Llegar a Olivos

Juliana Awada no podía disimular su asco.

—Estas cortinas están muy sucias, hay que lavarlas —dijo con gesto de desagrado.

—Yo las tiraría —acotó el hombre que la acompañaba.

—Sí, mejor tiralas. Y estos zócalos… mirá, están podridos. Hay que sacarlos también.

El hombre asintió en silencio.

La flamante primera dama continuó:

—¡Uy, lo que son esas paredes, ahí hay manchas de humedad! Todo eso hay que arreglarlo y después pintarlo bien.

El hombre ya no dijo nada.

—Hay cualquier cantidad de cucarachas, ¿nunca desinfectaron a fondo acá? —siguió ella, embalada.

Pero su acompañante ya solo la miraba sin responder.

—¡Y esta alfombra, por Dios, está negra! La van a tener que sacar.

Al hombre, que nunca la había visto antes, se le ocurrió que tal vez era momento de presentarse. Awada le hablaba como si se tratara de un asistente que debía tomar nota de sus pedidos, o tal vez del decorador designado para poner a punto la residencia presidencial de Olivos que ella pisaba por primera vez aquel sábado 12 de diciembre de 2015. Pero no: el hombre era el encargado de su seguridad, no de la limpieza del lugar.

—¿Tomaste nota? —le preguntó ella, dispuesta a seguir el recorrido.

—Señora —la interrumpió él, con la mayor dulzura posible—, yo soy el jefe de la Casa Militar… Me llamo Jean Pierre Claisse.

La primera dama se ruborizó, avergonzada por el malentendido.

—¡Ay, perdón, no te puedo creer! —se disculpó y ensayó esa sonrisa que hechiza a todos.

El teniente coronel Claisse se rio:

—Ningún problema, señora. Estamos para servirla.

La escena me la relató uno de los testigos presenciales de ese recorrido, quien pidió que no fuera revelada su identidad. Demuestra cómo fueron los primeros minutos de la nueva reina en su futuro hogar: estaba claro que Juliana había llegado para adueñarse del trono.

El resto del recorrido de aquel día iniciático terminó de espantar a Awada. A las paredes con humedad, los zócalos podridos, la suciedad general, la falta de agua caliente —algo que ya se parecía a un boicot— y las cucarachas que brotaban sin control de las alcantarillas se sumó un descubrimiento de lo más extraño cuando ingresaron al dormitorio que hasta pocas noches antes ocupaba Cristina Kirchner.

—¿Y eso? ¿Qué es ese biombo? —preguntó la nueva dueña de Olivos.

—Qué raro —acotó su acompañante.

El biombo en cuestión separaba la cama de la ex presidenta del resto del cuarto y convertía aquello en un ambiente mínimo, claustrofóbico, parecido al de un enfermo terminal que teme contagiar a sus seres queridos. Allí había dormido Cristina, rodeada de oscuridad y polvillo.

Todo aquello era una postal de la soledad y el abandono.

—Qué espanto —repetía Juliana a cada paso, sin disimular su repulsión.

El color terracota de la residencia principal que la viuda de Néstor Kirchner había elegido para sacarle algo de solemnidad también le pareció «de mal gusto» a Awada. Lo mismo que el dudoso rosa chicle que Florencia, la hija de la ex presidenta, había usado para decorar su propio chalet. No: había que pintar todo de blanco nuevamente. Blanco y puro, como le gusta a Juliana.

En los jardines de la quinta el panorama era igual de desolador. Árboles caídos obstruyendo los senderos, un lago artificial con agua podrida, una cancha de tenis cubierta por la maleza, y disimulados entre los arbustos, aquí y allá, huraños y acobardados, los empleados de la residencia que no se animaban a emitir palabra y que, por el contrario, se alejaban en puntas de pie cuando alguien se les acercaba.

Juliana intentó saludarlos, pero no obtuvo respuesta.

El jefe de la Casa Militar le explicó: los empleados, dijo, tenían órdenes de no hacerse notar, de no dejarse ver ni oír cuando la antigua jefa Cristina y sus circunstanciales visitantes paseaban por los jardines de la residencia. Hasta habían adquirido la costumbre de darse vuelta y camuflarse entre la vegetación para no «molestar» a la ex presidenta. Eran directivas inapelables de la anterior conducción política, que los habían transformado en entes anónimos, en fantasmas sin identidad.

—Pobres… —se compadeció la nueva primera dama.

Tras esa primera inspección, ella midió sus palabras ante los periodistas: «Vamos a ponerle un poco de calor de hogar a la quinta», fue lo único que dijo.

A su marido, en cambio, le habló con total sinceridad:

—Hasta que no arreglen todo este desastre no nos podemos mudar.

Mauricio Macri le dio la razón, como hace siempre.

El «desastre» del que hablaba Awada también había impresionado a otros hombres del PRO que visitaron la residencia de Olivos en los primeros días. Entre ellos, el asesor estrella de Macri, el ecuatoriano Jaime Durán Barba, que veía en aquella mezcla de desolación y dejadez una oportunidad marketinera para cargar las tintas contra la anterior moradora de la quinta presidencial.

—Tanto lujo, tantas joyas, tantas carteras y maquillaje, y al final resulta que Cristina vivía en una pocilga —cebó el asesor al Presidente.

Durán Barba me dijo que Macri no quería magnificar el asunto.

—Hablar de eso, tratarla de sucia, de dejada, ya sería atacarla personalmente. Y ella es una mujer… —le contestó el jefe.

El gurú ecuatoriano apeló a su erudición:

—En quechua, a una mujer así se la llama «carishina». Es la mujer que es desprolija como un hombre.

Todo lo contrario de Juliana.

Días más tarde, la Secretaría General de la Presidencia elaboró un informe sobre el estado en que Macri y su esposa encontraron la residencia. Allí se detallaban nuevas sorpresas que la primera dama no había alcanzado a advertir en su primer recorrido: matafuegos vencidos desde hacía tres años, volquetes llenos de basura sin retirar, reflectores quemados, banderas argentinas muy deterioradas, un auto inservible abandonado en el parque de cuyo dueño no se tenían noticias, gran cantidad de gatos sueltos como si se tratara del Jardín Botánico, ratas en el sótano a pesar de los gatos, pérdidas de fluidos cloacales disimuladas con parches insuficientes, y más cucarachas, muchas más de las que había advertido Juliana. La primera vez que los funcionarios macristas usaron la cancha de fútbol para jugar un picado, con la residencia aún deshabitada, los insectos los tomaron por asalto en las duchas. Hubo alaridos y casi escenas de pánico.

La cancha de paddle, a su vez, estaba cubierta de yuyos, pero lo que más contrariaba a Macri —un fan de ese deporte— es que no tuviera las medidas reglamentarias.

Y había un dato más que arrojaba el informe: en el techo del chalet que había usado Máximo Kirchner hallaron un joystick desvencijado, a pesar de que el hijo de Cristina siempre desmintió su comentada pasión por la PlayStation.

Awada puso manos a la obra. Supervisó semana a semana las refacciones que consideró necesarias y contrató a una conocida ambientadora para redecorar la quinta, Paz Caradonti, muy cercana a la hija treintañera del Presidente, Agustina Macri. Además, y por fuera de los circuitos habituales que comprenden licitaciones o contrataciones por parte del Estado, la primera dama eligió materiales de la firma de diseño y construcción Barugel y consiguió descuento «a lo Lita de Lázzari» gracias a una gestión informal: pidió a un amigo, el relacionista público Hernán Nisenbaum, que llamara a las autoridades de la empresa de su parte.

Nisenbaum me dijo que llamó:

—Juliana dice que le pasaron un presupuesto y que le hacen el 20 por ciento de descuento, ¿no podremos conseguir algo más?

El directivo de Barugel se sensibilizó ante el pedido:

—Le voy a hacer el 20 de descuento y sobre eso, el 50. Voy a pérdida, pero decile que una primera dama como ella se lo merece.

Todos quieren caerle en gracia a la mujer del Presidente.

En paralelo a las refacciones, Awada convenció a su marido de hacer algo más: una limpieza energética del lugar para eliminar las supuestas ondas negativas que habitaban allí. Lo consultaron con la maestra budista a la que acuden juntos semanalmente, cuya identidad no quieren revelar. Es una gurú que tiene su consultorio en el conurbano bonaerense y a la que en el PRO llaman familiarmente «la armonizadora». En el caso de Macri y su esposa, claro, atiende a domicilio.

Las fuentes consultadas para este libro coinciden en que fue Juliana quien introdujo a Macri en el mundo de la meditación y la armonía budista e hinduista, y que ambos hicieron cursos de respiración y otras yerbas en El Arte de Vivir, la organización mundial que comanda el excéntrico y polémico maestro indio Sri Sri Ravi Shankar. La familiaridad del Presidente y su esposa con esa movida new age se pone de manifiesto cuando alguien les hace llegar los comentarios maliciosos de la prensa.

—Mauricio, ¿qué es eso que publicaron de que consultás a una bruja? —le preguntó hace poco un amigo desinformado.

—¡No es una bruja, no entienden nada! —se molestó él.

Y Juliana terció:

—Es una maestra armonizadora, nos hace muy bien. Ella trabaja con la energía, las ondas positivas, los «chakras»…

El amigo de los Macri que me relató ese diálogo los miró boquiabierto.

—Los dos están fanatizados con esa onda —me dijo, entre divertido y preocupado.

La limpieza energética que se hizo en la Quinta de Olivos —y también en la Casa Rosada— se denomina «Puja de Kangso» y es una ceremonia tibetana que, al parecer, elimina las ondas maléficas, los celos y la envidia que pueden morar en un determinado ambiente. La «armonizadora» de Juliana y Mauricio supervisó ese ritual pagano que haría retorcer de indignación al papa Francisco. Fue un coro de mantras con fondo acústico de címbalos, campanas y pequeños tambores.

El clímax de la ceremonia tuvo lugar en el que había sido el antiguo dormitorio de Cristina Kirchner. Del biombo, por supuesto, no quedaron rastros tras esa limpieza.

—Mauricio y Juliana no participaron de eso —los disculpó un funcionario al que consulté, y que estaba al tanto de la extravagante escena—. Justo se habían ido de viaje a Davos.

La remodelación del nuevo hogar de los Macri consumió los días de diciembre, enero y febrero. Recién en los inicios de marzo de 2016, tres meses después de asumir el poder, el Presidente finalmente pudo mudarse a Olivos, primero al chalet de huéspedes que antes había ocupado el hijo de Cristina —el del joystick en el techo— porque las refacciones en la casona principal seguían demorándose.

Juliana se había salido con la suya, a pesar del insólito atraso.

Reformó la residencia a su antojo, pintó todo de blanco tiza, tiró los muebles viejos y los reemplazó por una decoración de estilo net y tonos suaves y luminosos, le construyó un cuarto a su nena de 4 años, Antonia, modernizó la arquitectura del lugar, recuperó los jardines y también la huerta —uno de sus hobbies— y se hizo instalar una cómoda oficina en el sector de la Jefatura, pegada a la de Macri, el líder formal. Y todo lo logró sin estridencias, sin necesidad de pulsear e imponerse, sino simplemente convenciendo al Presidente con su sonrisa y sus artes de hechicera.

Antes de la mudanza, el primer verano del matrimonio en el poder había transcurrido con otras novedades que amenizaron la espera. Estaba el ya citado viaje de los dos a la cumbre de Davos, en Suiza, donde Juliana se mostró junto a su amiga de la realeza, Máxima de Holanda, apenas días después de compartir las vacaciones con la familia Zorreguieta en Villa La Angostura (donde las hijas de la reina jugaron con las de la primera dama). También estaban sus dotes de traductora exhibidas durante la visita a la Argentina del presidente francés François Hollande, cuyo acento parisino no podía distinguirse del de la anfitriona. Macri solo observaba la charla entre ambos y cada tanto asentía.

Se había difundido, además, una foto que dio que hablar: Juliana en un pintoresco mercado del Barrio Chino de Belgrano, haciendo la cola en el cajero como cualquiera y sorprendida por un espontáneo que subió la imagen a su cuenta de Instagram y elogió de paso la sencillez de la primera dama. Lástima que el espontáneo no diera a conocer su nombre real, y que poquitísimos días después apareciera un segundo anónimo en las redes sociales que a su vez subió una imagen de María Eugenia Vidal, la gobernadora bonaerense, otra chica PRO y amiga de Juliana, también haciendo las compras en un supermercado: poderosa, pero ama de casa y cerca de la gente. La coincidencia generó inevitables suspicacias y desde entonces ya no hubo más fotos por el estilo.

Otro punto alto de la exposición de Awada fue la visita al Vaticano, donde Jorge Bergoglio, Francisco, recibió a Macri con cara de pocos amigos después de meses de indiferencia entre ambos. El Papa recién cambió ese gesto de desagrado cuando entró en escena ella, que le arrancó una sincera sonrisa y también un regalo para la pequeña Antonia.

Mientras la prensa nacional hablaba de la tensión entre el Presidente y Francisco y del polémico rosario que el Papa le había enviado a la piquetera kirchnerista Milagro Sala, compadeciéndose de su prisión, Awada afirmaba feliz en la tapa de la revista Caras, una de sus vidrieras preferidas: «El Papa nos regaló un rosario para Antonia». Claro, ella no era menos que Sala.

Francisco además tuvo la amabilidad de recibirla en la misma reunión con Macri, desafiando el protocolo del Vaticano, que dicta que las mujeres no casadas por Iglesia deben ser atendidas aparte. Mauricio y Juliana, los dos divorciados de parejas anteriores, solo se casaron por civil.

Un conocido periodista me dijo que Macri le comentó fuera de micrófono:

—Con ella volvió a reír Francisco, antes tenía esa cara de culo insoportable… Es así, Juliana te hechiza.

Otro hito de esos primeros días de poder fue un artículo de la revista norteamericana Vogue, el máximo referente en el mundo de la moda. Comparaba el estilo y la elegancia de la nueva primera dama argentina con los que supo ostentar «Jackie» Kennedy, la mítica mujer de JFK que marcó una época, y también con la impronta que hoy muestra Michelle Obama, otra esposa presidencial elogiada por su clase. De pronto, Juliana se había convertido en una celebrity para los medios internacionales.

«Jackie fue el ícono de toda una época, pero siento que estoy lejos de parecerme a ella. Yo elijo ser yo, tener mi propio estilo, ser auténtica y no tomar como referente a nadie», dijo ella al diario español ABC. «Lo importante es que la gente sepa que estoy al lado de Mauricio. Muchas veces se habla solo de lo que llevo puesto, pero mi foco está puesto en otro lado».

¿En cuál?

Awada siguió: «Mientras Mauricio fue jefe de Gobierno porteño me dediqué a visitar centros infantiles, para apoyar a las madres en la educación de sus hijos, sobre todo en los primeros años de vida. Desde mi lugar podré continuar con ese trabajo y con otros que se me presenten». En esa tarea, como se verá más adelante, la acompaña su amiga Carolina Stanley, la ministra de Desarrollo Social. Todas las mujeres del Gabinete le rinden pleitesía a la primera dama.

La frutilla del postre de esos primeros meses fue la visita de Barack Obama a la Argentina. Mientras Macri firmaba acuerdos con el estadounidense, Juliana tuvo su propia agenda con la popular Michelle, su esposa. La agasajó con un acto en su nueva «unidad básica», el Centro de Diseño de Barracas, dijo que la otra la «inspiraba» y la siguió hasta Bariloche para sacarse más fotos. Hasta coló a su amiga Juanita Viale a la cena de honor con que los Macri recibieron a los Obama. La actriz y nieta de Mirtha Legrand fue criticada por ser parte del evento, pero nadie sabía cómo había llegado a él. Awada lo hizo. Porque su hija mayor es compañerita de la de Juanita en el Liceo Francés.

El embajador norteamericano en Buenos Aires, Noah Mamet, por esas horas habló de la «química» entre Juliana y Michelle: «Yo sabía que esto iba a ocurrir. Se lo había dicho a las dos primeras damas, estaba seguro de que se caerían muy bien porque son muy similares».

Jackie Kennedy, Michelle Obama… Juliana se sintió en la gloria cuando la pusieron en un pie de igualdad con esos íconos mundiales. La comparación ramplona con Evita Perón, la heroína de cabotaje, no era para ella.

En el acto en Barracas, Michelle, la socióloga y abogada (y ex jefa de Obama en un estudio jurídico antes de seguirlo en su carrera política), había dejado un mensaje a las mujeres argentinas.

El intérprete la tradujo:

—Estudien para hacer una diferencia. Gracias a mis estudios, tuve oportunidades que mis padres jamás hubieran imaginado para ellos.

La bachiller Awada estaba entre las que aplaudían. Ella tenía otros atributos para llegar: belleza y mucha ambición.

Michelle la había llamado beautiful and fabulous first lady.

Pero no todos la trataban con esa deferencia. Por esos mismos días fue la chica de tapa de la revista Noticias, a la que Macri llama «Malicias». El título la disgustó: «El regreso de la mujer decorativa». La entrevistó una periodista de esa publicación, Alejandra Daiha, llamándola directamente a su celular y sorteando a los voceros de Awada, que no facilitaban las cosas.

Daiha le preguntó:

—Se muestra como una mujer a la antigua, que posterga todo por acompañar al marido. ¿Se siente una primera dama decorativa?

Awada se puso firme:

—No me siento decorativa. La mujer de un presidente puede tener un rol político o acompañar y ayudar desde otro lugar. Mi vida es muy activa, estoy todo el tiempo en movimiento… Me encargo de las comidas, de la casa, de la obra en Olivos… Me gusta ocuparme a mí de la ropa, de llevar y traer a mis hijas, no tengo mucha gente para que me ayude, prefiero hacerlo yo.

—¿Y por qué abandonar su vocación por el diseño? —la aguijoneó la periodista—. Dijo que no seguiría involucrada en la empresa textil de su familia.

—No sé, son momentos —dijo Awada—. No es que me desligué del todo. Tampoco es que me quedo encerrada en mi casa. Aprendí mucho en estos años con Mauricio, recorriendo el país, en contacto con la gente. Además, siempre puedo volver.

—¿No se aburre?

—Es que no paro. Hago cursos…

—¿De qué?

—Arte, cocina, estudio francés, italiano. Hago actividad física.

—¿Le gusta cumplir el rol protocolar?

—Fue bárbaro haber viajado a visitar al Papa, recibir a Hollande. Y la visita de Obama…

—¿Le molesta que la comparen con Michelle Obama?

—¡Ojalá me parezca! Trato de ser yo misma, pero siento por ella una profunda admiración.

Tras la salida de reportaje, Awada le envió un mensaje de texto a su entrevistadora: «Qué feo el título, jajaja».

Debería seguir demostrando que no es «decorativa».

Por esos primeros meses la primera dama también fue noticia por un trascendido: ¿iba a ser mamá por tercera vez? Los medios se abalanzaron sobre ella.

Jorge Fontevecchia, director de la editorial Perfil, se lo preguntó al Presidente en un reportaje:

—¿Juliana Awada está embarazada?

—No —dijo Macri—. Hoy le dolía la cabeza. Dijo: «Me habrán embarazado así, en forma extraterrestre, porque me duele la cabeza».

Su marido se dirigió a ella en medio del reportaje para despejar las dudas:

—No estás embarazada, ¿no?

Juliana respondió:

—No sé de dónde salió. Mi madre, que está de viaje afuera, me dijo: «Mi amor, felicitaciones…». Pero no.

Jorge Lanata había sido el primero en desmentir la increíble noticia en la mesa televisada de Mirtha Legrand, unas horas antes. «Juliana no está embarazada, lo chequeé porque venía para acá», informó. ¿Desde cuándo al periodista más famoso del país le importaban las informaciones de ese rubro? Probablemente desde el momento en que él y su mujer, «Kiwita» Stewart, empezaron a cenar con Juliana y Mauricio en su departamento de Barrio Parque, en los tiempos de la campaña.

En esos encuentros, al periodista y su mujer los acompañaba otra pareja de amigos, la de la conductora Mariana Fabbiani y su marido Mariano Chihade, productor de televisión.

Los seis, Mauricio, Juliana, Lanata, «Kiwita», Mariana y Mariano, se quieren y respetan. Lo que no conviene es hacerlo público.

También están los amigos históricos del Presidente, los que lo acompañaron en los fines de semana previos a la mudanza a Olivos. Invitados permanentes de su quinta de Malvinas Argentinas —Los Abrojos—, ellos son, entre otros, el asesor José Torello, el jefe de los espías Gustavo Arribas, el actor Martín Seefeld, su hermano «Willy», un ex compañero de Macri en la Universidad Católica Argentina, «Charly» Taboada, y dos miembros que se sumaron al grupo en los últimos tiempos, uno de los hermanos de Juliana, Daniel «Kemel» Awada, y el relacionista público Hernán Nisenbaum, acompañados todos de sus mujeres.

Ese elenco vio cómo la anfitriona, luego de las elecciones ganadas, se puso de pie en medio de una cena y propuso un brindis.

Todos se levantaron de sus asientos y escucharon la arenga:

—¡Somos los mismos de siempre, les pido que sigan a nuestro lado! ¡Y no dejen de pelearla como lo hacen siempre!

Juliana les hablaba con los ojos humedecidos.

Los amigos de Macri aplaudieron.

Ese fin de semana en Los Abrojos se los vio especialmente cariñosos a ella y Mauricio. Él la tomaba de la mano en todo momento y no dejaba de piropearla. «Mi amor», lo llamaba ella. «Juli», le susurraba él. O también «Ju».

Uno de los invitados, Nisenbaum, bromeó:

—Mauricio, nos hacés quedar mal a todo el resto.

Los enamorados rieron.

Los invitados a Los Abrojos aseguran que ni siquiera se separan cuando él juega al paddle con sus amigos en la cancha que, a diferencia de la que encontraron en Olivos, sí tiene las medidas reglamentarias. Entonces, mientras Macri le pega a la pelota con ganas, ella le festeja los tiros desde un costado.

O lo corrige.

—¡Más despacio, mi amor! ¡Tenés que pararte derecho!

Hasta en esos detalles está.

Además del brindis en Los Abrojos, el lunes después de las elecciones ganadas también hubo otros dos homenajes, ambos en el gimnasio de Barrio Parque en el que Juliana y Macri empezaron su historia de amor, el Ocampo Wellness Club. El gerente del lugar, Aldo Giménez, lo agasajó a él con una impactante torta con la forma de la Casa Rosada.

—También lo obligamos a tomar una copa de champán —me dijo Giménez—, porque él nunca toma, ni fuma, ni nada.

A Awada, emocionada, sus treinta compañeros de la clase de baile le dedicaron un aplauso ensordecedor cuando llegó al gimnasio. Ella otra vez lagrimeó, y acaso no alcanzó a ver —ni importaba— si entre los que aplaudían estaba la ex de Macri, «Malala» Groba, con la que no se dirige la palabra a pesar de compartir ese ámbito.

—Ellas interactúan poco —fue el eufemismo que usó Giménez, el gerente del Ocampo.

Pero de eso ya se hablará más adelante.

Volviendo a las festividades, falta el tan comentado baile en el balcón de la Casa Rosada con el que Macri se hizo mundialmente conocido cuando asumió. A Juliana se le notó una expresión de incomodidad en ese momento, captada por las cámaras de televisión.

—Pará, por favor —fue la frase o más bien el ruego que se leyó en sus labios.

La misma imagen luego quedaría inmortalizada en los «memes» que la mostraban intentando apaciguarlo sin que se notara. «Me casé con un boludo», rezaban esos afiches satíricos de la oposición, que tomaron prestado el título de la película interpretada por Valeria Bertuccelli y Adrián Suar.

Durán Barba, el asesor estrella de Macri, convive a diario con esos excesos.

—Él es así, un jodón —me dijo el asesor—. Por ejemplo, le esconde las llaves del auto al chofer para ver qué hace.

—¿Y Juliana? —le pregunté.

—Es más conservadora —contestó Durán Barba—. Se enoja con él y con nosotros cuando empezamos con las bromas.

En esos momentos, Awada los reta.

—Son un poco chiquilines ustedes, sean más serios.

—Bueno, listo, se enojó —decreta Macri y la estudiantina llega a su fin.

Viene a cuento relatar el arribo de Juliana a Olivos y sus primeros meses en el poder, porque es a lo que siempre aspiró.

Le costó llegar. A diferencia de su marido, no nació millonaria. Y está lejos de serlo a pesar del emporio textil de su familia.

Viene de Villa Ballester, a unas noventa cuadras de distancia de Olivos. De un hogar que supo abrirse camino en esa barriada mezcla de clase media y proletariado, y que pasó por angustias y carencias en sus comienzos. Sus padres empezaron de abajo y a ella la educaron para ascender y llegar.

Alejandro Awada, el hermano actor de Juliana que militó activamente en el kirchnerismo, disparó esta frase ante una conocida con la que suele cruzarse en Pilar, donde ambos viven:

—¿Sabés lo que pasa? Mi hermanita está cumpliendo el sueño de mamá.

La conocida en cuestión era Nancy Pazos, la periodista y ex mujer del macrista Diego Santilli. Le respondió con acidez:

—Me parece que ella tenía más ganas de ser primera dama que Macri de ser presidente, ¿o no?

Los dos rieron.

De las ansias cumplidas de ascenso social y del largo camino que llevó a Juliana desde la modesta Villa Ballester hasta la poderosa Olivos tratarán los siguientes capítulos de este libro. Porque entre una geografía y otra hay mucha más distancia que las noventa cuadras que las separan.