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Juguetes rotos o convivir con dos impostores: el éxito y el fracaso

SOBRE EL FRACASO DEL ÉXITO

 

En nuestros recuerdos, como una parte imborrable de la memoria sentimental de los que vivimos las últimas décadas del pasado siglo, quedarán siempre el éxtasis y la locura colectiva que acompañaban los goles de Diego Armando Maradona; la bronca emoción con la que un país necesitado de mitos recibió el triunfo mundial de Poli Díaz, el Potro de Vallecas, el hijo del pueblo que se vio de pronto rodeado de oro y de mujeres hermosas, o la temeridad en los descensos de Marco Pantani cortando las curvas de paso de montaña de Tourmalet con la misma indiferencia y sangre fría con la que se corta una rodaja de melón. Los grandes coliseos del mundo esperaban poder contemplar el ascenso del gancho de izquierda de Mike Tyson hasta la mandíbula de su rival, esperaban «la ejecución» perfecta de un movimiento que convertía la fuerza en un somnífero letal para el contrario. Tyson daba miedo, y sobre ese miedo se asentaron su gloria, su fortuna y su trágico final.

En Acento Robinson escrutamos lo que tienen en común estos protagonistas del triunfo. Hablamos de la gloria y hablamos de la caída de los dioses. Diego Armando Maradona tiene una iglesia propia, con sus capillas. Al resto les queda la capilla de nuestro recuerdo. Pero todos tocaron el cielo... antes de caer irremediablemente en el barro de sus excesos. Admiración, tristeza e indignación se juntan en nuestro recuerdo. Éxito y fracaso unidos en los mitos que ascendieron hasta tocar el cielo y se hundieron, probablemente hasta casi el infierno. Lo tuvieron todo: fama, éxito, mucho dinero y, sobre todo, muchos excesos. No le hicieron demasiado caso a las palabras de Kipling, aquello de: «Al éxito y al fracaso, a esos dos impostores trátalos siempre con la misma indiferencia».

Yo tengo mis propios recuerdos relacionados con el fracaso, con el éxito. George Best era el mejor futbolista que había visto en mi vida hasta que conocí a Maradona. Además, Best era un sex symbol, era... como el quinto Beatle. Fabuloso. Tuve el gran honor de jugar con él en una postemporada del Reino Unido. Se formó un equipo llamado George Best All Stars, en el que Best no jugaba mucho porque, de pronto, se marchaba a tomar algo y ya no le veíamos más durante días. Eso ocurrió el primer año. En un partido y a petición suya, sus compañeros hicimos «guardia» para impedirle beber... pero era difícil. George solía comentar que su fortuna la había gastado en coches rápidos, mujeres guapas y alcohol. «El resto», añadía, «lo malgasté». En el año 1969, contaba, abandonó las mujeres y el alcohol. Aquellos fueron, decía, «los peores veinte minutos de mi vida». Era un crack. En una ocasión se compró una casa en la costa, pero para llegar hasta ella tenía que pasar necesariamente delante de un bar. Así que no llegó a ver el mar en su vida. Era muy entrañable y tenía siempre mucha sed.

En estas evocaciones, en esta reflexión sobre el fracaso, sobre el éxito, nos acompañaron en nuestro primer Acento Robinson los recuerdos, las opiniones y la experiencia de Pedro García Aguado. Pedro fue el símbolo del waterpolo español cuando el waterpolo español brillaba en el mundo.

 

 

LA TRAGEDIA DE LOSPURASANGRES

 

Pedro García Aguado es un buen nombre para un jugador de waterpolo. Representó a la selección española en quinientas y pico ocasiones, no sé cómo se puede hacer eso, pero lo hizo. Es campeón del mundo y medallista olímpico. En realidad, lo que no ganó Pedro es que no merecía la pena ganarse. Ahora es presentador de mucho empaque del programa Hermano mayor. Lo hace muy bien, escribe libros y ayuda a la gente que tiene problemas, problemas de adicción. Él tocó la cúspide, pero también tocó el suelo. Nos cuenta su historia de cómo compaginó el deporte de élite con el alcohol, es decir, el agua con el alcohol, sin ahogarse:

«A los 18 años el entrenador que teníamos en Madrid, Mariano García, decía que éramos “purasangres”. Estábamos hechos para el sacrificio, para el esfuerzo, para entrenar como animales, pero también para divertirnos... Durante un tiempo no lo notas, eres joven y tienes una capacidad de recuperación espectacular. Hacia los 28 años ya empecé a notarlo y a sufrir más de lo que tenía que sufrir. Pero a mí no me gusta responsabilizar a nadie de lo que me pasó, ni de mi propio dolor, sé que no soy culpable, pero sí responsable de una serie de determinaciones que tomé y que me llevaron a sufrir más de lo que debía. Porque con el deporte, solo con el deporte, se sufre, pero es un sufrimiento agradable. Y en mi caso el deporte terminó por convertirse en un sufrimiento más allá de lo soportable, se convirtió en sufrimiento desagradable».

Pedro también vivió muy de cerca la tragedia personal del gran guardameta de la selección española, Jesús Rollán. La depresión, los problemas familiares y la dependencia de las drogas acabaron con su vida a los 37 años. Pedro vio desaparecer a su mejor amigo, un deportista mítico, pero también un juguete roto. «Es un episodio al que, por mucho que busque respuestas, los porqués, no los encuentro. Cada día me acuerdo de él. Cuando nació mi primera niña le pedí que fuera el padrino, por la alegría que transmitía Jesús, por la relación que teníamos. Desde muy jovencitos entrenamos y sufrimos mucho juntos. Además, en el juego yo estaba siempre en una posición por delante de él, porque yo era el defensor de boya y él portero; teníamos una complicidad importante. Por eso cuando escucho lo de Jesús, o lo de Pantani y otros deportistas que han fallecido en trágicas circunstancias, la verdad es que no te explicas cómo se puede llegar a eso habiendo pasado antes, como tú decías, por el cielo, con mucho esfuerzo sí, pero también con mucha intensidad. Jesús vivió en un momento en el que la medicina no podía ayudarle y él dijo: no puedo más».

 

 

IGNORANCIA Y PREJUICIOS

 

Del barro se puede salir. Esta es la verdadera otra cara del fracaso, la que merece la pena. Una cara que se apoya en la determinación, en el coraje y en la solidaridad. Pedro dejó sus adicciones y ahora es un coach, un hombre que ayuda, con éxito, a la gente con problemas. Él nos cuenta cómo puede darse la vuelta al fracaso, cómo se sale del barro:

«Siempre estaré agradecido a mi familia. En un momento determinado levanté la mano y dije: tengo un problema. Más allá de la irresponsabilidad o la inmadurez, tengo 34 años, me he fundido cuanto he ganado, estoy más solo que la una; solo, triste, y me siento desgraciado cuando aparentemente tenía que ser un tío feliz. Esto puede que tenga algo que ver con que cuando salgo por la noche no soy capaz de parar de consumir. Consumía alcohol y sustancias ilegales y no sabía parar. Me tiraba por ahí consumiendo, de fiesta (“fiesta fúnebre”, la llamo ahora), tres días, cuatro días, y al final no podía asumir mi responsabilidad como deportista. Cuando se lo dije a mis padres, ellos, que no habían sabido ponerse de acuerdo en casi nada, se pusieron sobre esto y me ayudaron. Sobre todo tengo que agradecer al equipo terapéutico que me trató, de esto no se sale solo, ni únicamente con fuerza de voluntad. Se sale siendo muy humilde, agachándote, rindiéndote. Aquello que nunca había hecho ante los húngaros, los yugoslavos (con los que me daba de tortas hasta el final del partido), lo hice ante las drogas y dije: esto puede más que yo, ¿qué tengo que hacer para vivir sin consumir? Y vivir bien, ¿eh? Llevo diez años sin consumir y he apreciado cosas de la vida que no había apreciado siendo campeón olímpico».

Pedro era tan bueno, tan sumamente bueno practicando su deporte que es probable que sus compañeros y entrenadores miraran hacia otro lado en cuanto a sus problemas personales.

«Lo que ocurrió fue más una cuestión de ignorancia y de prejuicios. En las fiestas de celebración cuando ganábamos todos los torneos, pues evidentemente existía el alcohol, el puntillo, el desfase, porque has estado mucho tiempo aguantándote y entrenando sometido a mucha presión, y quizá la válvula de escape que teníamos algunos deportistas era esa. Digo lo de la ignorancia porque nadie podía pensar que un chaval de 22 años, que llegó de Madrid a Barcelona con 17, que cumplía en los entrenamientos y en los partidos como el mejor tuviera una adicción. Pero es que yo les engañaba, porque aunque estuviera hecho polvo, rendía al máximo. Ellos ignoraban mis problemas y yo ignoraba que el comportamiento que tenía frente a las sustancias era el de un adicto. A esto se añadía que en aquel entonces un adicto era el que se pinchaba heroína, el marginado, el que había terminado durmiendo en un cajero automático. Pero Pedro García Aguado, con su 1,92 de estatura, cachas, con melena, que siempre tenía una sonrisa para todo el mundo, ¿quién iba a pensar que era un adicto? Nadie, porque el prejuicio y el concepto social eran: “este tío es un triunfador”. Nadie sabía lo que pasaba, sabían que a mí se me iba la mano y me llamaban cariñosamente El Missing, el desaparecido, cuando no me presentaba en los entrenamientos. Sin embargo, nadie pensaba que pudiera ser una enfermedad, una adicción. Eso me lo diagnosticaron a los 34 años».

 

 

EL PUNTO DE INFLEXIÓN

 

La famosa entrevista de Maradona a Mike Tyson en el programa de televisión del primero, La noche del 10 —una joya sobre los escombros de la fama— nos da pistas acerca de las innumerables disculpas que puede ponerse una persona antes de reconocer su dependencia de las drogas. «Tenemos cosas en común», se decían Tyson y Maradona en referencia a sus orígenes humildes, «millones de personas te convirtieron en lo que eres», añadían difuminando su responsabilidad sobre el fondo sin fondo de la fama. «Nos juzgan todo el tiempo», pensaban olvidando que también habían sido juzgadas sus virtudes. «Yo tengo que vivir» y «que se vayan todos a la mierda», eran sus conclusiones más valientes. Se supone que son dos adictos rehabilitados, algo con lo que Pedro no está en absoluto de acuerdo: «Eso no es una buena recuperación. Hay que aceptar unos límites, existen unos límites y no pasa nada por cumplir las normas. No puedes vanagloriarte de que harás siempre lo que quieras».

Lo que dice Pedro me hace recordar a mi abuela. Después de los partidos, cuando yo era futbolista, siempre había, digamos, un «tercer tiempo». Después de jugar nos tomábamos una cerveza... o dos. Mi abuela vivía entonces con nosotros y cuando llegaba a casa me miraba, me daba un beso y decía: «Michael: hay una diferencia entre una cagada y romperse el culo, ¿eh?». Porque había detectado que me pasaba. Yo, gracias a Dios, tenía a mucha gente que me cuidaba. ¿En qué momento se da cuenta una persona con adicciones peligrosas de que está exprimiendo el presente e hipotecando el futuro? Según García Aguado, «no hay un único momento. Es la suma de muchos, pero no te das cuenta de ellos hasta que tienes claridad mental. Te puedo contar varios momentos, uno de ellos: un día llegué a casa con una resaca total, me senté en el sofá y mi hijita de un año y medio quiso despertarme. Me acuerdo que la miré de tal manera que se quedó helada. Y lo hice porque simplemente había salido por la noche y tenía ganas de dormir. Me dije: esto no va bien. Luego, cuando ya había dejado la selección, estaba a punto de tirarme al agua para jugar cuando un hombre se me acercó y se puso a contarme su vida. Que si había sido campeón de braza, de cómo eran las cosas en sus tiempos, y pensé: qué pesado es este hombre, tengo que tirarme al agua y ponerme a nadar. Era la temporada 2000-2001 de la liga nacional. Fue ponerme las gafas, tirarme al agua y pensar: Yo voy a ser ese señor dentro de unos años. Me di cuenta de que se me estaba acabando el waterpolo. El momento definitivo llegó cuando me quedé sin excusas, cuando ya no tenía a quién echar la culpa de lo que estaba haciendo y fue cuando pedí ayuda. Estábamos preparando Barcelona 92 con la selección y la ley olímpica decía que si un jugador daba positivo en sustancias, todo el equipo sería sancionado. Ahí me saltaron las alarmas y avisé. Les dije: “Mirad, chavales: yo cuando salgo, tomo cocaína y no sé contenerme”. Entonces pedí ayuda: “Ponedme a vivir con alguien que me vigile, no quiero perderme la olimpiada”. Así que me apartaron del equipo y al final pude ir a la olimpiada. Pero fue un punto de inflexión».

A Pedro García Aguado, un buen nombre para jugar a waterpolo, le volvió a perseguir el éxito y se liberó de sus dependencias sin renunciar a «un punto canalla, necesario para tratar con chavales. Yo sigo siendo un gamberro, pero no necesito sustancias para divertirme, a los chavales les advierto: si haces esto te enfrentas a unas consecuencias».

 

 

PAUL GASCOIGNE, LA ÉLITE DEL TOC

 

No es fácil seguir bailando cuando la música ha dejado de sonar, es así. ¿Con qué podemos sustituirlo? A John Carlin, colaborador de mi programa, le intriga el caso de Paul Gascoigne, Gazza, el que fuera el mejor futbolista inglés de su generación, alcohólico y consumidor de cocaína. Padece un trastorno obsesivo compulsivo o TOC y necesitaba el alcohol para relajarse. No es el único, al parecer. David Beckham siente empatía por la gente que padece este trastorno, también tiene TOC. Necesita, por ejemplo, colocar los cubiertos en un orden determinado para poder comer. Algo similar a la manía de Paul Gascoigne, quien siempre debía empezar a calzarse por el pie izquierdo y cuando en terapia intentaron convencerle de que lo hiciera al revés, le dio un ataque.

Alejo García Naveira es un profesional de las emociones, psicólogo del Atlético de Madrid y de la Real Federación Española de Atletismo. A su entender, ayudar a este tipo de personas requiere conocer su situación y su pasado. A una situación así se llega por un cúmulo de factores educativos, familiares y sociales. Para ayudarles, «hay que combinar el trabajo clínico y el psicológico: primero desintoxicar y después terapia con un psicólogo». Esperemos que esta ayuda llegue a tiempo a Paul, que ya ha cumplido los 38 años y lo fue todo en el fútbol de élite.

Yo bebía mucho cuando era deportista de élite. Recuerdo una vez que jugamos en Dublín contra la URSS y vino mi novia a verme; ganamos 1-0. Al día siguiente salí con ella, fuimos a comer y me preguntó qué me pasaba. «Michael, anoche estuviste fantástico», dijo. Sí, pensé yo, pero eso fue anoche. Ahora te vas y me quedo sin nada. En el estadio he tenido a sesenta mil personas adorándome un rato y el fin de semana jugaré en mi estadio. Y emocionalmente estoy tocando el diez o quizá el once, con la adrenalina por las nubes.

Me resultaba difícil conformarme con el seis o el siete. Y recurría al alcohol para subirla. Entonces no había tanta droga, pero otros futbolistas, por ejemplo, eran ludópatas. Yo me sentía huérfano de emociones cuando no estaba jugando. Cuando me casé encontré el amor pleno y eso me ayudó, pero de soltero, los vacíos entre partido y partido...

 

 

ADRENALINA POSTIZA

 

La vida da más vueltas que un balón con rosca antes de llegar a la escuadra de la portería y estrellarse contra la red. En ocasiones los problemas humanizan a las estrellas del deporte, en otras se convierten en un mal mensaje y en un mal ejemplo para la juventud. Ahora, en cambio, el fútbol está de enhorabuena. Los campeones de Europa y del mundo parecen de la familia Von Trapp, de Sonrisas y lágrimas. Es posible que la globalización haya mejorado este aspecto del deporte. Hoy las empresas patrocinadoras exigen al deportista que sea un referente social. Si mi hijo me dijera: papá, de mayor quiero ser como Xavi, Iniesta, o cualquier otro jugador de la selección española, yo le diría: pues muy bien. Pero Maradona, en cambio, lo único que hacía bien era tocar la pelota.

Coincido con John Carlin en que a un joven de 18 años que se hace rico y famoso de un día para otro le es muy difícil evitar que se le suba todo a la cabeza. Te conviertes en un pequeño dios, pero muy frágil, de porcelana. Así es muy fácil derrumbarse. Entiendes que estas personas busquen compensar toda esa adrenalina, cuando les falta, con métodos artificiales. Con adrenalina postiza. Porque llegan los 30-35 años y su vida les parece un tremendo desierto vacío que no es fácil atravesar.

Un desierto en el que perecieron algunos de los más grandes.