UNA HISTORIA QUE CONMOCIONÓ AL PUEBLO. “VENENO DE ÁSPIDES DESTILA SU BOCA”

Unos tres meses después de la pelea de Pedro con el “Coco”, ocurrió en el pueblo un doloroso episodio, que impresionó profundamente a la opinión pública, y de manera especial, a la aguda sensibilidad de éste.

Entre la última hornada de mozos de dieciocho años, que ya empezaban a tener amoríos, a rondar a las mozas (de las cuales más de una tenía varios aspirantes a su “palmito”, con las consiguientes rivalidades), y a asistir a las fiestas, tanto del pueblo como de los pueblos vecinos, destacaba por sus buenas prendas, un muchacho, que era manifiestamente el predilecto de la mayoría de las chicas. Se trataba de un mocetón alto, fuerte, y bien parecido; simpático, trabajador, honrado a carta cabal, sin vicios, y que unía a todo ello un holgado patrimonio; así que no tiene nada de particular que fuera considerado “un buen partido”, y que las mozas se disputaran sus atenciones. Su padre había muerto hacía dos años; y trabajando las tierras heredadas, más las que poseía la madre, vivían los dos en buena, aunque sencilla, posición.

Llamaremos José al protagonista de nuestra historia. Para él, serio y leal, el amor no era un juego, sino algo muy valioso, digno de comprometer la vida entera. Él deseaba (lo aprendió en su buena formación cristiana; y lo vio realizado en el feliz matrimonio de sus padres) un único y ardiente amor. Que el día en que se enamorara, fuera de verdad, y para siempre; y quería guardarse en cuerpo y alma para la mujer de sus sueños, que esperaba hiciera lo mismo. Estaba seguro (y así lo pedía a Dios por intercesión de su padre, que velaba por él desde el Cielo) de encontrarla, ser correspondido, y formar un matrimonio feliz, que resultaría ejemplar para cuantos les conocieran. Mientras no llegara ese día, rehusaba “flirtear”, y darse por enterado de las coqueterías y miradas incendiarias que se le dirigían. Un tanto ingenuo, trataba a todas las mozas con la misma amistosa camaradería. Hasta el momento, ninguna lo atrajo de manera especial; y por tanto, bailaba y charlaba con todas, sin manifestar la menor predilección por ninguna.

Las muchachas que aspiraban a que se decidiera por su personita, no se enfriaban, ni desistían, pero en vano. Antes bien, empleaban toda clase de artimañas para conquistarlo. Pero como no acabara de decidirse por ninguna, muchas empezaron a sentirse desdeñadas; y a cambiar su actitud conquistadora, por otra de despechado rechazo.

Entre tanto los mozos (unos por celos, otros por envidia, y algunos por haber sido “calabaceados” por su causa) iban alimentando contra él un sentimiento de rival animosidad, que aumentaba de día en día. Hasta que progresivamente, los que se consideraban más “machos” empezaron a molestarle, provocándole para sacarle de sus casillas, y arrastrarle a pelear. Unos decían que era un engreído, para quien las chicas del pueblo eran demasiado poco. Mientras que otros, los más agresivos, empezaron a “correr la bola”, de que lo que ocurría, era que a José no le gustaban las mujeres, porque era “marica”; y que si se acercaba a ellas, era para disimular su falta de “hombría”. Y eso, porque le obligaba su madre, que era un “sargento de varas”, y quería impedir, aunque fuera a palos, que se supiera en el pueblo la vergüenza de hijo que tenía.

“Calumnia, que algo queda”, dice un popular refrán. Llegaron a repetirlo tanto (“veneno de áspides destila su boca”-dice el apóstol Santiago), que la opinión pública acabó por creerlo. Por desgracia, un amplio sector social, suele ser proclive a pensar mal del prójimo, y a lanzarse como un buitre carroñero a la carnaza que se le ofrece, sin investigar su calidad, ni su procedencia. Además, en aquel tiempo y en aquel lugar, aquel “sambenito”, era lo peor que podía decirse de un hombre.

José no tardó en enterarse de las murmuraciones; pues como suele suceder, no faltó un “alma caritativa” que le viniera con el cuento. A pesar de su natural indignación, disgusto, y gana de partirle la cara a más de uno, logró serenarse, y le ofreció a Dios aquella prueba: Si a ti, Jesús mío, te llamaron impostor…bebedor…Si te ajusticiaron…¿qué vale lo que me quieran llamar a mí?.

Y enemigo de cualquier clase de violencia, decidió hacer “oídos sordos” a las habladurías. Por otra parte, noble e ingenuo como era, se hizo la ilusión de que ninguna persona normal, a poco que le conociera, podría dar el menor crédito a semejante “bulo”.

Decidió no darse por enterado, y continuar haciendo la misma vida. Pero no tardó en darse cuenta, de que el agasajo que se le había brindado en bailes y reuniones desde que empezó a frecuentarlos, se había trocado en indiferencia y frialdad, cuando no en hostilidad manifiesta.

Se le hacía notar bien a las claras, que su presencia no era grata. Las chicas le dejaban con la palabra en la boca con el menor pretexto, o sin pretexto alguno. Dondequiera que se dirigiese, se le hacía el vacío. Le rodeaban miradas desdeñosas, desconfiadas, o burlonas.

Y se le hizo entender, que la calumnia, lanzada por la envidia y el despecho de unos y otras (que habían bebido los vientos por él, sin lograr su objetivo), había conseguido el efecto buscado por sus inventores: que fuera socialmente despreciado, marginado, y rechazado.

Entonces José cambió de actitud. En un primer momento, pensó encerrarse en su casa, y evitar todo trato con aquellas gentes que no lo merecían. Pero después de pasar algún tiempo recluido, sin asistir a ninguna reunión, empezó a pensar que aquella solución no era la más adecuada. En primer lugar, él no tenía vocación de anacoreta. Era un chico normal y sociable, que no había cometido ningún crimen, y no tenía porqué esconderse. Y en segundo lugar, aquella actitud daría la razón y por el gusto a los calumniadores.

Por otra parte, si no quería tener que abandonar el pueblo para siempre, no le quedaba otro remedio que rehabilitar su buen nombre. Y por mucho que odiase la violencia, estaba obligado a demostrar que tenía en el dedo meñique más hombría, que aquellos desgraciados que le habían deshonrado con sus embustes. Una vez tomada esta decisión, acordó presentarse de improviso, en una fiesta que celebraba el Ayuntamiento para celebrar a su santo Patrón, y recaudar fondos con fines benéficos, a la hora en que estuviese más concurrida.

Así que aquella noche, cuando el baile estaba en su apogeo, hizo José su entrada en el salón, furioso, y dispuesto a todo; ya que cuando su “agua mansa” se desbordaba, se transformaba en “agua brava” fuera de cauce, capaz de arrasar cuanto se interpusiera en su camino. Su repentina entrada, y la cólera de que rebosaba, bien perceptible, y en agudo contraste con sus habituales sencillez y alegre cordialidad, impresionaron profundamente a los presentes. Se interrumpió el baile, calló la orquesta, y el público permaneció inmóvil y silencioso.

Entonces se escuchó la voz de José, vibrante de ira: “¡Qué! ¿les ha impresionado a ustedes la entrada de un marica?. Les aseguro que podría en este momento, con la colaboración, voluntaria o no, de alguna de estas señoritas, demostrarles lo equivocados que están; pero no es mi intención cometer indecencias, sino ayudarles a ser decentes. Algo que no es, quien da crédito a murmuraciones y calumnias, sin investigar siquiera su procedencia. No sé, aunque lo imagino, quien ha sido el cerdo, que ha lanzado sobre mí la basura que lleva dentro; y que muchos de ustedes, por ser tan puercos como él, se han ocupado de aumentar.

Pero vengo dispuesto, por ser más hombre que todos ustedes juntos, a hacerles tragar la mierda que me han echado encima; más la que les haga soltar el miedo, en esos sucios pantalones que no saben llevar. Quisiera en primer lugar, que saliera a dar la cara el cobarde que inventó la calumnia, para tener el gusto de partírsela. Y que no trate de ocultarse, pues sospecho fundadamente de quien se trata; y por sí o por no, se la romperé de todas formas. Y no solo a él, sino a los que le han ayudado en semejante porquería, porque hay para todos. Y como la grave ofensa que me han hecho esos cobardes hijos de puta ha sido pública, les insulto y desafío también en público. Y ahora me voy a la calle a respirar aire puro, porque aquí huele a podrido. Allí esperaré, para ver si alguno, el autor sobre todo, se atreve a salir, y a decirme a la cara lo que dice a mis espaldas”.

Y José se dirigió a la salida.

Mientras hablaba, tras un momento de estupor, el alcalde había hecho una seña a los dos alguaciles que hacían de ujieres en aquella ocasión, indicándoles que lo detuvieran cuando intentara atravesar la puerta del salón; en la cual, uno a cada lado, hacían guardia. Deseaba prenderlo, imponiéndole un severo correctivo, por “allanamiento de local oficial en acto público, social, y solemne; y por desacato a la autoridad”, ya que José había incluido en su desafío e injurias a todos los presentes, sin exceptuar al alcalde; y era inadmisible tan grosero comportamiento en su presencia.

Por otra parte, el grupo, también presente, de los ocho mozos que habían lanzado la repulsiva calumnia contra José, se había hecho señas para reunirse, y salir todos juntos tras él. Cuando éste salía por la puerta con la misma decisión con que había entrado, se vio súbitamente acometido por los alguaciles-ujieres, que se lanzaron sobre él, sujetándole cada uno por un brazo. Pero José, que era un muchacho de gran fortaleza física, centuplicada entonces por la ira, los rechazó, y se lanzó velozmente escaleras abajo.

Al llegar a la calle, se dio perfecta cuenta de que venía, pisándole los talones, el confabulado grupo de “valientes”. En vista de ello se detuvo, protegiendo su espalda, para evitar un ataque traidor por ese flanco, en el ángulo que formaba la pared del Ayuntamiento con la de la casa contigua, y esperó.

El grupo de sus enemigos se colocó frente a él, en actitud de desafío. El jefecillo de aquellos facinerosos, a quien llamaremos Bruno, tomó la palabra en nombre de todos: “Oye tú, ¡so marica!. Si hemos sido nosotros los primeros en darnos cuenta de que lo eres, y en decirlo, para que nadie se llame a engaño contigo ¿qué?. Por mucho que ahora quieras presumir de macho ¡y valiente nada menos!, no dejas de ser marica, porque así naciste, así eres, y así serás mientras vivas; que no va a ser mucho, porque vamos a despedazarte ahora mismo. Y no creas que nos han impresionado tus bravatas de arriba. Si no te aplastamos en el acto, no fue porque te tuviéramos miedo como te has figurado ¡so cabrón!, sino por guardar el debido respeto a las señoras y señoritas presentes. Pero como ahora ya no nos contiene nada, te haremos picadillo, empezando por escupirte a esa cara repugnante”.

Y uniendo la acción a la palabra, lanzó un escupitajo a la cara de José, que dio en el blanco, porque Bruno era un experto. Y a su salivazo, siguieron los de los demás componentes del grupo. El pobre José, se limpió la cara como pudo, con el dorso de ambas manos; y en el paroxismo del furor, con mucha más valentía e impetuosidad que prudencia, saltó como un toro de miura sobre ellos, abandonando su bien estudiada y ventajosa posición; y de esta forma, quedó al descubierto, vulnerable por todas partes al ataque de aquella pandilla de facinerosos. Y esto era lo que esperaba Bruno, cuya astucia igualaba a su perversidad.

En su bravo e imprudente lanzamiento, José lo alcanzó de entrada con un fuerte puñetazo en la barbilla, que lo derribó en tierra sin sentido, y le hizo saltar cuatro dientes. Pero, simultáneamente, cayó sobre él una lluvia de golpes, de los que no pudo cubrirse. Estaba totalmente rodeado, y le resultaba imposible defenderse, o contraatacar con eficacia. Finalmente fue derribado; y ya en el suelo, bien sujeto, siguió recibiendo puñetazos y patadas feroces, que no acabaron con él (como era la intención de sus atacantes), porque un grupo de los asistentes al baile que salió del Ayuntamiento, logró quitárselos de encima.

José estaba inconsciente, maltrecho; y sangraba abundantemente por multitud de heridas, nariz y boca. Trabajosamente fue levantado del suelo, y trasladado a su domicilio. Su madre quedó consternada y llena de dolor, ante el aspecto atroz que presentaba el cuerpo de su adorado hijo. Éste tuvo que guardar cama durante más de un mes; y apenas repuesto, tuvo que comparecer ante el juez, para responder de los delitos que se le imputaban. Estos eran: “Allanamiento de local oficial en acto público; escándalo y perturbación del orden; amenazas e injurias; desacato y resistencia a la autoridad; agresión a un “pacífico” ciudadano, produciéndole lesiones que hubieron de ser reparadas quirúrgicamente, y de las que tardó en curar treinta y cinco días”.

Por todo lo cual, fue condenado al pago de las costas del juicio; a una multa de mil pesetas, a abonar a su “víctima”; al abono de los honorarios médicos, por operación y curas; y a cuatro meses de prisión.

José estaba destrozado: las lágrimas de su madre; la flagrante injusticia cometida contra él, que sólo había intentado rehabilitar su honra mancillada por unos desaprensivos, de la única manera en que podía hacerlo; la casi mortal paliza que había recibido; la parcialidad de las autoridades, que habían considerado en el juicio al auténtico responsable de todo, “víctima inocente de un degenerado”. Y a que, al deshonor que la calumnia arrojó sobre él, se uniera ahora el baldón de delincuente, había llenado su corazón de amargura. Los meses que pasó en la cárcel, fueron para él un auténtico infierno. Y esto, no tanto por la falta de libertad y las vejaciones y privaciones que tuvo que soportar, como por su tormento interior.

ÉL, de temperamento afectuoso y formación cristiana, siempre había vivido hasta entonces en paz; procurando amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo. Pero ahora la había perdido, tal vez para siempre. Se veía invadido por un odio, y un afán de venganza, tan intensos e incontrolables, como si se tratara de tumores malignos.

No podía rezar el Padre nuestro, porque se sentía incapaz de perdonar. No descansaría, hasta que viera a sus pies, machacados y sollozantes, proclamando la verdad a gritos y pidiéndole perdón, a aquellos culpables, que porque sí, sin motivo alguno y gozándose con ello, le habían ocasionado tanto daño. Se lo devolvería con creces. No sólo por hacer justicia, ya que no la hicieron los que tenían obligación, sino para que sirviera de escarmiento.

En los momentos de mayor exaltación, el antes pacífico muchacho, se convertía en una auténtica fiera, capaz de cometer las mayores atrocidades, para dar satisfacción a sus deseos de venganza. ¡No los mataría!. Los dejaría ciegos, mutilados…Para que sufrieran todo lo posible, el mayor tiempo posible.

Y el infortunado José, se torturaba impotente en su celda, devorado por el ansia de dar rienda suelta a su furor. Alguna vez, entre las espesas tinieblas en que se debatía su alma, trataba de abrirse paso un débil destello de luz: “deberías pedir perdón a Dios por tus malos pensamientos, y pedirle su ayuda para perdonar. ¿Acaso no dijo Jesús, cuando le estaban crucificando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”…Pero por aquel entonces, estaba cerrado a cualquier idea, que no fuera la de su desquite. Tan sólo pudo dirigirse a su Madre del Cielo: “Ruega por nosotros (él, que tanto lo necesitaba, y su madre de la tierra) ahora. A su Padre Dios no podía dirigirse. Al que tuvo en la tierra, se encomendaba a menudo, sabiendo que intercedía por los suyos. ¡Qué bien hizo Dios llamándole tan pronto!; aunque en el momento, ni él ni su madre lo entendieran. ¡De qué terribles disgustos se había librado!.

Y José continuó día tras día, mientras duró su condena, sin apenas comer, ni dormir, ni sosegar; obsesionado por la idea de reparar “a lo hombre” el agravio que le habían causado, e inflingir a los culpables un castigo ejemplar.

Éstos entretanto, habían tenido tiempo para reunirse a cambiar impresiones, y elaborar planes para cuando José saliera de la cárcel. Se daban perfecta cuenta, de que por fuerza debía estar furioso, tras la serie de atropellos e injusticias de que había sido víctima. Y de que había de intentar vengarse de los responsables, que eran precisamente ellos.

Bruno, el “jefecillo” de la banda, había sido el único en recibir el sólo puñetazo que pudo dar José aquella noche. Pero ¡con qué contundencia!. No podía exponerse a recibir otro. Y estaba seguro de que en la prisión, él planeaba la forma de llevar a cabo su desquite, en cuanto le fuera posible.

Por ello, convenció a sus compinches, de que ninguno podría volver a gozar de un momento de tranquilidad, en cuanto José estuviera libre; y resultaba imprescindible “liquidarlo”, sin que ellos corrieran demasiado riesgo. Tenían a su favor un arma poderosa, de la que su contrincante carecía: la astucia, para poder llevarle al terreno conveniente.¿No recordaban, cómo lograron con los escupitajos que se pusiera al descubierto?. Pues conseguirían de nuevo, llegado el momento, que volviera a ponerse en sus manos. De esta forma, no habría peligro de que ninguno de ellos, pese a la fortaleza de José, tuviera que acompañarle en “el viaje sin retorno” en el que planeaban embarcarle. Eso, en cuanto al peligro que representaba éste.

Con respecto a la Justicia, no había por qué preocuparse. Ya habían visto la complicidad con que había actuado la Autoridad durante el Juicio, en el que la auténtica víctima fue condenada, y los culpables absueltos. Y en cuanto a la “opinión pública”, la gente tampoco era un peligro digno de tenerse en cuenta. No había más que ver, el éxito que había logrado su calumnia, que superó con creces sus mayores esperanzas. Había sido escuchada, engordada, y difundida, con verdadera complacencia, por mozas que se consideraban desairadas por el, en un tiempo, “niño bonito” del pueblo; por familiares, que se solidarizaron con ellas; por mozos celosos; y por esa “masa” que disfruta escuchando y difundiendo habladurías.

Él, Bruno, difamó a José en venganza por los desdenes sufridos por su hermana, una de las mozas que con más vehemencia habían solicitado su atención. Pero nunca creyó que prosperase tan masivamente. A nadie le importó lo más mínimo, ni salió en defensa del calumniado. Y entre todas aquellas gentes, existió desde un principio una solidaria complicidad. Sí, todo iba a salir bien. Podían esperar tranquilos el momento en que José saliera de la prisión, pese a los proyectos de desquite que se hubiera trazado.

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