TRÁGICO FINAL

Alrededor de las cuatro, la madre, que había tardado mucho en dormirse, despertó sobresaltada, con un funesto presentimiento. Se levantó, acercándose cautelosamente a la habitación de su hijo como había hecho la noche anterior. Pero aquella vez no oyó su respiración. Llamó entonces a la puerta, y al no obtener respuesta la abrió, encontrando el cuarto vacío. Corrió enloquecida a la cabaña de Ramón, llamándole a gritos. El inquieto sueño de éste, se vio interrumpido por el desgarrador sonido de aquella voz apremiante. Saltó inmediatamente del lecho, y mientras se ponía los pantalones a toda velocidad, gritó: “Ya voy mi ama. Voy ahora mismo. ¿Qué pasa?”-

“Mi hijo, Ramón- sollozó ella- se ha ido; no sé cuando ni porqué. ¡Búscalo por Dios, antes de que sea demasiado tarde!. ¡Llévate a Leal, para que encuentre su rastro!. ¡Devuélvemelo, antes de que le suceda una desgracia!”-

El fiel Ramón supo al instante donde había ido. Sus pesadillas y aprensiones, no habían sido productos de su imaginación. En menos de un instante, cogió su zamarra y su escopeta, dispuesto a todo. El perro, conturbado sin duda por el dolor de aquellos corazones, ladraba furiosa y lastimeramente.

“No se inquiete, mi ama, que enseguida lo encontraré, y muy pronto estaremos de vuelta”.

Y Ramón, seguido por Leal, se lanzó como un rayo en dirección al pueblo. Al principio siguió al perro, al que gritaba continuamente: “¡Busca, busca al amo!”. Éste, olfateando, seguía el camino por donde, dos horas antes, había marchado José. Ramón iba tras él. Pero su impaciencia, su rabia, y su dolor, le impulsaron a cambiar de táctica. Algo en su interior le decía. que cada minuto que tardase en llegar al pueblo (estaba seguro de que allí estaba el peligro) podía resultar decisivo. Así que, gritando a Leal ¡sígueme!, se internó a increíble velocidad por caminos de cabras, riscos, despeñaderos… Atajos, quizá sólo por él conocidos, y en los que nadie se hubiera aventurado, sin grave riesgo de romperse la crisma, sobre todo a aquellas horas de la noche. Cuando empezó a amanecer, aceleró aún más su veloz marcha. ¡Ya estoy cerca!. En media hora estoy en el pueblo.

¡Pero si le hubiera sucedido algo!. Y Ramón, sin disminuir un ápice su vertiginosa carrera, acariciaba la escopeta apretando los labios. En aquel momento, al pasar junto a una ermita, oyó dar las cinco. Había recorrido en menos de una hora, una distancia, que a caballerías de buen andar les llevaba más de dos.

José había llegado un cuarto de hora antes de las cinco a las afueras del pueblo; y se sentó a descansar un poco, ya que desde allí a la plaza tardaría escasamente cinco minutos. No quería llegar, ni con retraso, ni con anticipación. Deseaba que los otros estuvieran ya reunidos a su llegada. Verlos de frente. Que ninguno, haciéndose el rezagado, pudiera sorprenderle por la espalda. Mientras descansaba, aprovechó para acondicionar bien el látigo en la mano izquierda, reservando la derecha para el garrote, que llevaba colgando por su cayado del antebrazo. Podía ejecutar, de forma suelta y rápida, toda clase de movimientos de esgrima y volteo, en los que con tanta firmeza y perfección se había estado entrenando. Y así, con sus armas bien preparadas, un poco pálido, pero con paso firme, hizo la señal de la cruz, y se encaminó al lugar de la cita.

Un minuto antes de llegar él, uno de los compinches que había estado de guardia, corrió a avisar a los demás: “Ya está aquí”.

Cuando José llegó a la plaza, pudo comprobar que todos los confabulados contra él le estaban esperando, y se dirigió hacia ellos con paso resuelto. Los enemigos, cada uno con su correspondiente garrote, estaban desplegados en un semicírculo bastante cerrado, con su jefe en la mitad de éste. Al ver Bruno que José se detenía frente a él, a prudencial distancia, le dijo con acento burlón: “Qué ¿hay miedo?. ¿No quieres acercarte un poco más, para que podamos ver mejor esa repugnante cara de marica que tienes?. ¡Chicos, qué bestia!. ¡Si se ha atrevido a venir, a sabiendas de que vamos a machacarle!. ¿Será que nos hemos equivocado con él, y hasta tiene algo de hombre?”

A José se le subió la sangre a la cabeza, que era lo que esperaba Bruno.

“Oye tú ¡so cabrón!, no he venido aquí a intercambiar insultos, aunque a cada cual haya que hablarle en su idioma para que entienda. Vengo, en primer lugar, a cagarme en vuestras respectivas madres, ya que no me es posible hacerlo en vuestros desconocidos padres. Y a continuación, a moleros a palos, y haceros tragar el asqueroso papel que me habéis enviado”. Y al decir esto, señaló el bolsillo izquierdo de su chaqueta. “Y cuando ya os tenga en el suelo, chillando como ratas, os obligaré a gritar públicamente que me habéis calumniado. Que lo que habéis dicho de mí, es una sucia mentira que os habéis inventado, comidos de envidia y de celos. De modo que preparaos, porque sin más conversación, voy a liarme a soltaros parte de los infinitos estacazos que os merecéis”.

Bruno sacó un pañuelo blanco del bolsillo derecho del pantalón, enarbolándolo, como señal de que deseaban parlamentar antes de iniciar las hostilidades.

“¡Espera un poco hombre, un poco de paciencia!. Que como te decía en la nota que te enviamos, por la lástima que has llegado a darnos, traigo un papel (y enseñó uno doblado, que traía en un bolsillo) en el que confesamos lo que deseas. Este papel, que te sería muy difícil quitarme; y que si lo lograbas, sería a costa de mucha sangre, puedes obtenerlo fácilmente.Y una vez que lo tengas en tu poder, nos devuelves el que te enviamos, y en paz. Pero comprenderás, que no vamos a confesarnos calumniadores y envidiosos por tu cara bonita. Tenemos que estar seguros de que, en realidad eres todo un hombre. Por eso no te doy el papel. Lo tiro al suelo, para que veamos si eres capaz de recogerlo.”.

Y uniendo la acción a la palabra, arrojó el papel a sus pies, en el centro del semicírculo que formaba la panda; con la suficiente separación entre ellos, para que los garrotes pudieran ser blandidos con holgura, cayendo por sus conteras de manera simultánea en aquel mismo lugar; y lo bastante cerrado por sus extremos, para que apenas quedara otro espacio, que el indispensable para que el incauto e inocente José (el astuto Bruno estaba seguro de que lo haría) se lanzara como un loco a coger el anhelado papel.

Tras un momento de “suspense”, en que el tiempo parecía haberse detenido, la voz burlona de Bruno rompió el sepulcral silencio: “¡Pero no!. ¿Qué vas a recoger tú?. Seria necesario ser muy hombre, y tú no eres sino un repugnante marica, para vergüenza de este pueblo de “machos”. ¡Vamos, hijo de perra, que no nos vamos a pasar aquí la mañana!. ¿Lo recoges o no?. Te doy un minuto. Si no lo haces tú, lo haré yo, y no volverás a tener la oportunidad de conseguirlo a ningún precio”.

José apenas le oía, obsesionado por aquel papel que sería su redención. Si hubiera conservado un mínimo de raciocinio, se hubiera dado cuenta de que el papel en cuestión, no era sino un papel en blanco; un cebo, para pescarlo impunemente. De que, con el adecuado manejo del látigo y el garrote, que tan hábilmente había aprendido a usar, podía abrir el círculo de sus enemigos por sus extremos, deshaciendo su perfecta formación; abatiendo a algunos, y poniendo en fuga a los demás, al ver que las cosas se les ponían feas. Y seguramente, sin ser alcanzado siquiera, dada su destreza de esgrimidor. Y una vez logrado esto, hubiera podido coger cuanto se le antojase.

Pero su innata carencia de agresividad, su ingenua buena fe; su absoluta incapacidad para comprender hasta donde puede llegar la humana perversidad; y su deseo de rehabilitarse sin hacer daño a nadie, pese a la ira que le obnubilaba tras tanto insulto; más la febril impaciencia por tener en sus manos el anhelado papel, nublaron de tal forma su razón, que no se fijó en lo que estaba tan claro; y cometió el segundo, gravísimo, y definitivo error de su vida. Enloquecido y ciego, al oír: “¡Venga cabrito!. ¿Lo recoges o me lo guardo?”. Se lanzó sobre el papel, como la mariposa a la llama. En cuanto penetró en el semicírculo, agachándose para recogerlo, la lluvia de furiosos garrotazos que cayó sobre él, lo dejó inmóvil para siempre. Los enemigos continuaron golpeándolo sin descanso, hasta que el cuerpo joven y fuerte de José, quedó hecho un amasijo de huesos rotos, sangre, y piltrafas de carne.

Una vez consumado el premeditado crimen, el miserable líder de la cuadrilla, se agachó sin inmutarse sobre aquel espantable montón de despojos; lo volvió, buscando el bolsillo izquierdo de la chaqueta, y sacó el papel que dos días antes le habían arrojado con la honda. Sonrió torvamente, y tal como estaba, empapado en sangre y con partículas de carne adheridas, lo guardó en su propio bolsillo, también el izquierdo.

Continuando con el proyectado plan, sujetaron al compinche al que por sorteo le había tocado “la china”; le metieron un pañuelo en la boca para evitar que gritase; le colocaron el brazo izquierdo en posición horizontal, agarrando con fuerza su antebrazo; y Bruno le asestó tranquilamente un garrotazo, que le fracturó el húmero. A continuación, le inmovilizaron el hueso con una correa; dejaron en lugar visible el látigo y el garrote, con los que su víctima había acudido al lugar de la cita; y, sacando el pañuelo de la boca del lesionado, le dijo su jefe señalándola: “¡Míralo bien!. Como se te escape una sola palabra de que hemos sido nosotros y no él, quienes te hemos roto el brazo, haremos lo mismo contigo. ¡Ya lo sabes!. Ahora vamos al médico, para que te cure la lesión que te ha causado ese maldito hijo de puta, que ya no nos molestará más”.

En cuanto la pandilla abandonó el consultorio, una vez entablillado el brazo del herido, se dirigió a la Comisaría. Allí denunciaron la agresión de que éste había sido víctima; y se entregaron, confesándose autores de la muerte de José “en legítima defensa”.

Todo había sucedido a tal velocidad, que cuando Ramón llegó a la plaza, a eso de las cinco y media, los asesinos se habían marchado. Sólo quedaba allí aquella espantosa masa informe, rodeada por algunos vecinos madrugadores, que habían quedado paralizados de horror al descubrirla. Leal se arrojó sobre los espectadores, que se apartaron asustados, aullando lastimeramente. Su dolor era tan elocuente, que conmovía. Jadeante, con los ojos húmedos, el cuello y el hocico, estirados hacia “aquello”, que sabía ser su amo, aunque no lograra reconocerlo. Su perplejidad y angustia, salvaron quizá a algún vecino, de sufrir una furiosa acometida del noble animal; al que Ramón, ebrio, trastornado, y sin comprender nada, se abrazó presa de una congoja infinita. Pasados unos instantes, se alzó súbitamente, encarándose con los estupefactos espectadores, con voz temblorosa por la angustia y la cólera: “Pero ¿como viendo esto no lo habéis impedido?. ¡Cobardes!. Mereceríais que os descargara la escopeta a bocajarro. ¡Dios mío!. ¿Cómo se puede consentir una cosa así?”.

“¡Sosiégate Ramón!. Te aseguro que ninguno hemos visto nada. Ni siquiera sabemos quienes lo han hecho, ni quien es la víctima. ¿Era quizá tu amo?. ¿Pero no estaba fuera, como todos creíamos?”- respondió el vecino más sereno, en nombre de los demás del grupo.

“Sí, “eso” era mi amo, y estaba conmigo en la sierra. Como esta madrugada desapareció de la casa, me figuré que había venido aquí, por culpa de esos cabrones que no le dejaban en paz; y vine a buscarle, para evitar que le sucediera alguna desgracia. ¡Y ved como lo encuentro!. Presentía que corría peligro. ¡Pero esto no, Señor!. Que es un crimen tan espantoso que nadie podía figurárselo. ¡Con mil vidas que tuvieran no lo pagarían!. No sé si se librarán del castigo de la Justicia, pero lo que es del mío, juro que no se libran, aunque se escondan bajo tierra. Me las pagarán, sí. ¡Lamentarán el día en que han nacido!.”

El grupo de vecinos iba aumentando. Unos que pasaban por allí camino del trabajo, y se detenían horrorizados al ver aquello. Otros, que acudían curiosos, atraídos por los rumores que empezaban a extenderse por el pueblo.

Pedro se dirigía al colegio, en el que empezaban las clases a las ocho, cuando al ver aquel nutrido y agitado grupo de personas se acercó, atraído por la curiosidad. Lo que entonces vio: los macabros despojos de José; la expresión de Ramón, aferrado a su escopeta; la actitud del perro, constituyó para él una tan terrible impresión, que no pudo olvidarla jamás. Aquella violenta sacudida emocional, marcó su carácter con una huella indeleble de odio visceral a la calumnia, la difamación, la prepotencia, la cobardía, la injusticia, el engaño…Todos sus rasgos de “quijotismo”, y sus intransigencias posteriores, costáranle lo que le costaran, siempre que se tratase de “desfacer entuertos”, hundieron en gran medida sus raíces, en la terrible escena de aquella mañana.

Pedro quería mucho a José, siempre tan amable con los niños. Y a pesar de la diferencia de edad, habían jugado juntos con frecuencia en el frontón. Y hasta habían sostenido conversaciones “serias”, en más de una ocasión.

Aquel día no podía concentrarse en el estudio; no podía pensar en otra cosa que en José; necesitaba desahogar su corazón angustiado, y rezar por él. Se arrancó materialmente de allí, y al llegar al colegio, pidió permiso a su profesor para no asistir aquel día a clase. Éste ya había decidido suprimirla, dado el estado de agitación de los chicos, y el suyo propio. Pedro volvió a su casa, se encerró en su habitación, y lloró y rezó largamente, estremecido de pena y horror, pero con el consuelo de saber, conociendo a José, que era ya feliz para siempre.

Ramón permaneció con el perro junto a los despojos del hermano querido, hasta la llegada del Juzgado, que procedió al “levantamiento del cadáver”. El juez dispuso su traslado al depósito, para que le fuera practicada la autopsia.

“Pero ¿qué autopsia?-protestó Ramón-¿Es que no le han hecho ya más de mil, esos sádicos asesinos?. ¿Se puede hacer la autopsia a unas pavesas?. ¿No está bien claro de qué ha muerto?. ¡Por Dios, Señor Juez!. ¡Déjeme llevarlo junto a su madre que nos está esperando!. Yo lo enterraré junto a su casa, y le pondré una cruz muy grande, para que el Crucificado lo acompañe y consuele; que él también, como Jesús, ha sido víctima inocente, crucificada.”

“No puede ser Ramón. Hay que cumplir la Ley”.

“Pero ¡que ley!. Será si es justa. Por favor ¡concédame lo que le pido!. ¡Hágalo, como consuelo para su pobre madre!”.

“Ya te he dicho que no es posible. Por favor ¡vete de una vez y no interrumpas más!”. E hizo una seña a los alguaciles que le acompañaban, para que se llevaran a Ramón. Pero éste se encaró con ellos: “Tranquilos, ya me voy. No molestaré más a su Señoría. ¡Pero será mejor que no me toquen!”.

Y al decir esto, volvió la espalda a los alguaciles, que efectivamente no le tocaron.

Una vez que se llevaron los restos de José, Ramón, seguido por el perro, se encaminó a casa de Bruno, decidido a meterle en la cabeza cuanto plomo llevaba en la escopeta. Pero una buena mujer, una caritativa vecina que había llegado a la plaza cuando Ramón discutía con el Juez, y se había dado cuenta de su estado de exaltación, y de su reconcentrada cólera, le cortó el paso diciéndole: “¿Donde vas Ramón?. Es inútil que te empeñes en cometer un disparate, porque tanto ése, como los otros, han salido para la cárcel provincial, conducidos por la justicia. Se presentaron en el juzgado muy temprano, declarando que habían sido ellos quienes, en legítima defensa, habían dado muerte a José. Por suerte para ti, no puedes encontrar a ninguno, y has de desistir de ir por el pueblo matando gente.”. “¡Oye!- dirigiéndose a otra vecina, con la que se cruzaron- ¿Se han llevado ya a los presos, verdad?”. “Sí, hace más de una hora.”. “¿Lo ves Ramón?. Tranquilízate, y vamos a ser razonables. Tú aquí no haces nada. Ni puedes dejar sola por más tiempo a esa pobre madre, que estará muerta de ansiedad. He pensado ir contigo, para tratar entre los dos de suavizarle el golpe; para acompañarla, y consolarla. Me quedaré allí los días que haga falta, hasta que ella decida lo que quiere hacer”.

Ramón, agradeciéndole su generosidad, comprendió que tenía razón, y no opuso resistencia. Pasaron por casa de la mujer, viuda hacía años, para que cogiera lo más indispensable, y avisara a sus hijos, ya mayores, de que se iba, a donde, y porqué.

Cuando llegaron a la casa de la sierra, la pobre madre, que llevaba horas asomándose a la ventana con la ilusión de ver llegar a su hijo; presa de mortal angustia, al verlos llegar sin él, balbució entre sollozos: “Ramón ¿dónde está José?. ¿Cómo no lo has traído, como me prometiste?. ¿Es que no lo has encontrado?”.

“¡Tranquilícese mi ama!. Lo he encontrado, pero no estaba en condiciones de venir. Esta señora se lo explicará mejor”

Ramón hablaba ahogadamente, clavándose las uñas en las palmas de las manos. Y una vez dicho esto, dio media vuelta, dirigiéndose rápidamente a su cabaña. Se metió en su dormitorio; se arrojó sobre la cama boca abajo, por temor a que pudieran oír sus gemidos; y dio rienda suelta al llanto tanto tiempo contenido, mezcla de dolor, ira, desesperación, e impotencia. El perro entre tanto, se había introducido en la alcoba del amo, y se había colocado a los pies de la cama, mirándola fijamente, sin que nadie pensara en él por el momento, ni se apercibiera de donde estaba.

Poco a poco, Ramón se fue tranquilizando; y con un poderoso esfuerzo de su voluntad, se levantó, para atender al rebaño, que balaba de hambre. “Es preciso hacer lo que se debe- se dijo- pase lo que pase. ¡Pobres bestias!”. Y aún llorando, decidió llevar al ganado a los pastizales. Eran las tres de la tarde, y era preciso aprovechar lo que quedaba de día. “Mañana las limpiaré-pensó- Ahora avisaré al ama de que me marcho”.

Volvió a entrar en la casa, y encontró a las dos mujeres, sentadas en la soleada habitación que servía de cocina-comedor-cuarto de estar.

“¡Ánimo, ama!. Yo me voy con el ganado que tiene que comer, pero no me alejaré mucho, y volveré temprano. Esta buena señora podrá avisarme, si me necesita para algo”.

El ama, con los ojos reflejando toda la pena del mundo, le miró con cariño.

“Gracias Ramón. Haz lo que creas conveniente, y gracias por todo. Ya me ha contado esta señora lo ocurrido”.

El pastor partió con el rebaño, moviéndose como un autómata. Sólo después de un buen rato, se dio cuenta de que el perro no le acompañaba. Lo llamó repetidamente con penetrantes silbidos, pero inútilmente. ¿Donde se habría metido?. Porque estaba completamente seguro de que no se había quedado en el pueblo, ni por el camino. Desde luego había llegado con él a la casa.

Un poco antes de la hora acostumbrada, volvió Ramón con el rebaño. Después de encerrarlo, fue a ver como se encontraba el ama. Pero no vio más que a su ángel bueno, de aquel día aciago.

“He conseguido hacerle tomar un vaso de leche caliente, y que se acueste. Creo que no podrá dormir; pero le conviene descansar, porque está destrozada, y necesita estar sola para desahogarse. Era inevitable decirle la verdad, y se la he ido diciendo poco a poco. Que José había sido atacado y muerto. Pero no le he contado por supuesto, con qué saña lo asesinaron, y el estado en que quedó su cuerpo. Tu ama no lloró ni se lamentó. Quedó en el estado tranquilo en el que tú la viste al marchar, y esto es lo que me asusta más. Hemos de pedirle a Dios que le dé fuerzas para resistir este golpe tan duro. Y ahora tú hijo mío, quieras o no, vas a cenar; que no has probado bocado en este largo y tremendo día. He preparado unas sopas de ajo para los dos, y no me vas a dejar que cene sola. Y en seguida a dormir, que debes estar agotado. Yo me he preparado un colchón en el cuarto de tu ama, por si precisara algo. Me ha contado que tiene parientes en un pueblo de Murcia, y les he escrito, avisándoles de lo que pasa. Mañana llevarás la carta al correo. Les pido que vengan a buscarla aquí, porque ella no quiere volver a pisar el pueblo en lo que le quede de vida”.

Ramón no tenía ninguna gana de cenar, pero obedeció en todo a aquella señora tan juiciosa y buena, y muy agradecido. A las cuatro de la mañana salió a echar la carta en un pueblo del otro lado de la montaña, pues tampoco él deseaba volver jamás al suyo. A eso de las diez, estaba de vuelta.

Su ama estaba ya levantada, y continuaba en el mismo estado de doloroso estupor que la víspera. Nada le dijo, pero le miró con dulzura. Al perro, nadie había vuelto a verlo.

En la mañana del cuarto día, se presentaron los parientes de Murcia. Su idea era partir enseguida, llevándose consigo a su prima. Ella se decidió entonces a entrar en el cuarto de su hijo, cuya puerta no había vuelto a franquear desde la trágica madrugada, en que descubrió la ausencia de José. Y se arrojó sollozando sobre la huella que había dejado en la cama el cuerpo de su hijo. Los demás entraron también, para tratar de arrancarla de allí; y entonces descubrieron al perro, tumbado e inmóvil a los pies de la cama. Estaba muerto.

Con esta nueva pena, se fue el ama con sus parientes, después de despedirse de Ramón con un tierno abrazo: “Gracias por todo, querido mío. Eres lo único que me queda, y siento de veras tener que separarme de ti. Espero que vengas alguna vez a verme, y tener noticias tuyas con frecuencia”.

También se despidió con cariño y agradecimiento, de la bondadosa vecina, que con tanto cariño y generosidad la había atendido en su desgracia. Y se alejó para siempre de aquellos lugares, que le fueron tan queridos tiempo atrás, y que tan dolorosos le resultaban ahora.

Ramón la vio marchar con los ojos llenos de lágrimas, y un rictus de ira contenida en los labios, que asustó a la buena vecina; inmóvil junto a él, hasta que los viajeros se perdieron de vista.

“¡Vamos Ramón, hay que ser fuerte!. Y yo sé que tú lo eres. Pide a Dios que te ayude, y no des abrigo en tu pecho al rencor, que es mal consejero. Y ahora, hijo mío, es preciso que hagamos lo que aún nos queda por hacer”.

Ramón no replicó. Entró en su cabaña, cogió un pico y una pala, y cavó un profundo hoyo detrás del tenado. Se dirigió después a la casa de los amos, y tomó amorosamente el cadáver del perro, enterrándolo en el hoyo que acababa de hacer, y regándolo con sus amargas lágrimas. Seguidamente, ensilló el caballo y aparejó la mula. Cuando tuvo todo dispuesto, avisó a aquella excelente señora, que tan gran consuelo y ayuda había representado aquellos días, tanto para su ama, como para él: “Podemos irnos cuando usted quiera”

La ayudó a montar en la mula, y saltó él sobre el caballo, poniéndose en camino hacia el pueblo. Durante todo el tiempo permanecieron en silencio. Pero al llegar a las inmediaciones, Ramón se detuvo en seco: “Perdóneme señora, pero no me siento con fuerzas para seguir adelante. Le agradecería que siguiera usted sola; y que, una vez en su casa, me enviara la mula con alguno de sus hijos. Yo esperaré aquí”.

“De ninguna manera Ramón. Tu debes venir conmigo, y quedarte en mi casa de momento. No es conveniente que estés solo en la sierra, hijo mío. Te asaltarían muy negros pensamientos, que no te harían ningún bien”.

“¡Muchísimas gracias señora, por su gran bondad!. Pero le ruego que no insista. En el pueblo jamás podré volver a entrar, me ahogaría. En la sierra, al menos podré respirar. Además están los animales a los que hay que atender. En cuanto me devuelvan la mula, me vuelvo”

“Si es tu deseo, no insisto. Y como ya estoy a pocos metros de mi casa y puedo ir andando, te dejo la mula. Por si no lograba convencerte de que te quedaras con nosotros, hice cena para ti. No tienes más que calentarla. Está en una olla junto al fogón. Y ahora adiós, hijo mío. En estos días he podido darme cuenta de lo que vales. Pocos hombres habrá en el mundo tan buenos como tú”.

“¡Por Dios, señora, no diga eso!. ¡Usted sí que es buena!. Para el ama y para mí, ha sido en estos días una auténtica Providencia, para que pudiéramos soportar la desgracia”

Y Ramón, muy conmovido, y no queriendo prolongar la tensión de la despedida, cogió a la mula por las riendas (ella ya había descabalgado ágilmente), y gritando : “¡Gracias de nuevo, y que Dios la bendiga!”, emprendió a trote largo la vuelta a la sierra. Cuando llegó, ya había anochecido. Desensilló las caballerías, y las metió en el establo con el burro. Como se encontraba agotado y no tenía apetito, se acostó sin cenar. Intentó dormir sin conseguirlo. Estaba sobreexcitado, y las trágicas escenas de aquellos días no se apartaban de su mente. Molido de cansancio, con la boca seca y las manos temblorosas, se levantó antes de amanecer, harto de dar vueltas en la cama a sus lúgubres pensamientos. Musitó una oración, lloró ante la tumba de su querido Leal, y se dirigió a la casa de los amos. Allí calentó, y se sirvió como desayuno, la cena que, previsoramente, le había preparado aquella excelente mujer, a la que nunca pagaría sus atenciones. Fregó los cacharros y los secó, guardándolos en la alacena. Barrió la casa. Deshizo las camas, besando la huella que la cabeza de José había dejado sobre su almohada. Dobló las mantas, metiéndolas en la gran cómoda de roble. Y lavó y tendió sábanas y colchas. A continuación, limpió la cuadra, y echo el pienso a las bestias.

Y una vez hecho esto, se preparó algo de merienda en el zurrón, y salió con el ganado al pasto como de costumbre. Cuando llegó al sitio elegido, no podía más de cansancio. Se tumbó en la hierba boca arriba, mirando al cielo de un azul profundo, y rezó: “¡Señor, ayúdame!. ¡Cuanto infortunio en tan poco tiempo!. ¿Porqué no querría José seguir mi consejo?. Ahora estaríamos juntos y felices, y él se habría vengado, y rehabilitado su fama. Pero ¿lo habrías aprobado Tú?. ¡No!. Él tenía razón. Sé que lo tienes a tu lado. ¡Era tan bueno!. José, mi queridísimo hermano, estoy seguro de que intercedes por tu madre y por mí, porque nos hace mucha falta”. Y así, dando vueltas a sus entrecortados pensamientos, y dormitando a ratos, permaneció varias horas tratando de descansar, mientras las ovejas pastaban.

Cuando estuvo de regreso, y encerró al ganado (¡cuanto echaba de menos la ayuda y la compañía del perro!), recogió la ropa de cama del tendal, la estiró, la dobló, y la guardó en la cómoda. Una vez todo en orden, cerró las puertas de la casa con llave, y guardó ésta en su cabaña.

Los parientes de Murcia fueron diligentes en la testamentaría; y el ama, única propietaria de todo en la actualidad, dispuso su venta, no tardando en encontrar comprador. Ramón permaneció en su puesto hasta la llegada de los nuevos dueños. Éstos, encontrándolo todo en inmejorables condiciones, le felicitaron; ofreciéndole continuar en su empleo si lo deseaba. Pero él rehusó, agradecido. Deseaba empezar una nueva vida lejos de allí. No le era posible quedarse en aquel lugar, tan lleno de dolorosos recuerdos. Tenía que olvidar.

Entonces le dieron una carta del ama con testimonio notarial, en la que le rogaba que aceptara el importe íntegro de la venta del ganado, que con tanto esmero había cuidado. Pero Ramón puso una nota al pie de la carta: “muy agradecido por esta nueva prueba de generosidad y cariño, pero no puedo aceptar. Me parecería estarme enriqueciendo con los despojos del amo. Su incondicional Ramón”. Y no hubo forma de convencerle, por más que le dijeron que sus escrúpulos eran infundados; que era el deseo del ama; y que si el amo viviera, también lo desearía. “Pero está muerto”-respondió secamente.

Y Ramón abandonó para siempre aquel mismo día, la tierra que le vio nacer; sin pasar por el pueblo, ni despedirse de nadie. Con su novia había terminado hacía algún tiempo, porque se enteró de que, con la hermana de Bruno y algunas chicas más, había sido de las que con sus calumniosos chismorreos, más había contribuido al descrédito de José. Y el cariño que sentía por ella, se transformó en odio.

Y después de su marcha, jamás volvió Ramón a pisar aquellas tierras; y nadie supo qué fue de él, ni lo que hizo.

Unos meses más tarde se celebró el Juicio por la muerte de José. Y pese a todas las evidencias, volvieron a imponerse las interesadas y cobardes complicidades; las presiones de toda índole, ejercidas sobre el tribunal; la “inercia”, subsiguiente al anterior juicio seguido contra la víctima; la increíble negligencia de las autoridades, y un largo etc, que condujeron al resultado previsto por Bruno, al elaborar, con la aquiescencia de la pandilla, su diabólico plan.

“Considerando los malos antecedentes del difunto; su probada y reiterada agresividad; y el lógico temor que había llegado a inspirar a sus amenazadas víctimas; era explicable el estado de transitoria ofuscación mental, que las había llevado a cometer aquel homicidio, con aparente ensañamiento, en defensa propia”. Visto lo cual (a costa de echar más cieno sobre la memoria del pobre José) sólo fueron condenados a unos meses de cárcel, pocos más de los que ya habían cumplido en prisión preventiva. Y una vez en libertad, se reintegraron sin más problema a la vida social del pueblo.

La pandilla asesina se disolvió, porque solo la habían unido los celos, el odio, y el temor a su víctima.

Un día había ido Bruno a un pueblo vecino, para ver a una chica que le gustaba. Regresaba al suyo ya de noche, cuando le cortó el paso un hombre, que surgió de repente de entre los árboles que bordeaban el camino. “¿Qué quiere usted de mí?”-preguntó Bruno con sobresalto. “Tan solo echar una ojeada a tus riñones, si es que los tienes. Y después ver a qué huele tu sangre, que imagino será a azufre. ¿No te gusta mi programa?. ¡Pues anda, impídeme llevarlo a cabo!. Sé que llevas pistola, y te voy a permitir sacarla. Ya ves que te doy una oportunidad, cosa que no disteis a José, que era mucho más hombre que todos vosotros juntos, a pesar de ser tantos contra él. Pero te aprovechaste de que era tan bueno, que se pasaba de ingenuo. ¡Pero hombre!. ¿Te doy una oportunidad, y te quedas quietecito, sin aprovecharla?”.

Bruno estaba cada vez más asustado: “Yo no le conozco a usted. Haga el favor de dejarme pasar”.

“¡Eso si que no!. He venido de muy lejos para hacerte unos cuantos agujeros en ese cuerpo de víbora. Y no voy a desperdiciar el viaje, privándome de ese gusto. Si no quieres aprovechar la oportunidad, que te brindo sin merecerla ¡peor para ti!”.

Bruno, que por fin había reconocido a su interlocutor, dio un paso atrás: “Tu eres Ramón, el pastor”.

“Cierto, soy Ramón. Pero no vas a poder decírselo a nadie, porque para que no vuelvas a mentir ni a calumniar, voy, entre otras cosas, a cortarte la lengua”.

Bruno, viéndose perdido, recurrió a una de sus marrullerías. Fue acercando lentamente la mano derecha a la cintura, donde, sin funda, llevaba la pistola entre el pantalón y la camisa; desabrochándose disimuladamente la americana, mientras hablaba: “Estás equivocado, no llevo ninguna pistola. Puedes registrarme si quieres”.

Entre tanto, había metido la mano en el bolsillo de la chaqueta, donde llevaba una navaja abierta que se apresuró a empuñar; permitiendo al mismo tiempo, que fuera entrevista la culata del revólver.

Ramón, que veía en la oscuridad como los gatos; que tenía un sexto sentido, y había observado e interpretado cada uno de sus movimientos, replicó: “Pero tú, tan marrullero, ¿te has vuelto idiota?.¿Has pensado que ibas a poder engañarme?. ¡Tu no engañas más que a pobrecitos inocentes!. Y por mala suerte para ti, yo no soy de esos. ¿Creías que porque hubiera visto el revolver me iba a lanzar a quitártelo, y darte la posibilidad de clavarme en el vientre tu navaja, sin tener siquiera que sacarla del bolsillo?. ¡No, pichón, no!. Si puedes, sácala, y clávamela “a las claras”.

Bruno, viendo descubiertas sus intenciones, y dándose cuenta de la superioridad de Ramón, perdió la cabeza; y sacando la navaja, se lanzó sobre él, como impulsado por una catapulta. El otro se ladeó ligeramente; y en su mano derecha apareció un cuchillo que llevaba parcialmente oculto en la manga, y de un certero golpe dado con terrible fuerza, le amputó la mano con que empuñaba el arma. Ambas cosas cayeron al suelo. El muñón sangraba abundantemente, y Bruno bramaba de dolor. Ramón le puso rápidamente un torniquete en el antebrazo para cohibir la hemorragia; y cogiéndolo en volandas, lo trasladó a una zanja próxima, en cuyo fondo lo tumbó. Bruno, mareado y aterrorizado, le dejó hacer. Ramón se sentó junto a él, con un enorme peñasco al lado, que podía manejar como si se tratase de una pluma; y que al herido, desde la posición que ocupaba, le era imposible ver.

“¿Ves, pichoncito?. Te he traído a esta zanja, por si pasase por el camino algún inoportuno que nos impidiera seguir hablando de nuestras cosas. ¿Por dónde íbamos?. Ah sí. Por lo de la navaja. Ahora hablaremos del revólver. Por cierto, perdona. No me daba cuenta de que como lo tienes en el lado derecho con la culata hacia atrás, te va a resultar difícil cogerlo con la mano izquierda. Así que me vas a permitir que te corte un trozo de camisa, para cogerlo yo con él, y colocártelo de forma que puedas empuñarlo con facilidad. Te prometo que, si te decides a hacerlo, esta vez no utilizaré el cuchillo. Y conste que siempre cumplo lo que prometo”.

E inclinándose sobre Bruno, Ramón le sacó la camisa; y con el cuchillo, cortó un buen pedazo de faldón, con el que empuñó la culata del revolver. En el momento en que lo hacía, el otro intentó asestarle un puñetazo en la nuca, dado con toda la fuerza de la desesperación. Pero Ramón, que lo esperaba, se enderezó bruscamente con el revolver en la mano, y recibió el golpe en las nalgas. Movió la cabeza con desaprobación: “¡Siempre traicionero!. ¡Está visto que lo tuyo no tiene arreglo, y que te está estorbando también la mano izquierda!. ¿Pero no estás viendo, majadero, que puedo meterte las cinco balas en esa cabeza de chorlito?. Pero como yo no pierdo la calma pese a todo, haremos lo convenido. Voy a ponerte el revolver al alcance de la mano”. Y uniendo la acción a la palabra, lo colocó cerca de Bruno, y se sentó de nuevo junto a él, asiendo disimuladamente el peñasco que tenía a su lado. El otro fue acercando cautelosamente la mano hacia el revolver. Ramón lo observaba dejándole hacer, con el peñasco en vilo, sin denotar la menor crispación. Cuando Bruno consiguió al fin alcanzar el revolver y empuñarlo, lo levantó súbitamente con el dedo en el gatillo, apuntando a Ramón, y disparó. Consciente de que su salvación dependía del éxito de su maniobra, se había concentrado en ella, y no había advertido la de Ramón; que había ido levantando el peñasco hasta ponerlo en la posición adecuada, para ser arrojado contra la mano de Bruno en el último momento. Y un instante antes de que sonara el disparo, se lo arrojó con todas sus fuerzas, destrozándole la mano. La bala no alcanzó su objetivo, y fue a incrustarse en la pared de la zanja.

“No cabe duda de que esto acaba mal para ti. Ya te advertí que también te estorbaba la mano izquierda”.

Bruno, con todos los huesos de ésta triturados, transido de dolor, y reflejando en su semblante todo el terror del mundo, murmuró: “Ten compasión de mí, Ramón. Me has dejado sin manos, y ya no podré hacer daño a nadie”

“¿Que tenga compasión?. ¿Pero tú conoces el significado de esa palabra?. ¿La tuviste de José, que jamás te ofendió, y a quien diste a traición una muerte tan espantosa?. Aunque ya no puedas hacer daño con las manos, puedes seguir haciéndolo con la lengua, que bien supiste utilizar, calumniando y mintiendo. Te faltaría tiempo para contarle a todo el mundo que yo te ataqué. Y no me da la gana de ir a la cárcel por semejante reptil. Te doy a elegir, entre degollarte y cortarte la lengua. Y mientras decides, me entretendré haciéndote unos dibujos de adorno en ese cuerpo miserable”.

Y le marcó, a punta de cuchillo, cuatro grandes C: en la frente, en ambas mejillas, y en el pecho; que remarcó con un pincel embebido en tinta china. Cuando terminó su obra de arte, Bruno estaba casi inconsciente. Entonces le sacó la lengua de la boca a tirones, sujetándola con fuerza lo más atrás que pudo, con unas pinzas adecuadas, que llevaba para ese fin. Y a unos dos centímetros por delante de ellas, le seccionó la lengua, y la arrojó asqueado, lo más lejos que pudo. Cogió después a Bruno en brazos, y lo depositó junto al camino, para que fuera encontrado lo antes posible. Y le prendió con alfileres en la camisa, cubriéndole el pecho, un papel desplegado, que había llevado cuidadosamente doblado en el bolsillo.

Después, se despidió de él, que apenas le oía, diciendo: “Adiós. Tú, el más culpable, has pagado por todos. Fuiste para con mi queridísimo hermano, sanguinario, traidor, cobarde y cruel. Acaso yo haya sido contigo peor de lo que tú lo fuiste con él; pero tú no tenias motivos, y yo sí. No podía vivir sin castigarte. Acabaste con su vida, primero con la lengua, y después con las manos. Por eso te he dejado, sin una, y sin otras. Tú no le diste a él ninguna oportunidad; y yo te las he dado todas. Ahora ¡buena suerte!; que te encuentren pronto, y que Dios nos perdone a los dos!”.

Y con estas palabras de despedida al que abandonaba en aquel estado, Ramón desapareció en la noche, tan repentinamente como había aparecido.

Unas dos horas más tarde, sobre las cuatro de la madrugada, pasaron por allí unos arrieros; que al ver a Bruno inconsciente, pero aún vivo, avisaron en el pueblo; y a la mayor brevedad, fue trasladado en camilla a su casa. El papel que llevaba prendido en el pecho, decía textualmente: “Soy quizá, el único que no ha conseguido olvidar el repugnante crimen del que Bruno fue el principal autor, y en el que tantos participasteis. Unos, como cómplices activos o pasivos; y otros, por cobarde omisión. No está libre de culpa, ni siquiera la Justicia; porque en lugar de hacerla, cubrió de cieno la sagrada memoria de la víctima, y dejó sin el adecuado castigo a los culpables del premeditado y alevoso asesinato. Por eso lo he castigado yo. Y ha sido de frente, dándole toda clase de oportunidades para defenderse. Y haciéndole saber que iba a castigarle, de qué manera, y porqué. No a traición, como fue su estilo. Y dándome a conocer a él. Las cuatro C grabadas en su cuerpo, son las iniciales de cruel, cobarde, canalla, y criminal; calificativos que cuadran bien a muchos de vosotros. Y que deseo, se adjudiquen aquellos a quienes correspondan. Firmado “El Testigo”.

La conmoción que produjo en el pueblo la misiva del “testigo”, y el terrible castigo infligido al principal culpable del asesinato de aquel inocente, no fue menor a la que suscitó en su día el sádico crimen, ya casi olvidado. Nadie sospechó la identidad de aquel despiadado testigo, que fue buscado con verdadero ahinco, si bien infructuosamente, durante largo tiempo.

Tan sólo una persona adivinó su identidad, murmurando en su fuero interno: “ya sabía yo que ese muchacho tenía que hacer una barbaridad. Que no iba a permitir que las cosas quedaran así. Lo que me extrañaba, era que tardara tanto en hacerla”. Se trataba de aquella compasiva mujer, que fue la única en prestar ayuda y consuelo a la madre dolorosa de la víctima. Continuó interesándose por ella después de su marcha; y supo que, sin llegar a salir de su postración, había fallecido pocas semanas después que su hijo. Pero aquella persona, jamás dijo a nadie una palabra de ello.