dolía sentirse sola. Su comentario, en realidad, no era más que un dedo que señalaba una herida. Era yo quien no paraba de frotarse la cicatriz para que no se curara, pero son cosas que una no sabe cuando se ha cerrado en banda. Cerrarse no significa superar, significa no mirar.
Tenía dos opciones: quitarle importancia o imponer distancia. Una de ellas me haría más vulnerable, o eso entendí, así que me puse en jarras, miré al techo y resoplé. A veces me convertía en una persona difícil y no era justo, a pesar de seguir sintiéndome rabiosa, pero…
—Ya sé de qué «esos» eres, Alejandro.
—¿Lo sabes? —Levantó las cejas, alarmado.
—Te crees que conoces a las mujeres porque te has acostado con muchas. No te preocupes. Soy como la recepcionista de un hotel. No tenemos que ser amigos —sonreí con tristeza—. Eres mi cliente. Uno más de los doscientos que pasan por aquí cada año.
—¿Eso le dijiste? —preguntó sorprendida la señora Mercedes—. Serás malasorra.
La miré con el ceño fruncido barajando la posibilidad de reprenderla por el insulto, pero pensé que la medicación para la tensión tendría algo que ver.
—Es un listo —dije mientras enhebraba la aguja—. Es de esos que se creen que vamos a morir de placer solo con una de sus miradas. Como Zoolander.
—¿Zu qué?
—Es una película muy graciosa en la que un tío… —me quedé mirando su cara de estupefacción y decidí no seguir con la explicación—. Da igual, señora Mercedes, que es un capullo, si me permite la palabra.
—Al menos se disculpó.
—Si no es por lo que me dijo. Es un desconocido. Lo que piense de mí me da igual… Son esas maneras de «nena, soy tu hombre». —Solté lo que estaba cosiendo y chasqueé los dedos.
—¿Si te doy un consejo me harás caso?
Suspiré con desdén. Ponerme pintalabios, estaba claro.
—Sí —contesté resignada volviendo a mi costura.
—Llévatelo a un lugar bonito. No habléis. Haced las paces con la isla. Estoy segura de que ese chico no tiene mala intención. Igual tú estás un poquito escaldada, reina.
Madre del amor hermoso…, cuánto azúcar. Efecto de la telenovela de la tarde, seguro.
—Quizá le haga caso.
—Quítale el «quizá» de las narices. Soy vieja y sabia: a vosotros lo que os hace falta es un poquito de tango…, tango desnudos y contigo «espatarrá» —y dicho esto me dio un codazo y me guiñó un ojo.
La señora Mercedes…, reina de la sutileza.
No tenía intención de espatarrarme, la verdad. Ni de lejos. Si de algo me había servido el mosqueo era para darme cuenta de que ciertas cosas dolían más de lo que creía y que no estaba preparada para volver al «mundo real». Lo mejor era seguir recluida en mi isla, sola, trabajar duro y pensar poco. O al menos pensar poco en cosas como el sexo, el coqueteo o el amor porque… ¿qué narices sabía yo de aquello? Lo mejor era no pensar en lo que no se conocía.
La señora Mercedes cambió de tema en la última media hora de nuestra tarde de costura y fue un alivio volver a discutir sobre si la señora Romi era o no era un poquito borracha. Casi tenía ganas de cumplir los setenta y sentirme más integrada…
Pero no me olvidé, claro, y me refiero a las fantasías desquiciantes en las que Alejandro me hacía de todo menos la colada o en las que yo paría niños suficientes para repoblar un mundo postapocalíptico. Ni eso ni mi posterior decepción y la sensación de que esta no era del todo lógica. Pero al menos me relajé un poco. Es lo que tenía la señora Mercedes… Sentarme con ella era mejor que el diván de un psiquiatra de cien euros la hora.
Cuando llegué a casa estaba más tranquila y un poquito más arrepentida. Pensaba en fumar la pipa de la paz con Alejandro de manera indirecta; mostrarme más amable pero sin salirme de la típica relación comercial entre «empresaria» y «cliente». Caminaba descalza por el sendero con las menorquinas en la mano cuando me di cuenta de que la puerta estaba abierta de par en par, el libro que estaba leyendo Alejandro descansaba en una silla del porche pero… no había rastro de él. ¿Se habría ido harto de mi desdén?
«La has hecho buena, Maggie. Te va a poner una crítica en TripAdvisor que se va a cagar la perra».
Empezaba a asustarme cuando lo oí en su habitación hablando por teléfono. Buff. Menos mal. No quería clientes descontentos por mis arranques de ira (¿quizá provocados por una frustración propia, Maggie?) pero tampoco quería que se fuera a malas por un tema personal. Le dejaría hablar por teléfono y después volvería a ser amable con él. En un primer momento mi impulso fue salir al huerto y entretenerme hasta que terminase, pero me llamó la atención escucharle hablar en un inglés tan fluido. Así que me acerqué al hueco de la escalera para escuchar la conversación como buena maruja de pueblo. Pasaba demasiadas horas con las señoras de setenta y muchos años y ya era una habitual en sus tertulias nocturnas…, aprendía sus técnicas de espionaje. Aunque no me iba a hacer falta poner demasiado el oído porque de pronto Alejandro subió el tono de su voz, alterándose:
—Estoy cansado. ¡¡Sí, estoy cansado!! Ya te lo dije, no puedo más. Estoy harto de tus numeritos, de tus borracheras, de… —hizo una pausa breve, tras la que continuó gritando—. ¡Sí, he dicho de tus borracheras! Bah, contigo no se puede hablar. Pero ¡que me da igual, Celine! ¡Déjame en paz, ni me nombres! ¡¡Ni me nombres!! Total, para lo que te he servido… —otra pausa—, ¿para follar? Ni siquiera para eso. Para agarrarte del pelo mientras vomitabas la botella de vodka que te bebías cada noche y para quedar bonito en las fotos.
Lo escuché maldecir y resoplar y deduje que había colgado. Al parecer los dioses griegos hechos hombre también tenían problemas…, oh la lá!
Del cotilleo de haber escuchado una conversación alterada entre mi huésped y la que parecía ser una exnovia, el tema pasó a darme un poco de lástima. Eso o recordé las discusiones telefónicas que tuve una vez instalada en la isla. Mi ex llamó un par de veces, acusándome de egoísta y niñata desconsiderada, pidiéndome explicaciones sobre cómo iba a tener él que gestionar nuestra relación a distancia. Pero, a diferencia de Alejandro, estaba de vuelta de todo aquello y sin pelos en la lengua: me la sudaba. Me la sudaba todo el mundo menos mi familia y yo. Aun así podía entenderlo. Esa sensación de querer escapar y que tus fantasmas consigan perseguirte a través del hilo invisible que va dejando tras de ti un puto teléfono. Por eso lo tiré al mar. Por eso solo tenía una línea fija a través de la que entraban reservas y llamadas de mi familia… Nada más.
Después, mientras preparaba una tortilla jardinera para la cena, Alejandro se sentó a la mesa abatido, suspiró y… volvimos a ser dos extraños que se sienten cerca:
—Tienes mala cara —le dije con suavidad mientras me secaba las manos con el mandil.
—No he tenido muy buen día. —Se frotó los ojos—. En realidad ni siquiera ha sido un buen año. Pero no te preocupes…, no te molestaré con mis problemas. Tú misma lo dijiste: no tenemos por qué ser amigos.
«La que has liado con ese carácter de mierda que tienes, Maggie…».
—Bueno…, sé que tengo un carácter difícil, Alejandro, pero tampoco creas que…
—Da igual, déjalo.
Mierda. Valoración de una estrella en TripAdvisor en camino. Mal karma de por vida a punto de alcanzarme. Dios…, qué remordimientos.
—¿Te apetece un vino dulce? El vino dulce arregla hasta el peor de los días —le ofrecí.
No cambió demasiado el gesto, solo asintió.
—Venga.
—Además del vino… ¿quieres un consejo? —Me miró, sorprendido. Sí, lo sé, yo tampoco esperaba ponerme en plan maestro Jedi. Proseguí—. Y de verdad que no soy de dar consejos. Consejos vendo que para mí no tengo, como decía mi abuela. —Dejé dos vasos sobre la mesa y saqué la garrafa de mistela—. Pero te diré por experiencia que un día se cansan de llamar, se olvidan y uno puede seguir.
—Como respuesta debo decirte que desconfío de los licores que se venden en cantidades superiores a un litro.
Le serví y con una palmadita en la espalda, le espeté:
—Bebe y calla.
Y tanto que bebió. Bebimos los dos. No me gusta que nadie beba solo porque es triste, así que serví una copita para los dos. Brindamos en una especie de «pipa de la paz» silenciosa. Estaba rico. Y él también. Otra, que no se diga. Chín chín… por mis «nulas habilidades sociales». Otro, porque la vida sea menos puta. Qué dulce está el vino. Y qué bien entra. Y oye, sírveme una más. Brindemos por la gente que nos complica la existencia. Y por nosotros, qué coño. Pon otra, Maggie, que ya que estamos vamos a brindar por la gente buena. El sonido del cristal de dos copitas brindando llenaba la cocina. Mi abuela siempre me daba mistela cuando, en los veranos que pasaba allí con ella, me bajaba la regla y me quejaba de dolores. Revoloteaban sobre nuestra cabeza los recuerdos que albergaba la casa y nuestra conversación, salpicada de carcajadas. El vino se llevó las reservas de la mano y los dos volvimos a encontrarnos con los marcadores a cero, sin discusiones ni desilusiones; incluso las expectativas, ridículas hijas de perra, se marcharon para dejarnos ser, sencillamente, un chico y una chica en una isla. La risa de Alejandro era contagiosa y tan sincera como la de un niño. Entrecerraba los ojos al reírse y se mordía los labios. Nuestro estómago se fue calentando y nuestra lengua comenzó a hablar por nosotros, que mirábamos al otro con las mejillas encendidas mientras volvíamos a llenar nuestras copas.
—No entiendo a las mujeres —dijo con un suspiro despreocupado.
—Os equivocáis en el planteamiento. No hay nada que entender. Somos. Ya está. No busquéis más razones.
—Tiene que haber algo —me sonrió—. Un puto manual.
—¿Venís vosotros con uno debajo del brazo?
—No. Pero nosotros somos más simples. Vosotras ponéis la magia y… hasta las complicaciones. Vosotras sois las que sabéis dónde está el truco.
—¡Venga ya! El truco… ¿de qué?
—De la vida.
Su sonrisa volvió a ser clara. Sincera. Y le serví más vino.
A la décima copa los dos estábamos perjudicados. Risueños. Las orejas me ardían. Eso iba a terminar de una manera inquietante seguro. Y si no dejaba de mirarlo acabaría diciéndome algo. A decir verdad, había sido ya en la sexta copa cuando había empezado a notar que, joder…, Alejandro era demasiado guapo como para obviarlo. Lo confieso, entre eso y el alcohol estaba más caliente que el asiento de mi moto en agosto. La idea de echar un polvo con Alejandro y luego olvidarlo me pareció de lo mejor que se me había ocurrido en años. Él me miró y yo le sonreí.
—¿Estás borracha?
—No. —Entorné los ojos, feliz.
Los dos nos reímos. Una pausa. Me miró fijamente y le aguanté la mirada. Abrió la boca y jugueteó con el borde de su vaso.
—Sé que a veces parezco un cretino.
—Sí, lo pareces —añadí.
—Pero no lo soy…, al menos no todo el tiempo.
—Eres demasiado guapo para no serlo —sonreí.
—Y tú demasiado sexy para vivir sola y ser tan rara. Porque rara eres un rato, chata.
Me reí a carcajadas. Él también se rio.
—Pues ya estamos en paz. Tú eres un cretino y yo una rara.
—En paz entonces.
—¿Te apetece ver un sitio precioso? —le dije notando cómo se me trababa la lengua.
—Claro.
¿Por qué no? Me levanté de golpe y sin ni siquiera retirar los vasos sucios, salí de la cocina.
—Cierra la puerta de casa cuando salgas.
Alejandro no se lo pensó en absoluto.
Cuando llegamos a mi cala preferida estaba anocheciendo. Alejandro sonrió y yo me sentí orgullosa de poder enseñarle algo tan bonito, tan especial. El sol empezaba a ponerse y el agua tenía un brillo plateado teñido de naranja. La roca nos rodeaba dejando la cala casi aislada con el sol enmarcado en el mar a punto de hundirse en él.
—Es preciosa —dijo entre dientes, más hablando consigo mismo que conmigo—. ¿Nos bañamos? —Tiró de mi brazo.
—Dicen que todos los años aparecen ahogados un montón de borrachos —le contesté preocupada.
—Ah, pero ¿tú estás borracha?
—Creo que es hora de confesar que… un poco.
Se quitó la camiseta. Vaya por Dios, qué calentón de repente. Se desabrochó el cinturón y se quitó el pantalón vaquero.
—No llevo bañador —susurró con gesto grave pero juguetón.
—Yo tampoco.
—Creo que podremos pasarlo por alto, ¿no?
Me quité el vestido y lo dejé sobre su ropa pero a pesar del arranque de actividad, me quedé allí, en sujetador y braguitas, con la boca abierta viendo cómo se paseaba en ropa interior hasta la orilla. Un par de olas rompieron en sus piernas. Se giró y sonrió como un niño el día de Navidad. Era un dios… demasiado guapo para ser humano. Demasiado guapo para ser real. Dios mío, ¿y si no lo era? ¿Y si solo lo veía yo? No…, no, uno de los guardias civiles lo había visto y se lo había contado a la señora Mercedes.
Me acerqué tan contenta por no estar loca que le salté a la espalda, montándome a caballito encima de él. Bueno, contenta por no estar loca y por el consumo desorbitado de vino dulce. Pensé demasiado tarde que quizá aquella muestra de confianza le incomodaría, pero la verdad es que no pareció inquietarle, porque se metió en el agua a toda prisa, girando y jugueteando con mojarme. Pedí a todos los dioses del Olimpo que no me hiciera una aguadilla porque con la fuerza que tenían sus manazas, moriría.
Me soltó cuando el agua ya nos cubría. Estuvimos buceando, tirándonos agua y algas. Me cargó sobre el hombro como un saco y me lanzó a metros de distancia. La sensación fue tan agradable como la de esos sueños en los que crees que has aprendido a volar. ¿Y si él me enseñaba a hacerlo? Le lancé arena, que se desmoronó húmeda a medio camino, dejando una estela color canela en un agua que empezaba a oscurecerse. Él me tiró un puñado a mí, pero acertó en la cabeza. Hacía un poco de frío, pero no nos importó. ¿Qué es tener mocos al día siguiente al lado de pasarlo tan bien? Alejandro buceó, tiró de mi pierna, me hundí con él y allí, bajo el agua, nos soltamos, nos agarramos y emergimos de nuevo muertos de risa. ¿Cuándo había sido la última vez que me había sentido tan… joven?
Lo perdí de vista, pero algo me rozó una pierna y jugueteé, pensando que era él. Me reí como una cría y Alejandro me preguntó qué era tan divertido como a cinco metros de distancia. Le miré con cara de pánico y grité «anguila» sin darme cuenta de lo poco probable que era que una anguila hubiera nadado hasta aquella playa para provocarme un infarto. Nadé hacia la orilla como si estuviera compitiendo por la medalla olímpica y al llegar a la arena, me tumbé sobre ella, desternillándome de risa por mí, por el vino, por lo mucho que se reía Alejandro mientras salía del agua y por lo pegada que llevaba la ropa interior al Kinder sorpresa. Cuando se reía, relajado, era mucho más guapo. Tan masculino, tan sexy…
Fuimos hacia la parte donde había más lodo y nos dejamos caer; nos sentamos uno al lado del otro y nos untamos las piernas con barro. Su mano grande me embadurnó el estómago y mis manitas intentaron hacer lo mismo entre carcajadas. Ya era prácticamente de noche. Las manos se nos liaron, acariciándonos la piel con la excusa del barro. Y notar el tacto áspero del vello de su pecho me estaba calcinando por dentro, así que con un suspiro lo dejé estar y me concentré en el mar.
—¿Sabes? —dijo con aire taciturno—. Te envidio.
—Estás loco —me reí.
—No, en serio. Mira todo esto. Vives aquí. Sin nada ni nadie que te maree o que te mangonee. Sin tener que cumplir expectativas o…
—Sin que me mareen ni hagan nada por mí. —Me giré y le miré.
—Alguien habrá que haga cosas por ti —sonrió.
—Soy una mujer solitaria.
—No cuela. Alguien que cocina para ti de vez en cuando, que remienda tu ropa o repara tu calentador. Quizá haya hasta un tío por aquí que te visita de vez en cuando… —susurró.
—No, qué va —omití el «ya me gustaría a mí».
—Sí —se rio—. Debe pasar algunas noches, coger la llave de la maceta y subir hasta tu habitación.
—¿Para qué iba a hacer eso? —Fingí inocencia.
—Para hacer cosas por ti.
—¿Planchar la colada y demás?
—No. Para quitarte la ropa… —paseó sus ojos por encima de mi cuerpo—, follarte y dejar que te retuerzas de gusto debajo de su cuerpo…, por ejemplo.
Ay, Dios mío. Puto vino dulce. Pestañeé. ¿Cómo cojones habíamos terminado conjugando el verbo follar?
—Sí, hombre…, ¿no será que eso es con lo que fantaseas tú? —me reí.
—Yo no necesito coger ninguna llave. Solo tengo que subir unos cuantos escalones. —Y me pareció que se acercaba.
—Mi puerta está siempre cerrada. No me fío de los tíos como tú.
—¿Como yo? —Se le escapó una carcajada—. ¿Y cómo soy yo, marisabidilla?
—Como todos los guapos…, malos para la salud.
—Entonces el que viene a hacer cosas por ti… ¿es feo? ¿Cuándo viene? ¿Los viernes? —sonrió haciéndome un guiño sensual.
—No me tires de la lengua.
—Es justo lo que más me apetece hacer ahora mismo.
—Pues terminarás por hacerme confesar que hace años que no me toca un tío —gemí echando el aire de mi cuerpo.
Esperé que sonara a confesión entre colegas y no a petición desesperada. Le eché una mirada de soslayo y me sorprendió comprobar que tenía los ojos fijos sobre mi vientre. Levantó la mirada y sonrió:
—No me cuentes historias raras. No me lo creo.
—¡Te lo juro! —le dije ofendida.
—¿Nada?
—Nada de nada.
—¿Qué dices? —Arqueó las cejas, poniéndose serio—. Algo. Lo mínimo.
—¿Qué es lo mínimo? —me reí.
—Tú contigo misma, por Dios… Dime que eso sí.
—Hombre sí, joder. Pero nada más.
—¿Y por qué? —Me encogí de hombros—. ¿No… lo necesitas? —volvió a preguntar.
—Aprendes a vivir sin eso.
—¿Estás en un retiro espiritual?
—No —me reí—. De asceta tengo poco.
—Entonces necesitas sexo. El sexo aclara las ideas.
—¿Y eso por qué?
—Porque es una de las pocas cosas instintivas que conservamos y que a duras penas controlamos. Después del sexo es más fácil relativizar las cosas y ser persona.
Lo imaginé empujando entre mis piernas, jadeando empapado de sudor, lamiéndome entera, dibujando con su saliva un recorrido hasta el interior de mis muslos, tirándome del pelo mientras me penetraba con fuerza desde atrás. Me mordí el labio. Lo único que tenía en ese momento eran instintos salvajes. Keep Calm, Maggie.
—No dejo de ser persona cuando me acuesto con alguien —susurré.
—Seguro que sí —rio, mirándome de arriba abajo.
—¡¿Y tú qué sabrás?! —me carcajeé.
—Pues no lo sé, pero me gustaría saberlo.
—No más vino para ti…, jamás.
—¿Qué hay de malo en eso? —se rio—. Es más…, anoche lo estuve imaginando. Taparte la boca para que dejes de refunfuñar y metértela hasta que grites…
—¡Serás indecente!
—No te hagas la ofendida ahora. Imaginar es solo eso…, imaginar —bromeó—. ¿Es que tú no lo has hecho? ¿No…, no he aparecido por ahí, por tu… imaginación?
—No.
—No, ¿eh? —me provocó.
—No. Pero quizá estaría bien —susurré mirándole el pecho manchado de barro.
—Sí, ¿verdad?
—He dicho quizá. Por matar el aburrimiento.
—Dijiste que nunca te aburrías.
—Y tú que no eras tan cretino.
Me dio una palmada en el muslo y miró al frente con una leve sonrisa. ¿Cómo sería revolcarse sobre una cama enorme con él, sentir el mullido colchón en contraste con la dureza de su carne apretada, gemir condensando aire en su garganta, humedeciéndola con mi aliento?
No había podido despegar los ojos de él… ni dejar de imaginarnos juntos.
—¿Y cómo imaginas que sería? —le pregunté.
La frase se me escapó de la boca. No tenía intención de averiguar cómo nos había imaginado, pero a veces somos incapaces de contener los deseos.
—Pues… —miró al frente y su voz cogió un tono más grave— salvaje. Sin protocolo. Muy físico. Probablemente rápido…, al menos la primera de las doce veces.
—¿Sabes que eres un fantasma y un desvergonzado?
—Pero te gusta.
—¡Ja!
—Ni ja, ni jo. Tú y yo podemos reventar la cama cuando quieras.
—¡Cállate!
La cama chirriando debajo del movimiento de nuestro cuerpo. Las paredes casi húmedas de contener tantos gemidos. Mis manos agarradas a su espalda y las suyas a mis muslos. El movimiento. El sonido áspero de sus jadeos. Yo arqueándome. Los pasos rápidos hacia el orgasmo. La explosión final contenida por una fina capa de látex. Joder. Él también lo estaba imaginando. Fue demasiado. Apartamos la mirada y un silencio violento se instaló entre los dos.
—¿Para qué dices que es bueno este barro? —cambió de tema.
—Para la piel. Muy bueno —carraspeé—. Tienes que dejar que se seque y luego que se caiga.
—Pero para eso hará falta sol, ¿no?
Miramos el cielo, con las estrellas ya brillando.
—Sí —contesté.
Nos echamos a reír.
—Volveremos mañana —dijo levantándose.
—¡No! —le contesté—. ¡Mañana tengo que enseñarte otro sitio!
Alejandro tiró de mí para levantarme y me dirigí a la orilla. Cerré los ojos cuando dio dos zancadas largas y se acercó hasta que sentí el calor que emitía su cuerpo.
—Gracias por esta tarde.
—A ti. Siempre es agradable tener compañía —le dije con los ojos cerrados.
Silencio. Un par de fotogramas se me cruzaron por la cabeza como residuos de una fantasía no cumplida. Su piel y la mía. Su polla abriéndose camino hacia mi interior y él agarrándola con el puño derecho, gimiendo. Dio un paso más y me arqueé inconscientemente hasta encajar en sus formas. Contuvo un jadeo.
—Joder, Maggie.
—Ya…, ya lo sé. Es por el vino —respondí.
—No es por el vino.
—¿Ah, no?
—No. Es que no quiero salir de la cama. De la tuya.
—No recuerdo haberte invitado.
—Si lo haces te llevo de viaje.
—¿Adónde?
Dios. Noté su polla dura. La noté pegada a mi nalga. A mi ropa interior de encaje, que me recordaba cada día lo que pasaba cuando me dejaba llevar por las cosas que me apetecían. Me aparté pero él volvió a pegarse a mí.
—A la luna —me susurró al oído.
¿Cuántos tíos me habían prometido rozarla con los dedos? Demasiados. A algunos los creí, a otros solo fingí creerlos. Pero Maggie ya no estaba para esas cosas. Las había superado. No quería más cohetes espaciales que la llevaran de viaje y que le hicieran perder la cordura. No, Alejandro. Tú a tu vida…, yo a la mía.
—El alcohol te pone muy gracioso —me burlé.
—Bromeo poco. Soy un tío serio.
—Y yo una rancia. —Me aparté.
Los labios de Alejandro se apoyaron en mi oreja, sus manos se enroscaron alrededor de mis caderas embadurnadas en lodo y susurró:
—Tú también lo has imaginado. Los dos. Rápido y fuerte. El placer de abrirte de piernas y que empuje hacia dentro…, dime que no.
—No.
—Dímelo de verdad.
—De verdad.
Y todavía con una sonrisa Alejandro vio cómo me metía en el agua. Sonreía porque, evidentemente, no dije la verdad. Los dos nos quitamos el lodo en silencio, nos vestimos y regresamos a casa, callados pero concentrados en un coqueteo visual del que te prende una sonrisa en la cara que hasta duele.
Aquella noche cenamos un sándwich y escondimos la garrafa de licor en un altillo para no tenerla a mano cuando nos volviéramos a poner tontos y necesitáramos decirnos guarradas. Lo mejor era alejar la tentación.