Confesiones
Yo fui populista.
Me autodesigné parte activa del pueblo. Asistía a manifestaciones de protesta masivas y leía autores progresistas.
Tenía un problema de coherencia moral con la Coca-Cola. Era un adicto al brebaje, pero definía a la empresa como una multinacional enemiga de los intereses populares.
En los 80, era secretario del Instituto de Pensamiento Latinoamericano de la Universidad de Morón y participaba en el grupo de filosofía denominado Pensamiento y Cultura. En sendos ámbitos, había maestros.
Pensamiento y Cultura era un grupo disímil ideológicamente hacia adentro, pero había, aunque esto es una presunción personal, un denominador común: la creencia de existencia del pueblo. Y por lo tanto, del antipueblo. Había jesuitas en el grupo. Personas entrañables y sabias en general. Bienintencionadas. Conocían a Jorge Bergoglio y lo respetaban. Eran los tiempos previos a la caída de la dictadura. Y por supuesto había muchísima efervescencia intelectual.
Más tarde escribí un artículo en la revista del Servicio de Paz y Justicia, junto con la licenciada en Filosofía Alicia Lufiego. El artículo fue traducido al francés e incorporado a un volumen de apreciaciones semejantes: se llamaba «Cómo se convierte el pueblo en actor real de la política». Decía:
En las condiciones históricas de dominación de nuestros pueblos, los movimientos sociales populares han expresado auténticamente los sentimientos y las necesidades más vivas de distintos segmentos de la población.
Es un fragmento que hoy podría decirse encaja con el precepto de equivalencia de Ernesto Laclau. Luego escribíamos:
Cuando asistimos a la configuración «desde abajo» de una fuerza social con vocación de permanencia, la relación entre movimiento popular y construcción de la democracia es inmediata, actual… […] El presente y el futuro no pueden hacerse sin un proyecto nacional que englobe y encamine la diversidad de aspiraciones y demandas… (1)
Y seguía en ese tono, era una suerte de manifiesto sobre el camino de la no violencia como forma de confrontación contra la violencia de la Dictadura, y no he desistido de esa creencia.
Observé a Laclau, pero no él a mí. Yo estudiaba alemán en el Instituto Goethe. Tramitaba una beca en Alemania, estaba concedida, y mi tutor allí, en Freiburg, era el profesor y doctor Bernhard Welte, discípulo empinado de Heidegger. Guardo sus cartas. Intercambios amigables, a la espera de mi llegada a su país. En el Goethe, aprobé el Grundstufe, el ciclo básico, lo requerido por la beca, pero con dificultad. De hecho olvidé al tiempo lo aprendido. No sé alemán. Aunque tuve la posibilidad de observar cómo un alumno mayor que yo, dedicadísimo y ágil para comprender las declinaciones y las mil dificultades que me planteaba a mí el idioma, se manejaba con gran suficiencia. Era, efectivamente, Ernesto Laclau, el autor de La razón populista. El libro que le puso letra filosófica a la configuración de liderazgos políticos tan parecidos, y tan diferentes a la vez, como los de Hugo Chávez, los Kirchner, Rafael Correa y Evo Morales.
No fui a Alemania por diversas razones. Las gestiones para la beca las había realizado Dina Picotti, decana en ese momento de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Morón. Ella es traductora de Heidegger.
Heidegger idealiza la tierra, la patria y al pueblo. Y yo atravesaba entonces esos senderos filosóficos.
En lo político, aunque hoy me parece increíble, me acerqué a Jorge Abelardo Ramos. Junto con un amigo, Daniel Ares, lo frecuentamos, y hasta nos ofreció escribir en la editorial del Frente de Izquierda Popular. Hablaba con inmenso énfasis y cuando terminábamos nuestras tertulias, tarde en la noche, nos despedía con unas sentencias bolivarianas.
Conocí por entonces a Ernesto Sabato. Él estaba cerca de Alfonsín, claro. Comencé a visitarlo. Cambió mi visión de las cosas, comencé a descreer y a sospechar del populismo, del peronismo, y me distancié del colorado Ramos, sin que él, supongo, lo hubiera advertido.
Pero nunca dejé de tener en cuenta la movilidad social promovida por el primer peronismo, ni tampoco cierta sintonía profunda con un ritmo, con un latido popular. Claro, aquí empiezan los problemas conceptuales. ¿Qué es lo popular?
Escribí para un diario de Morón un poema lastimero. Después empezaron a publicarme críticas literarias en el diario El Matutino de Santos Lugares. La primera fue sobre Carta a un rehén de Antoine de Saint-Exupéry. Recuerdo perfectamente haber citado este párrafo:
¡Estoy tan cansado de polémicas, de exclusividades, de fanatismos! En tu casa puedo entrar sin vestirme con un uniforme, sin someterme a la recitación de un Corán, sin renunciar a nada de mi patria interior. Junto a ti no tengo ya que disculparme, no tengo que defenderme, no tengo que probar nada. Como en Tournus, hallo la paz. Más allá de mis palabras torpes, más allá de los razonamientos que me pueden engañar, tú consideras en mí simplemente al Hombre, tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbres, de amores particulares. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte, te engrandezco. Me interrogas como se interroga al viajero. (2)
El diario creció y comenzó a denominarse El Matutino del Gran Buenos Aires. Un día, el jefe de Redacción, una especie de monstruo sagrado del periodismo deportivo, especialista en básquet, Estanislao Villanueva, «Villita», me dijo que escribiera una crónica de un partido de fútbol. De uno cualquiera que mirara por televisión y que escribiera la crónica. Le gustó mucho. «Pasás a deportes», me dijo.
El diario se fundió. Yo ya colaboraba en un programa de radio, Deportodo, por Radio Antártida, donde cubrí la campaña de Estudiantes de Buenos Aires en primera B en 1977. También acompañaba al conductor del programa, Héctor González de Dios a los partidos de primera A. Él no veía bien. Y debía llamar al relator del partido principal que se llamaba Yiyo Arangio y describirle la jugada del gol. Gritaba:
—¡¡¡Atento Yiyo!!!
—¡¡¡Gol de quién!!! —respondía Yiyo.
Y ahí González de Dios me decía en voz baja:
—¿Quién hizo el gol, pibe?
Y yo le describía la jugada que él luego contaba épicamente al aire.
Fútbol y filosofía. Y populismo. Seguía pensando que existía el pueblo, y el antipueblo.
Me habían fascinado los textos de juventud de Hegel reunidos bajo el título El Espíritu del Cristianismo y su destino. Siendo judío, me hice filosóficamente cristiano. Hasta que años después me encontré con Nietzsche y El Anticristo. Hegel creía en el Volkgeist, «El espíritu del pueblo», y yo por entonces, también.
Fundido El Matutino, debía buscar otro trabajo. Un hijo venía en camino. Nicolás. Ingresé a Editorial Atlántida. El trabajo me lo consiguió Ernesto Cherquis Bialo. Pero no en El Gráfico donde yo hubiera preferido y del que él era director, sino en la revista Somos. Cherquis era vecino mío, en El Palomar. Conocía a mis padres.
Poco después, junto a mi amigo Daniel Ares, mientras trabajábamos en Atlántida, intentamos escribir un libro: Reportaje a la conciencia crítica nacional. Entrevistamos a Adolfo Pérez Esquivel, al gremialista Juan José Taccone, a Sabato, a Ángel Federico Robledo y a un radical balbinista muy solemne del que olvidé el nombre… pero fracasamos. Yo me acerqué más a Sabato, y Ares siguió más cerca de Ramos. Continuamos nuestra amistad pero no el libro.
Sabato nos dijo:
—Muchachos, son tiempos complicados, si tienen algún problema llamen a Raúl Alfonsín de mi parte.
Atlántida. Fue una gran escuela de periodismo. Los cronistas que transitábamos por allí aprendíamos muchísimo. Aprendimos, como me dijo un amigo, «a gambetear» Eran los años del Proceso y el director de la editorial, Aníbal Vigil, sostenía al régimen. Pero no la mayoría de sus periodistas. El hecho de que un container sea azul, no implica que los elementos que están dentro del container sean todos azules. Yo ingresé en Somos meses antes del gobierno del general Viola, que pretendía abrir una salida democrática y que fue decapitado políticamente por Galtieri. Fui un cronista ajetreado. Un jefe me dijo una vez:
—Pibe, vaya todos los fines de semana a Ezeiza, el sábado y después el domingo.
—¿Y ahí qué hago?
—Cuando vea que llega algún famoso que se va de viaje o vuelve de un viaje, le hace una nota.
Fueron dos meses de fracasos. Nunca vi a ningún famoso. Tal vez pasaron frente a mí y no los reconocí. No hice ninguna nota. Pero me curtí en las guardias.
En otra oportunidad me mandaron a cubrir una etapa del viaje del Papa a la Argentina. El Pontífice Juan Pablo II iba a Luján. Fue el 14 de abril de 1982, en plena locura de las Malvinas. Viajaría en papamóvil hasta Morón, y allí trasbordaría al tren, al Sarmiento, que lo llevaría a la Basílica ante millones de personas. La noche anterior yo estaba en clases en la Universidad de Morón estudiando Hegel. Me angustiaba muchísimo todo. El país, la locura de la guerra y también levantarme de madrugada para aguardar al Papa. Llegué más temprano que nadie. Me instalé en la calle Rivadavia, frente a la Estación, todo se fue colmando y muchas horas después aparecía el papamóvil con el Papa adentro. Se bajó del vehículo justo a mi lado. Me llamó la atención no sé por qué el hecho de que Juan Pablo II se sacó su solideo, a centímetros de mis ojos y pude ver que debajo del solideo llevaba otro solideo. Pensé que eso tendría que ver con su jerarquía papal.
Lo singular es que alguien tomó una foto que se convirtió en una postal. En el centro estaba yo, barbado con una campera azul, y a un costado el Papa bajando de su papamóvil. La postal se empezó a vender en todas partes. Decía: «Juan Pablo II, te quiere todo el mundo». Con esa imágen hicieron una gigantografía que estamparon dentro de la Catedral de Morón.
Algunos de los periodistas participábamos en marchas y peticiones. Aprendí que no tenía por qué asumir el pecado de «portación de patrón». De hecho, en Somos había de todo, radicales, peronistas, comunistas, apolíticos, y también algunos peligrosos tipos de la SIDE, algunos pseudoperiodistas siniestros, además de botones inorgánicos de los milicos.
Cuando en 1982 me llamaron para trabajar en el diario La Voz, un híbrido entre Montoneros, el Partido Comunista y Vicente Leonides Saadi, dos Falcon verdes se estacionaron en la puerta de mi casa durante días. Me amenazaban, alguien le dijo a mi madre que me iban a chupar y ella por las dudas escondió en un sótano Las venas abiertas de América latina, de Eduardo Galeano. Muchos años después le conté a Galeano la historia. Y me dijo que él, tras todo el tiempo transcurrido, hubiera escrito aquel libro, sí, pero de otra manera.
Yo seguía trabajando como periodista y refugiado en la filosofía.
En La Voz, un día, el general Cristino Nicolaides, entonces a cargo del Ejército, envió una avanzada de militares a la redacción bajo la acusación de que todos los que allí trabajábamos éramos Montoneros.
No encontró a nadie. El diario nos había puesto micros para asistir a una manifestación en contra del Proceso. Y allí fuimos todos.
Pero, asombrosamente para nosotros, Vicente Saadi y sobre todo Julio Amoedo —conservador, accionista del diario y yerno de Amalia Lacroze de Fortabat— habían negociado, no sé como, con la embajada norteamericana, frenar a Nicolaides. Una curiosa alquimia de comunistas, montoneros, saadistas y locura argentina.
Recuerdo una cena en la redacción. Un grupo se puso de pie cantando La Internacional con el brazo izquierdo en alto, y enseguida otro grupo con los dos dedos en V respondió con la Marcha Peronista.
Como ahora, el debate era periodismo profesional o militancia.
Llegó la democracia. La esperaba como casi todos. Me sentí identificado con la tapa del diario Clarín del día de las elecciones: «Llegamos». Me sentí emocionado y fui vicepresidente de mesa.
Aparecía la luz.
En el ’84, se me abrieron las puertas de los seminarios de Tomás Abraham. Era un espacio abierto, extraordinario, y una renovada fe filosófica sustituyó en mí a la creencia en la existencia de un pensamiento propiamente populista latinoamericano. Eran tiempos devocionales personales hacia Sartre, Baudelaire, Marcel Detienne, Giorgio Colli y Nietzsche… Dejé de creer en el pueblo. Pero no de emocionarme en las manifestaciones populares. Los bombos, los cánticos, los estandartes, ese candombe sigue hasta hoy convocando algo, como si esa expresión contuviera verdades que trascienden la palabra. Curiosamente, no percibí esa creencia en el pueblo en Nicolás Casullo. Trabajé en su cátedra y a su muerte escribí un obituario sincero:
Nicolás Casullo fue uno de los continuadores del espíritu del bar La Paz, pero a través de otros cafés. Los que rodean a la Facultad de Sociales, los de la carrera de Arquitectura, desangelados, dentro de esos gigantescos cubos de la Ciudad Universitaria.
Nicolás cultivaba los bares pero no el diletantismo. Era preciso y erudito. Recuerdo en una de esas mesas, atestadas de alumnos no formales, una lección magistral que nos dio sobre Filerete, extraordinario diseñador urbanista y renacentista, que pocos conocían como Casullo, filósofo de las ciudades.
Tengo grabados sus ojos con melancolía cuando dijo: «Finalmente el peronismo me aleja de todo lo que amo». Fue en uno de esos cafés. Sintió en ese momento que el mundo antiguo y clásico que lo fascinaba estaba demasiado lejos de este barro y de este país que tanto castiga. Pero nunca se alejó como intelectual activo de la política. Ni de las letras y la escritura. El frutero de los ojos radiantes, sobre su abuelo inmigrante italiano, es una novela entrañable. Sus cátedras fueron para todos los que allí trabajamos un espacio que construyó democracia, con una apertura ilimitada al disenso. ¿Quién puede olvidarse de PCPC —Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo— si la cursó en Sociales en la cátedra de Casullo?
Una vez fuimos a San Luis con Nicolás y Tomás Abraham, a un panel en la Universidad Nacional. Después, jugamos un fervoroso partido de fútbol en el terreno desparejo de la ladera de una montaña. Luego nos fuimos a tomar whisky y Casullo hablaba de Viena. Se obsesionaba con la encrucijada histórica de aquella ciudad imperial, cuando a fines del siglo XIX una pléyade de pensadores y políticos, desde Freud hasta Lenin, coincidió allí para incubar sin saberlo al siglo XX y sus explosivas contradicciones.
Casullo tiene, como diría Luis Gusmán, derecho a la muerte escrita. Su epitafio seguirá vivo en el comentario de su obra y de su vida. Tan ligada a Racing, como a Jean-Paul Sartre.
En realidad, Abraham y Casullo representan posiciones antagónicas en el devenir intelectual argentino. Abraham, distante de todo poder político; Casullo, uno de los fundadores de Carta Abierta. También trabajé con Héctor Leis, cercano al club socialista. Había sido un alto oficial montonero. Nunca lo supe hasta su agonía, cuando en un extraordinario legado —su diálogo con Graciela Fernández Meijide— cuenta su vida y realiza una durísima autocrítica sobre la locura de haber tomado las armas en una supuesta representación de los intereses populares.
Vale para Montoneros el esquema de Laclau. Se creyeron una sinécdoque, una parte que representa al todo, al pueblo, y derramaron así la sangre de los otros. Y acumularon mucho dinero a través de secuestros y vandalismos sanguinarios. Los Montoneros y las otras organizaciones armadas de los 70 en la Argentina representaron una fase del populismo, precisamente el populismo armado de izquierda, no tan distante su filosofía profunda del populismo armado de derecha de José López Rega y la Triple A.
Ambos bandos se adjudicaron la representación del pueblo y emprendieron la lucha contra lo que concibieron como «antipueblo».
La práctica activa del periodismo me deslumbró con la vitalidad de las cosas mismas, y la arquitectura de un escepticismo metodológico, o mejor, claro, de una duda metódica. Creo menos en los discursos y más en los hechos.
Laclau considera que los discursos son el fundamento de las cosas. Cree en el poder performativo del discurso. Es decir, cree y pregona que las palabras determinan las acciones. Para Laclau, el populismo es una llave que permite cohesionar al pueblo a través de un texto, un relato, que le permita a los oprimidos expresar su tragedia y luchar contra ella a través de la comunión con un líder que asuma la voz colectiva.
En esta Crítica de la Razón Populista, por oposición, sostenemos que los hechos son el fundamento de las palabras. No al revés. Y entre todas las cosas postulamos la prominencia de la ruta del dinero.
No es la senda del relato la que nos permite comprender, sino la ruta del dinero. Sigue la ruta del dinero y podrás averiguar por qué se enuncia públicamente lo que se enuncia.
La división entre «nosotros» y «ellos» sólo se percibe analizando la ruta del dinero. El populismo sería entonces una mitología, que se dice no mitológica, para encubrir el traspaso del dinero grande, del capital, de «ellos», hacia «nosotros», los que tomamos el poder.
En esta Crítica de la Razón Populista consideramos que hay una cosa en sí, que es efectivamente el capital, un epicentro que se capilariza y extiende en el sistema financiero del que la casta política populista y neopopulista es, en general, beneficiaria. Es crucial analizar la relación real que ha unido y une a los modelos neopopulistas con los banqueros, los bancos y los paraísos fiscales.
La ruta del dinero K es la evidencia de que debajo del palabrerío demagógico de lo real se yergue el flujo del capital encubierto, lavado, mal ganado, y capturado por quienes se han definido como los inmaculados representantes del pueblo, en contra del antipueblo.
Ninguno de los líderes neopopulistas que levantaron las banderas de Laclau ha sido anticapitalista para sí mismo.
La Razón Populista es una farsa.
La Razón Populista es un credo.
La Razón Populista es un significante vacío.