15

LAS MANOS ATADAS

 

 

 

 

Faruq cuelga el teléfono por enésima vez hoy, sin ninguna gana de disimular el monumental cabreo que tiene encima. Ninguno de sus secuaces, sentados por el cafetín con cara de circunstancia, se acercaría por nada del mundo a su jefe con un problema entre manos. Ninguno salvo el Tripas, su fiel lugarteniente, que, ciertamente, no tiene más remedio…

Ttfu… Jjzit… Otro cargamento que se pierde, Tripas. Joder, ¡el tercero en lo que va de mes! Uld qahba… He tenido que prometer otra entrega esta noche, rebajada por el retraso. La pasta que estoy perdiendo con esta mierda… Y encima hemos perdido al Indio…

—Pues… tengo otra mala noticia, Faruq.

Faruq sonríe, sarcástico, molesto, y le hace un gesto para que prosiga.

—Morey. Ha vuelto a la comisaría. —A veces el Tripas preferiría que Faruq reaccionase con ira, en lugar de con la extraña calma que muestra ahora mismo. Así que, por romper el silencio, prosigue—: Si quieres, busco a una docena de tíos y le quitamos las ganas de volver a entrar en el barrio.

Pero el comentario parece haber molestado a Faruq mucho más que cualquier otro.

—Pero, ¿quién os creéis que es? ¿Es que para eso hacen falta doce tíos?

Otro de sus matones se acerca, ignorante de la situación.

—Faruq, acaban de atracar a Khaled y a tu hermana. Unos tíos con cascos de moto… No sabemos quién ha sido.

Es lo último que dice antes de que el puño de su jefe impacte contra su cara.

 

* * *

 

No sabe muy bien por qué, a López no le extraña en absoluto ver a Fran bajando las escaleras de la nave del CNI en compañía de Morey. Un guiño, un toque en el hombro y no necesitan más. López y Fran no hablan mucho, pero ambos se aprecian: son los únicos tipos aparentemente «normales» en la sala, de los que disfrutarían de un bocadillo viendo un partido de fútbol, no como Morey y Serra, que no pueden hacer otra cosa que pensar en salvar el mundo mientras les crece una úlcera…

—Lillo nos ha dicho que Khaled también tenía un maletín, pero no pudo llevárselo, les sacó una pistola —informa Fran.

—Joder. ¿Habéis atracado a Khaled? Os estáis poniendo creativos, ¿no? —se asombra López, enfatizándolo con un silbido.

—Por lo menos tenemos su teléfono. Dinos qué hay en él —ordena Morey, centrado.

—Veamos… —López abre varios terminales y va cotejando datos—. Estas son las llamadas que Khaled hizo tras la reunión con Marwan. No conocemos el destinatario, pero son locales. Aparentemente, no hay relación con los rusos.

—¿Y en llamadas entrantes?

López introduce algunos comandos más, y un número se muestra en pantalla. Al pinchar sobre él, lanza otro silbido admirativo: investigado por UDYCO.

—Unidad de Drogas y Crimen Organizado. Puede que sí sea de los rusos. No atendió la llamada.

—¿Has acabado? —pregunta Fran—. Pues dame el móvil, que me largo. —Morey acompaña a Fran a la salida, y este le introduce algo en el bolsillo—. El móvil de Fátima. Por si quieres investigarlo, claro.

Morey agradece el gesto de su amigo con una palmada en la espalda y vuelve con López.

—Hablaré con la UDYCO y, cuando sepa algo más, te cuento —confirma López.

—¿Sabes qué tal se han tomado arriba que haya vuelto a la comisaría?

—Por lo que me dice Serra, a alguno no le ha hecho mucha gracia. Piensan que eres un dolor de cabeza…

 

* * *

 

Si Khaled está seguro de una cosa es que no le gustan los narcotraficantes. No solo hay algo indigno en su profesión, que destruye el tejido social y el futuro de tantas personas al colocar en el centro de sus vidas a la propia sustancia en vez de a la religión, sino que, además, los narcotraficantes son gente inculta, innoble, y a la que el dinero es lo único que importa. «Matar por dinero —se plantea Khaled—. ¿Puede haber una manera más directa y denigrante de acceder a infierno?». Si comercia con ellos es porque los necesita para un bien mayor. El bien supremo de cumplir la voluntad de Dios.

Pensando en todo esto, Khaled conduce hasta el centro del descampado, donde le espera otro vehículo. Coloca su coche en paralelo para hablar por la ventanilla, sin apearse. Cuanto menos se acerque a su interlocutor, mejor. Se llama Lamela, es gallego y quiere importar a Ceuta no solo gran parte de la cocaína que trae desde el norte de España, sino algunas de las «formas» más brutales de los narcos de allá. Pero Khaled no es de los que se dejan intimidar.

—Han estado a punto de robarme. ¿Sabes tú algo?

—Cómo se nota que eres moro. Sería la primera vez que un gallego contesta directamente a algo. ¿Yo qué voy a saber?

A pesar de la desconfianza que le inspira, Khaled le pasa el maletín con el dinero.

—¿La gente de Aleksei, quizá? ¿Para quedarse con el dinero y los explosivos? —insiste Khaled.

—Podría ser. O no.

Frustrado, Khaled continúa:

—¿Cómo has quedado con ellos? No me des otra evasiva.

—A las cinco, en un polígono de Tánger.

—Cuando tengas que ponerte en contacto conmigo, usa este teléfono, es una línea encriptada. Aunque lo pinchen, no podrán saber lo que hablamos.

—Conmigo no hay ese problema. Aunque escuchen todo lo que diga, nunca sabrán si voy a hacer una cosa o voy a hacer otra —contesta Lamela con socarronería.

Khaled le ataja:

—Me da lo mismo quién seas y de dónde seas, pero conmigo hay dos normas claras. Primera: no se te ocurra engañarme. Segunda: no se te ocurra engañarme.

 

* * *

 

—Ya tengo los resultados de la UDYCO, Morey —anuncia López—. Menos mal que estos tipos son rápidos. Y te va a encantar lo que tienen para nosotros. —Morey y Fran se sientan al lado de su compañero—. El tío que llamó a Khaled es un narco gallego, un tal Lamela. Llamaba desde Ceuta —explica López mientras les pasa varias fotos para que puedan memorizarlas—. Trabaja a lo grande, metía coca en las rías hasta que se dio cuenta de que la UDYCO le pisaba los talones y desapareció. Reaparece ahora en Ceuta. Pero insisto: lo suyo es la cocaína, no el hachís, así que los compañeros piensan que puede estar creando su propia red aquí.

—Para eso le estorban Faruq y Aníbal. Seguramente es él el responsable del tiroteo del cafetín. Y de la muerte de mamá Tere. Este tío solo viene a joder… —apunta Fran.

—Y tanto. Además, ayer llamó a Tánger, a un ruso conocido por la Interpol. El hombre de Serkin en Marruecos.

—Bingo —susurra Morey—. Ya sabemos quién ha hecho el encargo de los explosivos en nombre de Khaled.

Un aviso salta en el ordenador. López resopla.

—Malas noticias. El micro en la casa de Khaled está muerto.

Morey chasquea la lengua fastidiado.

—¿Lo han encontrado? —pregunta Fran.

—Lo pueden haber encontrado… —aventura López—. O puede que nuestros amigos los franceses lo hayan desconectado a distancia.

—Joder, con todo lo que podríamos haber averiguado… —se queja Morey—. Tendremos que investigar al estilo tradicional. Fran…

—Te lo digo desde ya: ese hijo de puta de Lamela es mío. No quiero otro jugador en mi territorio. Ya me basto con Aníbal y Faruq. Y es precisamente a este último al que temo. Ha perdido un envío y no es de los que se queda de brazos cruzados. Puede estar preparando algo. Iré a verle también.

—No —le ataja Morey—, iré yo.

—¿Estás loco? Mataste a su hermano.

—Por eso. No quiero que piense que me escondo.

 

* * *

 

Por si no tuviese suficientes problemas, a Faruq, que está dentro del cafetín tratando de tomar una decisión sobre su siguiente movimiento, empiezan a llegarle del exterior los gritos de sus hombres interpelando a alguien. Esto lo pone sobre alerta, normalmente los problemas se resuelven en silencio, como mucho con el ruido insignificante que unos puños americanos pueden hacer sobre estómago, pecho y rostro. Cuando se asoma por la puerta para ver qué ocurre, se asombra aún más. Una andanada de rabia, adrenalina y mala hostia le sube por el cuello al ver a Morey.

—¡Vete de aquí! ¿A qué coño vienes, hijo de puta? ¿Cómo tienes el valor de aparecer por aquí?

Los gritos son de sus hombres, que, no obstante, no se atreven a tocarle. Son tipos duros, respetados, de los que se harían los amos de cualquier cárcel solo con poner un pie en ella, pero no se atreven a tocar a Morey. No solo por ser inspector de policía (que es lo de menos), sino por cómo este mantiene el tipo y la mirada entre tantos hombres, en una situación potencialmente letal. A Faruq no le impresiona. Pero algo raro hay en su visita, sí. Y como suele pensar, los negocios van antes que la venganza. Luego ya se verá. Así que Faruq hace un gesto a sus hombres, quienes inmediatamente se apartan y dejan entrar al policía.

Se sientan en la oscuridad del café. Se miden unos instantes en silencio. Es Faruq quien lo rompe.

—Le ha echado cojones.

—No me arrepiento de lo que hice.

Faruq ahoga una risa y Morey le aguanta la mirada. Si no estuviesen a distintos lados de la ley, podrían llegar a respetarse.

—Mató usted a mi hermano. No voy a dejar que mis hombres le toquen, que es lo que les gustaría, y, personalmente, a mí también. Pero no abuse. Mi hermano es ahora un héroe en el barrio. Hay tiendas donde no quieren cobrar un euro a mi madre por nada de lo que compra.

—¿Y qué es Abdú para ti? ¿Y para tu familia?

Faruq hace una pausa antes de continuar.

—Abdú fue débil. Estúpido, crédulo. Se dejó engañar, meter historias en la cabeza… Pero aunque sea así, usted solo nos trae malos recuerdos. ¿Por qué ha vuelto? ¿Es que no hay más destinos en la policía que el Príncipe?

Morey le mira fijamente.

—No soy de los que se rinden.

Dando la conversación por finalizada, Morey se levanta y se dirige hacia la salida. Un momento antes, se vuelve.

—Me alegro de verte, Faruq.

—Yo no.

Y cuando Morey ha salido del cafetín, una incómoda pregunta se instala en la mente del traficante. Cuando ha dicho «No soy de los que se rinden»…, ¿hablaba de Fátima?

 

* * *

 

Mientras conduce de vuelta a su apartamento, Morey recibe una llamada de López.

—Hemos averiguado que Lamela vive en una urbanización en Ceuta. Parece ser que también tiene una nave alquilada en Tánger y que ayer estuvo allí. Parece suficiente como para ir mirar.

—Es un buen escondite, tanto para la droga como para los explosivos. ¿Tenemos a algún hombre en la zona?

—Un tal Hidalgo.

Morey arruga el ceño al oír el nombre. Es la mujer que se cargó a Bashir.

—No le conozco. Que vaya, nos encontraremos allí.

Morey cuelga, revoluciona el coche y llama a Fran.

 

* * *

 

Ya juntos en el mismo coche, Morey y Fran se encuentran frente a la entrada del local de Lamela, aparentemente vulgar en su construcción, pero bien tapiado y con dos tipos montando guardia dentro de un coche a la puerta.

—¿Qué? —aventura Fran, jocoso—. ¿Les hacemos unas preguntas a esos dos?

—Yo entraré sin preguntar. Tú me tapas.

—Si no fuera porque ya no estoy para saltar tapias…

Fran se resigna y coge su tapadera: un mapa de la ciudad. Da unos minutos para que Morey se aleje y sale del coche para acercarse al otro vehículo. Uno de los hombres que montan guardia dentro es Alejandro, el ambicioso pero inexperto hijo de Lamela. Es quien está al volante. Fran echa mano de uno de sus viejos «personajes», el turista despistado, y toca en la ventanilla del conductor con una gran sonrisa en la boca.

—Perdonad, chicos. Es que me han dicho que por aquí hay una parada de autobús. Pero no soy capaz de encontrarla. Lo mismito me pasa con mi exmujer, ja, ja, ja.

—Piérdete. Ni puta idea. No soy de aquí.

Fran se fija en el otro hombre, que es más bien un muchacho. Es un tipo peculiar y difícil de olvidar, especialmente en el norte de África: un pelirrojo de piel blanca, con los dedos cargados de anillos.

—¿Y tú? ¿Tampoco eres de aquí? —insiste Fran.

—Que te largues y nos dejes en paz.

Fran sonríe una vez más y extiende el mapa sobre el parabrisas, con lo que les quita la visión.

—A ver, chicos… Una ayudita nada más. Y así sí que os dejo en paz. ¿Dónde estamos ahora?

Alejandro solo tiene dos opciones. O salir del coche y echar al desconocido a patadas, o responderle. Y para lo primero, siempre le falta arranque (su padre se lo dice con frecuencia). Tampoco quiere llamar la atención. Así que cede:

—Hay que joderse… A ver… Yo creo que estamos aproximadamente por aquí…

Unos metros más adelante, Morey aprovecha la distracción para saltar la tapia. Ya dentro, a resguardo de las miradas, pero sabiendo que puede ser sorprendido en cualquier momento, fuerza una cerradura aparentemente sencilla. Demasiado. Tras comprobar que nadie le ha visto, Morey inspecciona el local, como esperaba, parece vacío: polvo, unos sacos de cemento y unos cuantos muebles antiguos medio tapados por una lona. Como debe ser cuando no se quiere llamar la atención.

Es entonces cuando ve, tras los muebles, una puerta muy diferente a la anterior: blindada, con tres candados y cerradura de seguridad. Morey saca su ganzúa electrónica. No será difícil… pero va a llevarle tiempo.

Afuera, Fran no puede entretener más a los dos jóvenes sin levantar sospechas. Con una sonrisa cómplice, desaparece de su vista y se esconde tras una esquina, preguntándose por qué demonios Morey tarda tanto. Y más cuando ve al pelirrojo salir del coche y dirigirse al local.

En el interior, Morey acaba de conseguir abrir la última cerradura. Como imaginaba, en una pequeña sala prácticamente hermética hay grandes fardos de droga y algo que le interesa mucho más. Paquetes pequeños, blandos, sellados con precinto y de un tacto similar al de un taco de plastilina. Aunque Morey se imagina lo que es, abre uno de ellos para confirmar sus sospechas: explosivo, concretamente, C-4.

Está a punto de colocar un localizador cuando se da cuenta de que alguien entra en el recinto. Rápidamente, se oculta tras la puerta, saca su arma y observa por la rendija. Afortunadamente, el pelirrojo solo ha entrado en el baño. Morey aprovecha para volver a cerrar los candados y salir corriendo de allí.

Lo que no sabe es que, fuera, Fran ha tenido que amartillar su arma. La razón es que Alejandro también ha salido del coche a estirar las piernas y echar un cigarro, y se ha situado exactamente donde Morey entró en el almacén. Fran teme que también salga por ahí y todo se vaya al traste, por lo que tiene una mano sobre el arma, preparado para situarse tras ella como escudo si la situación lo requiere.

En ese momento, Morey salta por la tapia y cae de pie justo detrás de Alejandro, que se vuelve sorprendido.

Morey sabe que algo ha ido mal tan pronto ve al joven. No es rival para él, puesto que en menos de cinco segundos podría reducirle, pero eso reventaría su tapadera. Sin embargo, el momento de extrañeza en que ambos se miran mutuamente está durando demasiado. Alejandro está a punto de preguntar cuando una voz de mujer irrumpe en escena.

—Ya te vale. Quedamos hace tres cuartos de hora y te presentas ahora. Venga, vamos.

Fran solo sabe que una hermosa mujer acaba de besar a Morey, le ha cogido de la mano y ha cruzado con él al otro lado de la calle. Alejandro, por su parte, ha perdido el interés por la escena, y se alegra de no tener que enfrentarse, siquiera verbalmente, a un tipo tan grande. Es en momentos como este cuando recuerda esas palabras de su padre: le falta arranque.

Tan pronto como Morey y la mujer entran en el coche de Fran, este hace lo mismo y todos salen del barrio lo antes posible.

—Fran, Hidalgo. Hidalgo, Fran —presenta Morey—. Fran es policía, pero está al tanto de todo.

—Ni lo estoy, ni quiero estarlo. Y creí que Hidalgo sería un tío.

—Eso pensó mi padre —responde ella—, hasta que vio la primera ecografía. Mala suerte para él y para ti.

—En fin —resopla Fran, aún tenso—. ¿Qué había dentro?

—C-4. Ciclonita. Dos veces más potente que la dinamita. Le he puesto un localizador. Hidalgo, como seguirás por aquí… Mantenme al tanto.

Morey saca el móvil y llama a su supervisor, pero pone el manos libres.

—Serra, estoy con Fran e Hidalgo. Comprobado. Lamela tiene el explosivo.

—Compra lotería, Javi. Es tu día de suerte —responde Serra sardónico.

—Vale, ya tenéis el explosivo —corta Fran—. ¿Podemos ir a por Khaled, Lamela y quien haga falta y acabar con esta pesadilla?

—Te echaba de menos, Fran. Pero no. Hay que llegar hasta el final.

—¿Ese final cuál es? ¿Qué os pongan una medallita?

—No, Fran —el tono de Serra se crispa—. El final es desmantelar Akrab completamente, sin dejar los cimientos. Averiguar los planes exactos de Khaled y, hasta que no sepamos qué quieren hacer con el explosivo, dejarlos tranquilos y observarlos. Que se crean los reyes del mambo.

—A vosotros solo os preocupan los muertos del Estrecho para arriba —sentencia Fran.

—Coño con el poli —replica Serra cortante—. No vamos a dejar que usen los explosivos. Pero tenemos que saber qué quieren hacer con ellos. Salgo para allá.

 

* * *

 

No han pasado muchas horas cuando, de nuevo en la comisaría, Fran se enfrenta a Morey.

—No llevas aquí ni tres días y ya ando peleándome de nuevo con mis hombres —clama Fran—. En qué momento me volvería a meter en este fregado…

—¿Por mi culpa? —inquiere Morey.

—Quílez ha estado haciendo averiguaciones por su cuenta sobre el pelirrojo del coche, que estaba implicado en lo del Indio. Es uno de los que ha estado dando por culo a Faruq y su banda. Quílez iba derechito hacia Lamela, le he tenido que parar los pies.

—Bien hecho, Fran. No pueden interferir en…

—Morey, no me vengas con hostias. Está haciendo su trabajo, lo está haciendo bien y le he tenido que torpedear. No me gusta mentir a mi gente. Mentir a tus compañeros, a tu familia, a tus amigos, esa es tu profesión, no la mía.

Morey acusa el golpe, pero no entra al trapo. Responde con toda la calma que puede reunir.

—A estas alturas, Fran, no deberías confiar en nadie. Ni siquiera en «tu gente». ¿No lo has aprendido? —Fran va a contestar, cuando Morey le pone delante una tableta con unas fotografías. Es Hidalgo. Fran le mira extrañado. Morey asiente—. La han mandado para vigilarme.

—¿Y de qué te extrañas? Es lo normal entre espías, ¿no?

—Hidalgo estaba en Malta. Sospecho que la mandaron allí para impedir que yo consiguiese pruebas contra Khaled.

—¿Qué dices? —el tono de Fran ha cambiado por completo.

—Solo sé que Hidalgo atropelló al colaborador de Akrab que yo llevaba seis meses buscando.

—¿Crees que alguien del CNI… está protegiendo a Khaled?

—No lo sé. Ni sé de quién recibía órdenes Hidalgo. Ni qué pretendían, ni quién está al tanto.

—Así que… no te fíes ni de tu gente…

Morey asiente con gravedad. En ese momento suena su móvil, es López.

—Los explosivos se mueven, Morey.

—¿Hacia dónde?

—No lo sabemos —responde López—. Solo que salen de Tánger. Hidalgo les va siguiendo. Llevan el C-4 en una furgoneta, conduce un tío con dos chavales.

Fran pregunta con urgencia:

—¿Creéis que van a atentar ya?

Morey piensa con rapidez. Solo tienen una manera de saberlo.

—Eso solo nos lo puede decir Khaled. Voy a su casa.

—¿Estás loco? —contesta Fran incrédulo—. ¿Así, por la buenas?

—Tiene un coche viajando con explosivos —contesta Morey poniéndose la chaqueta—. No nos costará mucho ponerle nervioso. Y, con suerte, luego se pondrá en contacto con Lamela y nos podremos enterar de sus planes.

—Y de todo eso piensas enterarte porque te lo van a contar amistosamente tomando un té, claro.

—Es muy fácil, Fran. ¿No les «robaron» —Morey hace hincapié en la palabra— sus móviles hace poco? Se los devolveremos como buenos policías. Solo que con un regalito dentro. Seguramente tienen móviles nuevos, pero con un poco de suerte los tendrán a mano y algo escucharemos.

—Jodidos espías —sonríe Fran—, ya podía yo tener la mitad de medios que vosotros en la comisaría.

—Salgo para allá —concluye Morey—, llámame cuando oigas que les digo que todo está en orden y que firmen los papeles, ¿ok?

 

* * *

 

—Es la policía, señora.

Las palabras de Nur, la joven criada, dejan helada a Fátima por unos instantes. Tanto, que apenas puede disimular un paso inseguro mientras se dirige hacia el telefonillo, donde enseguida distingue en la pantalla a Javier Morey. ¿En su casa? ¿En pleno día? ¿Qué puede querer? ¿Por qué viene a romper su paz de esa manera?

—Avisa…, avisa al señor. Él le recibirá.

Con educación y elegancia, Khaled hace pasar al salón a Morey, como si entre ellos no ocurriese nada; como si aquella fuese una transacción social más, una de las muchas que tiene que llevar a cabo como empresario y presidente de una fundación.

—Estoy realmente impresionado —afirma Khaled—. ¿Suelen recuperar así de rápido los objetos robados?

—A veces hay suerte.

—No se quite mérito, Morey —dice mientras saca los objetos «recuperados» de la bolsa de plástico que le ha tendido el inspector—. Así que también la documentación. ¡Y los móviles! Incluso el reloj. Lo daba todo por perdido. Y, además, lo trae usted en persona. Es demasiado amable.

—Me pillaba de paso. No le dé importancia.

—Claro, entiendo, se siente usted en deuda con esta familia. —En esta ocasión, Khaled es incapaz de disimular la ironía—. Mi mujer debe ver esto. ¡Nur!, por favor, llama a Fátima.

La interpelada, que ha estado escuchando toda la conversación desde las escaleras, siente cómo se le encoge el corazón, e intenta buscar refugio en la planta de arriba. Está a punto de terminar de subir las escaleras, cuando el mismo Khaled va a buscarla, sorprendiéndola allí.

—Ven, mi amor. Ha venido el inspector Morey a…

—Tengo que irme. Tengo que dar clase —se opone ella.

—Por favor. Es nuestro invitado.

Khaled la toma de la mano y la lleva hasta el salón. Cuando entran por la puerta, ni Fátima ni Morey saben dónde posar la mirada. Es demasiado evidente que hay tensión entre ellos.

—Mira, cariño, el inspector nos ha traído todo lo que nos robaron.

—Es…, es muy amable por su parte. Gracias por traerlo.

—Soy un policía. Solo hago mi trabajo.

—Sí, pero… —ataja Khaled, que está disfrutando con la situación y parece querer alargarla— usted no es un policía cualquiera, ¿no?

—¿Qué quiere decir? —Morey no puede evitar mirar a Fátima.

¿Le habrá revelado algo? ¿Sabe Khaled más de lo que parece? Fátima evita sus ojos, lo que no le aporta tranquilidad.

—Solo que no es normal resolver un caso así en tan poco tiempo, ¿no? ¿Por qué no se sienta con nosotros a tomar el té y nos cuenta más sobre su trabajo?

—Me temo que tengo que volver a comisaría.

—Por favor, inspector Morey. ¿No irá a rechazar nuestra hospitalidad, verdad?

—De acuerdo, tomemos ese té —Morey saca unos papeles—, pero, antes de que se me olvide, fírmenme aquí para que quede constancia de que han recibido todo en orden, por favor…

Según Morey acerca los papeles a la pareja, su móvil suena. Mira la pantalla y lo descuelga.

—Sois tal para cual. Tan educados y tan mentirosos —dice la voz de Fran al otro lado, con su mejor tono de sarcasmo.

—¿Cuándo ha sido eso? —disimula Morey.

—Él se hace el inocente, ella la santa, y tú, el buen policía. Menudo teatro.

Morey sigue disimulando, mientras se asegura de que Khaled escuche su parte del guion.

—Una furgoneta. ¿Ciclonita? ¿C-4? ¿Seguro? Que la policía marroquí nos pase todos los datos. Pedid autorización para interrogar a los detenidos. Voy para allá.

Morey cuelga, y, de un leve vistazo, se asegura de que Khaled está ahora bastante más inquieto que antes.

—Lo siento. No puedo quedarme a tomar ese té.

—¿Ha ocurrido algo? —inquiere su anfitrión.

—Todos los días ocurre algo. Me tengo que marchar. Por favor, no se levanten.

Morey estrecha la mano de Khaled y también la de Fátima, cuya mirada sostiene con disimulo. Tras ello, sale apresuradamente de la sala y de la casa, guiado por Nur.

El matrimonio permanece unos instantes en silencio, hasta que Fátima coge los teléfonos.

—¿Qué hacemos con ellos? ¿Los volvemos a usar o seguimos con los nuevos?

—Fátima, están pinchados.

—¿Cómo?

—Demasiada prisa por traerlos… Y los ha traído en persona. Demasiado raro.

—¿Por qué iba a hacer algo así con nosotros?

Como no queriendo creerlo, Fátima coge uno de los móviles, lo abre y, al extraer la batería… encuentra un pequeño dispositivo pegado. Khaled no parece extrañado en absoluto.

—Es lo que hacen los espías, Fátima. Desconfían de la gente. Pero hay que reconocer que hace bien su papel de policía. En fin. Hay que destruir estos móviles.

Muy lejos de allí, en la nave del CNI, López y Fran se miran consternados.

 

* * *

 

—No puede ser. ¿Estáis seguros?

—Totalmente, Morey —responde López, desde su línea segura—. No solo han encontrado los micros a la primera sino que Khaled ahora sabe que eres un espía.

—¡Eres gilipollas, Javier! —la voz de Serra casi satura el altavoz de Morey, que va conduciendo—. ¿Cómo ha podido pasarnos esto? Fátima nos la ha jugado bien. Lo mismo hasta sabe quiénes somos, uno por uno. ¿Cuánto más sabe?

—No lo sé, Serra, no lo sé —admite Morey, llevándose la mano a la frente.

—La misión en peligro por culpa de una mujer… —cavila López.

—¡No! Por culpa de Morey, ¡hostia! —culmina Serra.

—¿Qué pasa con el C-4? —pregunta Fran tratando de devolverlos a la tierra—. Por lo que he entendido, vuestra agente, la tal Hidalgo, va siguiéndoles, ¿no?

—Malas noticias también —confirma López—. Hidalgo dice que van de camino a Ceuta.

—¿Piensan atentar ya? ¿Aquí? —se alarma Fran.

—No creo —interviene esta vez Morey tratando de devolverles la calma—. Seguramente solo lo estén transportando.

Entonces le vibra el móvil y lo que ve no sabe si es esperanzador o preocupante.

—Me ha llegado un mensaje de Fátima —anuncia—. Quiere verme. Creo que es una buena señal.

Pero nadie responde a ese comentario.

 

* * *

 

Fátima aguarda en un café de la calle Larache, no muy lejos del Centro Cívico. Sabe el riesgo que corre al quedar en secreto con Morey, pero necesita aclarar su relación, delimitar las fronteras que han de separarles de ahí en adelante, y para siempre. Tiene que dejarle claro que… Entonces lo ve. Fátima reprime un escalofrío y endurece el gesto.

—Me alegra verte de nuevo. En realidad, lo estaba deseando —comienza él, con la guardia baja.

Pero ella endurece el tono.

—¿Por qué has venido hoy a casa?

—Para devolveros vuestras pertenencias.

—Déjate de teatros. Deja de jugar conmigo de una vez.

—De acuerdo —asiente Morey cambiando de registro—. ¿Cuándo le has contado a Khaled que soy un espía?

Y la pregunta, a bocajarro, desconcierta totalmente a Fátima. Sabe que esa confesión es bastante más grave que todo lo demás. Baja la cabeza, avergonzada, y busca una evasiva.

—No te voy a contar lo que hablo o dejo de hablar con mi marido.

—No se trata de ninguna tontería, Fátima. Nuestra misión está en el aire. Puede morir mucha gente inocente, y estás poniendo tu vida y la mía en juego. —Morey hace una pausa y recalca—: Y me has traicionado.

—¿De qué misión hablas? —pregunta enfadada Fátima, ignorando el último comentario—. ¡Tu misión es acabar con mi felicidad! ¡Primero fuiste a por mi hermano y ahora vas a por mi marido!

—Porque tu marido no es lo que tú crees.

—Lo que yo creo… ¿Y qué voy a creer? ¿Cómo me voy a fiar del hombre que mató a mi hermano? Tu trabajo consiste en mentir, y se pueden contar con una mano las verdades que me has dicho. El robo de ayer, por ejemplo. Fue obra vuestra, ¿verdad? Fuiste tú quien ordenó que nos atracaran. —Morey calla y agacha la cabeza. Fátima se crece al confirmar la verdad—. ¿Cómo no voy a reconocer tus métodos, si me los enseñaste tú?

—¿Le has dicho a Khaled que has venido a verme? Tú también usas la mentira. ¿Le llamo y le digo que estás conmigo?

—No estarás grabando esta conversación, ¿verdad, Javier? No te atreverás…

—¿Qué más le has contado de nosotros a Khaled?

Fátima empieza a sentirse acosada.

—Es mi marido, ¿no lo entiendes? No quiero empezar a mentirle y que nuestra relación, nuestra vida, esté basada en falsedades. Porque quiero estar con él el resto de mi vida. ¿Tanto te cuesta aceptarlo?

—¿Y no te das cuenta de que él te está engañando a ti? —explota Javier.

El silencio se instala entre ellos. Ambos desvían la mirada con frustración, entre la tristeza y el enfado.

Sin decir más, Fátima se levanta y se va.

 

* * *

 

Morey conduce por la autopista mucho más rápido de lo que debiera, mucho más brusco de lo aconsejable, arriesgándose mucho más de lo que tiene por costumbre. Unos terroristas llevando explosivo a Ceuta, quién sabe si para utilizarlos de manera inminente; la desconfianza de sus jefes y compañeros; la traición de la mujer que ama… y él en el centro de todo, sin poder hacer prácticamente nada. Se maldice a sí mismo por haber sido tan estúpido, tan poco profesional y, quiere decirlo de una vez, incompetente… Todo por una mujer. Por esa mujer… Se promete a sí mismo que no volverá a ocurrir.

El teléfono suena. Es Serra.

—Morey, esos hijos de puta ya están en Ceuta. Vete a darle el relevo a Hidalgo; no puede seguir más tiempo tras ellos sin que se note, y no podemos perderles. ¿Qué tal con Fátima?

Morey tenía una explicación preparada, pero de repente no le encuentra sentido y solo responde con un silencio culpable. Serra decide no hacer sangre de la situación.

—El daño ya está hecho, Javi. No sabemos qué consecuencias tendrá. Pero ahora no podemos pararnos a pensar en ello. Fran ha tenido que intervenir contra Lamela, pero nos la ha jugado también. El gallego se ha cargado al pelirrojo que nos servía de pista, no tenemos nada contra él. Nosotros seguimos adelante. Vete a relevar a Hidalgo.

Morey asiente, acelera y se lanza hacia las afueras de Ceuta. No pasan muchos minutos hasta que se detiene cerca de una incorporación. En comunicación con Hidalgo, pactan la maniobra: Morey se situará detrás de Hidalgo, quien adelantará a la furgoneta y aguardará instrucciones en otro punto.

Lo que no saben es que la furgoneta de los terroristas tiene una cámara en su parte posterior.

 

* * *

 

Quien vigila la señal de dicha cámara es un hombre llamado Didi, con una buena hoja de servicios en Akrab por haber sido el controlador nada menos que de Abdú unos meses atrás. Didi es un hombre fiable cuando se trata de trabajos de apoyo como el que está llevando a cabo, pero él mismo se pregunta (y se alegra de que sus jefes nunca lo hayan hecho) si sería tan valiente como para inmolarse o intervenir de manera directa con, por ejemplo, un arma, explosivos o un simple cuchillo. Y de momento, mientras solo vigila el monitor desde la seguridad de su casa, no tiene que preguntárselo.

Hace un rato, Didi ha tenido la siguiente conversación con Khaled:

—Todo en orden, sheik.

—¿Ninguna novedad?

—No. El material estará en tu casa en una hora.

—Bien. Que lo traigan directamente. Los chicos pasarán la noche aquí y mañana será el día.

Pero luego se ha dado cuenta de algo extraño. Detrás de ellos hay un coche que le resulta vagamente familiar, y eso no es bueno. Un coche que quizá ha visto antes, quizá en esa misma carretera. Por supuesto que no siempre lo han tenido detrás. El conductor ha sido suficientemente prudente como para dejar pasar uno, hasta dos automóviles entre él y la furgoneta. Pero es raro, muy raro, que hayan seguido la misma ruta durante los últimos kilómetros. Didi repasa el vídeo y se da cuenta, alarmado, de lo que está ocurriendo en realidad: les lleva siguiendo desde hace demasiado tiempo. Didi llama con urgencia a Khaled.

—¿Algún problema al pasar la frontera, Didi?

—No, sheik… Pero… creo que nos están siguiendo. Hay un coche que va detrás desde hace por lo menos una hora.

Khaled abre un programa para recibir la señal del ordenador en su pantalla y observa con interés. Sin embargo, en ese momento, el coche de Hidalgo acelera, les adelanta y pasa de largo. Didi respira aliviado.

—Lo siento, sheik. Parece que fue una falsa alarma.

—Espera.

Otro coche ha tomado la posición del coche sospechoso. Y ampliando la imagen, Khaled distingue perfectamente al volante a Javier Morey.

—Nos han descubierto, Didi. Podemos perder el explosivo. Hay que abortar.

—¿Les mando que den la vuelta, sheik?

—No. Les detendrían y aún están demasiado verdes. Podrían hablar —a Khaled no le tiembla la voz. Desde la visita de Morey, sabía que esto podía pasar—. Haz estallar la furgoneta.

—¿Cómo, sheik? No puedo, no puedo…

—¿Qué dices? ¿No conectasteis el detonador remoto?

—Sí, pero esos chicos…

—Van a morir por la yihad. Deberían estar orgullosos. Alá les va a acoger en el paraíso.

—Sí, pero, con todo respeto, sheik, yo no puedo…

Ahora sí, Khaled pierde los nervios y grita:

—¿Cómo que no puedes? ¿Te niegas a cumplir una orden? ¿Rechazas cumplir la voluntad de Alá? ¡Dame el número!

«¿Cómo decirle —piensa Didi— que mi hermano va en esa furgoneta?».

 

* * *

 

Cuando la furgoneta que tiene delante estalla sin previo aviso, lo último que ve Javier Morey es un tremendo resplandor ígneo. De cuando su coche cae por el barranco anejo dando vueltas de campana, sus ojos solo retienen destellos de negrura.