I
Bienvenido mundo gay
Era un día normal sentado frente al computador, como cada tarde. Fotolog era mi vida.
Por ese entonces tenía cuenta gold, lo más cool en la escala farandulera de internet. Se pagaba por tener una foto personalizada en el título de la página (¡así valía la pena gastar el dinero!), te regalaban una cámara de oro que aparecía a un lado del nombre de la cuenta, podías tener más de cien comentarios en una misma publicación y el derecho divino de subir más de una foto diaria.
Era el paraíso terrenal.
Mi nombre de usuario no era el David Bien Bonito, ni Tx Davizitho Lais, sino que me llamaba David Porn Star. ¡¡¡PORN STAR, poh!!! Con suerte tenía trece años y me autodenominaba PORN STAR en la web, cuando ni siquiera había visto una porno en mi vida. Una que otra escena cochina sí, lo acepto, pero en el cable haciendo zapping y a duras penas saltaba una teta.
En la fauna del Fotolog pegar spam en las cuentas de otras personas era pan de cada día. Era la forma de subsistir en la jungla, de obtener más comentarios en las fotos y así creerte más grande que el mismo trasero de la Nicki. Por eso no era una tarea sencilla lograr que las seis fotos que te permitía la grandiosa cuenta gold se llenaran con doscientos comentarios, pero si lo hacías eras el más de lo más, no como yo, un wannabe.
Por patético que suene (o se lea, porque no me están escuchando, como en el canal), me tomaba tan en serio mi creciente popularidad, que me levantaba a las ocho de la mañana y me dormía pasadas las tres para poder llenar mis fotos de comentarios. Porque para ser una estrella debía esforzarme, y eso implicaba madrugar.
No pueden decir que soy poco empeñoso.
En unas de esas tardes de pegar spam (sobrevivencia, no era más que sobrevivencia) me llegó el comentario de un niño que me pedía el Messenger (MSN, para los más viejitos). Yo, de puro buena onda, se los daba a todos. Pero con pocos hablaba.
—Hola —me saludó apenas le di mi cuenta.
—Hola, ¿cómo estás? —no me interesaba ni un pelo cómo se encontrara, pero por cortesía pregunté igual.
—Bien ¿y tú? —obviamente, a él sí le importaba cómo estaba yo. Obvio, si soy el más porn star y sexy.
—Bien —y se quedó tranquilo por lo bien que estaba. Debe haber estado muy preocupado de alguien que conoció hace un par de segundos. En verdad, ni nos conocíamos aún.
(Como verán, nuestras conversaciones eran dignas de un Óscar a mejor guion.)
¿Por qué no hacemos un intento por evitar la típica conversación vacía y sin sentido que tenemos cuando conocemos a alguien nuevo? Amigo, amiga, si quieres jotear, te recomiendo empezar con algo más interesante que un simple «hola». Fome lo encuentro.
Recomendación: Deberían empezar de una con un «Hola, te agregué porque me gustan tus fotos, porque vi que te gusta el mismo libro que a mí y los Juan Dirección», o qué sé yo. Buscar algo que tengan en común, así tienes una respuesta asegurada. Con un «hola» es muy probable que te dejen el puro visto y adiós, futuro amor.
Las grandes palabras continuaron:
—¿Cómo te llamas? —(pregunta hueona, si mi nombre estaba en mi Fotolog, nick de Messenger, en todas partes, pues, por qué pregunta).
—David, ¿y tú? —(Pregunta doblemente hueona, si él también tenía su nombre puesto ahí).
—Justin Bieber, un placer —y antes de que salten a Twitter, Facebook o a cualquier red social en donde puedan echar el chisme a pata suelta, debo aclarar que no estaba hablando con Justin porque, de haber sido así, ahora estaría en algún país exótico y no escribiendo estas líneas. Pero por respeto a todos mis ex (en realidad, es para que no se sientan bacanes) no diré nombres.
Poquito a poquito empezamos a entablar conversaciones menos vacías. Digo menos vacías, porque tampoco eran conversaciones con mucho contenido sabiondo ni sobre los temas más relevantes de la Tierra. Supongo que no muchos discuten sobre la teoría de la relatividad por chat.
Yo prefiero la generación What’s good?
El Justin era buena onda. Me sacaba una que otra carcajada, me trataba bien y me hacía sentir cómodo, así que estaba claro como el agua que este loco quería algo más que ser mi amigo. Yo era cabro chico igual, inocente, pero avispado. Dejaba que me llamara todas las noches y que me mandara mensajes de texto (que en mis tiempos era de lo más tierno del mundo, porque gastabas cincuenta pesos por cada calentura). Hasta que un día, en uno de esos mensajes, se me declaró.

Un hombre, peludo y con aparato, se me declaró.
A mí, un pobre pendejo de trece años.
¡Yo le gustaba! Una mezcla de sentimientos se incrustó en mi pechito. Recuerdo que quería correr en círculos, pero no sé si de felicidad, miedo o porque la bacteria asesina había tocado mi puerta.
Me dijo la típica: «Eres lindo, simpático, distinto al resto, me gusta hablar ene contigo». Y para qué estamos con cosas, si yo también sentía mariposas cuando me hablaba o me mandaba mensajes, así que le respondí que sentía lo mismo, que también me pasaban cosas.
Sin saberlo, me estaba declarando a un niño. Y eso que ni siquiera tenía bien claro lo que sentía por él, ni por cualquier hombre, pero si de algo estaba seguro era de que me había tratado mejor que ninguna mujer. Y en vez de ser yo el príncipe azul y tener que esforzarme, eso tenía que hacerlo él. Y se sentía bien.
En eso de la declaración cliché, el Justin quedó flechado y más emocionado que Taylor Swift con pololo nuevo. Me pidió que fuéramos novios.
Novios, poh. Al tipo recién le había dicho que igual sentía cositas por él y prácticamente ya quería que nos casáramos. Se supone que a mí me gustaban las niñas, no los niños. Era un pequeño bebo, virginal y santurrón. Hasta iba a la iglesia. ¿Cómo diablos iba a estar de novio con otro humano con pilín? Eso era pecado. Me iría al infierno.
Pero como la tentación y el bichito dentro que me decía «quiero probar» fueron más fuertes, dije que sí igual.
Si Eva mordió la manzana, cómo no nosotros.
Le dije que sí, aunque no lo conocía en persona. Ni idea en qué trance astral estaba entonces, pero tenía que aprovechar el momento y vivir mi juventús. Probar para poder opinar con propiedad. Me arriesgué, ¿y qué?
Estaba pololeando oficialmente con un hombre.
Me guardé el secreto. Nadie podía saberlo, por lo menos nadie que me conociera en persona. Debía contárselo a El Muertito, mi amigo gay.
Apenas se lo dije explotó haciéndome las típicas preguntas de amiga copuchenta: «¿Y cómo es, de dónde es, cómo lo conociste, ya se dieron un beso? ¿LA TIENE GRANDE?». ¡Qué me importaba si la tenía grande! Era un cabro chico, no pensaba en esas cosas.
Bueno, igual El Muertito me llevaba hartos años más. Supongo que para él esos temas eran más importantes. Aparte, tampoco podía saberlo, si al tipo no le conocía ni el rostro. Y por esos tiempos mandarse fotos cochinas no estaba de moda.
(Como sea, acá no estamos para hablar de cosas cochinas. Supongo que la mayoría de los que están leyendo esto son menores de edad. Después haré un libro +18 para contarles todas las cosas sucias que sé, que, obvio, me contaron, no es que las haya vivido.) Muy pronto, Cincuenta sombras de David.
Dos semanas llevábamos juntos.
Las cosas marchaban bien, mi vida seguía prácticamente igual, pero con la diferencia de que contaba con un macho que me hacía sentir a gusto, a salvo. Fui toda una princesa rescatada por su príncipe después de haber sido atrapada en el castillo con los monstruos más feos. Pero de pronto esos perfectos días se nublaron, en medio de unas cursis conversaciones de chat.
Mientras le gritaba a mi madre que colgara el teléfono —porque entonces la velocidad de internet dependía de la línea telefónica—, al imbécil se le ocurrió la brillante idea de invitarme a salir. Quería conocerme.
¡¿Para quéeeeeeee?! Si las cosas iban tan bien y yo podía vivir con una relación casi de mentira. ¿Por qué él no? ¿Era necesario conocerlo, mirarlo, abrazarlo, besarlo? Besar a un hombre, IUGH.
Mi precioso castillo de ensueño se vino abajo más rápido que con el terremoto de Chile del 27/F. Ya, que exagerado, lo reconozco. Justin solo quería conocer a su princesa (o sea yo), aunque en perspectiva yo vendría siendo algo así como la princesa a caballo.
En fin, le respondí que sí, que yo también quería conocerlo, aunque era mentira: no tenía ni el más mínimo interés en verlo. Puede que haya sido miedo; quizá ni siquiera era el de las fotos y me podía raptar, matar o convertirme en sapo… y como odio a esas húmedas criaturas rastreras.
Quedamos en juntarnos un jueves a las 16:00 en el Metro Parque O’Higgins.
Cuando llegó el día no supe qué hacer. Pasé por los típicos issues que sufren las personas en sus primeras citas, comenzando por “¿QUÉ CHINGA TU MADRE ME PONGO?”. Fui al clóset y saqué una a una las millones de poleras y camisas que tenía, las arropé en el suelo y elegí una roja con estrellas plateadas.
Sin duda, la más fea.
Me miré al espejo, me arreglé un poco el pelo y recordé un gran detalle. «¿Qué mentira le invento a mi madre?».
Contarle la verdad estaba descartado de plano. No iba a llegar y decirle: «Mamá, soy gay (riámonos juntos) y ahora mismo voy a conocer a mi primer novio, que, por cierto, conocí en internet y que nunca antes en la vida he visto».
De primera se moriría, reviviría como Cristo al tercer día y luego llamaría a los carabineros para que se llevaran preso al Justin Bieber por degenerado. Ahí el único muerto hubiera sido yo, pero de pura vergüenza.
Pensé y pensé más que la Feña en su blog y no encontré nada más original que decirle que me juntaría con una amiga, que iríamos al mall a comer o a ver alguna película. Total, con lo chanchas que éramos, sería sencillo de creer.
No objetó ni agregó nada y corrí a llamar a mi amiga, esperé a que el teléfono sonara un par de veces hasta que respondió tras la línea:
—¿Aló?
— Hueona, por cualquier cosa, si te llaman, voy a salir contigo. Estoy contigo, estoy en el baño muy ocupado y por eso no puedo contestar.
—¿David?
—No preguntes, prometo que te contaré todo. Si te llaman, solo di que estábamos juntos pasándolo bomba hasta que me dio diarrea y que por eso no puedo contestar. Chao.
El día pasó y mi madre no llamó, pero, regla número uno en la vida de un mentiroso, siempre hay que prevenir para que no pillen tu mentira.
A eso de las 15:30 partí a mi encuentro, casi con peinadito de lengüetazo de vaca.
Con cada paso que daba, mi corazón se aceleraba, golpeaba uno, dos y tres, y seguro que de los puros nervios explotaba.
Tenía miedo, también un poco de felicidad, pero cualquier otro sentimiento positivo era consumido en un chasquido de dedos. Cuando quedaban unas cuantas cuadras no pude seguir. La sola idea de imaginarlo parado frente a la boletería me petrificó, me dejó anclado al suelo.
Estuve así unos diez minutos, parado en la calle, con la incertidumbre a flor de piel, sin saber si seguir mi rumbo y verlo, o salir corriendo de vuelta a un lugar tan seguro como mi casa.
Me armé de valor, tragué saliva y di un paso. Aunque fue en falso, pues no hice más que apretar cachete y rajar.
Como mi mamá no se había movido de la casa y las ganas de relatar mi llegada temprano eran nulas, me quedé fuera. Casi sacando chispas, tomé el ascensor y me fui a esconder al último piso del edificio, donde nunca había nadie. Me tiré al frío suelo y me quedé inmóvil en posición fetal, pensando en todo lo que no había pasado.
Horas después desperté con los mocos congelados. Me pregunté cómo chucha era posible que me quedara dormido en un lugar tan vacío, duro y frío. Bajé a mi casa y entré como si nada. Le dije a mi mamá que la había pasado muy bien, que nos habíamos tomado un helado y otras cosas que no recuerdo.
Qué feo fue mentirle, pero era eso o esperar a que se muriera de un ataque.
Pero, como siempre ocurre, la justicia llega, igualito que la hora de la verdad.
Encendí el computador, abrí Messenger y me extrañó ver que no tenía ni un mísero mensaje. Fruncí el entrecejo y me dije: «Dios, quizás él tampoco fue, así que no me quiere hablar y terminamos, todo bien». Me puse a jugar Pokémon (sí, yo era de esos freaks que son hombres, pero que igual eligen la mina) y unas horas más tarde veo la ventana de Messenger parpadear. ERA ÉÉÉÉEÉL.
—Te esperé hasta las siete y nunca apareciste. La verdad no sé qué decir, me da mucha pena —qué tierno, me esperó casi cuatro horas y yo (la princesa) no aparecí por un ataque de pánico. Quizá de verdad me quería, pero aun así, nada me quitaba de la mente la posibilidad de que Justin fuera algún psicópata que solo esperaba arrebatarme mi flor.
—Yo también fui y te esperé, estuve media hora y no te vi, me enojé y me fui, perdón por hacerte esperar. Creí que me habías dejado plantado —soy un maldito mentiroso. Me hice el enojado y, además, una pobre víctima.
Él se sentía mal porque no lo vi poh, cachai. Más encima ese Metro es enano. Es imposible que no lo haya visto, pero igual me creyó o hizo como que sí.
—Bueno, lo siento, quizá debí haberte dicho algún lugar en específico donde juntarnos, tendrá que ser para la otra —bien, me creyó, pensé, pero dijo para la otra, eso significaba que igual tendría que pasar por esto otra vez, mierda.
¿POR QUÉ MI VIDA TENÍA QUE SER TAN DIFÍCIL?
Al final quedamos de juntarnos al siguiente sábado, pero esta vez de verdad. Si no nos veíamos, él creería que esto no iba a funcionar.
Sábado. Tres de la tarde. Mismo plan.
Llamé a mi amiga para que me cubriera. Empecé mi viaje nuevamente hacia el Metro. La mezcla de sentimientos se arremolinó, se me apretó la guata y volvió esa misma parálisis enferma que no me dejó seguir caminando.
No sé cómo describirlo.
Los nervios me dejaban completamente inmóvil, congelado. Casi, casi me costaba respirar (igual suena un poco coloriento, pero les juro que fue así).
Comencé a tener una lucha mental y pensé: «Ya, David, lo más brígido que te puede pasar es que sea un viejo de cincuenta que te quiera violar y raptar». Una cosa piola.
(Son bacanes los riesgos, pero no recomiendo —para nada— esto a las personas que me están leyendo. Uno nunca sabe. Mejor estar cien por ciento seguro de que no es alguien haciéndose pasar por otro.)

Total, si el tipo era feo, podía aguantarlo un rato. Después le podía decir que no sentí lo mismo y rematarlo con el no eres tú, soy yo.
Pasaron por mi mente un sinfín de situaciones que quizá podrían sucederme por juntarme con alguien que no conocía. Pero las deseché todas.
«No puedo dejarlo plantado otra vez, me esperó como ochenta horas el otro día», pensé. Caminé las últimas cuadras para llegar y ahí estaba. Era exactamente el mino de las fotos: alto, 1,80 más o menos, peinado emo (un poco más corto, tal vez), pelo claro y ojos casi azules. Me llamó la atención su rostro. Igual aparentaba más de los dieciséis años que me había dicho que tenía (más encima me gustaban viejos, yo tenía trece), pero no puedo decir que era feo. Estaba vestido con una polera verde y unos jeans apretados azules, zapatillas anchas DC de las que se usaban en esos tiempos, apoyado en la pared con un peluche en las manos.

Yo estaba en estado de shock, un poco.
Me entregó el peluche con sus manos Lubriderm, lo acepté y menos mal que actué sin mis instintos a flor de piel. Me comporté, debo decirlo. Nos acercamos y sentí su peculiar aroma. Sonreí tímidamente y le agradecí su peludo gesto.
En su rostro se reflejó la decepción. Lo noté sobre todo por esos ojitos bonitos que se apagaban. Lo acepté frío y distante, porque con un gesto así cualquiera esperaría un salto y una declaración: «Aaah, te amo, hazme tuya, te doy mi flor».
Pero no poh, igual hay que hacerse la difícil.
—¿Te gustó el osito?, no sabía si era de tu gusto, pero pensé que sería un gesto tierno —la sangre se me subió a la cara, miré de reojo a las personas que entraban y salían de las escaleras del Metro, y asentí con la cabeza olvidando que era un homo sapiens.
El abrazo fue casi más acalorado que lo que me producía el oso entre mis manos.
Caminamos hacia el parque, mientras escuchábamos a lo lejos los gritos de Fantasilandia, y nos apoyamos en un árbol bien grueso, extremadamente a la vista de los demás. Me tomó la mano y me la acarició. Ese gesto me erizó los pelos de la nuca, pero más por preocupación que por amor.
La idea de que algún proyecto de nazi saliera en busca de la presa marica del día me aterró. Dos hombres, o más bien niños, abrazados, no tiene por ni un lado un tinte negativo, pero con lo cerrado que era (o es) este país, era mejor prevenir que lamentar.
Minuto de sinceridad: Si yo ahora viera a dos niños abrazados y a uno de ellos con un peluche, hasta yo mismo los molestaría por gays.
Después de media hora nuestras piernas ya estaban acalambradas. Guardé el peluche en la mochila (para no levantar sospechas entre los transeúntes) y caminamos a paso lento mientras hojas marrones caían desde las copas de los árboles. La temperatura era ideal. Era uno de esos días en que no hace ni frío ni calor; solo sopla un poco de viento despeinado.
Clavado en mí, solo faltaba que sonara I Will Always Love You, de la Whitney de fondo, para completar el escenario de una película romántica perfecta.
Guardé silencio y luego le pregunté qué pensaba (bien metiche uno, desde la cita uno).
—¿Que qué pienso? —si me decía que nada habría terminado con él en ese preciso segundo —.Que desde la primera foto que vi de ti supe que eras a quien quería tener a mi lado.
¿Han visto en los monos chinos (animé, en realidad son japoneses) cuando a los personajes les saltan litros de sangre de las narices? Bueno, así me puse, o peor.
¿Cómo puedes responder ante semejante ternura? Tragué saliva y le respondí:
—No me digas esas cosas, que me las creo —mirada kawaii al suelo—; tú siempre me caíste bien, simpático en todo sentido.
¡Boom! Justin declarándome su amor y yo diciendo que me caía bien.
Bien perra, como diría la santa Sara, bien orgullosa que estaba.
Por suerte no se escuchó el sonido de su corazón al resquebrajarse, como me hubiera pasado si hubiera sido a la inversa.
Dimos unos pasitos tomados de la mano.
Obviamente, entré en alerta preventiva: mejor estar preparado y pensar en cualquier problema antes que la Onemi.
Mi mente iba pasando por distintas etapas…
Etapa 1: ¡Me van a matar los nazis!
Etapa 2: Qué suavecitas son las manos de Lubriderm.
Etapa 3: Calor que sube y baja (como una bolita) por el cuerpo hasta el corazoncito.
Etapa 4: Apretar sus manos con amor y seguir caminando.
Etapa 5: Mis manos sudadas matapasiones.
Etapa 6: Mejor suelta la mano y grita que te están violando.
Claramente no lo hice. Me senté a su lado en el pasto, esperando que los nervios olvidaran a mi cuerpo o que mi cuerpo olvidara a los nervios.
—Me alegra tanto poder conocerte —me miró tan románticamente que por poco vi unas llamas bailar en sus iris.
—Sigo algo nervioso —dije en un ataque de sinceridad—, jamás pensé que esto pasaría.
—¿Pasar qué? —en flashbacks, vi al David de cinco años llorando porque no quería jugar a la pelota, saltando de un lado a otro en el kínder, imaginando tirar llamaradas de fuego al puro estilo de Sailor Marte, reprimiendo sus verdaderas intenciones cuando tenía que elegir cómo vestirse.
—No sé, sentir cosas por un niño, es nuevo para mí —de primera no comprendió. En su modelo de vida no tenía que cuestionarse a quién le gustaba; él solo tenía sentimientos por otro humano, y claramente así lo sabía su familia, una que no era como la mía—. Es extraño.
—Jamás será extraño querer a alguien —sus palabras tenían sentido, pero en su realidad era sencillo decirlo.
—Pero... —entonces me frenó, inclinó su cabeza hacia atrás y sonrió con su sonrisa de dos metros.
—Y aunque así fuera, ser extraño no tiene nada de malo.
—Las personas…
—David —la tensión era más fuerte que las eliminaciones de RuPaul’s Drag Race—, a veces el amor es más grande de lo que pueda decir la gente.
Ay, qué hombre más tierno y asertivo. Yo, enlistando todos los contras que nos podría traer estar juntos, y él muy diciéndome que el amor todo lo puede.
El chico estaba enamorado.
Al llegar el momento de toda teleserie de Televisa, ese en el que los espectadores esperan a que la ciega recobre la vista, Justin se me acercó más de lo permitido por la ley de los abogados, la ley de la Iglesia o la ley de la selva.
Por cada milímetro que se aproximaba, cerraba los ojos un poco. En cambio, yo, traumatizado, me preparaba con mis pepas abiertas. A mil por hora es poco para la revolución de mi pecho. Ese calor que desprendía me tenía loco, hasta sediento.
Finalmente, sus labios estaban anclados a los míos: escena romántica, con día lindo en el parque y sonando mentalmente I Will Always Love You por vez segunda.
De pronto, un momento perfecto fue arruinado por una mala idea.
Abrió la boca y, por seguirlo, la abrí también. Su lengua caliente y húmeda (mil IUGH) se resbaló por mi garganta. Justin no besaba nada mal, pero ocurrió lo impensado.
Se me ocurrió respirar.
Automáticamente la canción de fondo pasó de ser la de Whitney a Ataque de caca, de Los Mox. Ese olor entre a mierda y pescado no se me salió ni con desinfectante ni con dos botellas de cloro ropa color.
¿Dónde estaba ese dulce beso del príncipe azul? Estaba listo para despertar de una vida dormida como Blancanieves, pero más parecía que me había tragado la misma manzana podrida.
Con ese tufo más de dragón que de rey, intenté esquivar cada beso. Terminé la cita de la forma más rápida posible y nos fuimos a solo unas horas de habernos juntado.
—¿Nos vemos luego? —ahora de pie, intenté ver si se había tragado alguna cabeza de pescado, pero nada. Le miré los zapatos esperando que hubiera pisado caca, pero tampoco encontré lo que buscaba.
—Claro —Justin Mal Aliento intentó darme un último beso en la boca, pero le puse la mejilla—. Esperaré ansioso —ansioso estaba, pero de que se comprara alguna pastillita de menta o un enjuague bucal.
Una vez en el andén, cada uno tomó una dirección distinta. No sé si aturdido por el desborde del Mapocho o por mi primer acercamiento cola, me fui consumido en mis pensamientos.

¿Por qué lo hice?
Yo no soy gay.
¿Qué pensarían mis amigos y mi familia si vieran lo que acabo de hacer? La Iglesia de seguro desterraría a mi madre de la misa, me condenaría a la guillotina como en Francia o me quemarían en la hoguera, como a las brujas de Salem.
Diosito, te juro que nunca más lo hago. Mi cuerpo solo reacciona a los estímulos, era solo una probadita.
En casa me tiré en la cama, saqué el peluche de la mochila y repasé lo mal que creí haber actuado mientras lo abrazaba. Escuché a mi hermano revoloteando en su pieza junto a un par de amigos, tiré al pobre peluche al suelo y luego lo guardé en el clóset mientras, sin saberlo, también me guardaba a mí.
Me sequé unas lágrimas e hice lo que creí correcto. Abrí el chat y escribí:
Justin Bieber, gracias por dedicarme tus canciones, fue un día increíble el de hoy. Es probable que lo recuerde por siempre y lo escriba en un libro si me llego a hacer famoso.
Así nos aseguramos de que nunca lo olvide.
Eres un tierno, una espectacular persona que no se merece que jueguen con ella, y, aunque me duela, yo lo hice, un poco. Soy pequeño, quizá mucho para ti, y no estoy seguro de que quiera esto para mi vida, pues pensar en un compañero hombre (tú o cualquier otro) me aterra de una forma que no tienes idea.
Debo averiguar qué siento antes de involucrarme con alguien.
No eres tú, soy yo. Y lo digo muy en serio.
Quizá en otra oportunidad, cuando no me tema a mí mismo, podríamos estar juntos.
Te deseo lo mejor.
Besos. (Aunque, antes, asegúrate de ir a la farmacia por un enjuague bucal.)
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