El arte de viajar

En lo que a mí respecta yo no
viajo para ir a alguna parte, sino
para ir. Viajo por el placer de
viajar. La cuestión es moverse

 

Robert Louis Stevenson

 

 

Cada año miles de personas se lanzan a los caminos del mundo guiados por diferentes motivos. Hay quienes desean olvidarse de las cabronadas del jefe y de los compañeros de trabajo. Otros quieren emular al explorador Alexander von Humboldt o a Tarzán de los Monos (lo segundo lo consiguen en infinidad de ocasiones, más por la parte de los monos que de Tarzán). Otros simplemente pretenden ligar con algún compañero o compañera del grupo de viaje y se convierten en unos plastas, más pesados que una maleta llena de ladrillos. Y otros, entre una gran variedad, solo quieren darse importancia entre sus amistades: «Paquita, ¿no has estado en Nueva York?» «No». «¡Lo que te has perdido! Yo me pasaría la vida allí». «Pues quédate y no vuelvas», piensa la interpelada. «¡Qué de tiendas! —insiste—, ¡Nueva York es el paraíso del shopping!» (también hay excelentes museos pero ni se ha enterado).

Todos los turistas, o casi todos, tienen un denominador común: la exhibición orgullosa y pedante de sus fotografías de viaje. ¿A que esto le suena?: «Pepe, veniros a cenar el sábado que vamos a pasar las fotografías de “nuestro” (palabra que pronuncian con énfasis) viaje a Egipto y será la monda de divertido». «Tengo un compromiso», alude el invitado escarmentado de otras experiencias semejantes. «¡Vas a perdértelo! Bueno, mira, como somos amigos lo dejamos para el fin de semana que viene ¿vale? ¡No puedes decirme que no!». El afectado, con la resignación de un anacoreta, asiente al otro lado del teléfono y, nada más colgar, sale zumbando a la primera farmacia abierta veinticuatro horas del día para comprarse un tubo de aspirinas.

A la mayoría de los invitados estas sesiones fotográficas se la traen al pairo, pero un amigo es un amigo y de vez en cuando hay que sacrificarse en beneficio de la amistad. Durante la sesión tengan por seguro que ninguna fotografía (ya sea en papel, diapositiva o soporte digital) mostrará un monumento al completo. Siempre, en primer plano, aparecerá algún miembro de la pareja en una postura hierática, queriendo decir: «Yo he estado en este lugar y la foto lo demuestra». Debo de ser un bicho raro, lo admito desde estas primeras líneas para entonar un mea culpa, porque tras viajar cuarenta años por más de cien países las fotos en las que aparezco pueden contarse con los dedos de las manos.

Allá por 1970, la primera vez que viajé al extranjero (sin contar los viajes a Andorra, que requerían de un salvoconducto en la época de la dictadura franquista) para acompañar a mi padre a Londres en un viaje de negocios, los viajes tenían un sentido y una finalidad que, lamentablemente, se ha perdido. Viajar, en su máxima expresión, podía considerarse un arte. Se viajaba por negocios y por placer, pero la economía solo permitía ir de vacaciones al extranjero a unos pocos privilegiados. En 1970 la renta per cápita de los españoles se reducía a 54.760 pesetas, es decir, a 329 euros anuales, y además, el Gobierno de la dictadura restringía las salidas y los pasaportes incluían una lista de países que estaban prohibidos visitar: Rusia, Cuba, Mongolia, Corea del Norte, China, etc. Para mí la experiencia de viajar al extranjero resultó tan gratificante y sorprendente (la España de 1970 estaba en la Edad del Bronce respecto a Inglaterra; en las calles londinenses vi mis primeros sex-shops, los primeros punkies y oradores que, en una esquina de Hyde Park que los ingleses llaman Speakers’corner, podían criticar a sus políticos sin que la policía les diera una somanta de palos) que decidí hacer del periodismo de viajes mi profesión. Ocho años después, en 1978, conseguí mi primer contrato, de una agencia de fotografía, para viajar a India y Nepal y realizar varios reportajes.

La escasez de viajeros en los años setenta y ochenta del siglo pasado, debido al coste de los billetes, obligaba a las compañías aéreas a ganarse al cliente. Embarcar en un avión se convertía en una experiencia agradable, casi mística, para alguien de catorce años como yo (mi edad en 1970, cuando acompañé a mi padre a Londres). El trato de las azafatas podía clasificarse de excelente, las atenciones hacia el pasaje se sucedían y el comandante, a la mínima incidencia (retrasos, turbulencias o averías del aire acondicionado), ordenaba abrir la bodega y obsequiar a los pasajeros con botellitas de licor o de champán, relojes, frascos de colonia o paquetes de tabaco (de esto nunca me beneficié porque no soy fumador). Los viajeros mostraban un talante educado, solían ir bien vestidos, el vecino de asiento jamás olía a sobaquina y todos los niños se comportaban como si hubiesen sido educados en Le Rosey o Eton. Las salas de espera de los aeropuertos gozaban de una absoluta tranquilidad, los mostradores de embarque siempre estaban vacíos y se podía llegar con el tiempo justo para facturar la maleta, aunque los billetes, escritos en muchos países a mano y con tinta de bolígrafo, aconsejaban hacerlo dos horas antes. Al recordarlo me entran ganas de cantar:

 

¡Que tiempos aquellos!

¡Que tiempo perdido!

¡Que tiempo querido!

¡Que pronto se fue,

para ya en la vida jamás volver![3]

 

Ahora las cosas han cambiado y, como suele suceder, en mi opinión para peor. El pasajero de una compañía aérea ha dejado de ser un cliente mimado, respetado y bien tratado para convertirse en un anexo de su maleta (a las maletas en los aeropuertos se las trata de manera pésima y a los pasajeros, aún peor). La Royal Air Force, abreviada como RAF, designa a sus pasajeros como «flete de auto carga» y esta definición parecen haberla adoptado otras compañías. Hay compañías de bajo coste (por esnobismo se emplea el inglés low cost) que al parecer consideran al pasajero como un adicto a las sesiones de bondage (aquí empleo el término inglés a propósito, me parece más fino que el castellano) y le someten a toda clase de torturas y vejaciones. Sorprendentemente, a la mayoría parece gustarles porque repiten. Ya sé que el precio del billete resulta crucial, pero ¿vale la pena pagar un poco menos a cambio de poner en riesgo su integridad física? ¿Sabe que Ryanair, quizá la compañía más barata de la historia de la aviación, ha efectuado varios aterrizajes de emergencia, algunos por falta de combustible? Imagínese por un momento que se produce un cruce en las líneas interiores de comunicación del avión y por la megafonía escucha: «¡Mayday, mayday!, tengo menos combustible que el chisquero de un tacaño». Para poner los vellos de punta. Pero el billete algo más barato sí es.

¿Cómo se consigue la reducción de los precios? Bajando la calidad de los servicios de a bordo, pagando unos salarios de miseria a la tripulación y convirtiendo a las azafatas y auxiliares de vuelo en esclavos de una plantación de algodón haitiana del siglo XIX. En el periódico digital Noticias de Navarra (24 de septiembre de 2012) puede leerse: «FACUA[4] explicó a este periódico que no poseen cifras exactas sobre las quejas o denuncias que los usuarios hayan podido depositar por los sobresaltos provocados por Ryanair, pero en una encuesta realizada el pasado mes de julio, la aerolínea irlandesa era la que salía peor parada. En un sondeo sobre 1.089 pasajeros, Ryanair se destacó como líder en abusos, según siete de cada diez pasajeros. En la encuesta de FACUA, el mayor número de prácticas abusivas, según el 71 por ciento de los consumidores, correspondía a Ryanair. A una distancia abismal se encontraba Iberia, según el 10 por ciento de los encuestados».

La seguridad de los aviones de Ryanair está constantemente en cuestión. El periódico El Mundo (16 de agosto de 2013) publicaba, junto al resto de la prensa nacional, la siguiente noticia: «La aerolínea de bajo coste irlandesa Ryanair ha despedido a uno de sus pilotos [John Goss] más veteranos por poner en duda los protocolos de seguridad de la compañía en un programa de televisión (...) La compañía líder en tráfico de pasajeros en Europa es también “campeona” en quejas y dudas sobre sus métodos para ofrecer vuelos a precios bajos. Ryanair ha estado esta semana otra vez en el ojo del huracán con la emisión de un documental, en el Channel 4 del Reino Unido, en el cual varios trabajadores de Ryanair y personal de la industria aeronáutica hablan de la política de no llevar suficiente combustible de reserva para ahorrar y otras prácticas de la compañía. En el documental, el piloto ahora despedido asegura haber recibido varios avisos, en forma de cartas, que le recriminaban usar demasiado combustible para lo que acostumbra Ryanair. Goss también aseguraba (...) que otros muchos pilotos no confían en los sistemas de control de seguridad de la autoridad de aviación civil de Irlanda, encargada de controlar las operaciones de Ryanair».

La reducción de costes en las compañías aéreas ha obligado a los pilotos a volar sin descanso más horas de las prudentes para una profesión de alta responsabilidad. Solo así se entiende que dos pilotos de la compañía Virgin Atlantic se durmieran a los mandos de un Airbus A-330. El Diario Vasco (27 de septiembre de 2013) daba así la noticia: «Los dos pilotos de un vuelo que se dirigía a Reino Unido con 300 pasajeros a bordo se quedaron dormidos a la vez mientras funcionaba el piloto automático, en un trayecto de larga distancia. Así lo han confirmado las autoridades de aviación británicas a CNN, una información que ha causado alarma en las islas y que ha devuelto al primer plano la seguridad del transporte aéreo. El incidente se produjo el pasado 13 de agosto a 30.000 pies de altura (más de 9.000 metros) en un Airbus A-330 de la compañía Virgin Atlantic. Según publica en su web la cadena de televisión, los pilotos solo habían dormido cinco horas en las dos noches anteriores por problemas en la programación de los vuelos. El portavoz de las autoridades de aviación británicas, Richard Taylor, asegura que el vuelo llegó a su destino sin mayor problema y que es el primer incidente de este tipo que sucede en el Reino Unido en los dos últimos años (...) La noticia sobre este vuelo ha vuelto a sacar a la luz los bajos niveles de descanso que los pilotos de aviones ya habían denunciado en situaciones anteriores...» ¿Qué esperan las autoridades aeroportuarias de Europa para tomar cartas en el asunto? ¿Tendrá que producirse un accidente, con centenares de muertos, para que los responsables de la seguridad aérea adopten las medidas pertinentes?

Gracias a las compañías de bajo coste la tortura del viaje comienza al llegar al aeropuerto. ¿Adónde me dirijo? No se moleste en preguntar. Nadie sabrá nada. Para situar su mostrador de facturación limítese a buscar el más lleno. El mostrador con una cola más larga que la muralla china y más algarabía que la plaza Jamaa el Fna de Marrakech es sin duda el suyo: un mostrador con una azafata de tierra de mirada perdida y cara de deprimida y enfadada.

Sigamos. Ábrase paso a codazos y sitúese en la cola. Si cree que irá rápido, olvídese. La mayoría de quienes le preceden solo viajan en vacaciones y, de un año a otro, se les olvidan los trámites a seguir. Si logra facturar sin contratiempos, cosa más que rara, dese por satisfecho porque pasar el control de aduanas se ha convertido en un vía crucis. Hace unos años, los vía crucis solo tenían catorce estaciones, pero como el papa Juan Pablo II, el papa viajero, andaba de un país a otro y, pese a su condición de Sumo Pontífice y mil títulos más (Santo Padre, Vicario de Cristo, Sucesor de Pedro, Patriarca Universal, Siervo de los Siervos de Dios, Primado de Italia, etc.) a buen seguro sufrió las torturas de los aeropuertos, decidió añadirle una decimoquinta estación, la Resurrección, o estado que experimenta el viajero que logra acceder a la sala de embarque tras numerosos contratiempos. Multiplique esto por cien y sabrá qué le espera en los aeropuertos de países del tercer mundo. En 1983, en el aeropuerto de Puno (Perú), cuya pista de aterrizaje carecía de asfalto, se pesaban la maleta y al viajero en una báscula de baño igualita a la que usted tiene en su casa para comprobar si se ha excedido con el turrón en Navidad. Me entraron ganas de irme andando. En 1987 hice la ruta del lago Turkana en camión y, escaldado por esta experiencia, durante otra visita al lago en 1989, me decanté por el transporte aéreo. En el aeródromo del lago Turkana (Kenia) los pasajeros tuvimos que empujar la avioneta para colocarla en la cabecera de la pista. Al parecer este pequeño esfuerzo del pasaje se veía recompensado con un ahorro considerable de combustible, según palabras del propio piloto.

Antes, la Guardia Civil se encargaba de vigilar las fronteras, cosa absolutamente normal porque se trata de un cuerpo de la Seguridad del Estado de naturaleza militar. Todo serio y como debía de ser. Ahora nuestras fronteras, aunque haya un guardia civil por si las moscas, están en manos de vigilantes jurados, algunos extranjeros (por favor no entienda esto como un comentario racista, sino como una crítica a la organización) que en ocasiones hablan un pésimo castellano. En el aeropuerto de Barajas (Madrid) una fornida vigilante rumana me pedía encarecidamente, como lo haría un viejo sargento chusquero de la Securitate[5], que me quitara el centiron; gracias a la similitud fonética del vocablo y al hecho de que me señalaba los pantalones, supe que se refería al cinturón. Vale que haya vigilantes extranjeros para el control fronterizo, pero ¿no debería exigírseles, por parte de las autoridades competentes, que hablaran el castellano de forma correcta? ¿Puede un vigilante extranjero tener el mismo celo patrio que uno de Alpedrete, Marinaleda, Bayona o Gijón? Estos vigilantes jurados, ya sean nacionales o extranjeros, dan la sensación de haber sido adiestrados en modales y educación con el manual de la Escuela de Mecánica de la Armada Argentina, de triste memoria porque sirvió de centro de reclusión e interrogatorio durante las dictaduras militares de Videla y Galtieri. Este trato vejatorio a los ciudadanos españoles en sus propias fronteras lo denunció Ignasi Guardans, eurodiputado de Convergència i Unió, y un artículo firmado por Manuel Vilaseró y Juan Ruiz, publicado el 14 de enero de 2008 en la edición digital del Periódico de Catalunya, encabezaba dicha denuncia de la siguiente manera: «Un vigilante de El Prat [el aeropuerto de Barcelona] confiesa sentir “vergüenza ajena” por el trato de algunos colegas a los usuarios». Completamente de acuerdo. ¿Quién pone la solución? ¿Es lógico dejar la seguridad de nuestras fronteras en manos privadas? Creo que no. Pero la vorágine privatizadora de los gobernantes neoliberales europeos tiene estas consecuencias y España se acerca cada día más a la organización aeroportuaria de los países tercermundistas. Coincido con el periodista Ramón Muñoz y sus pronósticos reflejados en su libro España, destino tercer mundo.

Al acceder a los pasillos de control de los pasajeros, delimitados por cintas plásticas, a más de uno y de dos le tiemblan las piernas al plantarse ante el escáner. Normal. Los vigilantes, haciendo gala de sus malos modales, le tratarán como a un presunto delincuente: tendrá que depositar los objetos metálicos en una bandeja, incluidas las prendas de vestir y el centiron. Si tiene suerte, y no se le baja el pantalón y hace el ridículo más espantoso mostrando su calzoncillo estampado con dibujitos de Bugs Bunny o Mickey Mouse o, en el caso de ser mujer, sus braguitas repletas de la cara de Hello Kitty, alégrese pero no cante victoria. Si el vigilante jurado ha tenido un mal día, le hará quitarse también los zapatos, pasar dos veces por el arco detector de metales (¡qué metales!, si los hemos dejado todos en la maldita bandeja), le pedirá que muestre otra vez su tarjeta de embarque y su pasaporte y le apremiará para que retire sus cosas y siga su camino, olvidándose por completo de que debe calzarse, colocarse el centiron, acomodarse los pantalones y la camisa, guardar la tarjeta de embarque y el pasaporte, ponerse la americana o el tabardo, recoger el equipaje de mano que la cinta ha escupido y tapona la salida del resto... ¡Ufff, que estrés!

Mientras compone sus enseres observará que el vigilante encargado de controlar la pantalla del escáner no le presta demasiada atención a la misma, entretenido en amena charla con algún compañero. Un vistacito a la radiografía del equipaje de mano y ya sabe que no llevamos ninguna bomba, porque la estadística a este respecto es muy, pero que muy, muy baja. Tenga por seguro, antes de decidirse a viajar, que los vigilantes jurados se vengaran en su persona de la escasez de sueldo que reciben a final de mes y de las horas extras que nunca cobran.

Un alto responsable de la seguridad aeroportuaria me confesó que este teatrillo que vive el pasajero en los aeropuertos solo tiene la misión de «crear sensación de seguridad». Sensación de seguridad y cabreo, añadiría. En realidad los terroristas pocas veces utilizan los canales de embarque rutinarios para colar sus armas o explosivos. Casi siempre lo hacen en connivencia con personal del aeropuerto y por vías fuera de los controles establecidos para el pasaje. Además, como se ha denunciado en repetidas ocasiones, la seguridad interna de los aeropuertos, con respecto al control de empleados y el acceso a las zonas restringidas, es bastante deficiente. Pero quienes pagamos los platos rotos somos los sufridos pasajeros. ¿Seguridad? Lea esta noticia, publicada por la Agencia EFE el 9 de febrero de 2013, y luego decida usted mismo sobre la tan cacareada seguridad de los aeropuertos: «Un niño belga de 12 años ha conseguido burlar los controles de seguridad del aeropuerto de Bruselas y viajar solo, sin billete ni documentos de identidad, hasta Málaga en un vuelo regular, según informaron fuentes de la Guardia Civil. El menor fue detectado en la capital malagueña por un agente del Instituto Armado, al que llamó la atención su marcha errática por el aeropuerto de la ciudad andaluza».

En el futuro, al parecer se terminará este vestirse y desvestirse en aras de una seguridad mal entendida. No habrá que descalzarse ni someterse al arco detector, ni quitarse el centiron. Será mucho peor. Alguna mente lúcida, de esas que solo pretenden fastidiar al personal, ha desarrollado un escáner de microondas que mostrará su imagen completamente desnudo. En 2009 empezó a funcionar uno de estos cacharros en el aeropuerto de Phoenix Sky (Arizona) y, a raíz del intento de un nigeriano de cometer un atentado contra un avión estadounidense con destino a Detroit (partió del aeropuerto de Schiphol, Ámsterdam), varios aeropuertos han decidido implantar tan magnífico aparato saltándose las leyes de protección de la intimidad y el respeto que debe tenerse por el pasajero. Como los americanos son muy pudorosos[6], le ofrecen al pasajero la oportunidad de cubrirse los genitales con un triangulito de plomo, y las revisiones de hombres y mujeres se realizan en escáneres independientes controlados por personal del mismo sexo. ¡Qué delicadeza! Encima habrá que darles las gracias.

Los responsables del invento juran y perjuran que la cara del pasajero será velada para no identificarle. Sin embargo, les importa un pimiento someter a los viajeros a una radiación de microondas, por pequeña que sea, nociva para el organismo (la exposición a las microondas aumenta el riesgo de padecer cáncer). En julio de 1997, la Comisión Europea reconoció que disponía de estudios científicos y médicos sobre los peligros que entrañaba para la salud una exposición continuada a los aparatos de microondas (los efectos nocivos de la telefonía móvil sobre la salud, debido a las microondas, también han sido demostrados). Si viaja una vez al año, las malditas microondas no le afectaran pero ¿y los pasajeros que por motivos profesionales vuelan constantemente de un lugar a otro?

La seguridad es la seguridad, aunque luego se cuele un niño de 12 años como si fuese una hormiga. Pero estas medidas parecen un chiste al lado de las adoptadas en los países del Golfo Pérsico. El 17 de octubre de 2013, varias agencias de prensa lanzaron esta noticia: «Los países del Golfo Pérsico detectarán homosexuales en sus aeropuertos para prohibirles la entrada. Kuwait y varios países del Golfo Pérsico harán un test en los aeropuertos (añadido al test sanitario que ya practican para controlar posibles enfermedades peligrosas) para detectar la homosexualidad e impedir la entrada de gais en estos países. El director de Salud Pública de Kuwait declara que “esta nueva medida solo supone aplicar test más rigurosos que nos permitan detectar a los homosexuales e impedir su entrada en Kuwait o en otros países del Golfo Pérsico”». Nada raro porque la homofobia en los países musulmanes aumenta día a día. Solo así se explica que, en julio de 2012, las autoridades portuarias marroquíes prohibieran atracar en Casablanca al crucero MS Nieuw Amsterdam, de la naviera Holland America, por ser exclusivo para gais.

Después de mucho peregrinar y sufrir, el viajero logrará acceder a la sala de embarque y estará a un paso de tomar el avión. Si le sobra tiempo, seguramente recorrerá las diferentes tiendas del duty free y comprobará que los precios, antes libres de impuestos y más baratos que de puertas afuera, ahora en la mayoría de los aeropuertos son más caros. En Barajas los vinos de Rioja o Ribera del Duero cuestan más en el área internacional que en Carrefour, Alcampo, Mercadona o el colmado de la esquina de su casa, y hace algunos años en Bahréin, un pequeño reino del Golfo Pérsico, en el aeropuerto de Manama, una cámara Canon A-1 triplicaba el precio de cualquier tienda de fotografía de España. Lo vi con mis propios ojos.

Desalentado por la frustración que crea la falta de gangas a la hora del shopping, se retirará a su sala de embarque a la espera de que alguien anuncie el momento de subir al avión. Jamás he entendido por qué cientos de personas permanecen de pie frente al mostrador, para ser los primeros en embarcar, si la mayoría de las veces los asientos están numerados y cada pasaje tiene asignado el suyo. Serán los nervios o la impaciencia. Entre empujones y esperas de pie en el pasillo del avión (siempre hay quien para dejar sus bultos se lo toma con parsimonia) llegará a su asiento acompañado por las sonrisas de las azafatas y la cantinela del «buenos días» o «good morning», y descubrirá que la valija que le corresponde está llena de paquetes de otros pasajeros. La gente desconoce, como demuestra este comportamiento, que los bultos de mano deben ser los menos posibles para darles cabida en el portaequipaje correspondiente al asiento asignado. Si su compartimento está lleno sepa que tiene derecho a reclamar que lo vacíen. Pero si reclama, el okupa de turno se sentirá ofendido porque no tiene ni idea de cómo debe comportarse en un avión. Así, tras un largo calvario, se acomodará en su asiento y ya estará listo para sufrir el vuelo.

Pongamos por caso que su billete a Mongolia le ha costado solo 20 euros, pero tendrá que pagar por facturar su equipaje, por el vaso de agua en el avión, por la comida (los precios suelen ser abusivos y el pasajero nunca adivina dónde termina la bandeja de plástico y empieza el pollo porque saben igual) o los auriculares. Le acosarán con rifas para sacarle la pasta y con productos de baratillo para que su cartera quede más limpia que la patena de un obispo. Tenga en mente que algunas compañías se plantean la posibilidad de cobrarle también por utilizar los lavabos y, si siguen bajando los precios debido a la feroz competencia entre ellas, acabarán por cobrarle el uso del cinturón de seguridad, del chaleco salvavidas, de las mascarillas de oxígeno o por la cartulina con las instrucciones de emergencia. Los chinos, que siempre han tenido fama de grandes negociantes, como comprobó Marco Polo, valoran la posibilidad de abrir vuelos internos en que los pasajeros vayan de pie para aumentar así el aforo de los aviones. Imagínese volar de Pekín a Shanghái (unos 1.200 kilómetros) cogido a una barra metálica, como un mono en una jaula ¡de cine! Al presidente de Ryanair, el célebre y excéntrico Michael O’Leary, la idea le ha parecido genial y, según declaró al periódico La Vanguardia (31 de enero de 2012), «tardaría solo una semana en aplicar el sistema para los vuelos inferiores a 90 minutos». Tengo el convencimiento, debido a la excentricidad de Michael O’Leary y su poca inversión en calidad y buen servicio (solo le interesa la pasta), que si la ley lo permitiera eliminaría de un plumazo a los pilotos de los aviones. ¡Una locura! Los estadounidenses, en las misiones de combate más arriesgadas, ya han sustituido a los pilotos de ciertos aviones espía o de guerra, y los llamados drones o UAV[7] realizan misiones de alto riesgo con un excelente resultado.

Pese a todo, ya está sentado en el avión. Ahora le toca lidiar con las azafatas. Las azafatas, antes relaciones públicas de la compañía, le tratarán con pocas contemplaciones. Pulsará el botón de llamada y cuando se presenten para atenderle ya habrá olvidado para qué lo había pulsado. Si pide una manta o un periódico le mirarán con extrañeza, como si se hubiese vuelto loco. ¡Acaso no sabe que su billete es de low cost! Los asientos estarán tan pegados unos a otros que se comerá sus rodillas durante las diez horas de vuelo y la seguridad del avión dejará mucho que desear, como han denunciado los pilotos en varias ocasiones, porque para ahorrarse costes y ofrecer los billetes más baratos las compañías se ciñen a las revisiones mínimas que establece la ley. En abril de 2006, quinientos pilotos de diferentes compañías aéreas denunciaron ante la opinión pública la «trasgresión a las normas de seguridad aérea y el rechazo a la presión ejercida por las compañías en beneficio de sus intereses comerciales». No sé si tendrá algo que ver con la reducción de costes pero, en 2009, el Sindicato de Pilotos (SEPLA) denunció que Air Comet (hoy desaparecida) pagó una nómina con cheques sin fondos.

Por último, el aeropuerto en que aterrizará su vuelo de bajo coste estará a 1.000 kilómetros del primer punto civilizado, tendrá que desplazarse del avión al edificio del aeropuerto a patita, le perderán la maleta (pese a haber pagado por llevarla, y si vuela a Ginebra aparecerá, en el supuesto de que así sea, en Guatemala porque los indicativos de ambas ciudades tienden a confundirse: Ginebra, GVA, y Guatemala GUA) o tendrá que esperar más que el santo Job para que la cinta se la entregue: a menos tasas de aeropuerto, menos servicios. A buen seguro conocerá de qué hablo a poco que haya tomado un vuelo low cost, perdón, de bajo coste.

Los pasajeros también han cambiado. A las señoras y señores elegantes y bien vestidos les han sustituido los mochileros, los jóvenes que se comportan en el avión como en las calles de su barrio, los ejecutivos de pacotilla que por llevar un portafolios se creen los presidentes de una república bananera, los padres con niños mal educados que berrean sin parar aunque el vuelo dure diez horas o los ancianos, más perdidos que una vaca en el desierto, que sus hijos han montado en el avión y no tienen claro si vuelan a Torrevieja o a Marte, pero sí que deben mostrarle a su compañero de viaje las fotos de la familia con todo tipo de comentarios. La cosa no termina aquí.

El low cost también ha llegado a los hoteles. En algunas ciudades españolas, como Madrid o Barcelona, y de otros países, como la República Checa o Estados Unidos, varios alojamientos ofrecen habitaciones a bajo coste, pero compartidas, como en la mili. El precio resulta bajo, muy bajo (hay habitaciones por 15 euros la noche), como es normal en el low cost (de lo contrario se llamaría de otra manera), pero a cambio tiene que estar dispuesto a ver a sus compañeros de habitación en pelota picada, y puedo asegurarle que las modelos, esas chicas tan bien hechas que desfilan en las pasarelas, como Valeria Maza, Gisele Bündchen, Heidi Klum o Adriana Lima, no se hospedan en este tipo de hoteles. Los modelos masculinos, como Sean O’Pry, David Gandy, Simon Nessman o Arthur Kulkov, tampoco los pisan. Ellas o ellos pagan suites de lujo que en ocasiones rondan los 6.000 euros la noche o más, mucho más, como la Bridge Suite del hotel Atlantis de Bahamas, en la que una nochecita cuesta 25.000 dólares (18.693 euros), o la Royal Penthouse Suite del hotel President Wilson de Ginebra (Suiza), la más cara del mundo (2013), que ronda la friolera de 65.000 dólares (48.602 euros). Eso sí, en esta suite, el huésped, dispone de 12 habitaciones, 12 baños y una terraza de 1.680 metros cuadrados, entre otros muchos lujos.

En su habitación low cost, por llamarla de alguna manera, también tendrá que estar dispuesto, con buena cara (todo sea por el precio bajo), a oler los pinreles de sus compañeros, a escuchar sus ronquidos, a soportar, cuando ya duerme a pierna suelta, el golpe de la puerta al entrar o salir alguno de ellos, a compartir las duchas, los retretes, etc. ¡Cómo no van a ser baratas! Además, tenga en cuenta que hay miles de psicópatas sueltos por ahí y que en suerte, aunque no lo desee, puede tocarle dormir junto a uno de ellos. Este tipo de habitaciones, que nunca he experimentado y que, salvo imperativos del guión, nunca pienso experimentar, parecen la caldera de Pedro Botero a tenor de las cientos de páginas de quejas sobre las mismas que inundan la red de redes, Internet. He visto en televisión a varias personas hablando sobre las maravillas de estas habitaciones. Pero estoy plenamente convencido de que si, a esas mismas personas, el periodista les preguntase si utilizarían este tipo de alojamientos después de tocarles una lotería de varios millones de euros la respuesta sería rotunda: «No». Esto demuestra que el concurrir a los mismos no es una cuestión de gusto personal sino de necesidad económica.

Viajar se ha convertido en una pesadilla, pero ya se sabe que sarna con gusto no pica. Quienes hemos conocido las buenas épocas, y somos muchos, lamentamos el cambio. Es cierto que ahora la gente puede desplazarse de un país a otro sin rascarse el bolsillo, pero también es cierto que la esencia del viaje, el arte de viajar, se ha perdido. Requiescat in pace.