UN VERDADERO AMIGO

Por fin llegó la fecha en que las puertas de la cárcel se abrieron, para dejar en libertad al protagonista de esta triste historia. Su madre, que le estaba esperando en la puerta de la prisión, le abrazó sollozando; y juntos se encaminaron hacia su casa, dando un rodeo para evitar malos encuentros. Ella no dejaba de mirarle con el corazón en los ojos, constatando con inmensa pena lo desmejorado que estaba: pálido, demacrado, con las mejillas hundidas, y los ojos turbios y enfebrecidos; la mirada fija, y los labios apretados en un rictus amargo. También él miraba a su madre, constatando con tristeza el cambio que había experimentado en tan corto espacio de tiempo. Parecía que en lugar de cuatro meses, hubieran pasado por ella veinte años. Su cabello había encanecido; sus ojos estaban enrojecidos por el llanto; sus facciones, flácidas; su boca sumida, y su cuerpo encorvado. Caminaba insegura, apoyada en el brazo de su hijo; y ninguno de los dos despegaba los labios.

Una vez en casa, sentados en el comedor ante la buena comida que la madre había preparado, rompió ella su mutismo con voz temblorosa: “Hijo de mi alma ¡qué desmejorado estás!. Gracias a Dios, ya estás de nuevo conmigo en casa, y no volverán a separarnos. ¿Has estado enfermo, y nada me has dicho?. ¿Es que no te daban de comer en la cárcel?. Mira que comida te he preparado, lo que más te gusta. Tienes que hacerle los honores para reponerte pronto; y para abrir boca, nos vamos a tomar un vasito de Mistela, que a los dos nos va a venir muy bien. Después de comer, duermes una buena siesta; y cuando te despiertes, damos un paseo por el campo, y nos sentamos junto al regato a la sombra de los chopos. Escucharemos el murmullo del agua, si no tienes gana de conversación; o charlaremos largo y tendido, como prefieras. Luego a cenar, y a la cama tempranito, para que pronto estés tan sano y fuerte como antes. Tienes que dejarme que te cuide mucho, porque si no creeré que ya no me quieres”.

Mientras hablaba su madre, José fue perdiendo en parte su rigidez. Había creído que su paz interior estaba definitivamente perdida, y que ya nunca más podría podría volver a gozar del cariño que ella siempre le diera. Estaba convencido de que ya nunca podría volver a ser el muchacho tranquilo, feliz, y lleno de ilusiones de antes. De que se había convertido en un autómata, incapaz de amar, y que su vida sólo podría ser ya algo mecánico e inhumano.

Pero mientras escuchaba a su madre, se iba dando cuenta de que algo se ablandaba en su interior; algo que no creyó volver a sentir, y que le hizo mirarla con inmensa ternura, y romper en incontenibles sollozos. Ella le abrazó fuertemente, y muy bajito, en un susurro apenas perceptible, murmuró: “Llora hijo, que el llorar te hará bien, lo sé por experiencia. Y tú lo necesitas mucho. Llora en el regazo de tu madre como cuando eras pequeñito. Llora cuanto quieras.”

Y ambos lloraron en silencio un buen rato, abrazados, vertiendo cada corazón su amargura en el amante corazón del otro.

“Madre, ¡qué buena eres y cuanto te quiero!. ¡Si tú supieras!…”- exclamó al fin José con voz entrecortada.

“Lo sé, hijo, lo sé”- susurró ella, sin penetrar el terrible significado de las últimas palabras del muchacho, atribuyéndolas al simple subrayado de las anteriores. En cuanto logró tranquilizarse un poco, le sonrió entre lágrimas.

“¡Seré tonta!. Mira que ponerme a llorar hoy, que tengo de nuevo la alegría de tenerte a mi lado. ¡Se acabó!. Fuera penas, que no es día de ellas. Vamos a brindar con la Mistela para celebrar tu regreso al hogar. Y una vez que nos hayamos animado con ella ¡a comer!”

Y uniendo la acción a la palabra, llenó dos vasitos de “Quitapenas”, y tendió uno a José; entrechocó el suyo con el del hijo, y brindó por la nueva vida en común que comenzaban. A continuación bendijo la mesa; le sirvió un buen plato de menestra de pollo; se sirvió ella, y empezaron a comer. Aunque ninguno de los dos tenía apetito, ambos se esforzaban en hacerlo, procurando animarse mutuamente.

“Pero hijo ¡que poco comes!. ¿Es que no me ha salido buena la menestra?. ¿Quieres que te prepare otra cosa?”.

“No madre, no. Está riquísima, y estoy comiendo bastante, como hace tiempo no comía. Es que en la cárcel se me ha debido achicar el estómago, y habrá que entonarlo poco a poco. Luego cenaré lo que quede. No te preocupes, que con tus cuidados, pronto estaré tan fuerte como antes. Pero ¡tú si que comes poco!. Toma un trocito más de pechuga, y yo me animaré con otro trozo”.

Y así, entre mutuas y cariñosas instigaciones, transcurrió la comida.

Durante la siesta, José procuró relajarse y dormir, sin conseguirlo; ya que sus proyectos de venganza, no le dejaban sosegar. Estaba seguro de que sus enemigos estarían aguardándole, preparados para el enfrentamiento. Y como le temían (que eso no lo ponía en duda), aprovecharían su actual estado de debilidad, para obligarle a luchar.

Sumido en estos pensamientos, y tratando de evitar riesgos prematuros, pensó que la mejor solución sería alejarse del pueblo; y no volver a él, hasta que estuviera totalmente repuesto. Se le ocurrió, que sería lo más indicado pasar todo el tiempo que fuera preciso, sin que nadie lo supiera, en una casa que poseían en un apartado lugar de la sierra. Estaba situada casi en la cumbre de una de las estribaciones mas elevadas, y poseía un tenado anejo, en el que recoger por la noche el ganado. También había una casita para Ramón, el pastor que lo cuidaba, ayudado por un magnífico perro.

Podría contar para todo con la ayuda de éste, que llevaba muchos años trabajando con ellos, y era para él un verdadero hermano. Se llevaría las dos escopetas, con las que tantas veces había salido con su padre de caza, y para las que tenía municiones de sobra. Así podría aumentar las provisiones cazando; y defenderse, en caso de que apareciese algún intruso con malas intenciones. La casa era además, una magnífica atalaya. Y en caso de necesidad, podía ser convertida en un fortín formidable.

Cuando al cabo de unas tres horas se levantó, encontró a su madre ocupada en el arreglo de la ropa que había traído de la cárcel. José, que tenía mucho mejor aspecto después de haberse duchado, y vestido con un traje campero, preparado por su madre, la besó, y se sentó a su lado.

“¿En qué puedo ayudarte?. Me he dado cuenta de que ya no tienes servicio. ¿A qué es debido? ¿Es que no encuentras a nadie?”

“Claro que encontraría si quisiera, hijo. (La verdad era que todo el mundo la había abandonado, como si estuviera maldita). Pero no tenía gana de chismes; y además, estando sola, estaba más entretenida, más ocupada, y con más tiempo para pensar en ti, y rezar por ti. Así te sentía mas cerca de mí”

“Pues mira, te comprendo; porque yo tampoco tengo gana de ver a nadie. A mi también me gustaría que estuviéramos solos los dos. Por eso he pensado, que lo mejor sería, si tu no opinas otra cosa, que nos fuéramos a pasar una temporada a nuestra casa de la sierra. Con aquel aire tan puro y aquella paz, pienso que me repondría muy pronto. Nadie necesita saber que estamos allí; y como nada nos impide irnos enseguida, podremos hacerlo en cuanto preparemos la ropa y las provisiones que podamos necesitar. Las cargamos en la mula, cerramos la casa; y en cuanto anochezca, tú en el burro, y yo en el caballo, nos vamos por las veredas menos frecuentadas, que conocemos bien, y a eso de las diez estamos allí. ¿Te parece?”.

“Pero hijo ¡que gran idea has tenido!. Lo que más podría gustarme. No hay ni que pensarlo. Ahora mismo vamos a prepararlo todo, y en cuanto esté listo, hacemos una merienda-cena con lo que nos sobró de la comida; fregamos los cacharros, y nos los llevamos también. Y en cuanto lleguemos, nos bebemos un vaso de leche, y ¡a la cama!, que necesitaremos descanso. Ya lo creo que allí te vas a reponer enseguida!”.

“¡Sí!. Haré mucho ejercicio, y comeré, y dormiré muy bien. Cazaré, y así necesitaremos comprar pocos víveres. Y los que necesitemos, puede comprarlos Ramón en el pueblo del otro lado de la sierra, como si fueran para él. Así no sabrá nadie que estamos allí. Y mientras esté fuera Ramón, me ocuparé yo del ganado”

La madre no cabía en sí de gozo; porque, aunque trataba de disimularlo, estaba muy asustada, temiendo que su hijo pudiera tener un mal encuentro. Y aquello le pareció el mejor modo de alejarlo del peligro. Y si, a pesar de todo, éste se presentaba, podrían defenderse allí eficazmente, con la segura ayuda del buen Ramón y del perro. Malo sería que entre todos, y contando con la favorable situación de la casa, no pudieran conjurarlo, y salvar a José.

Hicieron rápidamente los preparativos necesarios; y una vez todo dispuesto, tomaron una cena frugal y emprendieron la marcha con el mayor sigilo, una vez cerrada la noche. Como su casa estaba situada entre viñedos a las afueras del pueblo, nadie los vio alejarse. Tampoco en el camino se cruzaron con alma viviente, ya que los campesinos solían regresar a sus hogares antes de que anocheciera.

Y llegaron a su destino a la hora prevista. Los ladridos del perro, furiosos al principio, y alegres en cuanto se aproximaron lo suficiente para ser reconocidos, despertaron al pastor, que se levantó de inmediato, y salió al exterior, sin imaginar que los que llegaban eran “los amos”. Éstos, que estaban agotados tras las emociones del día, y el nocturno y largo viaje por abruptos senderos de herradura, a lomo de caballería, descargaron, y colocaron las cosas de cualquier manera, con la eficaz ayuda de Ramón, y obstaculizados por las cabriolas y hociqueos del perro. Cada cual a su modo, les brindó una cariñosa bienvenida, que alegró a los cansados viajeros, y la agradecieron de corazón.

Bebieron sus vasos de leche y se acostaron, dejando el ordenar las cosas que habían llevado, para el día siguiente. Ramón se encargó del desaparejo y acondicionamiento de las caballerías.

Era una hermosa noche de luna llena, si bien un poco fresca. Por las abiertas ventanas de sus dormitorios, podían ver los recién llegados, las oscuras siluetas de los montes próximos, que cerraban el horizonte, recortándose con la plateada luz de la luna. Las estrellas brillaban refulgentes; y el vivificante aire de la sierra, ejerció sobre ellos una benéfica acción sedante, que pronto los sumió en un profundo sueño, tranquilo y reparador, como hacía meses no habían logrado conciliar.

El sol estaba ya muy alto cuando José despertó. Había dormido catorce horas de un tirón, y se sentía como renacido, con más vigor y ánimo. Salió al amplio “zaguán-cocina-comedor-cuarto de estar” en una pieza, y encontró allí a su madre trajinando. Ya había colocado en sus respectivos lugares todas las cosas que habían llevado, y estaba terminando la preparación del almuerzo: gachas, y un suculento cabrito guisado.

Ella también había dormido bien, pero se había levantado temprano. José la besó con cariño. “Buenos días madre. O mejor dicho, buenas tardes, porque veo que ya pasó el mediodía. ¡Que vergüenza!. Veo que ya lo has arreglado todo, mientras el holgazán de tu hijo sólo se ocupaba de dormir, dejándote a ti todo el trabajo”.

“Buenos días, hijo. Y buenos de verdad. No sabes cuanto me alegra que hayas dormido bien. ¿No hemos venido aquí para que te repongas?. ¡Pues a descansar sin tasa!, que aquí hay poco trabajo. ¿Quieres desayunar?. Aunque con la hora que es, sería mejor que esperaras a que estuviera lista la comida, que ya le falta poco, y que almorzáramos”

“De acuerdo, esperaré. Y mientras, me lavaré, y saldré a dar una vuelta para ver por dónde anda el ganado. Porque después de comer, me gustaría acercarme a charlar un rato con Ramón, mientras tú duermes la siesta. En un instante estaré de vuelta”.

Cuando José salió a la explanada que había delante del tenado, permaneció inmóvil unos minutos, recibiendo la caricia del sol. Tras los largos meses de encierro, experimentaba un inmenso placer, que unido al reparador descanso de la noche, le daba la impresión de que una sangre nueva, cálida y vivificante, recorría sus venas, limpiando “viejas escorias”. Respiró profundamente aquel aire tan limpio y fresco, y se sintió aún más reconfortado. Dio después unos pasos, oteando el horizonte; y divisó a lo lejos el rebaño, ramoneando sobre un collado, como a un kilómetro de distancia. Volvió entonces hacia la casa, y vio a su madre en la puerta, haciéndole señas con la mano, para indicarle que la comida estaba en la mesa. José se apresuró a acercarse, con apetito y buen humor. Cuando estuvo a su lado la abrazó, diciéndole en tono de broma: “Tengo un hambre de lobo. Tanta que, como no me hayas preparado una buena ración, me comeré la tuya. Y hasta, si me apuras un poco, ¡te comeré a ti!”.

Ella, temblando de gozo al verle tan animado, le siguió la corriente: “¡No me asustes hijo!. ¿Serías capaz de comerte a la pobre corderilla de tu madre, lobo feroz?. Pero no hay peligro. Lo que he preparado, es suficiente para que te hartes; e incluso para que yo pueda tomar algo”.

Y abrazados todavía, alegres y bromistas, se acercaron a la rústica y bien provista mesa, a la que se sentaron. La madre se había esmerado; y la comida, que con mezcla de temor(¿le gustaría a José?) e ilusión, había preparado, estaba sabrosísima. Esto, unido al apetito de que el muchacho con razón, había blasonado, hizo que le hiciera cumplidamente los honores. Comió como en sus mejores tiempos. Bebió un vaso de vino blanco y seco de su propia cosecha, de la que habían llevado un par de garrafas. Tomó una tacita de café, y estuvo un rato de sobremesa con su madre. La ayudó después a quitar la mesa, y a fregar y recoger los cacharros. La instó para que se echase un rato; y una vez lo hubo hecho, salió en busca del pastor, encaminándose al collado en el que había visto pacer al rebaño aquella mañana. Cuando llegó José, éste y aquel sesteaban. Ramón estaba tumbado sobre la hierba, con la cabeza apoyada sobre el zurrón, y con el perro (al que llamaremos Leal) tendido a sus pies. Al oírle acercarse, se levantó presuroso, saliéndole al encuentro acompañado del perro; que no había ladrado, y que moviendo la cola vertiginosamente, corrió hacia el amo para lamerle la mano.

José le acarició la cabeza, y saludó alegremente al pastor, estrechando efusivamente su mano. Ambos se sentaron en la hierba, y Leal se tumbó junto a ellos, apoyando la cabeza sobre el regazo del amo.

“Hola, Ramón. Hermoso día ¿eh?”.

“Hermoso de veras, sí, mi querido amo. Sin una nube; ni más viento que el preciso para que el sol no le achicharre a uno. Y este olor a monte, y el profundo azul del cielo… Te digo que este mundo es un magnífico regalo que Dios nos hizo, para que lo disfrutáramos. Lo malo es que los hombres, a menudo malvados y torpes, estropeamos esta bendición. En vez de vivir, y dejar vivir, en este mundo tan ancho en el que todos cabemos, aunque alguna vez tengamos que estrecharnos un poco, para hacer sitio al vecino, como en el tren; no nos da la gana, y le hacemos hacer en pie todo el viaje, por no respetar su derecho a asiento”.

“Chico, estás hecho un filósofo, pero tienes razón. Hay hombres tan malos, que uno llega a pensar que no son hijos de Dios, sino del diablo. Puestos por él en el mundo para atormentar, y con forma humana, para engañar. Y que tenemos la obligación, por legítima defensa, y para que no sigan haciendo más daño, de acabar con ellos. Pero el mal (como el bien) es difusivo, y sabe atraer y convertir en cómplice, a mucha gente perversa o estúpida; que luego ya no sabe desengancharse, y desenmascararlo. Por gente así, me ha pasado a mí lo que tu ya sabes; y es por eso que nos hemos venido aquí, y necesitamos tu ayuda. Ahora te explico. ¿Cuantos años llevas con nosotros Ramón, diez?. Y desde entonces, sólo nos has dejado el tiempo que has estado en la “Mili” ¿no?”.

“Así es. Yo acababa de cumplir los catorce años (y tengo veinticuatro), cuando se despeñó mi padre por aquel barranco. Mi madre murió al nacer yo; y al quedarme solo, me recogieron tus padres. ¡Nunca lo olvidaré!. Y desde entonces, fuisteis vosotros mi única familia, mis únicos amigos. Tú tenias nueve años, y has sido siempre para mí, más que el amo (aunque lo seas, y como a tal te respete) un hermano muy querido. Cuando tu padre murió, fue como si perdiese de nuevo el mío. Y como no conocí a mi madre, fue como si la tuya, también lo fuese mía”.

“Sí Ramón, es cierto. Para mí siempre has sido un estupendo hermano mayor, muy querido y admirado. Hemos crecido juntos; hemos jugado mucho; me has enseñado a escalar montañas, a subir a los árboles, a trenzar el esparto, a manejar la honda, e infinidad de cosas útiles más. Tanto mi madre como yo, te tenemos un gran cariño; y por eso, y porque eres mi único amigo, en quien confío plenamente, te voy a pedir que no le digas a nadie (y a mi madre menos que a nadie, porque la matarías del disgusto), lo que quiero que hagas por mí. Y que tampoco digas que estamos aquí. Nadie debe saberlo, porque mi vida correría grave peligro. Si llega el caso, debes decir que hace mucho que no nos has visto, y que ignoras por completo donde podemos estar. Que llevas incluso, meses sin cobrar. Prométeme que guardarás el secreto, de donde estamos y de lo que pretendo”.

“Te juro que nadie ha de saber nada por mí, José. Puedes estar tranquilo”.

“Gracias. Te creo y confío en ti. ¿Tú has creído algo de lo que se dice de mí en el pueblo?”.

“Pero ¿como voy a creerlo, conociéndote como te conozco?. Tienes tu sólo más hombría, que todos esos desgraciados que te han calumniado, juntos. Y te juro que la forma que tuviste de presentarte en el Ayuntamiento, y de hacerles frente en la calle les impresionó. Y el puñetazo que le pegaste al canalla de Bruno, más fuerte que la coz de un caballo, les asustó. Ahora te tienen un miedo atroz; y si no fuera, porque los muy cobardes se te echaron encima en manada, puedes con todos. Pero como te temen ¡y mucho!, si los llegan a dejar, acaban contigo aquella noche. ¡Y bien poco les faltó para conseguirlo!.

La verdad es que esa patraña, no se la creen ni ellos. Pero como se han revolcado tanto en ese cieno, y te tienen un terror-pánico, se empeñan en mantenerla; porque les da vergüenza confesar, que no ha habido otra cosa en este repugnante asunto que su malquerencia y su envidia. ¡Pandilla de miserables!. ¡Hay para degollarlos, maldita sea!. Pero mira, se me está ocurriendo como puedes devolverles a traición, su puñalada trapera. Te cuelas una noche de madrugada en la casa de ese “hijo de su madre”, y te “tiras” a su hermana; que bebía los vientos por ti, y los sigue bebiendo. Y no creo que ella pusiera demasiadas “pegas”. Así le demostrabas, que nada tenía que ver contigo la calumnia que se había inventado, para vengarse de que tú no querías darte por enterado de que su hermanita “se te venía a las manos”. Claro que tú no eres capaz de hacer una cosa así; paro si lo fueras, yo no tendría inconveniente en ayudarte”.

“No seas bruto Ramón. Claro que no soy capaz de hacer algo así. Si lo fuera, sería aún peor que todos ellos. Me vengaría en una persona inocente, cuyo único delito era el de haberle gustado. Y el daño sólo sería para ella; pues su hermano, únicamente lo recibiría en su orgullo, ya que corazón no tiene. Puesto a hacer barbaridades, preferiría emboscarme con mi escopeta, una noche en que volviera de una fiesta de un pueblo vecino, y volarle la cabeza; y no solo a él, sino también a alguno de sus compinches que se pusiera a tiro. Pero naturalmente, tampoco pienso hacer semejante cosa, porque no soy un asesino. Mis planes son otros”.

“¡Está bien!. Pero conste que de lo que te ha pasado, también ha tenido la culpa la hermanita, por despecho; y Bruno por lo mismo, y por envidia, como tantos otros. La verdad es que sobre cualquiera en quien recayera tu venganza, no sería sino justicia a secas”.

“Es posible que tengas razón, y que me conviniese seguir tus consejos. Pero por mucho que me duela el verme deshonrado por esa vil calumnia (y sólo Dios sabe cuanto), yo no puedo tomarme otra justicia que la que apruebe mi conciencia. Lo que quiero es castigarlos, hasta conseguir que se arrepientan y rectifiquen, pero “a lo hombre”, no “a lo reptil”. Noblemente, cara a cara; que puedan verme y tengan oportunidad de defenderse. Y que, pese a estar ellos en pandilla y yo solo, se vean obligados a pedirme perdón y a gritar la verdad, hasta que pueda oírse en el último rincón del pueblo.

Para conseguir esto necesito reponerme, y someterme a un entrenamiento duro, metódico, y perseverante, que me devuelva mis fuerzas con creces, y me dé suficiente destreza. Y en eso es en lo que quiero que me ayudes. Empezaremos, si te parece, mañana mismo. Y en cuanto logre estar en forma, iré “a por ellos”. Pienso desafiarlos; y aunque lleven cuchillos o pistolas, dominarlos de forma que no los puedan utilizar, aunque sea moliéndolos a palos si es preciso. Tu me enseñarás la esgrima que aprendiste en la “Mili”; a azotar con la correa y con el látigo, con tanta fuerza y precisión como la que usaste con aquel lobo, al que destrozaste, sin recibir tú más que algún arañazo superficial. A lanzar la reja a la mayor distancia posible. A manejar el garrote, parando los golpes con él; y a voltearlo tan rápidamente, que nadie pueda entrar en su círculo sin riesgo de ser destrozado. Primero me entrenaré con palos. Después con ramas más pesadas; y por fin con rejas de hierro. Simularemos luchas cuerpo a cuerpo, y me enseñarás todos los trucos, zancadillas, y marrullerías que conozcas, o puedas inventarte; y las practicaremos, junto con las que a mí se me ocurran. También me enseñarás a esquivar un cuchillo; y si es necesario, a inutilizar la mano que lo empuña. A rodar por el suelo, incorporándome de un salto. A manejar bien los puños y los pies, lanzándolos al alto, con las manos apoyadas en el suelo; y recuperando luego de inmediato, la posición normal. A saltar zanjas y rocas; a correr de costado y cuesta arriba, a toda velocidad; y a deslizarme por una pendiente, sin lesionarme. En fin, a defenderme y a atacar con eficacia. Tu, que eres fuerte y diestro, y has aprendido en la “Mili” incluso las “artes marciales”, serás mi maestro. Por eso estoy aquí. No pata esconderme, sino para ponerme en condiciones de defenderme, y de atacar con eficacia. En fin, para poder luchar; porque, aunque yo no quisiera (que sí quiero, porque necesito rehabilitarme; ya que para mí, el vivir sin honor es peor que estar muerto), ellos me obligarían. Esta desdichada pugna tiene que terminar; y no puede ser de otro modo, que con mi triunfo, o con mi muerte. Estoy seguro de que me esperan, me buscarán, e intentarán matarme. ¿Comprendes que no quiera que sepa nadie que estoy aquí, hasta que me considere capaz de enfrentarme a ellos, sin sufrir una muerte segura?. Por eso voy a pedirte también (sé que puedes y querrás hacerlo), que cuando necesitemos víveres, seas tú quien vaya a comprarlos; y no precisamente en nuestro pueblo, al tiempo que los tuyos. Esos sí, para que no haya cambios sospechosos. Y cuando vayas ¡ten mucho cuidado!; porque tendrás que ver a tu novia, y las mujeres suelen ser muy curiosas. Seguro que te pregunta, y la interrogan.”.

“Estaré sobre aviso. Por mí no se ha de saber nada”-

“Cuando hagas compras para nosotros, tendrás que ir a pueblos diferentes, donde no te conozcan. Pienso que puedes tener que andar todo un día, y toda una noche, con luna y sin ella, por cualquier vericueto, y yendo cargado. ¿Me equivoco?”-

“¡Que vá!. Si es preciso, soy capaz de cargar como una mula, y de andar con la carga a cuestas por donde sólo andan las cabras, el tiempo que haga falta; y aunque la noche sea como boca de lobo, sin dar un tropezón. Pero creo que no deberías empezar el entrenamiento hasta que estuvieras un poco repuesto. Estos primeros días, sólo debes dormir, comer, y pasear. Luego podremos empezar nuestros ejercicios en el fondo de mi cabaña, bajo la vigilancia del perro; al anochecer, pero aún con luz del día. Para ello, recogeré el ganado un poco más temprano que de costumbre. También podemos ejercitarnos a primera hora de la tarde, mientras el rebaño sestea. Y el resto del tiempo, podrás practicar lo aprendido cuanto te venga en gana. Si en algún momento se acercase alguien sospechoso, sería detectado enseguida, porque Leal y yo tenemos buen olfato. Te daría un silbido largo y otro corto, para que te escondieras donde nadie pudiera verte. Y deberías decirle a tu madre que guisara en mi cabaña, para que nadie pudiera ver que salía humo de vuestra chimenea, y entrara en sospechas. Por último yo también quisiera pedirte algo, José. ¡Prométeme, que cuando te consideres en condiciones de desafiarlos, no irás solo!. Debes permitir que yo te acompañe. Te aseguro que no intervendré, de no ser absolutamente necesario. Pero la lucha de ocho (y además sucios, cobardes, y traicioneros) contra uno (por muy valiente, hábil, y fuerte que sea) es demasiado desigual”-

“Gracias hermano. Pero no puedo prometértelo. No es solamente porque desee no ponerte en peligro, y vencerlos yo solo. Es que no sé como se desarrollarán las cosas, ni si me sería posible, aunque quisiera. Lo que sí te prometo es ser prudente, y contar contigo, si es necesario”-

Mientras hablaban, el sol había ido descendiendo y ya rozaba la cumbre de la montaña, tras de la que pronto se ocultaría. Ya era hora de volver al aprisco. Ramón, con la ayuda de José y del perro, reunió el rebaño, y emprendieron el regreso. Leal iba en vanguardia, y ellos a retaguardia. Cosa de una hora después, cuando ya se disipaban las últimas luces del crepúsculo, llegaron a la explanada en la que se encontraba el tenado. Allí les esperaba impaciente la madre de José.

“Hijo, empezaba a preocuparme, porque no me dijiste que ibas a pasar toda la tarde con Ramón. Sólo que ibas a verlo dando un paseo. Si me lo hubieras dicho, os habría preparado merienda, ¡con la necesidad que tienes de reponerte!”-

“Perdón madre, pero ya sabes lo que pasa. Nos pusimos a charlar, y se nos pasó el tiempo tan deprisa, que cuando quisimos darnos cuenta anochecía. Pero no te preocupes, que como comí tanto a mediodía, no he tenido gana de merendar. Ya me resarciré a la cena; porque ahora sí, empiezo a tener hambre. Si te parece, y tienes comida bastante, invitaremos a Ramón; y le daremos luego una taza de ese café tan bueno que hemos traído, y que a él tanto le gusta. No creo que le desvele, porque es capaz de dormir como un leño sobre un lecho de guijarros, y hasta de aplastarlos con su peso. ¡Es duro como una roca!.Y yo no pienso parar, hasta ponerme tan duro como él”-

“Bueno, hijo, le invitaremos. Aunque Ramón, por ser de casa, está invitado siempre, y él lo sabe. Procuraré que no os quedéis con hambre ninguno de los dos”.

Mientras ellos hablaban, Ramón había recogida el ganado, y se disponía a darle su pienso. José fue a pedirle, de parte de su madre y suya, que cenara con ellos; y a echarle una mano con los animales, para que hubiera terminado cuando la cena estuviera dispuesta.

Tomaron sopas de ajo, magras de jamón, ensalada, y queso. Y los chicos, una taza de excelente café, como José había deseado. La conversación estuvo muy animada, aunque los temas personales fueron cuidadosamente evitados. Se charló acerca del tiempo, del ganado, y de los corderitos que Ramón esperaba que nacieran en Primavera. Luego recogieron mesa y cocina entre los tres; la madre dio a Ramón comida para el perro, suficiente para que se hartara; y el pastor se despidió de ellos cariñosamente, hasta el día siguiente; y dando las gracias de nuevo, se encaminó hacia su cabaña. Todos se acostaron temprano.