La segunda mitad de mi vida arrancó de manera auspiciosa. O por lo menos eso me pareció el día de mi cumpleaños número cuarenta. Aunque me propuse despojar mis actos de cualquier valor simbólico y precaverme contra el menor asomo de superstición, no pude dejar de ver en esa jornada perfecta un modelo a replicar, un microcosmos de lo que iba a ser mi existencia a partir de entonces: reducida a sus mínimos componentes, libre de ataduras y expectativas, impredecible. La lúcida y serena euforia que me acompañó todo ese día no se vio enturbiada siquiera por el brusco corte durante mi baño –la habitual constatación de que el tiempo se había plegado sobre sí mismo– ni por lo que venía a ser el primer episodio dentro de un episodio. En ese sueño o alucinación (el neurólogo iba a enfatizar que era imposible soñar durante un episodio de amnesia) me vi transfigurado en una anciana que arrastraba trabajosamente unas pantuflas raídas por la gravilla de un espacio abierto, una plaza. Esa «ausencia», por lo demás breve, no fue más que una levísima falla, un mínimo defecto que resaltaba por contraste las virtudes de ese día y les agregaba espesor y realidad.
En un gesto sin duda extravagante –que ahondaba la preocupación de mis amigos y amigas más cercanas, para quienes constituía la señal inequívoca de una crisis de mediana edad– decidí pasar esa jornada completamente solo. Organizaron una cena en un restorán japonés. Acepté con la condición de que se realizara la noche anterior. La mañana de mi cumpleaños me desperté temprano, en el departamento de Manuel, donde me había quedado la última semana de rotación. Formé un ovillo con las sábanas y las deposité en la lavadora. Plegué el sofá cama. Me di una ducha. Garabateé una breve nota de agradecimiento a Manuel y a su nueva polola por su hospitalidad y por la cena de la víspera. Salí sosteniendo la maleta y el bolso sin hacer ruido. Bajé a la calle y tomé un taxi. Antes de las nueve hice el ingreso definitivo a mi nuevo departamento, en la calle Rosal. Todo estaba impecable. La señora de la limpieza había acudido, según lo acordado, la tarde anterior. Me tomó menos de media hora desempacar y completar la mudanza.
Aunque había firmado el contrato un mes antes y llevaba pagando arriendo dos semanas y media, esperé hasta ese día, quedándome en casas de amigos e incluso pasando un par de noches en un hotel, para mudarme. En realidad me había ido instalando de manera gradual, realizando compras y pequeñas reparaciones, armando una repisa nueva, desembalando mis libros y películas, asegurándome de que funcionaran el Internet inalámbrico y la televisión por cable, entablando breves conversaciones con la conserje y con un par de vecinos, visitando los cafés y librerías locales, familiarizándome con el barrio. Solo había evitado dormir ahí. Hasta entonces. Cambio de folio, vida nueva. Además, en lo que para mi entorno resultaba sin duda la decisión más alarmante de entre un cúmulo de decisiones alarmantes, el mes anterior había renunciado a mi puesto de director creativo en la agencia de publicidad de la que era también socio minoritario, anunciando que mi última jornada de trabajo iba a corresponder con el último día de mis treinta y nueve años. Los otros socios intentaron, en una seguidilla de reuniones y almuerzos que ocuparon casi una semana de su valioso tiempo, convencerme de deponer mi decisión por medio de argumentos poderosos: aumento de sueldo y del porcentaje de sociedad, auto de la marca y modelo que yo estipulara, nueva oficina, segunda asistente, dos semanas extra de vacaciones, etcétera. Esas prebendas adquirieron en algún momento, por su mera acumulación, un carácter hiperbólico y hasta amenazante: conformaban un sutil desafío a que me largara. Ya que era necesario ceder en toda negociación, les concedí un punto: en vez de una renuncia indeclinable, les propuse llamarlo un año sabático. No aceptaron. Ascendieron a mi puesto a uno de los directores creativos asociados. El día anterior a mi cumpleaños trabajé hasta la hora habitual y me fui directo de la agencia al restorán.
Lamentablemente, el tercer y más significativo de los cambios en mi vida –el avance espeso, ineluctable de los trámites del divorcio– escapaba a mi control. Si de mí dependiera, hubiera fijado para la víspera la audiencia con el juez, de modo de intensificar esa sensación, por lo demás engañosa, de que ante mí se abría un nuevo comienzo, de hacer fojas cero. Paula y yo habíamos firmado diez meses antes el acta de constancia del fin de la convivencia –aunque en ese tiempo todavía vivíamos juntos– y el acuerdo que regulaba nuestras relaciones una vez divorciados y que se limitaba a una división tajante de las aguas económicas: no se estipulaban compensaciones de ningún tipo. A eso contribuía una leve asimetría de solidez financiera a favor de Paula, es decir, de su familia. Tal como nos señaló uno de los abogados (el de ella) mientras esperábamos turno en la notaría, todo el asunto era mucho más sencillo por la falta de hijos. Eso ahorraba preocuparse de la educación, la pensión alimenticia, el régimen de visitas del padre y un sinnúmero de complicaciones. Miré de reojo a la Paula y sus ojos se encontraron con los míos un instante, pero no dijo nada. Se limitó a asentir. La comisura de sus labios se curvó en lo que no alcanzaba a ser una sonrisa, reconociendo la paradoja: de haber existido esos hijos no nos encontraríamos allí. ¿O sí? La primera audiencia en el Juzgado de Familia estaba fechada para dentro de un mes, a partir de mi cumpleaños. Paula iba a tener que viajar especialmente desde Madrid. Todo parecía indicar que se iba a quedar allá, aunque aún no conseguía trabajo. Mariana tenía armada una vida que no quería sacrificar: trabajaba en una galería de fotografía y terminaba de pagar un piso en los márgenes de Chueca, en el que había acogido a su media hermana de forma indefinida. Yo aguardaba con impaciencia la inminente visita de Paula, aunque fuera por las razones equivocadas, para comparecer ante un juez. Debía reconocer que a esas alturas, a tres meses de su partida a España, empezaba a echarla terriblemente de menos.
Me preparé un café cargado en la cafetera nueva. Me dediqué a recorrer el departamento en silencio, comprobando que todo estuviera en su sitio. Me instalé en un sillón en el living, enfrentando la ventana que daba a la calle, por la que se filtraba un rombo de luz matinal. No tenía ningún plan. Había decidido reemplazar mi cumpleaños por una suerte de simulacro de mi cumpleaños, una representación teatral llevada a cabo sin público o para un álter ego, una parte de mí mismo que hacía las veces de observador silencioso y neutral. Y eso implicaba un despojamiento, una reducción al mínimo para empezar de cero. Nada de eventos conmemorativos. Ese era, literalmente, el primer día de mi nueva vida y tenía que improvisar, del mismo modo que debía decidir, en algún momento, qué hacer con mi libertad y mi futuro. En el último mes había recibido dos ofertas informales de otras agencias. Tenía claro que un par de décadas consagradas a la publicidad eran más que suficientes, pero eso era una red de seguridad en caso de una caída libre, un último recurso. Disponía de medios para un año sabático y algo más. Por lo pronto, necesitaba unas semanas de descanso. Mi único proyecto, todavía vago, sin destino definido y sin fecha, era viajar. Tal vez a la India, Turquía o Marruecos. Era de esperar que eso aminorara (y en lo posible eliminara) los episodios de amnesia.
Sentado en el sillón, a través de una intrincada e impredecible asociación de ideas derivada de la amnesia, me vino a la mente una modelo y promotora llamada Fernanda Soto, a quien había conocido en la filmación de un comercial un año antes y que volví a encontrar por casualidad, el mes anterior, en el gimnasio. Fue el neurólogo quien me conminó a hacer ejercicio. Una actividad física moderada iba a contribuir a mi salud en general, dijo, y al buen estado de mi sistema nervioso en particular. Me inscribí en un gimnasio en Vitacura. En dos meses solo acudí en tres ocasiones, después del trabajo, a caminar en una cinta transportadora. Apenas llegaba, ya antes de cambiarme de ropa, empezaba a contar los minutos para largarme. El ejercicio era lo de menos. Una vez rota la inercia, mi cuerpo se acostumbraba a ese ritmo distinto y era difícil parar. Pero detestaba la cultura del gimnasio, el exhibicionismo, la exultación de los cuerpos conscientes de sí mismos, el olor a encierro, las luces crudas, la música insufrible, los televisores transmitiendo todos los canales en simultáneo como en una sala de control, la suma de movimientos repetitivos que formaban para mí una sola danza discordante. Era posible que ese lugar fuera beneficioso para la mayor parte de mi cuerpo, pero no para mi sistema nervioso. La mañana que me fui a desinscribir divisé a Fernanda corriendo en una de las trotadoras. Me acerqué hasta que me vio y me saludó con la mano, sonriendo. Respondí el saludo desde lejos. Di media vuelta y me marché. Ahora, sentado en el sillón, la imagen de Fernanda y su cola de caballo flotante no me dejaba. Me dije que eso contradecía el espíritu de ese día, que entre otras cosas debía proporcionarme una ilusión de autosuficiencia, de no depender más que de mi propia voluntad, mientras bajaba a la calle y caminaba hasta la esquina del cerro para tomar un taxi.
Llegué al gimnasio a eso de las diez, temiendo que fuera demasiado tarde. La sala principal estaba casi vacía. Tampoco había rastros de Fernanda en un espacio menor, un cubículo de espejos que encerraba las máquinas de pesas. Me encontré con ella en la puerta de salida. En mi ofuscación, no me di el trabajo de simular que había ido allí a hacer ejercicio. La invité a tomar algo, indicando un café al otro lado de la calle. Aceptó, sorprendida, declarando que disponía de poco tiempo porque tenía que ir de compras con su novio. Se había cortado el pelo negro a la altura del cuello y lo tenía empapado. Llevaba una camiseta de manga larga y pantalones de buzo. Era más baja y algo más maciza de lo que yo recordaba. Parecía extrañada. Y yo también lo estaba. ¿Por qué ella? ¿Por qué hoy, en un día del que, por más que trataba de evitarlo, sospechaba en cada detalle y gesto un alcance cabalístico, una honda relevancia ulterior? No la conocía en absoluto. Era una de cientos de chicas que me habían coqueteado –acaso en un guiño obligado a mi rango, más que por verdadera afinidad o interés– en filmaciones o sesiones fotográficas a lo largo de los años, sin que les diera mayor importancia. ¿Tenían razón mis amigos y mi conducta impredecible, errática de las últimas semanas marcaba el advenimiento de una crisis de mediana edad? ¿Era Fernanda la primera de una serie que iría a desembocar inevitablemente en el patetismo?
Nos acomodamos en un sofá en el segundo piso vacío. La interrogué sobre su vida, de la que no sabía nada, simulando que me ponía al día. A los veintiún años terminaba de estudiar Publicidad en un instituto en el que me habían ofrecido, y había declinado, enseñar. Irradiaba felicidad y orgullo porque la acababan de contratar como modelo en un programa de televisión. Se encontraban en fase de ensayos. Su novio, al que se refirió sin mayor entusiasmo, era uno de los productores. Se conocieron en el casting. Yo lo ubicaba. Un gallito de pelea con marcas de acné en la cara. Había tenido algún enredo con la ley por microtráfico de coca al interior de otro canal, cosa que me abstuve de comentar, aunque sospeché que ella debía estar al tanto. Una pareja de mujeres rubias emergieron de la escalera y se sentaron en una esquina opuesta del cuarto. Una de ellas depositó un Mac portátil blanco en la mesita redonda ante sus sillones. Fernanda bajó el volumen de su voz a un susurro cómplice. Me daba la impresión de que simulaba su acento de clase media alta.
–¿Y tú, Tomás? ¿Qué es de tu vida? ¿Cómo va la agencia? –susurró.
Nos manteníamos aún a cierta distancia en el sofá. Eran las diez y media de la mañana. Me retiré ayer, los mandé a la mierda, me disponía a decir, pero sonó su celular. El tono atrajo la atención de las dos mujeres, que levantaron la vista de la pantalla del computador y nos observaron con fría curiosidad. Fernanda contestó:
–Hola, mi amor. ¿Te importa si lo dejamos para mañana? Me atrasé. Vengo llegando al gimnasio. Voy a apagar el celular ahora pero te llamo más tarde. Nos vemos en el canal. Un besito. Adiós.
Colgó y me dedicó una sonrisa de disculpa, que incluía el reconocimiento de haberle mentido a su novio.
–Es que el Nico es súper celoso... –subrayó, algo descompuesta–. ¿En qué estábamos? Ah, sí. ¿Cómo va la agencia?
–¿Te gustaría ir a un motel? –dije en voz demasiado alta, sorprendiéndome tanto o más que a ella. Ni siquiera había hecho el intento de acercarme, de tocarla. Me recriminé enseguida mi torpeza y, sobre todo, el situarme, en ese día especial, en una posición vulnerable. Ahora el curso de mi jornada perfecta dependía de ella.
Fernanda me miró un instante a los ojos, seria. Bajó la vista. Dejó que transcurriera una pausa.
–Bueno –susurró.
Salimos. Levanté tarde la mano para llamar a un taxi que pasó de largo.
–¿No andas en auto?
–Es que me tienen prohibido manejar –dije con naturalidad, soportando su mirada de extrañeza–. Tengo episodios de amnesia.
En el último tiempo todo el mundo me miraba igual, como si me estuviera volviendo loco, como si entendieran con toda claridad algo evidente sobre mi persona que a mí se me escapaba. Paró un taxi. Se me ocurrió por primera vez que, para ir a un motel, era necesario un auto.
–Mejor vamos a mi departamento –sugerí, y eso pareció aplacar, en parte, el desconcierto de Fernanda.
Durante el trayecto casi no hablamos. El taxista escuchaba música tropical a todo volumen. Fernanda miraba absorta por la ventanilla. No me decidí a tocarle la mano, que iba apoyada entre nosotros en el forro manchado del asiento. Temí que al llegar al edificio cambiara de opinión, que no se bajara del taxi. La conserje vigilaba la entrada apoyada en el umbral; sosteniendo una escoba, conversaba con otra mujer. Pasé junto a ella sin levantar la vista. En el ascensor, Fernanda mantuvo su distancia, tensa, cabizbaja. Pero, una vez en el departamento, su actitud se distendió, sonrió aliviada, creo –más que por los espacios medio vacíos, la decoración minimalista–, por la relativa normalidad del lugar, en contraste con mis torpezas y extravagancias. Como si hubiera temido encontrar allí algo anómalo, algo que confirmara sus peores sospechas.
–Me encanta así, vacío –declaró, atravesando el parqué del living.
–Me falta comprar algunos muebles.
Fernanda sacó un libro de la estantería (un cómic de Bilal) y se puso a examinarlo.
–¿Cuánto tiempo que vives aquí?
–Desde hoy.
Me dedicó una expresión perpleja.
–¿En serio?
–En serio. Lo estoy arrendando desde principios de mes, pero hoy me mudé oficialmente. Va a ser la primera noche que duermo aquí. ¿Quieres tomar algo?
Fernanda negó con la cabeza. Salió del living y entró al baño contiguo a mi dormitorio. La esperé en la puerta. Se asustó al abrir, pero se esforzó por sonreír. La besé. La hice girar sobre su eje y la empujé con suavidad. Cayó de espaldas en la cama, riendo. Nos besamos largo rato, mientras ella acariciaba mi sexo a través de los pantalones. La desnudé rápido, sin demorar esos prolegómenos. Su piel era muy morena. Se incorporó para quitarme la camiseta y los jeans. Besé y lamí sus pezones oscuros, grandes en relación a sus pechos. Calqué con un dedo las líneas de un tatuaje en forma de mandala en su cadera, bajo la altura del ombligo. Se cubrió pudorosamente el sexo con una mano. Recorrí los bordes depilados, un poco abrasivos, con tenues dentelladas. Separé sus dedos y fui entreabriendo con la punta de mi lengua los labios, desde la base hasta el pequeño promontorio trémulo de pliegues y nudos. Repetí la operación, aferrándola por las nalgas, mientras ella se arqueaba y cerraba los ojos. Aunque no había sido mi intención original, me quedé allí, persistí durante largos minutos. Fernanda, con la cara enterrada en mi almohada nueva, contenía en extensos pasajes la respiración. Creo que me proponía compensar de algún modo mi brusquedad, mis ineptitudes de esa mañana. Continué lamiéndola hasta habituarme al sabor metálico y la consistencia suave y viscosa, que fueron adquiriendo un carácter neutral, separado de su persona. Pensé por primera vez (hasta ese instante no se me había ocurrido conectar ambos sucesos) que ese corte radical –divorcio, mudanza, año sabático– era en realidad el segundo y que era posible que esas rupturas obedecieran a un ciclo de unos veinte años. La primera tuvo lugar a los veintidós; la segunda, a los cuarenta. ¿Quería eso decir que me esperaba una crisis de similar magnitud alrededor de los sesenta, y otra, con suerte, a los ochenta? Era increíble que lo que en su momento me había parecido el evento capital y más drástico de mi vida, el pivote sobre el que giró mi destino, hubiera terminado por caer casi en el olvido.
En esa época mis padres todavía estaban casados y vivían en Vitacura, no lejos –ahora que lo pensaba– del gimnasio y del café. Mi padre cumplía cincuenta años y decidió celebrarlo en grande. Era un viernes en la noche, a finales de octubre. Una carpa, orquesta, doscientos o más invitados: un evento de la magnitud de un matrimonio. Yo cursaba quinto año de Derecho en la Católica. Recuerdo que me emborraché y traté de besar a mi prima Loreto, de diecisiete, quien me amenazó con contarle a Ximena, mi novia, con la que planeábamos casarnos después de mi examen de grado. En algún momento de la fiesta, en medio del estupor alcohólico, me acordé de mi refugio secreto de infancia, una cavidad en el centro de una mata de arbustos. Me deslicé hasta ahí y me acosté de espaldas con los brazos extendidos. El piso de musgo se mecía con delicadeza, como si reposara en una balsa sobre un lago. Me quedé dormido. Me despertaron unas voces cercanas. Dos hombres se habían sentado en el banco de madera, a un metro escaso de mi cabeza.
–La Loreto está indignada.
–Si no es para tanto, viejo.
Me tomó unos instantes reconocer a mi tío Rafael y a mi padre.
–A la Mirta le costó su resto convencerla para que no le contara a Ximena.
–Da lo mismo –dijo mi padre, quien también parecía un poco ebrio–, al cabro se le pasó la mano con los pisco sours y nada más. Tiene derecho a descomprimirse un poco, ¿no?
–Te salió harto díscolo –sentenció Rafael después de una pausa.
–No, si yo era igual que él nomás. Acuérdate que me echaron del Instituto Nacional por pegarle un combo a ese viejo en el examen oral, ¿cómo se llamaba?
No hubo respuesta de mi tío.
–Los Ugarte somos así –continuó mi padre–. Vivimos los años mozos a concho y después enmendamos el rumbo.
–¿Tú creís? Yo que vos me preocuparía en serio por el Tomasito, por el tema del trago y la marihuana y quién sabe qué otras cuestiones.
–¿Y la Loreto?
–¿Qué pasa con la Loreto?
–Algo de responsabilidad le cabe, ¿no? Con ese vestido que tiene puesto no me extraña que al gil se le hayan ido las manos.
Los dos se rieron.
–Viejo, lamento el mal rato de tu hija, de verdad. Pero no te preocupís por el Tomás.
–Sé que no es asunto mío... –concedió Rafael.
Mi padre dejó caer una colilla a la tierra (lo rememoraba con asombrosa claridad) y la aplastó con uno de sus zapatos negros.
–Está en quinto de Derecho –dijo– y ya está empezando a estudiar para el examen de grado. No es ningún genio, pero lo va a aprobar. De eso me encargo yo. Y se va a casar con la Ximenita. No se lo he dicho, pero ya les tengo reservada una casa, en Las Condes. Es chica, pero si quiere una más grande la va a tener que pagar con el sudor de su frente. El perla dice que no quiere ejercer de abogado, que va a sacar la carrera para darme el gusto nomás, pero te apuesto cualquier cosa que de aquí a un año lo tenemos en el bufete. Acuérdate de mis palabras, viejo. El matrimonio lo va a volver responsable. Y los hijos todavía más.
El silencio de Rafael le daba razón a mi padre. Recordaba el efecto físico de su voz en la boca de mi estómago (no de las palabras, que esgrimían mi defensa y reproducían sus arengas habituales): el tono condescendiente, despreocupado, era en sí mismo una traición. Me recordaba la entonación con que mi abuela, su madre, solía referirse a mí de niño en mi presencia, la manera en que relataba las anécdotas triviales de mi infancia a otros adultos como si yo fuera invisible. No sabía ante cuál de esas voces reaccionaba. Agregó:
–La clave es la Ximenita. En eso ha tenido suerte. Al principio no lo quería ver ni en película, pero ha terminado por darse cuenta de que mi hijo es mucho mejor partido que ese otro atorrante.
–¿Es verdad que tú le diste un empujoncito?
–¿Quién te dijo eso?
–¿O más bien varios empujoncitos?
Los dos volvieron a reírse con ganas.
–Cómo se te ocurre decir una cosa así –dijo mi padre con fingida indignación–. Estás hablando de mi futura nuera, la futura madre de mis nietos.
–Ojalá fuera tan sencillo –declaró Rafael después de una pausa.
–Viejo, siempre se puede contar con el instinto de supervivencia. Los jóvenes pueden caminar para atrás todo lo que quieran, pero van en una cinta transportadora y no lo saben. Con el tiempo se les va acabando el margen de maniobra, igual que a uno nomás...
No escuché el resto. Salí reptando de mi escondite. Anduve deambulando por la fiesta como un zombi, sin decidirme a buscar refugio en mi pieza. Me encontré con Ximena, quien me abrazó y volvió a separarse de mí. Me dirigí hacia la piscina. Subí al trampolín. Avancé hasta el borde. Noté que eso concitaba algo de atención, alguna gente ya empezaba a celebrar la gracia predecible de tirarse con ropa al agua en una fiesta. Tenía ganas de mear. Me bajé el cierre, dispuesto a hacerlo desde el trampolín. Distinguí algunas miradas de reprobación o advertencia. En ese momento tomé una decisión. La ruptura iba a ser libre de aspavientos, me dije, pero profunda, sin concesiones, hasta las últimas consecuencias. Di un paso adelante.
Durante las dos semanas siguientes rompí con Ximena, dejé de asistir a la Escuela de Derecho –sin siquiera darme el trabajo de retirarme oficialmente– y me fui a vivir a la casa de un ex compañero en El Arrayán. Pancho se había retirado de la escuela un par de años antes y ahora estudiaba Música. Residí en una pieza de invitados por cuatro meses sin que sus padres –que me veían allí todo el tiempo pero no llegaban a conectar un encuentro con otro– se dieran cuenta o les importara. El padrastro de Pancho, de hecho, trabajaba en una agencia y me consiguió una práctica de tres meses, al cabo de la cual me contrataron como redactor. Elegí la publicidad, en parte, porque mi padre la despreciaba. No volví a verlo en más de un año y, en adelante, nuestra relación se limitó a una mera cordialidad distante. Por esa época contrataron en el bufete a una compañera de generación, Marcela Acuña, quien en cierta medida ocupó el cargo que me había estado predestinado. El viejo Tomás terminó dejando a mi madre para casarse con ella. Hasta su muerte, nunca entendió mi actitud, aunque debía sospechar que escuché la conversación con su cuñado, que me reducía a un fantasma, una mera proyección suya, un títere secretamente manipulado por sus designios. Creo que le infligí una herida profunda, sin sutura posible, que se fue ahondando con los años, pero nunca me arrepentí ni contemplé la transigencia, jamás di un paso atrás, por así decirlo, desde el borde del trampolín. Durante el primer año de repudio me hizo llegar decenas de mensajes recriminatorios por carta o por medio de mi madre, e incluso llegó a intentar –cuando arrendé mi primer departamento y me cambié a mi segunda agencia– ayudarme en secreto, con dinero y contactos. Me acompañaba la nítida determinación de cualquier proceso de independencia, inseparable de la violencia y la ingratitud. Incluso llegué a pensar en adoptar mi segundo nombre, Ignacio, o mi apellido materno, pero desistí. Acaso con mayor fuerza por ser mi homónimo, Tomás se transformó –de una manera casi impersonal, disociada de sus atributos y circunstancias individuales– en el enemigo, el modelo en función del cual debía trazar el mapa de mi vida por inversión, el negativo fotográfico a partir del cual me sería revelada mi propia identidad. Excepto por una tendencia a desautorizar la duplicación o superposición de la experiencia, cierta impaciencia ante el espectáculo de uno cometiendo errores de los que él había aprendido antiguas lecciones, resultaba en alguna medida esperable para su clase y posición el proponerse moldear a su único hijo a su imagen y semejanza y querer allanarle el camino; del mismo modo que lo era el que yo decidiera vivir mi propia vida. Con el tiempo comprendí que había vuelto contra el viejo Tomás categorías o atributos –un sentido exacerbado del ridículo, un umbral bajo de indignación, una propensión al melodrama– asimilados de él mismo. Podía considerarse una sutil venganza del destino –o de los genes– que, al llegar a los cuarenta, se completara la lenta evolución que me había ido transformando en su viva imagen. A veces, al divisar al sesgo mi reflejo en una vitrina o en la ventanilla de un auto estacionado, creía ver a mi padre, a la edad que tenía en mis recuerdos infantiles, antes de engordar y del súbito blanqueamiento de su pelo y de su nuevo comienzo (su crisis de los cincuenta) en brazos de Marcela Acuña.
Fernanda llegó a un orgasmo vehemente y sorpresivo, que parecía haberla acometido desde fuera como una descarga eléctrica. Fue seguido por otros, en cadena, obra de mi perseverancia más que de mi habilidad, que proclamó por medio de jadeos estrangulados. La verdad es que me había desentendido por completo de ella; sumido en mis pensamientos, olvidé lo que hacía. Aún llevaba puestos los calzoncillos y había perdido hacía mucho rato la erección. Me levanté para ir al baño. Me senté un momento en el borde de la tina. Me lavé la cara. La riqueza de detalles del espejo disolvía cualquier semejanza con mi padre, pensé. Volví al dormitorio. Fernanda se había tapado con las sábanas.
–Sádico –me dijo con una sonrisa.
–¿Por qué?
–¿Cómo que por qué? Me tuviste al borde casi veinte minutos.
Esbocé una sonrisa maliciosa, sin atreverme a confesar que simplemente me había distraído.
–¿Estás bien? Te ves un poco pálido.
Me senté en el borde de la cama. Ella se incorporó para besarme.
–Ven –susurró.
La abracé y el contacto con su cuerpo cálido y suave me devolvió el entusiasmo. Me bajó los calzoncillos. Le besé el cuello, las orejas, los hombros, mientras ella me masturbaba con delicadeza. Le mordí un pezón y ella reaccionó, de manera refleja, estrujándome los testículos.
–Perdona –dijo, riendo.
–No te preocupes
–¿Tienes un condón?
La tarde anterior había comprado una caja en una farmacia del barrio: un accesorio consustancial a la vida de soltero. La encontré en el velador, aliviado de no tener que levantarme al baño.
–Igual no es estrictamente necesario –dije.
–¿Ah, no?
–No puedo tener hijos, soy estéril.
–Nunca está de más...
Ella rasgó el envoltorio de uno y me lo puso con habilidad. Luego se sentó a horcajadas sobre mí. Empezó a subir y bajar despacio, jadeando apenas. Noté que una vena se marcaba en su cuello. El dormitorio me resultaba igual de extraño que un motel. Me mantuve rígido, de espaldas en la cama, moviéndome apenas, acariciando sus pechos de veintiún años, dejando que ella se frotara contra mi cuerpo, decidido a prolongar ese momento –el centro perfecto de un día inaugural y profético– todo lo que fuera posible. En un momento la sorprendí espiando de reojo el despertador.
–¿Te tienes que ir?
Ella asintió avergonzada. La empujé suavemente para cambiar de posición. Se apoyó, por propia iniciativa, en manos y rodillas y la penetré por detrás. Al aferrarla por las caderas me hizo pensar por algún motivo en una presa de caza, una criatura entregada pero aún viva, palpitante. Acabé en menos de un minuto. Fernanda recogió sus cosas y entró al baño. Se dio una ducha rápida. Salió con el pelo mojado, tal como la había visto en el gimnasio. Se acercó a la cama y me besó, esparciendo gotas frías sobre mi pecho y estómago.
–¿Adónde vas?
–Al gimnasio y después al canal –dijo, ya camino a la puerta.
–¿Quieres que te acompañe?
–No, gracias.
–Déjame tu celular. Me encantaría que... salir contigo. Podríamos ir al cine uno de estos días.
Me dedicó la misma expresión seria del café. El momento de la verdad.
–Mejor que no, Tomás.
–¿Por tu pololo?
Asintió.
–Llevamos tres meses juntos y ya me ha puesto el gorro al menos una vez, con una mina del programa... Pero lo quiero.
–¿Esto es una venganza?
–No... nada que ver –dijo insegura.
Ese perdedor no merece ni siquiera el honor de desquitarse de él, pensé, pero me abstuve de decirlo, asombrado por el contraste con ella, una criatura tanto más compleja. Como si pertenecieran a especies distintas. Más que una venganza, me dije, al acostarse conmigo (con cualquiera) se proponía restablecer una medida de equilibrio, una simetría.
Me levanté y, enfundado en una bata, la acompañé hasta la puerta.
–Ya no estoy en la agencia, pero llámame si necesitas cualquier cosa, un contacto o algo...
–¿Te cambiaste?
–No, año sabático.
Me dio un beso rápido de despedida en la mejilla.
–Hoy es mi cumpleaños –confesé cuando ya se alejaba por el pasillo rumbo a la escalera, demasiado apurada para esperar el viejo ascensor. Se dio vuelta para dirigirme una última mirada perpleja, incómoda.
–Feliz cumpleaños –dijo y bajó.
Enfrentado otra vez a mi libertad de acción, contemplé la posibilidad de salir a almorzar temprano en alguno de los cafés de José Miguel de la Barra o Merced. Me preparé, en cambio, un desayuno tardío: tostadas, huevos revueltos y yogurt con fruta. Necesitaba hacer una compra de supermercado, pero iba a dejar ese trámite prosaico para el día siguiente. Comí sentado en el living, esforzándome por obrar con naturalidad, por no dotar a cada pequeño gesto y circunstancia de un valor simbólico.
Volví al dormitorio. Me tendí en la cama y aspiré el aroma de Fernanda con una punzada de nostalgia. Cerré los ojos y me quedé dormido. En la oscuridad tuve una noción del plano formado por la cama, y de mi conciencia que flotaba un par de metros tras esa superficie, en un espacio imposible que no correspondía necesariamente al departamento de abajo. Me di cuenta de que había dejado de respirar y en ese instante algo o alguien arriba tomó aliento y vi la contracción de sus costillas, una doble red de líneas paralelas de luz en la tiniebla, y comencé a ascender hacia mi propio cuerpo. Desperté enredado en la bata y en las sábanas, bañado en sudor. Comprobé que había dormido casi dos horas. Me lavé los dientes para borrar el regusto amargo de mi boca. Decidí darme un baño. Mientras llenaba la tina recorrí las habitaciones para familiarizarme con ellas a la luz de esa hora. Me sumergí en el agua caliente, en el baño iluminado solo por una ranura en la puerta. Mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra, hasta que pude distinguir las lenguas de vapor que emergían y resbalaban por el agua. La segunda mitad de mi vida arrancaba de manera auspiciosa, pensé. Sonó el teléfono. Escuché mi propia voz, grabada un par de días antes, en la máquina contestadora, y luego a Paula, que me llamaba desde Madrid para desearme un feliz cumpleaños.
Sucedió unos minutos más tarde. De pronto, yo era una anciana y me esforzaba por avanzar unos pasos sobre la gravilla de una plaza. Llevaba pantuflas. El aire me oponía resistencia, la gravedad me abrumaba. De inmediato noté el brusco cambio en la temperatura del agua y una modificación más sutil en la columna de luz que provenía del dormitorio. Una de mis ausencias, me dije, casi sin darle importancia al hecho incontestable de que acababa de tener un sueño. Un episodio dentro de un episodio. No me extrañó tanto haber tomado esa experiencia por auténtica, la certeza de haber sido –por unos segundos– esa mujer, como el hecho de que esa sensación de verosimilitud no se disgregara con mi regreso. Al contrario del recuerdo de un sueño, que a partir del despertar mutaba y se deformaba lo mismo que el ulular de una sirena pasando de largo, las imágenes y sensaciones mantenían su consistencia. Aunque descabellada, me poseía la íntima certeza de que –de alguna manera, en algún plano– esa transformación había ocurrido de verdad.
Tiritando, vacié la tina. Me quedé mucho rato bajo la ducha tratando de entrar en calor. Me vestí rápido. Opté por cambiar las sábanas. Pasar mi primera noche rodeado del olor de Fernanda Soto hubiera resaltado la otra cara de la moneda de mi recién conquistada autonomía: la soledad. Eran las tres veinticinco. Calculé que el episodio no había durado más de cuarenta minutos. Revisé mis correos. Conté cuatro saludos de cumpleaños, incluyendo uno de Paula en que anunciaba que me había dejado un mensaje en la contestadora. ¿Qué tal el nuevo departamento?, quería saber. Cerré el computador. Me asaltó la tentación absurda de llamar a la agencia, a mi ex asistente, para preguntar en qué iban los asuntos urgentes del día anterior. Bajé a la calle. No di con la conserje. Me dediqué a caminar en zigzag por el barrio. Subí hasta Lastarria. Bajé por Merced al Bellas Artes y luego me dirigí por el parque hacia la Fuente Alemana. Una de las pocas zonas con alma de la ciudad, pensé, que en otras áreas –los suburbios acomodados– me hacía pensar en un mal simulacro de Canadá. Manuel me había dicho que ese era otro síntoma de la crisis de los cuarenta: el departamento de soltero en un barrio «bohemio», una fantasía, por lo demás, propia de los publicistas y en especial de los creativos. «¿Qué vas a hacer ahora?», había preguntado ya con unas cuantas copas de sake en el cuerpo la noche anterior, «¿escribir poesía?». Caminé durante largo rato para despejar mi mente y también con el propósito de cansarme. Mi atención se había sintonizado por obra de ese extraño sueño (o lo que fuera) y en largos tramos solo parecí toparme con indigentes. Me pregunté si la plaza que había visto no sería el parque Forestal. Intenté reconocer en los senderos de gravilla el lugar correcto. Busqué entre esa gente sucia y desgreñada, que acumulaba montículos de bolsas de plástico y cada cierto tiempo me salía al encuentro para pedir unas monedas o pronunciar frases incoherentes, a una anciana que calzara pantuflas, pero no di con ella.
Salí a la Alameda y bajé hasta el centro. Contemplé la posibilidad de entrar a un cine para consumir un par de horas. Desistí. La inactividad me resultaba incómoda, pero me repetí que eso era lo correcto. Necesitaba ese cambio. Por más que hubiera sido desencadenado por Paula, por su decisión de dejarme y de divorciarse de mí, debía llevarlo hasta las últimas consecuencias, tal como había hecho dieciocho años antes, de pie en el borde del trampolín en casa de mis padres. Me detuve ante una agencia de viajes y contemplé los afiches deslavados de destinos caribeños. Me propuse marcharme en el plazo de un mes, una vez cumplida la audiencia en el Juzgado de Familia. De regreso a «mi» barrio entré a una fuente de soda. Pedí empanadas fritas y un schop. Volví al departamento antes de las ocho. En la contestadora se habían acumulado otros mensajes de felicitación. En los días anteriores había planeado vagamente salir esa noche a los bares cercanos, deambular en solitario para conocer gente, emborracharme un poco y exponerme a lo que me deparara el azar. Ahora, sin embargo, comenzaban a pesarme las expectativas cifradas en esa jornada, me inquietaba que los hechos más nimios pudieran proyectarse en incalculables consecuencias, lo que, en estricto rigor, era cierto de cada día. Decidí quedarme, resignado al insomnio que me iban a provocar las dos horas de siesta. Opté por no ver televisión ni abrir el computador ni escuchar música. Destapé una cerveza y me acomodé otra vez en el sillón gris del living y me quedé allí escuchando los sonidos del barrio, contemplando cómo la luz se iba extinguiendo e iba siendo reemplazada por el resplandor de los faroles, sin esperar ya más de ese día fundacional, el primero de la segunda mitad de mi vida.