ENTRENAMIENTO EN LA SIERRA. SOSPECHAS, ESPIONAJE, Y UN ALEVOSO PLAN.

Durante los días que siguieron, José fue cumpliendo en todas sus partes el plan de entrenamiento prefijado. Pronto volvió el color a sus mejillas, y sus músculos recobraron su antiguo relieve y vigor. Aprendió rápidamente la esgrima, tanto de fusil como de sable; en la que Ramón, que había hecho el Servicio Militar en Caballería, era un verdadero experto. Y ésta era perfectamente aplicable al manejo de garrotes y palos. En todos los órdenes que se había propuesto, iba alcanzando progresivamente la fuerza y destreza deseadas. Con el látigo, logró adquirir una habilidad notable, capaz de desarmar cualquier mano que esgrimiera contra él arma blanca. Ramón había construido con ramas de árbol, una especie de brazo, en cuya punta había un cuchillo sólidamente atado. Sujetándolo con fuerza por el otro extremo, lo lanzaba velozmente contra José; y éste, con idéntico vigor y destreza, bien fuera con la mano derecha o con la izquierda, lograba alcanzar la dura rama en el sitio en el que, de ser efectivamente un brazo, estaría la muñeca, y astillarla, hendirla, e incluso, en ocasiones, cercenarla. Ningún brazo humano hubiera podido resistir semejantes golpes. Ramón estaba cada día más entusiasmado con sus progresos, y pensaba con enorme satisfacción, que pronto no habría en el pueblo ser humano capaz de medirse con él.

Pasadas unas semanas, cuando ambos lanzaban la reja, José lograba con frecuencia lanzarla a mayor distancia que él. Le había enseñado también, todas las llaves de artes marciales que conocía; y movimientos gimnásticos, que potenciarían su fuerza y agilidad. José practicaba perseverantemente, cuantos ejercicios podía hacer él solo, dos horas por la mañana, y dos por la tarde. Y se ejercitaba con Ramón, como habían acordado, a la hora de la siesta y al anochecer. El resto del tiempo, quitando el que empleaba en ayudar a su madre y hacerle compañía, daba largos paseos, llevando siempre su escopeta, por si se le ponía a tiro alguna pieza. Con la caza aumentaba las provisiones, y ahorraba caminatas a Ramón.

También mantenía con éste largas conversaciones, en las que ambos desahogaban su corazón, volcando en el del amigo temores, ilusiones, preocupaciones, y esperanzas. José, con la salud física, iba recuperando la “mental”. Ya podía rezar el “Padre-nuestro”. Ya era capaz de perdonar, y no deseaba la venganza como tal, aunque sí la justicia, con la debida rehabilitación de su honor. Por él y por su madre. Pero deseaba lograrlo, si posible fuera, sin hacer daño a nadie. Sabía sin embargo, que no recuperaría la antigua paz de su espíritu, hasta que “aquel duelo” hubiera terminado. Una oscura inquietud le acompañaba siempre, aunque se esforzaba en ocultarla a Ramón, y. sobre todo a su madre.

Pero mientras José se reponía de los sufrimientos pasados, y se ejercitaba con vistas al futuro, sus enemigos no permanecían ociosos. En los días que siguieron a su salida de la cárcel, no les sorprendió no verlo por el pueblo, ya que le suponían, con razón, cansado y débil. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo sin que nadie lo viera, empezaron a preocuparse. Se acercaron a su casa, comprobando que estaba vacía, y se preguntaron con inquietud, dónde se ocultaría, y con qué objeto. Y tras largo conciliábulo, decidieron ponerse en acción para averiguarlo. Interrogaron a los más próximos vecinos a la casa de José, personalmente, o por alguien de su confianza. Y averiguaron que nadie los había visto marchar, ni sabía nada de él ni de su madre.

Acecharon la llegada de Ramón, para enterarse de lo que compraba y hacía. Pero esto no les sirvió de nada, ya que ni sus compras, ni su comportamiento, habían variado en modo alguno; y no daban pie, por lo tanto, para concebir la menor sospecha. Extendieron entonces sus investigaciones a los pueblos vecinos; y al fin, en uno de ellos, lograron averiguar que unos días antes, un pastor de la sierra al que desconocían, pero cuyas señas coincidían con Ramón, había comprado una cantidad de provisiones, algo superior a la normal, para una persona que vive sola; máxime, si había comprado una cantidad similar hacía poco tiempo. Empezaron a sospechar que José tal vez estuviera en la sierra; y cautelosamente, cada vez un poco más cerca, aunque manteniéndose a prudente distancia, y en contra del viento, para no ser olidos por el perro, cada uno de los componentes del grupo por riguroso turno, la sometió, con ayuda de unos prismáticos, a una exhaustiva vigilancia.

Así, poco a poco, fueron adquiriendo indicios que confirmaban sus sospechas. Hasta que al fin un día, adquirieron la plena evidencia. Uno de ellos había oído en cierta ocasión, disparos de escopeta en la ladera de un monte; e incluso pudo llegar a ver al cazador, que se movía con extraordinaria presteza. Y aunque a aquella distancia no pudo identificarle, aseguraría que aquella ágil silueta que tan familiar le resultaba, no podía ser otra que la de José. Otro de los vigilantes, descubrió un amanecer a Ramón, que se acercaba a la casa, cargado con cantidad de provisiones. Y en otra ocasión, el vigilante de turno, vio a una mujer de pelo blanco, en la que creyó descubrir a la madre de José, saliendo de la cabaña del pastor; de cuya chimenea salía un humo blanco, que delataba un fuego, que Ramón no había podido encender, porque se encontraba en los pastizales con el ganado.

A partir de entonces, y “por si las moscas”, acudían a espiar en pandilla, prácticamente seguros de que José estaba allí. ¿Cómo no se les habría ocurrido antes?. ¡Y que no había estado perdiendo el tiempo!. Pudieron apreciar con claridad, pese a la distancia, su espléndida forma física: el poderoso cuello, los anchos hombros, el abombado tórax, los prominentes bíceps…En fin, todos los rasgos de un consumado atleta. Siempre había sido un chico fuerte, y por eso le temían. ¡Pero lo que era ahora!.

“¡Compadre!-musitó uno de ellos-¡Menudo orangután!. ¿Pensará irse a trabajar en el circo, y dejarnos a nosotros en paz?”

“¿Qué dices?.-comentó otro- Ese tío idiota, lo que está es preparándose a fondo, para machacarnos y hacernos papilla. La verdad es, que dudo bastante que ni entre todos juntos pudiésemos con él”.

“Cierto.-musitó un tercero-No podemos dejarlo tranquilo por mas tiempo. Él no lo está perdiendo, y cada día resulta más peligroso. La verdad es que “el gachó” es de cuidado, y hay que acabar con él cuanto antes”

“Sí, no ha estado perdiendo el tiempo-apostilló Bruno, que capitaneaba como siempre a aquella miserable pandilla. ¿O tal vez sí?”.

Estas últimas palabras, pronunciadas en un tono de voz casi inaudible, fueron acompañadas de una perversa sonrisa, y de un extraño brillo, que animó por un instante sus opacos e inexpresivos ojos.

Todos comprendieron que acababa de tener una idea que le regocijaba. Algo, que inutilizaría el esfuerzo, que para luchar contra ellos estaba haciendo su enemigo.

“¡A ver, cuéntanos! ¿qué has pensado?”.

Y se amontonaron impacientes las preguntas.

“¡Tranquilos!.Por ahora sólo es una idea que se me ha ocurrido, y tengo que madurar. Ya lo sabréis. Ahora lo urgente es largarnos, que aquí no nos queda ya nada que hacer”.

Así pues, pendientes de no dejar rastro de su presencia, por imperceptible que fuera, abandonaron el acecho, y emprendieron el regreso al pueblo. Evitaron los caminos trillados, porque, según Brruno, era preciso que nadie pudiera sospechar el cerco vigilante al que habían sometido a José.

Ya bien entrada la noche, alcanzaron las primeras casas; y allí mismo se dispersaron, para dirigirse cada cual a su respectivo domicilio, evitando la remota posibilidad (a aquellas horas), de ser vistos en grupo. Antes de separarse, convinieron en celebrar por la mañana una reunión en el sitio de costumbre, para que Bruno les informara de la idea que se le había ocurrido.

Así pues al día siguiente, en el lugar y a la hora convenidos, se encontraban en reunión los componentes de la banda. Y Bruno tomó la palabra entre la general expectación:

“Después de lo que vimos ayer, llegamos a la común conclusión de que urge sacar a nuestro “amigo” de la tranquila vida “pastoril-deportiva” que lleva. Que ninguno de nosotros está en condiciones de enfrentarse con él. Y quizá, ni siquiera todos juntos, sin sufrir graves daños, si le dejamos tiempo y ocasión para tomar la iniciativa. Voy bien, ¿no es cierto?”

“¡Certísimo!”-fue la colectiva respuesta..

“Pues estando así las cosas, mi plan es el siguiente: Tomar nosotros la iniciativa. Sacarlo de allí cuanto antes, y llevarlo al terreno que más nos convenga; donde, bien preparados, le estaremos esperando. Y no creo que nos cueste demasiado conseguir esto, porque ese tío tan fuerte, es más infeliz que un cubo, y tiene menos seso que un mosquito. Pierde por completo la cabeza, cuando se sabe la forma de “pincharlo” para que explote. Una vez que lo hayamos conseguido, no tendremos más que evitar su ataque, engañándole, de forma que se ponga indefenso en nuestras manos. En ese momento, nuestros garrotes al unísono caerán sobre él, destrozándolo, sin que haya podido hacer el menor movimiento. Y este es mi plan en líneas generales. Lo que ahora falta, es concretar, hasta el mínimo detalle, la forma de llevarlo a cabo”.

Y la reunión se prolongó largo rato, sopesando los detalles necesarios, para “ejecutar” a José sin peligro.

Pocos días después, pasó Ramón por el sitio donde la banda estuvo reunida espiando a José, el último día de su vigilancia. A pesar de las precauciones tomadas para no dejar rastro de su presencia, había algunas señales, apenas perceptibles, que habrían pasado desapercibidas para cualquier mirada, que no fuera la de lince del pastor: alguna piedra fuera de su asiento, alguna ramilla tronchada, alguna borrosa huella de pisadas…El sobresalto de Ramón fue tremendo, pero no quiso comunicar sus sospechas al amo, para no inquietarle, mientras no tuvieran éstas una absoluta confirmación. Decidió extremar la vigilancia. Pero como en los días sucesivos no pudo ver nada sospechoso, empezó a tranquilizarse, y a pensar que todo había sido producto de su imaginación. La verdad es- se dijo a sí mismo- que estoy tan preocupado por José, que “hasta los dedos se me antojan huéspedes”.

Habían pasado ya quince días desde aquel de la reunión de la banda. Ramón, tranquilizado en lo que cabía, había aflojado la vigilancia. El amo, tras una de sus largas caminatas provisto de la escopeta, se había sentado a descansar al sol sobre unas piedras. Ensimismado en sus pensamientos, daba vueltas a la idea de que ya iba siendo hora de abandonar su retiro, y enfrentarse a su destino, fuera el que fuera. Se sentía en plenitud de salud y de fuerzas, y le atormentaba el pensamiento de si sería cobardía lo que le retenía allí, con el pretexto de no estar aún suficientemente preparado para enfrentarse a sus enemigos, y rehabilitar su honor. Pero no era eso. Eran dos cosas muy distintas. Una, la posible ofensa a Dios; porque sus deseos de justicia, bien pudieran ser de venganza, aunque no quisiera confesárselo a sí mismo. ¿Aprobaría Dios, aunque fuera en defensa de su honor, que expusiera su vida y la de sus enemigos?. ¿No le pediría más bien, que perdonara sin condiciones?. Y la segunda era el cariño a su madre. Tanto si le mataban a él, como si él mataba a alguno (cosa que podría ocurrir, aunque no fuera su intención; porque dadas las características del duelo aquel era muy posible), y se veía obligado a huir de la justicia, quedaría sola y desamparada. ¡Pobre madre! ¿Resistiría aquella pena? ¿Podría él, en el caso de que tuviera que huir, llevársela consigo más adelante; y ofrecerle una vida digna en otro lugar, donde hubiera logrado rehacer la suya con otro nombre, y en el que nadie les conociera, y pudieran vivir en paz?. ¡Cuanta incógnita!.

Señor ¡si existiera algún medio para rehabilitarme, que no fuera la lucha a muerte!. ¡Si pudiera lograr, sin necesidad de molerlos a palos, que los autores de mi deshonra lo fueran de mi rehabilitación, confesando su infamia!.

En esto, un golpe seco, precedido de un suave silbido, sacó a José de sus cavilaciones. Se trataba de un objeto del tamaño de una pelota de tenis, que había caído frente a él, como a un metro de distancia; sin que hubiera podido darse cuenta de en qué dirección había venido. José se dio cuenta de que, tratándose de algo que no volaba, tenía que haber sido lanzado por manos humanas, expertas en el manejo de la honda. E imaginó que se trataría de un mensaje de sus enemigos, nada bueno sin duda. Lo cogió con aprensión. Se trataba de una piedra, envuelta en un trapo blanco, atado con unas vueltas de bramante. Cortó éste con su navaja, y cayó el trapo al suelo, apareciendo una hoja de papel de barba escrita con letra menuda, bien plegada sobre una piedra lisa y redondeada. Tiró la piedra con rabia, y permaneció unos instantes con el papel en la mano sin leerlo, porque suponía que contenía algo muy grave para él. Por fin, pálido como la cera, con los puños crispados, y las uñas clavadas en las palmas de las manos, se decidió a leerlo.

“¡Pobrecito marica!. Escondido como una rata, sin atreverse a que nadie le vea. ¿Piensas pasarte la vida oculto, temblando como un azogado?. ¡Un poco de valor, chico, que no te vamos a comer!. Si acaso, te cortaremos un trocito de “eso” que no tienes, por lo que no te va a doler mucho. Además te lo haremos con mimo, porque has llegado a darnos mucha pena. Estamos intentando ver por ello, si logramos encontrar una solución honrosa para ti, que nos libere de la necesidad de matarte. Para hablar de ello deberás acudir, si eres lo bastante hombre, pasado mañana a las cinco de la madrugada a la plaza del pueblo. Ya ves que no te citamos en descampado. A esa hora, ya hay luz suficiente para que podamos vernos las caras, y suficiente gente levantada, para que pueda acudir a tus gritos de socorro. Aunque ¿quien sabe?. Tal vez, si te decides a venir ¡y solo!, te ofrezcamos algo que pueda convenirte. ¡Ah!. Y no vayas a contarle nada de esto a tu mamaíta, que la pobre está demasiado vieja para darte la teta del consuelo. No dejes de traer este papel a la cita, que a lo mejor te lo cambiamos por otro, que te haga más feliz.”

José leyó el mensaje de un tirón, sintiendo como su sangre se convertía en “plomo derretido” que le abrasaba las entrañas. “¡Señor, esto más!. Yo que trataba desesperadamente de evitar un final sangriento. Pero está visto, que con esos “cabrones” no tengo más remedio que luchar. Es preciso que me defienda. ¡Ayúdame, Dios mío!. Pase lo que pase, quiero perdonarles de antemano, como Tú a los que te crucificaron. Señor, sé que mientras hay vida hay esperanza, y que deseas su arrepentimiento. Que los quieres, y que también has muerto por ellos. No permitas que mate a ninguno. Y si me matan a mí, perdónanos a todos. Recibe mi alma, y ayuda a mi madre. Desde luego acudiré al desafío, con este sucio papel que les haré tragar. ¿Iré solo, como quieren esos traidores?.¿O pediré su ayuda a Ramón, por si pretenden engañarme como es lo más seguro?. Él me la ofreció, y sería lo más prudente. Pero no debo hacerlo. Sería ponerle en un grave peligro, y dejar a mi madre sin la única ayuda que tendría, si a mí me sucediera algo. Tengo que tranquilizarme y disimular. Que ninguno de los dos sospeche nada”.

Así que, haciendo titánicos esfuerzos por serenarse, emprendió el camino de regreso a su casa.

Cuando llegó, Ramón, conduciendo el ganado, acababa de hacerlo. José no había logrado tranquilizarse por completo. Era demasiado furiosa la tormenta que se agitaba en su interior. Trató de disimular, sin lograrlo del todo. Algo inusual en su semblante y actitud, despertó la inquietud de su madre, que no pudo pegar ojo en toda la noche. En varias ocasiones se levantó, acercándose a la alcoba de su hijo, y pegando el oído a la puerta por si percibiera algún rumor extraño. Pero nada oyó que pudiera alarmarla. José, que también estaba despierto y la había oído acercarse, respiraba normalmente, y permanecía inmóvil, simulando dormir. Al amanecer se quedó un rato traspuesto, con un sueño inquieto, salpicado de pesadillas. Pese a la mala noche, y a los violentos “embates” que continuaban sacudiendo su interior, se levantó a la hora de costumbre, y logró normalizar su aspecto, de forma que nada dejaba traslucir.

Sin embargo, Ramón pudo observar durante los ejercicios que practicaban a diario, que aquel día el comportamiento de José no era el habitual. Algo raro le pasaba. Su ímpetu en algunos momentos, era mayor que el ordinario; y en otras ocasiones, se distraía y descuidaba. “¿Te pasa algo?”- le preguntó preocupado. “No, nada; es que empiezo a impacientarme. Creo que ya va siendo hora de poner en práctica todo lo que me has enseñado. Además, hoy sólo me apetece andar. Es mejor que te vuelvas con el ganado, y que yo vaya a dar un paseo con la escopeta, a ver si cazo algo.”.

Y cogiendo la escopeta, se puso en marcha a paso ligero, con un ¡hasta luego! de despedida. Ramón le gritó: “¡Vete con Dios”- mientras le miraba alejarse con el ceño fruncido:.¿Habría descubierto también José que le habían estado espiando?. ¿Habrían vuelto los intrusos, sin que ni él ni el perro los hubieran detectado?. ¿Sería el amo quien los había visto?. Desde luego, algo imprevisto le había ocurrido, aunque no quisiera confesarlo. Y su instinto le advertía que se trataba de algo muy grave.

Ramón empezó a considerarse culpable, torpe, y fracasado, en su importante misión de vigilancia; y con esta amarga sensación pasó el resto del día. Aquella noche, cenaron solos José y su madre. Ramón, que cenaba con ellos a menudo, pretextó que estaba cansado, soñoliento, y sin apetito; rogó que le disculparan, y deseándoles una buena noche se retiró a su cabaña. José, haciendo un gran esfuerzo, consiguió cenar bastante bien, conversando con su madre en tono normal. Recogieron y limpiaron el servicio entre los dos como de costumbre, y se despidieron con normalidad hasta el día siguiente, con un beso y un abrazo, que él prolongó un poco más que de costumbre. “Buenas noches, madre. Que duermas bien y no madrugues demasiado. ¡Y que no te desveles como anoche, que te oí levantar varias veces!”.

“Buenas noches hijo. Y no te preocupes, que nada me ocurre. Es que no duerme uno siempre lo mismo, y los viejos nos desvelamos con frecuencia. ¡Que descanses, querido mío!”.

José esperó a que su madre entrase en su habitación, y se dirigió lentamente a la suya. Se arrodilló a los pies de su cama, y rezó y lloró, desahogando el sufrimiento que le embargaba, y que a duras penas había logrado contener hasta entonces. Cuando se hubo tranquilizado un poco, se acostó vestido sobre la cama. Quería descansar en lo posible, ya que sabía que iba a necesitar todas sus fuerzas, y que no tenía demasiado rato para hacerlo. No quería dormirse, no fuera a llegar tarde a la cita. Solo quería relajarse un poco, para salir cuando su madre y Ramón estuvieran en el primer sueño, con lo que sería prácticamente imposible que le oyeran. En cuanto al perro, ya estaba familiarizado con sus continuas idas y venidas. Estaba además con el rebaño y el pastor; y no ladraría, sabedor de que era él. Saldría además por la puerta trasera, que ya había utilizado en otras ocasiones, cuando iba al campo de madrugada para cazar. Iría además descalzo, con las botas atadas al cuello; y no se calzaría hasta que fuera imposible oír sus pisadas desde la casa. Así no detectarían su ausencia hasta la mañana siguiente, cuando todo hubiera pasado.

¡Que maravilloso sería, si por un milagro de Dios, lograra hacer confesar su calumnia a aquella pandilla de miserables, sin causar ninguna desgracia!. Entonces podría volver corriendo a su casa, para decir a su madre: ¡Ya estoy rehabilitado!. No necesito esconderme, y podemos volver al pueblo con la cabeza alta, y sin temores; gracias a Dios y a Ramón, que me puso en forma de tal modo que, sólo con verme, aquellos miserables comprendieron que les convenía más confesar la verdad, que enfrentarse conmigo. ¡Vamos a celebrarlo los tres juntos!.

A estos pensamientos optimistas, sucedían otros cargados de negros presagios; y así, entre momentos depresivos y exaltados, y en oración continua, fue pasando el tiempo, hasta que a eso de las dos de la madrugada, José se levantó sigilosamente; cogió el látigo y el grueso garrote que había dejado preparados la víspera, y salió al campo por la puerta trasera sin hacer el menor ruido.