“EL COCO”

A mediados de Diciembre regresó la familia al pueblo, como tenía por costumbre; y los chicos se incorporaron a la escuela una vez más, reemprendiendo sus tareas escolares, y volviendo a encontrarse con sus compañeros y maestros. También volvieron a la Catequesis con ilusión, pues el párroco sabía hacer gratas e interesantes sus clases.

Por su carácter afectuoso, su deseo de ayudar, su aplicación y formalidad, gozaba Pedro de una buena reputación entre las personas mayores, y era generalmente apreciado por los chicos; por lo cual, no siendo él en absoluto pendenciero, raras veces reñía o peleaba. Sin embargo, cuando lo hacía su hermano Enrique, lo cual no dejaba de ser frecuente, porque era travieso y de genio vivo, si lo veía igualado con su contendiente, se limitaba a separarlos. Pero si éste era mayor y más fuerte, y no se avenía a razones, sustituía éstas por los puños. Y como las pocas veces que pegaba lo hacía con fuerza, su prestigio entre los chicos se acrecentaba, y en general, procuraban no “encontrarse” con él. Así que sus peleas, además de escasas, solían ser breves, ya que procuraba darles un rápido y contundente final.

Pero un chico grandullón, un par de años mayor que Pedro, bravucón y pendenciero, a quien llamaremos Jorge, empezó a sentirse celoso de su ascendiente sobre los niños, y de la fama que iba adquiriendo de luchador invencible. Y fiado en su mayor edad y superior talla, empezó a “buscarle las vueltas”, y a provocarle a la menor ocasión.

Pedro, que ni necesitaba ni quería “acreditarse”, procuraba rehuirle; y cuando el otro salía con alguna impertinencia, “hacía oídos sordos, a palabras necias”. Jorge se burlaba de su “beatería”, ya que, desde su Primera Comunión y la muerte de su hermanito, estaba más metido en la Iglesia que nunca.

Desde su vuelta de las vacaciones, ayudaba a Misa a diario, antes de empezar las clases; cantaba en todas las funciones litúrgicas; al salir de la escuela, hacía una “visita al Santísimo”, y era la “mano derecha” del párroco en la Catequesis. Le había puesto el mote de “el santurrón”; y aunque por el momento, no se había atrevido a hacer nada que hiciera ineludible la pelea, no perdía la oportunidad de molestarle continuamente, con desagradables indirectas. Además, había hecho correr la voz de que “el santurrón”, no era en el fondo más que un vulgar cobarde, que se protegía tras la sotana del cura; y que si le rehuía, era porque no se atrevía a enfrentarse con él, sabiendo que era muy capaz de despedazarlo. Que se había comprado una gran navaja para abrirle en canal como a un cerdo, pues no era otra cosa, en cuanto lograra cogerle por su cuenta.

Enterado de todo ello, Pedro continuaba “pasando” de Jorge, y tomando a broma sus bravatas; incluso empezó a hacer comentarios, sobre “el inmenso terror que le inspiraba el Coco”. La frase tuvo éxito, con lo que Jorge se sintió en ridículo, y aumentó su animosidad. Empezó a pasearse con una gruesa estaca en la mano, y a hacer más directas y agresivas sus provocaciones contra Pedro; siempre, eso sí, si le veía acompañado. Éste pensaba que eso se debía, a que quería público para su exhibición, con la eventual humillación del contrario.

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Todos se daban cuenta de que aquella situación empezaba a resultar insostenible; de que la paciencia de Pedro tenía que tener un límite; y de que la pelea iba resultando inevitable. Y, en vista de que éste la demoraba hasta lo increíble, Jorge discurrió un método, que juzgó con razón, infalible para que “entrara en liza”. Se valió de un hermano menor, al que lanzó contra Enrique. Al principio Pedro no se inmutó, porque sabía que éste era un buen luchador, y que las fuerzas de ambos contendientes estaban igualadas. Enrique era valiente y tenaz, y le sobraban recursos para vencer en aquella provocación sin ayuda de nadie. Pero de pronto, el hermano de Jorge le golpeó en la frente con una piedra que llevaba escondida en un bolsillo, abriéndole una brecha, que empezó a sangrar en abundancia.

Al ver correr la sangre de su hermano, la ira de Pedro, contenida durante tanto tiempo, se desató de súbito como un huracán arrollador. Extendió los brazos, agachó la cabeza, y se lanzó como una catapulta sobre el vientre y las piernas del “Coco”. Éste esperaba la acometida, blandiendo su gruesa estaca. El cabezazo fue tremendo, y al tiempo de propinarlo, Pedro agarró a su contrincante por los muslos; e irguiéndose rápidamente, le hizo perder el equilibrio, y caer al suelo cuan largo era. Él recibió solamente un estacazo en la región glútea, que le llegó sin demasiada fuerza; ya que la rapidez y contundencia de su ataque, impidió al otro impulsar su palo con la suficiente fuerza y velocidad, para poder alcanzar con eficacia alguna parte sensible de la anatomía de Pedro.

La violencia del cabezazo recibido, y la caída de espaldas, habían aturdido a Jorge, haciéndole soltar su garrote. Instantáneamente, Pedro cayó sobre él con desbocada furia, y clavándole materialmente en el suelo, con la rodilla derecha sobre el dolorido vientre, comenzó a propinarle una serie de violentos puñetazos con la mano derecha; mientras que asía con la izquierda el palo, que el otro había dejado caer. Los golpes de Pedro, secos y duros; dados con la entrenada agilidad del pelotari, capaz de rematar en el frontón las pelotas por mucha fuerza que llevaran, acabaron de aturdir a Jorge; que ni siquiera intentó levantarse, ni defenderse.

Ya el primer violento puñetazo, le había partido el labio superior y reventado la nariz, inundándole la cara de sangre. Pero Pedro no olvidaba, que su enemigo había blasonado de que, además del garrote, llevaba una gran navaja; de la que podría hacer uso en cuanto él se descuidara, si le dejaba rehacerse. Por consiguiente, continuó pegándole durante un buen rato; hasta que consideró que ya había recibido lo suficiente, para quedar fuera de combate por el momento, y bien escarmentado para el futuro.

Entonces se levantó, aunque sin bajar la guardia, porque a pesar de todo no se fiaba. “Ahora- conminó a su vencido adversario- levántate, y tira al suelo la navaja que tienes en el bolsillo. Porque como no lo hagas, vas a probar esa medicina de tu garrote, que querías aplicarme a mí. Si todavía sigues con gana de pelea, y tratas de clavármela, ya has visto que no soy manco, y que podrías arrepentirte. Tú eliges, estás a tiempo.”

Jorge, vacilante y tambaleándose, se puso en pie obedientemente. La sangría de su nariz continuaba, y pidió permiso a Pedro para, antes de sacar la navaja, sacar el pañuelo para secarla. Metió la mano en el bolsillo; y Pedro, “por si las moscas”, retrocedió unos pasos enarbolando el garrote. En buena hora lo hizo, pues su presentimiento resultó cierto. El otro sacó la navaja, y creciéndose con ella, rugió: “Ahora me toca a mí. Me vas a pagar caro lo que me has hecho”.

Y al mismo tiempo, empuñándola firmemente, se lanzó sobre Pedro con el brazo extendido, dispuesto a clavársela en el vientre. Pero él, que esperaba la acometida, esquivó el navajazo con un ágil giro a la derecha; y al mismo tiempo, descargó el garrote con todas sus fuerzas sobre el antebrazo de Jorge; que soltó la navaja, y retorciéndose de dolor, empezó a dar alaridos, asegurando que Pedro le había roto el brazo.

La pelea de los hermanos pequeños había terminado hacía rato, porque a ambos les interesaba más ver la de los mayores.

“Si te he roto el brazo lo siento, pero tú te lo has buscado. No así mi hermano, al que has descalabrado tú. Porque has sido tú quien lo ha hecho; sin mas motivos, que tus ganas de pelearte conmigo. Pero como supongo que ya has tenido bastante, dejémoslo aquí si te parece”.

Y dando por terminada la lucha, Pedro soltó el palo, bajó la guardia, y tendió la mano a Jorge en señal de paz. Pero éste, herido en su orgullo, no pudo tragar su derrota; y en lugar de estrechar la mano que tan noblemente se le tendía, viendo a Pedro ya descuidado, le propinó una fuerte patada en la espinilla; y al doblarse éste materialmente por el dolor, otra, aún más fuerte, en la cara, que a poco le derriba.

Pedro saltó de costado en rápido giro, mordiéndose los labios para no gritar. Y al hacerlo, con los brazos extendidos y las manos cruzadas como las aspas de un molino, alcanzó a Jorge en el vientre. Era el tercer golpe que éste recibía en tan delicado punto de su anatomía, y ya no lo resistió. Cayó al suelo, gimiendo y vomitando. Pero Pedro, que estaba ciego de ira y ya no sabía lo que hacía, se lanzó sobre él como un poseso, sin reparar en los gritos y bascas del otro, ni en que no hacía nada por defenderse.

En vista de ello, los espectadores, dándose cuenta de que Pedro había perdido el control, y temerosos de que acabara con Jorge, se decidieron a intervenir para calmarle (lo que no fue empresa fácil).

En esto acertó a pasar por allí el padre de Jorge; y al ver a su hijo en un estado tan lastimoso, quiso saber lo que había ocurrido. Los chicos, a excepción de Jorge y de Pedro, que no estaban en disposición de hablar, le informaron de todo, quitándose la palabra unos a otros. Una vez enterado de los hechos con bastante exactitud, se dirigió hacia Pedro; que interpretó el avance, como propósito de vengar la paliza dada a su hijo. Y como aún estaba fuera de sí, y había olvidado sus buenos modales, retrocedió unos pasos, recogió el palo del suelo, y se encaró con el padre de su vencido adversario: “Como se atreva a acercarse a mí, me “cisco” en la leche que mamó”. Al otro, que era un buen hombre, y muy amigo del padre de Pedro, le hizo gracia el desplante de aquel mocoso; y sin enfadarse, se detuvo de inmediato.

“Pedro, ya vale, tranquilo- le dijo serenamente- no pienso pegarte. Después de conocer lo ocurrido, te doy toda la razón. Pero ya es hora de que acabe este asunto. Así que suelta ese palo, y baja la guardia. Serénate, y lleva a tu hermano a casa para que le curen esa brecha. En cuanto a este “flamenco de vía estrecha” que ha resultado ser mi hijo, si no fuera porque con la soberana paliza que le has propinado, no está en condiciones, le iba a dar yo más que a una estera. Y Luis (este era el nombre del hermano menor), no se librará de unos buenos azotes. Pero lo que ahora urge, es atender a Jorge, así que me lo llevo a casa. Cuando llegues a la tuya, contarás a tus padres todo lo ocurrido; pues lo primero que te preguntarán, es cómo se ha hecho esa herida Enrique, y cómo tienes tú esa otra en la barbilla (la señal de la segunda patada traicionera de Jorge, que casi le derriba). Dile a tu padre además, que mas tarde pasaré a hablar con él”.

Pedro, desarmado por la razonable y justa (aunque para él inesperada) actitud del padre de Jorge, y totalmente calmado ya, tiró el palo al suelo, y se llevó a Enrique a casa.

Este lance aumentó el prestigio de Pedro entre los chicos, que habían presenciado la pelea y su “gestación”; y en adelante, ninguno se atrevió a “medirse” con él.

Cuando los dos hermanos llegaron a su casa, ya estaba en ella su padre. Mientras su madre los curaba, Pedro, en ocasiones corroborado y ampliado por Enrique, relató con absoluta sinceridad todo lo ocurrido; sin omitir su ensañamiento, cuando ya Jorge era incapaz de defenderse, del que estaba profundamente arrepentido; ni su actitud desafiante, y las groseras palabras que dirigió al padre de aquel, cuando pensó que iba a pegarle.

Al verle tan pesaroso, sus padres más bien le consolaron que riñeron. Si bien aprovecharon la ocasión, para hacerle ver lo necesario que es controlar las propias pasiones. Ya que si permitimos que nos dominen, podemos cometer actos irreparables, que tengamos que llorar toda la vida.

Aquella misma tarde, Antonio tuvo una cordial entrevista con el padre de Jorge; que por fortuna, no había sufrido ninguna lesión importante. Tan sólo tenía múltiples contusiones, que le obligarían a guardar cama durante cuatro o cinco días.

Los dos primeros, a Pedro se le hicieron eternos. Y al tercero, no pudiendo aguardar más, con el permiso de sus padres sacó dinero de su hucha, compró unas chucherías, y se dirigió a casa de Jorge para pedirle perdón, si consentía en recibirle. Le abrió la puerta la madre, con la que se disculpó, pidiéndole que intercediera ante su hijo, para que accediera a ser visitado por él.

Aceptó éste de buen grado, y Pedro fue introducido en su dormitorio. Jorge estaba en la cama, con la cara tumefacta: la nariz hinchada, el labio superior cubierto por una tira de tafetán, y los párpados amoratados, y tan inflamados, que apenas le permitían abrir los ojos. Su aspecto impresionó profundamente al visitante, que entre tímido y emocionado, se aproximó a su encarnizado enemigo de la antevíspera, con un punzante deseo de reconciliación.

“Vengo a pedirte perdón por el daño que te he hecho. Porque, aunque tuvieras la culpa de la pelea, yo no debí ensañarme contigo de la forma en que lo hice cuando te derribé por segunda vez- le dijo Pedro muy contrito- Siento de veras haber perdido el control, portándome como una bestia. ¿No querrás perdonarme, y aceptar estos dulces?. ¿Quieres darme la mano, y que hagamos las paces?. Si quieres, antes me das un buen puñetazo en la brecha que me hiciste con tu patada en la barbilla; con la que te confieso estuviste a punto de ganarme, y me la vuelves a abrir. Así nos curaríamos los dos a la vez, y no habría vencedor ni vencido”.Y al mismo tiempo, depositó sobre la cama de Jorge el paquete de golosinas.

Éste se echó a reír con precaución, para que no se le abriera el labio partido, y tendió a Pedro su mano izquierda, que él estrechó en un apretón tan caluroso, que hizo exclamar al otro: “Oye ¡no me la aprietes tanto!, que me la vas a dejar tan hecha polvo como la otra. No soy zurdo, y me diste tal porrazo en el brazo derecho, que me duele como si me lo hubiera pisado un caballo; por eso no puedo darte ningún puñetazo. ¿Amigos?”.

“Para siempre”-fue la respuesta.

Aún se quedó Pedro un buen rato haciendo compañía a Jorge; y en él se prometieron amistad eterna. Jamás volverían a pelearse. Incluso, si la ocasión se presentaba, saldrían siempre en defensa el uno del otro.

Pedro salió de aquella casa contentísimo. Se había quitado un buen peso de encima, haciendo las paces con Jorge; y sintiéndose perdonado de todo corazón, por él y por su madre; que le acompañó hasta la puerta, con generosas muestras de cordialidad.

Y desde aquel día, “el Coco” desapareció. Siguió siendo un muchacho valiente, enérgico, y de fuerte carácter; pero sin la fanfarrona bravuconería, y la provocativa agresividad de que antes hacía gala. La envidiosa “enemiga” que sintió por Pedro, se había convertido en respetuosa admiración, y orgullo de ser su amigo.