Una mujer decidida

—Mirá, Martincito, como tu papá se sentía mal vino tu tío —explicó mi madre.

Ella sabía que yo sabía. “Mi tío” no era otro que Enrique Juares, uno de los amantes de Yiya que yo conocía desde hacía más de diez años. La explicación no estaba dirigida a mí sino a las personas que nos estaban escuchando. Como era habitual, Yiya intentaba hacerme cómplice de sus manejos poniéndome en una situación sin salida. ¿Qué podía hacer? ¿Mandarla al frente? No, me la tenía que comer, decirle “sí, claro” con una sonrisa que ella sabía interpretar y que quería decir “sos una turra”. Pero ese día no me la aguanté. Volví la vista hacia sus compañeros de mesa, los padres de Fabián, mi mejor amigo, y pensé: esta vez no.

—Ese no es mi tío, es el que coge con ella —grité con voz tan clara como pude—. Y vos te vas a la puta madre que te parió.

A esa altura, el diploma de bachiller ya era casi un bollo, un estropicio en mi bolsillo. Yo era un pibe de 18 años, sostenido sobre dos muletas, que miraba fijamente a su madre y al amante de su madre. Ellos estaban sentados a una de las mesas reservadas a los familiares de los alumnos. Usurpador. Hijo de puta. Hijos de puta los dos. Era —es— como si el odio pusiera todo patas arriba en el salón de fiestas, en el maldito salón de fiestas donde nos festejaban el egreso del secundario. Bachiller y un vals, y todo se confunde porque con mi madre no está papá, está el hijo de puta que se la coge y por qué.

Ahora que le había gritado la verdad no soportaba quedarme allí ni un instante más. Tenía que escapar, dejar atrás esas caras que me miraban entre asustadas y divertidas. Después de todo, que mi madre hubiera ido acompañada por uno de sus amantes no había pasado inadvertido para nadie. La novedad era que yo esta vez no me lo había tragado y había iniciado un pequeño escándalo. Tenía que salir de ahí, correr con esas piernas —la izquierda rota en dos pedazos— y llegar afuera, a la calle, al aire, lejos de la cara de babosa de mi madre y de la cara de imbécil del amante, que estaba donde debía estar la cara de papá, la única cara que yo hubiera querido ver ahí.

Seguro que el portero no quiso detenerme ni impedir que saliera a la calle. Seguro que no. Quizá solo trató de ayudarme a subir al ascensor. Pero se puso delante de mí y me tomó del brazo, y solamente vi algo, alguien que se interponía, que no me dejaba salir, que bloqueaba el paso, que ahogaba. Mi brazo derecho dejó de sostener la muleta y mi mano se hizo trompada en la mandíbula del portero y hubo un ruido feo un instante antes de que el hombre cayera sin quejarse.

—¡Pará, Martín! —me gritaba Fabián al tiempo que me empujaba dentro del ascensor y manoteaba las muletas.

—Le pegué a cualquiera…

—Bueno, pará, yo soy Fabián.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Sí. ¿Te volviste loco?

Cuando llegamos a la calle me puse a llorar. Yo no había querido ir a esa fiesta. Después de lo que había pasado en mi casa no me bancaba representar la farsa de la familia normal de clase media. Me pesaba que todos los presentes comentaran la presencia de mi madre, quien ya había sido acusada de asesinato y había estado en la cárcel. Yo no quería ir y ella lo sabía. Si al final decidí estar allí, fue para compartir con papá un momento que a él le parecía importante. Y ella lo sabía.

Desde que entramos en la sala del Hotel Bauen esperaba ver al viejo. A cada rato miraba hacia las mesas para seis personas distribuidas en el lugar. Pura ansiedad, porque la parentela solo entraría cuando nosotros, los egresados, ocupáramos los lugares que nos habían reservado alrededor de una mesa central grande. Cuando entraron los padres fueron apagadas varias luces del salón, y en la semipenumbra traté de ver al mío. No lo encontré, y tampoco vi a mi madre. Después, lo de siempre, la luz en el escenario, los discursos, los diplomas... El yeso en la pierna me impedía casi pararme, de modo que el profesor de historia, Pratto Murphy, el escribano de Domingos para la juventud, se acercó hasta donde yo estaba cuando me tocó el turno de recibir el mío.

Después de todo eso irrumpió Strauss, el Danubio azul, y volví a escudriñar la oscuridad buscando al viejo. Quería hacerle un guiño, un gesto, buscar también un gesto suyo de “y bueh, qué vas a hacer...”, porque yo no podía bailar esa noche. No lo encontré, de nuevo no lo encontré. Pensaba que hubiera sido mejor seguir el primer impulso y quedarme en casa, no haber cedido a esa obligación autoimpuesta de hacerle pasar al viejo un momento agradable ni a la presión de los compañeros que pasaron por casa para ayudarme a cargar el yeso. Pero ahí estaba yo, mirando la pista llena de gente que seguía a Strauss como podía entre la luz difusa, y no veía al viejo entre ellos.

Terminó el vals y mis compañeros volvieron a sus asientos.

—Parece que mis viejos no vinieron —dije a una chica sentada junto a mí.

—Sí —contestó ella— a tu mamá la vi en la pista, pero el que bailaba con ella no era tu viejo.

Me levanté como pude y fui hacia las mesas de los invitados. Todavía esperaba que papá estuviera ahí con mi madre, suponía que ella habría bailado con otro padre y el viejo con otra madre, o eso quería creer porque no podía masticar lo que en realidad sabía.

Estaban ahí. Tropecé con una silla, trastabillé, pegué una trompada en la mesa.

—Mirá, Martincito... —escuché que decían.

Los padres de Fabián compartían la charla con mi madre y con el amante público de ella. Yo sentía que no podía controlar la violencia que me subía por las tripas, y a mis 18 años ya podía aplicar esa violencia de modo que cada golpe rompiera, fracturara, triturara. Mi madre lo sabía, pero no demostraba miedo... La habían acusado de robo, estafa y tres asesinatos, había pasado más de tres años en la cárcel, pero nada parecía amedrentarla. Era la misma de siempre. Fría, dominante y absolutamente incapaz de considerar ninguna otra cosa que no fuera su exclusivo interés.

Cuando volví a casa Antonio me estaba esperando. Traté de recomponerme un poco y le sonreí.

—¡Qué rabia me dio no poder ir! —me dijo.

—¿Qué te pasó, viejo?

—Nada… los nervios. Viste cómo me pongo yo con ciertas cosas. Para mí este logro tuyo es lo más importante que me pasó en los últimos años.

—¿Por eso no viniste?

—Tu madre me vio tan mal… Me dijo que mejor me quedara, que tenía miedo de que me emocionara demasiado. Me pareció que tenía razón.

—No te preocupes, ¿ahora estás bien?

—Sí, hijo, dame un abrazo. Te felicito.

Esa noche, Yiya llegó cerca de las doce. Yo ya estaba en la cama, no había conseguido dormir pero no quise que se diera cuenta de que estaba despierto. Al día siguiente no hizo ningún comentario pero me di cuenta de que evitaba hablar conmigo. Tampoco yo tenía interés en discutir sobre lo que había pasado. Es más, temía que pudiéramos terminar a los gritos delante de Antonio.

—Sos un salvaje —me dijo en tono calmo un par de días después. Dijo también que yo había procedido muy mal. Cómo había podido hacer algo semejante con su amigo, un hombre tan bueno que me quería como si fuese su hijo. Volví a putearla, solo volví a putearla.

Así fueron siempre, o más o menos, las relaciones con mi madre. María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano, alias Yiya, a quien alguna vez los diarios llamaron “la envenenadora de Monserrat”.

María de las Mercedes había nacido en Corrientes en 1930. Mientras la madre, Candela, paría a la beba sietemesina que luego llamarían Yiya, el padre, teniente coronel Camilo Bolla Aponte, reprimía con entusiasmo a opositores, o presuntos opositores, al golpe de Uriburu. Yiya era la mayor de tres hermanos y en su casa paterna no sobraban ni el dinero ni las comodidades.

Mi madre era descendiente directa de Donato Alvarez, quien se había enriquecido generosamente gracias al puesto de gobernador militar de Asunción, cargo que ocupó tras la guerra de la Triple Alianza. Además de traer del Paraguay un mobiliario de un lujo exquisito, Alvarez, bisabuelo de Yiya, recibió como premio por sus campañas bélicas 2500 hectáreas de fértil tierra correntina. La hija del general y abuela materna de mi madre, Delfina Alvarez de Giorgio, devotísima de la Virgen de las Mercedes y de las mesas de póquer, dilapidó entre naipes la fortuna de su padre.

Doña Delfina perdió la plata pero no los aires de aristócrata que su padre había adquirido con botines de guerra, y mi madre heredó de su abuela las dos cosas: los apremios económicos y el gusto por una fastuosidad que no podía pagarse. La genealogía familiar de mi madre tiene por lo menos un militar por generación, y Yiya veía en ello un signo de abolengo.

Hay una constante en las historias familiares de mi madre: abundan las situaciones violentas y misteriosas. Empezando por el propio Donato Alvarez quien, según cuentan, cuando quería castigar a alguna de sus hijas, la ataba a una silla y la bajaba colgando de una cuerda al sótano donde la dejaba encerrada. Y siguiendo con el padre de Yiya, de quien nunca se hablaba salvo para insinuar que antes de abandonar a la familia se habría propasado con sus hijas. Pero de esto no puedo dar fe. Lo cierto es que el nombre de Camilo Bolla Aponte no se mencionaba en casa y mi madre no conservaba ni siquiera una foto de él.

En verdad, cuando yo era niño, ninguno de los integrantes de la familia se refería nunca a esas historias. Años después, al indagar en el pasado familiar de mi madre, encontré no pocos asuntos que inducen a la vergüenza y al silencio.

Yiya vivió en Corrientes durante sus primeros seis años de vida. Luego recorrió medio país detrás de los destinos militares de su padre, y se fue criando a retazos en San Luis, en Catamarca, en La Rioja. Cuando mi abuelo se retiró del Ejército, todos se radicaron en la Capital Federal.

Mi madre era entonces una niña alta y regordeta que entraba en su primera adolescencia, y algunos parientes veían en ella una futura mujer enorme, gorda, poco atractiva, cuyo destino era quedarse soltera.

Yiya tenía entonces 13 años y empezó a practicar natación (llegaría a ser nadadora eximia). En la pileta, durante las clases, conoció al geólogo Enrique Juares, el mismo que muchos años después la acompañaría a la fiesta de mi graduación. Fue con Juares que Yiya tuvo la primera relación sexual de su vida, la misma noche en que festejaba su título de maestra normal. Como se ve, el geólogo estaba llamado a jugar un rol preponderante los días en que los integrantes de nuestra familia terminaban el bachillerato. Juares se enamoró de aquella adolescente gordita y a los pocos meses le propuso casamiento, pero Yiya nunca lo consideró porque ella y su madre pensaban que un geólogo no le aseguraría el futuro.

Cuando conoció a Antonio Murano, el físico de Yiya no se parecía al de aquella niña gorda y fea. Mediante dietas, ejercicios y experiencias había logrado transformar su cuerpo, hacerlo seductor, incitante. Para mi padre el encuentro con Yiya marcó su vida. Era un hombre tímido que hasta entonces no había tenido muchas relaciones con mujeres. Yiya, que tenía catorce años menos que él, lo sedujo con su manera de ser directa y avasalladora. Era una mujer con la que le resultaba fácil entenderse. Para Yiya, Murano era una persona insignificante pero que podía serle útil. Se casaron seis meses después de conocerse en una reunión social.

Murano cambió mucho la vida de Yiya. El matrimonio no la hizo rica, pero tenía junto a sí a un abogado sin penurias económicas que le aseguraba estabilidad. Eso era lo que a ella más le importaba. Yiya nunca había trabajado antes de casarse ni lo haría después. Tampoco había sido nunca ni lo fue más tarde un ama de casa. Distribuía su tiempo en recorridas por distintas confiterías con diferentes amigas o amigos. Para eso necesitaba que alguien le diera seguridad económica. Además, le disgustaba la idea de quedarse soltera. La vida social tiene sus reglas y para participar de buena parte de su desarrollo es conveniente estar casado. Según decía mi madre, hasta para salir con amigas y amigos y tener amantes es más conveniente estar casado, ya que al soltero se le sospecha siempre algún grave defecto y se lo supone un poco regalado porque no tiene nadie que lo esté esperando.

Mi padre ganaba buen dinero en su estudio, pero lo gastaba poco: vivían en un departamento de dos ambientes y no tenían auto. Para Yiya esto era más que suficiente y la sola idea de mudarse le parecía una tarea imposible de realizar. Su vida estaba en la calle, en las salidas que hacía, en encontrarse con gente; no le interesaba ocuparse de una casa más grande. En este punto, como en todas sus elecciones, Yiya era terminante. Todas sus actitudes eran extremas: si hacía frío, tiritaba y se cubría con varios kilos de ropa; si hacía calor, se tiraba semidesnuda frente a un ventilador al tiempo que se abanicaba con un diario y tomaba agua helada.

Mi viejo tenía dos hermanos con los que no se llevaba bien. Su padre, que se había dedicado al negocio inmobiliario, les había dejado en herencia varias propiedades. Pero a la hora de hacer el reparto de los bienes, los hermanos Murano no se habían puesto de acuerdo y ese conflicto trajo como consecuencia un encono que no pudo superarse nunca. Mi abuelo paterno fue el dueño del primer Mercedes Benz cupé de techo plano que llegó al país (Antonio recordaba eso a menudo). Un abuelo de mi padre había sido propietario de una marmolería e importador de mármol de Murano, la isla italiana que nos dio el apellido. Entre los trabajos de mi bisabuelo que mi padre recordaba con más frecuencia figuraba el revestimiento para el edificio de la Casa de la Moneda.

A diferencia de lo que sucede con la mayoría de los matrimonios, la relación que establecieron mis padres no cambió demasiado con el correr del tiempo. Pasados diez o veinte años, Antonio seguía deslumbrado por la personalidad de mi madre, y Yiya lo seguía manejando con la misma frialdad con que se había acercado a él desde el principio. Es curioso: las uniones que nacen como fruto del amor no resisten el paso del tiempo; en cambio, el matrimonio Murano, que nunca compartió ese sentimiento, resultaría más sólido y apasionado que ninguno. Para mí fue siempre más fácil comprender la actitud manipuladora de mi madre que la devoción de mi padre. Quizá Antonio, que murió de pena cuando encarcelaron a Yiya, se sintió alguna vez identificado con los famosos versos que Borges escribió sobre Buenos Aires: “No nos une el amor sino el espanto, será por eso que la quiero tanto”.