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Villa Devoto

2012

La casa de Raúl Cagnin queda en Villa Devoto y está custodiada por un gigantesco mastín y una verja metálica que cubre todo el frente; por entre las rendijas de la verja se ve un pequeño patio embaldosado y algunas plantitas no muy agasajadas por el riego. El periodista toca el timbre varias veces. Le dio la dirección un fan de Gilda que la encontró en una base de datos en Internet. Como no consiguió el teléfono, el periodista decidió arriesgarse a ir sin concertar una cita previa.

—Nunca hablé con la prensa —dice el hombre canoso que al cabo de un rato abre la puerta. Lo dice en la vereda. Y ahí se planta. Pregunta por el modo en que lo ubicaron. La explicación del fan parece insuficiente pero de pronto recuerda que su prima le había mencionado la posibilidad de esa entrevista. —¿Vos sos amigo de Edith?

—No exactamente. Pero hablé varias veces con ella para esta historia. La primera vez fue hace como doce años… Me dijo que te iba a avisar…

Algo en la situación parece inspirarle confianza, tal vez la presencia de dos niños, de seis y diez años (en realidad, un niño de seis y una niña de diez); dos hermanos casi de la misma edad que tenían sus hijos cuando los alcanzó la desgracia. Los niños han acompañado al periodista a tocar el timbre y Raúl Cagnin los contempla con su ojo sano mientras sondea las intenciones de su entrevistador.

—Fabricio no sé si va a querer hablar; yo podría, ¿pero cuál sería el sentido de esto?

—Una biografía de Gilda.

—Se escribieron muchas pelotudeces.

—Sí.

—Mucha gente habló por hablar…

—Lo sé.

—Mucha gente quiere creer cualquier cosa… Pero de ella, ¿qué te puedo decir yo?

—Quién era.

—Eso sí podría. Si es para que se sepa la historia verdadera… Fabricio no sé si va a querer…

—Si pudieras preguntarle, sería ideal. Si no, lo que vos quieras.

Cagnin se queda en silencio, de pronto toma impulso y empieza a despotricar; el enojo dura un rato y no es posible interrumpirlo, su aspecto es el de alguien que hace mucho viene queriendo decir esa clase de cosas, como si las hubiera mantenido atragantadas a la fuerza. Cuando termina se lo ve más distendido.

—Dejame pensarlo —dice—. Hablemos en diez días.

Pasado el plazo de esa charla rápida, Raúl Cagnin abre por primera vez las puertas de su casa. En el interior (tres ambientes sin cuadros en las paredes, de un blanco gastado) una foto de la pequeña Mariel ocupa un rincón junto a lo que alguna vez debió ser una barra bien provista. Ahora la barra está tan vacía como todo lo demás. Apenas una mesa y dos o tres sillas de algarrobo sobrevivieron al naufragio familiar. No hay sillones ni decoración alguna, como si el lugar fuese apenas un espacio de paso, como para comer y dormir.

Raúl Cagnin es un hombre forjado en el mundo empresarial. Sabe lo que es invertir para llevar adelante un negocio y no es precisamente de dejarse arrastrar por los impulsos. Fabrica vinagres. No cualquiera conoce lo complejo que es hacer algo así. Requiere un hongo especial para cada variedad. El tiempo le enseñó a diferenciar los elementos básicos adecuados para sacar un buen producto adelante, con certezas científicas. Raúl Cagnin tiene poco más de cincuenta años y renguea ostensiblemente, además de sufrir una desviación en el ojo derecho. Lo primero que explica es que el problema en el ojo y la renguera son secuelas de los accidentes cerebrovasculares que tuvo, el primero cuando Shyll todavía estaba viva, y otro más reciente, del que prefiere ni hablar.

—Quizá yo era poco comprensivo, poco compañero. Quizá la falla estuvo en mí también. Ella quería que me ocupara de ella, y no lo percibí. Yo no puedo ponerme a decir ahora que era o no era por mí, no me voy a poner a defenderme en eso. Es ella la que lo tiene que decir… Cuando me di cuenta era demasiado tarde. Es así. Pobres los dos, porque realmente fue todo una tragedia. No que ella quisiera hacer cosas, mucho menos que se dedicara a la música, porque yo siempre la oí cantar, sino lo que vino después.

Su relato tendrá matices previsiblemente tristes —desde el día del accidente él no ha vuelto a festejar su propio cumpleaños— pero también insospechados y graciosos. Raúl pudo no haber sabido acompañar a Shyll en su vocación, pudo haber sido machista, celoso y hasta negado durante los once años que estuvieron juntos, día a día, pero eso no quita que él haya vivido con ella y que la haya conocido mucho mejor que cualquiera, al menos desde lo cotidiano. Al final, varias semanas después de iniciar su relato, sorprenderá con una revelación sobrenatural.