SONRISAS Y LÁGRIMAS- JUEGO, VACACIONES Y FIESTAS

Otro escenario en el que pronto destacó también Pedro, fue el frontón del pueblo. Existía en él gran afición por este deporte, y chicos y grandes se turnaban para jugar en él reñidas partidas, en grupo o por parejas. En las que jugaban los mayores, se cruzaban a veces fuertes apuestas.

Pedro se iba desarrollando rápidamente, y su fortaleza física era muy grande para su edad. Por ello, dejó pronto de jugar con los niños de su clase que se le quedaban pequeños, para hacerlo con chicos tres o cuatro años mayores que él. E incluso comenzó a competir con adultos. Los más prestigiosos pelotaris, empezaron a solicitarle para que se uniera a su grupo en los partidos. Decían que, pese a su edad, unía a las cualidades de agilidad y dureza, una singular habilidad para conseguir el lanzamiento de la pelota, bajo y raseado, potente y preciso, de forma que pocas veces podía ser recogida por cualquiera de los adversarios.

A este vigor precoz, contribuyeron mucho los veranos pasados en la sierra, en la hermosa finca de “la cabaña”, asiento de la peña y fuente “negra”. A medida que crecía, Pedro iba participando más intensamente en las faenas agrícolas. Y al cumplir los diez años, casi con el mismo esfuerzo y dedicación que los jornaleros, entre los que se encontraba muy a gusto, y de los que era muy apreciado. La trilla le gustaba especialmente, y con frecuencia pedía permiso (que alguna vez le fue concedido) para pasar la noche en la era, durmiendo sobre la paja al aire libre, con los gañanes. La temperatura era deliciosa, las estrellas brillaban en todo su esplendor, y la plateada luz de la luna lo embellecía todo. Después de un rato de alegre charla, Pedro, en aquellas gloriosas noches, rezaba sus oraciones; y tumbado de espaldas, soñaba un rato despierto, antes de hacerlo dormido, contemplando el cielo. En su ensueño, veía un mundo mejor; que él con su esfuerzo, contribuiría a construir, aunque fuese arrostrando peligros y dificultades sin cuento. En “su mundo”, los hombres vivirían como hermanos. No podrían existir en él abusos, ni explotación, ni crímenes, ni miseria. Porque una gran mayoría de hombres, tan buenos como valientes, lo impedirían. El monótono canto de los grillos, música de fondo de su “gesta épica”, acababa por adormecerle. Y se dormía con un sueño profundo y reparador. Al despertar con los rayos del sol naciente, el canto de los pájaros, y la fresca brisa matinal, se sentía lleno de vida, y dispuesto a “comerse el mundo”.

Una vez recogido, el grano debía ser transportado en grandes sacos hasta los silos y graneros para su almacenamiento. Estos distaban de la era cosa de un centenar de metros, que habían de recorrerse llevando a hombros un pesado saco repleto. Y por último, antes de descargar, había que subir una empinada escala de unos catorce peldaños.

Pedro cargaba una y otra vez aquellos sacos, casi con la misma facilidad que los jornaleros, rudos mocetones acostumbrados al trabajo, no sin que alguno protestara de que “aquello era demasiado para el chico”. Pero la verdad era que no se resentía por aquella pesada carga. Los dos primeros días notaba agujetas; pero después, ni la menor molestia. Sólo la alegría de comprobar el vigor que habían adquirido sus músculos, que le permitían realizar el trabajo que se había propuesto.

Aquellos mozos con los que compartía el esfuerzo, le contemplaban con admirada simpatía; y su padre, que siempre estuvo orgulloso de él, le dejaba hacer. Y así, entre los trabajos del campo, el estudio, dirigido por su padre, los paseos, los juegos, las tertulias, la lectura, la oración en familia, la asistencia a la Misa Dominical, con la obligada visita a los abuelos, iban transcurriendo, rápida y felizmente, las vacaciones.

También el regreso al pueblo tenía su encanto. La vuelta a la escuela, con el reencuentro de los amigos después de tan larga separación. La proximidad de las entrañables fiestas navideñas, con las reuniones familiares, el Nacimiento, los villancicos, la Misa del Gallo, los regalos de Reyes…Todo era poco para celebrar la venida de Dios al mundo, y Pedro vivía aquellos días intensamente, con el corazón lleno de amor.

Después venía el invierno, con el estudio serio del primer trimestre del curso escolar. La Cuaresma, en la que había que renovarse por dentro, para prepararse a celebrar la Semana Santa. Pedro ofrecía pequeñas mortificaciones, que le costaban: un poco más de estudio, de orden, de ayuda en casa; a sus hermanos, a algún amigo que anduviera algo flojo; comer un poco menos de lo que le gustaba más, y un poco más de lo que le gustaba menos; callar (y esto era lo que más le costaba) cuando alguien decía alguna impertinencia a su juicio, y no le pedía la conciencia que hablase…

Además de prepararse para acompañar de cerca a Jesús en su Pasión, Muerte y Resurrección, Pedro se preparaba aquel año para hacer sus Primeras Confesión y Comunión; y si siempre se esforzó en el estudio del catecismo, ahora ponía “toda la carne en el asador”. Además empezó a ayudar a Misa, y a todo cuanto el párroco pudiera necesitar de él, convirtiéndose en su insustituible monaguillo.

Después de la Semana Santa, con sus procesiones y oficios, la visita a los Monumentos en familia, y la alegría de la Misa de Pascua de Resurrección, en la que se unía al canto del aleluya con toda su alma, venían las profanas fiestas de primavera. Como durante siglos, en aquel pueblo habían andado a la gresca moros y cristianos, ahora se recordaba la “efemérides” (como en otros muchos lugares de España), y se celebraban la Reconquista y la paz, con alegre folclore. De pequeñajo, siempre deseó Pedro llegar a ser Rey Moro, ya que le encandilaba su refulgente atuendo, y la gracia del caracoleo de su caballo árabe.

A continuación llegaba Mayo, con el esplendor de la naturaleza, y las “flores a Maria”, que siempre inspiró a Pedro una tierna devoción. Y procuraba ofrecer cada día a la Virgen una flor. material, espiritual, o de ambas clases; e incorporarse al rosario, que rezaban a diario sus padres con el servicio.

En Mayo tenían lugar también las Primeras Comuniones. Ya hacía tres años que su hermana María había celebrado la suya; y aquella Primavera era el turno de Pedro. Su primer encuentro sacramental con Jesús, dejó honda huella en su corazón. La víspera se había confesado por primera vez, y había salido muy feliz del confesionario. Se sentía limpio, renacido…Después de comulgar, sintiéndose una sola cosa con el Señor, se puso en sus Manos una vez más y para siempre. “Gracias Jesús, por habernos querido tanto, que hasta has inventado la Eucaristía para quedarte con nosotros”. Y pidió por la Iglesia, empezando por el Papa; por su familia, incluido el servicio doméstico, y los jornaleros; por el párroco, sus maestros, sus amigos..; por los que ya habían “cruzado a la otra orilla”: Don Antonio, y Manolo; por la paz, y por el mundo entero. Le pidió su ayuda para hacer siempre la voluntad del Padre. Pidió en fin por todos, y por todo lo que tenía en el corazón.

La celebración: un espléndido desayuno ofrecido por su madre en el jardín de su casa, en la que participó toda la familia, el párroco, y los amigos más íntimos de Pedro, resultó muy alegre. El “protagonista”, muy guapo con su traje de primera Comunión, recibió agradecido y feliz, los parabienes y regalos.

En aquel momento sus hermanos eran cuatro, pues ya hacía dos años que Mercedes, una preciosa rubita de ojos verdes, había venido a aumentar la familia, que gozaba entonces de un feliz remanso de paz. Al mes siguiente, aumentó aún más su alegría con el nacimiento de Antonio, un hermoso bebé de pelo y ojos negros, cuyo bautizo se celebró con gran regocijo.

Pasado el Corpus, en cuya procesión participó Pedro aquel año, entre los niños que habían comulgado por primera vez, echando pétalos de rosa para alfombrar el camino que recorrería el Señor en su Custodia; la familia marchó a “la cabaña” como todos los veranos.

Pedro se las prometía muy felices, pues las vacaciones en la sierra siempre lo habían sido para todos. Pero aquel verano les iba a deparar una pena muy grande: el pequeño Máximo, un chiquillo encantador, que ya tenía seis años y empezaba a incorporarse al grupo de los mayores, enfermó de difteria, y murió en pocos días.

Para los niños fue un duro golpe; pero aprendieron a aceptarlo y a ofrecerlo a Dios, con el ejemplo del callado dolor de sus padres, y de su cristiana aceptación de la desgracia: “El Señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó. Bendito sea el Nombre del Señor”. Él sabe más. Ahora tenemos un ángel en el Cielo, velando por la familia”. Y se unieron aún mas estrechamente, a través del sufrimiento.

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