LA EDAD ESCOLAR. LOS AMIGOS.

Pedro empezó a asistir a la escuela del pueblo a los seis años cumplidos. Su hermana María hacía ya tres que iba. Pero aunque las clases empezaban a mediados de Octubre, los hermanos de la Gomera no se incorporaban a ellas hasta primeros de Diciembre, al regresar al pueblo de sus largas estancias en las fincas de la sierra y del campo.

No por ello se encontraban atrasados con respecto a sus compañeros; porque su padre, en cuanto cumplían los seis años, les daba dos horas diarias de clase, excepto los domingos y días festivos, durante todo el verano. Y su madre, a partir de los cuatro, les enseñaba a leer, escribir, sumar etc. Y empezaba también con la catequesis.

Así que al llegar a la escuela, iban muy adelantados para lo que era común a su edad. Pedro leía de corrido. Aprendió muy pronto, y sentía verdadera pasión por la lectura. Sabía escribir con bastante corrección; y sumaba, restaba, multiplicaba, y empezaba a dividir. Además conocía las oraciones del cristiano, los Mandamientos de la ley de Dios, el credo, y algo de “historia sagrada”. Así que en pocos días, el nuevo se puso a la cabeza de la clase.

A pesar de que en aquellos tiempos, el primer trimestre del curso escolar, era curiosamente, el último; porque, en el pueblo, el curso se identificaba con el año: empezaba en Enero y terminaba en Diciembre, al comenzar las vacaciones de Navidad. Así que, al incorporarse a él los hermanos de la Gomera, estaba muy avanzado.

También Pedro empezó en seguida a capitanear los juegos; porque aquellas largas temporadas al aire libre, participando, en la medida de lo posible en los trabajos del campo, habían fortificado su organismo; de forma que su desarrollo y fuerza física, corrían parejos con el intelectual. Podía decirse que había llegado al “uso de razón”, y la utilizaba. Tenía un sentido de responsabilidad poco común en un niño; y hasta que no había aprendido las lecciones, y hecho los deberes, que nadie le hablara de salir a jugar. Después sí. Tenía muchos amigos, porque su carácter era abierto y afable, si bien no exento de cierta seriedad; y se llevaba bien con casi todo el mundo, lo mismo niños de cualquier edad, que adultos. Le apasionaba correr aventuras; y recorría el pueblo y sus alrededores con su pandilla, en su búsqueda.

Esto era en vacaciones, domingos y festivos; porque en tiempo laborable, quedaba poco tiempo para esas correrías. Después de estudiar, había que limitarse a salir un rato a jugar a la plaza, hasta la hora de cenar. En cuanto le llamaban, dejaba el juego; se despedía de los amigos hasta el día siguiente; y entraba en casa, dispuesto a lavarse las manos y peinarse, para acudir al comedor aseado y correcto.

Era norma en su hogar, que con las primeras personas con las que había que esmerarse en el cariño y afabilidad, eran las de la propia familia. Los padres predicaban con el ejemplo. Y siempre los vieron sus hijos en la mesa familiar, arreglados, cariñosos, y corteses. Y eso mismo les exigían a ellos.

Hasta que no eran capaces de comer con cierta corrección, y de participar mínimamente en la tertulia familiar, hablando cuando les llegaba el turno, y escuchando sin interrumpir cuando era el ajeno; dando su opinión educádamente, y respetando la del contrario; su madre les daba las comidas más temprano, y los acostaba antes. Su padre y ella rezaban con los pequeños, les daban las buenas noches con un beso, y se disponían a cenar con los mayores.

La “alternativa” solían dársela al cumplir los seis años; época en la que también empezaban a asistir a la escuela, y a la Misa dominical en familia. Empezaba para ellos una nueva vida, con sus privilegios y responsabilidades.

Tampoco a los pequeños se les permitía salir a jugar a la plaza; ya que entre los chicos mayores, los había muy brutos, y estarían expuestos a recibir un pelotazo, o un revolcón. Jugaban en el jardín de su casa, donde era frecuente que se les agregara algún niño de su edad, cuya madre hubiera acudido a visitar a Maria, que era muy querida en el pueblo, y tenía muchas amigas. En aquel momento, los pequeños de la Gomera eran dos: Enrique, un travieso chiquillo de cuatro años, cabello oscuro y alegres ojos castaños; y Máximo, un angelote rubio con ojos azules, de dos; a quien todos mimaban a porfía.

Pedro, recién incorporado a la “infancia adulta”, no se consideraba ya compañero de juego de sus hermanos, sino su protector. Y Maria, como una segunda madrecita, procuraba ayudar a su madre a atenderlos en todo lo que podía. La nueva vida de Pedro empezó a transcurrir tranquila y feliz, entre el entorno familiar y la escuela, el estudio y el juego.

Pero pronto iba a tener que enfrentarse con el misterio del dolor en sucesivas oleadas emocionales, que dejaron honda huella en su alma. En aquel su primer año de escuela, empezó también a dar catequesis en la Parroquia. Era impartida por el propio párroco, un excelente y encantador sacerdote a quien los niños adoraban. Vivía con una hermana viuda y tres sobrinos. Uno de ellos, José Antonio, era el mejor amigo de Pedro. Don Antonio (que así se llamaba aquel párroco, que sustituyó a su muerte al de la “paliza”) se desvivía por todos, principalmente por los más necesitados, y era universalmente querido. Nadie hubiera podido sospechar que fuera odiado por persona alguna. Pero sin embargo, así era.

Un mal día, entre los vendedores ambulantes que con frecuencia acudían al pueblo, llegó un quincallero. Este sujeto, de aspecto poco grato, esperó en las cercanías de la casa rectoral la llegada del párroco. Y al regresar éste al mediodía, cumplidos sus deberes de la mañana, le salió al encuentro; y sin mediar palabra, le descerrajó dos tiros a bocajarro en el umbral de su casa, que le causaron la muerte en el acto. Al oír los disparos, acudieron algunas personas que se hallaban en las cercanías; y mientras unos iban en busca del médico, por si aún pudiera hacer algo; los demás persiguieron y desarmaron al criminal; le propinaron algunos golpes, y lo entregaron a la Guardia Civil. Pero, a pesar de las investigaciones que se realizaron, jamás pudo saberse quién era aquel hombre, ni el móvil que le había inducido a cometer tan execrable crimen.

Este triste suceso, produjo gran conmoción en el pueblo. Entre gritos, maldiciones, y lamentos, la noticia corrió como la pólvora: “¡Han matado a Don Antonio, han matado a Don Antonio!”…Repetía un escalofriante alarido, que llegó al hogar de la Gomera, llenando de pavor a María y a sus hijos.

Ocurría que a la sazón, Antonio de la Gomera era el alcalde del pueblo. Y como había “metido en cintura” a algunos elementos díscolos y bravucones, estaba amenazado de muerte por ellos. Y su familia temió, al oír los gritos, que hubieran cumplido su venganza; ya que la posibilidad de que el Don Antonio asesinado fuera el párroco, resultaba inimaginable. El choque emocional fue tremendo, y de resultas de él se resintió la salud de la madre, que ya nunca se recuperó por completo. También la aguda sensibilidad de Pedro recibió un duro golpe. Aún después de conocer la verdad, no pudo la familia recuperar la paz por entero, ya que todos profesaban un gran cariño al tan trágicamente desaparecido párroco. Pedro, acompañando a su amigo José Antonio, asistió a todos los sufragios y actos de duelo que se celebraron por el fallecido sacerdote. Y unos dos meses más tarde, su mejor amigo se marchó del pueblo con su madre y hermanos. Y la separación de una persona muy querida, que experimentaba por primera vez en su vida, resultó para Pedro desconsoladora. La ayuda de sus padres le resultó inapreciable para superar la nostalgia por su amigo perdido, y por su añorado Don Antonio. Su fe, su valeroso ejemplo, y su ternura, fueron bálsamo en las heridas del niño, que poco a poco, fueron cicatrizando.

“Pedro, cariño-le decían-¡tienes que ser valiente!. Empiezas a ver ahora que en la vida ocurren muchas cosas desagradables, a veces terribles, que nos hacen sufrir. Y no podemos entender cómo Dios, nuestro Padre, Bueno y Omnipotente, las permite. Él abomina el pecado, pero respeta nuestra libertad; y siempre hace que todo sea para bien. El hombre pecador tiene su hora, y Dios su eternidad. En el Cielo sabremos el porqué de tantas cosas que aquí no podemos entender. Los mejores amigos han de separarse; pero si tú quieres, no te separarás nunca del mejor: Jesús. También tu Ángel de la Guarda es un gran amigo, que Dios a puesto a tu lado para que te acompañe siempre. Y tienes a la Virgen, a San José, a San Pedro, tu gran Santo…Es verdad que son amigos invisibles; que en esta vida, se dejan ver sólo entre sombras; pero son absolutamente reales. Puedes hablar con ellos, ofrecerles y pedirles cosas; y puedes estar seguro de que te quieren, te escuchan, y te atienden. Del amor de Dios no podemos dudar, después de que se hizo hombre, y se nos entregó hasta morir en una cruz. Dios no tiene el corazón más pequeño que el nuestro; y si a veces permite que suframos en la vida, es para nuestro bien, aunque no veamos cómo. Además, la despedida de nuestros amigos no es definitiva. Si Dios quiere, volveremos a encontrarnos, en la tierra o en el Cielo; así que no se trata de un “adiós”, sino de un “hasta luego”.

Con estas, y otras muchas razones, le animaban a no “acoquinarse”; y a que, abandonado en los brazos amorosos de su Padre Dios, viviera como todo un hombre, sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte. Y a que luchase contra la tristeza, porque era aliada del enemigo, y hacía desgraciados a los demás.

Y la vida seguía, con sus buenos y malos momentos: el estudio, el juego, la vida familiar, con el cariño de los suyos, y la oración (que todo lo allana y lo suaviza).

Después de aquella tragedia, vinieron unos meses tranquilos. Un nuevo párroco, buen sacerdote y buena persona, vino a ocupar el lugar de D. Antonio; si bien en el corazón de sus feligreses, éste lo conservó privilegiado. Pedro, aunque el actual párroco conquistó pronto su cariño, jamás pudo olvidarlo. Reanudó su catequesis; y como en la escuela, siguió acaparando los primeros premios.

Era costumbre, que el reparto de estos fuera después de los exámenes de fin de curso. Como éste acababa con el año, la entrega de premios tenía lugar en vísperas de Navidad, en un solemne acto presidido por el alcalde; que, según costumbre ancestral, también había presidido el tribunal examinador, y era quien repartía los premios, e inauguraba las vacaciones navideñas.

Pedro se sentía satisfecho y contento, pero no se envanecía. Había aprendido bien que sus buenas cualidades, y las oportunidades que tenía para desarrollarlas, las debía a Dios por entero. Y que, siendo así, sus éxitos no eran mérito propio, sino en el mínimo porcentaje de haberlas aprovechado; y a Él, y a la dedicación de sus padres y maestros, debía agradecerlas.

Al primer reparto de premios de su vida, como acababa de incorporarse a la escuela, asistió fuera de concurso. Pero a partir del segundo, y mientras asistió a ella, fue el “príncipe” sin rival. Como era muy generoso, y quería mucho a sus compañeros, compartía con ellos todo premio susceptible de ser compartido (dinero, golosinas…). Y si se trataba de algún libro o juego, ofrecía prestarlo a quien lo desease.

Cuando contaba apenas nueve años, la impresionable sensibilidad de Pedro, fue sacudida de nuevo por otro trágico acontecimiento. Su hermano Enrique, se había incorporado aquel año a la escuela, a su pandilla, y a los juegos en la plaza del pueblo. Una tarde de primavera, se divertían los dos hermanos, jugando a “pídola” con un grupo de chicos. El juego consistía en ir saltando sucesivamente sobre el niño que se quedaba; el cual, bien afirmado sobre las piernas, con el tronco doblado y la cabeza baja, para evitar un golpe de los que saltaban, ofrecía su espalda como punto de apoyo a las manos de los jugadores. Todos se colocaban en fila, detrás de una raya grabada en la tierra, a cierta distancia del “quedado”. El primero de la fila cogía carrerilla, y apoyando las manos en su espalda, saltaba sobre él con las piernas abiertas sin rozarlo. Lo más que se permitía era un taconazo de adorno en el coxis del “potro”, como prueba de holgada suficiencia. Una vez que toda la fila había saltado, le tocaba quedarse al que lo había hecho primero.

Y así sucesivamente, hasta que el turno empezaba de nuevo. Entonces se aumentaba la dificultad, aumentando la distancia desde la que había que saltar, y la altura, colocándose un poco más erguido el que se quedaba. Si algún niño no saltaba limpiamente, o rebasaba la raya trazada (a veces a dos metros del “potro”), era eliminado “ipso facto”: ya había perdido. Ganaba el chico que permaneciera sin ser eliminado, cuando todos los demás lo hubieran sido.

Aquella tarde, cuando ya había sido eliminada más de la mitad del grupo, tocaba quedarse a Pedro.

Y al saltar sobre él su amigo Manolo (un chico fuerte, un par de años mayor que Pedro, que nunca había dado muestra de la menor anormalidad) cayó al suelo de bruces. Como no se levantaba, e impedía saltar a Enrique, siguiente en la fila, éste se impacientó, pensando que el caído estaba “de guasa”, y le conminó: “Como no te levantes en el acto, te aseguro que me meo en ti”. Pero ni por esas. El caído continuaba en el suelo, con boca y nariz hundidas en la tierra, sin hacer el menor movimiento. Entonces Pedro, asustado, se incorporó; se inclinó rápidamente sobre su amigo, y lo puso boca arriba. Nunca pudo olvidar la cara del chico, cuando quedó al descubierto. Tenía un intenso color morado, los ojos abiertos y vidriosos, y estaba helada y cubierta de tierra. Pedro intentó levantarlo, por ver si reaccionaba; pero sus brazos y piernas estaban flácidos, y no le fue posible. ¡Estaba muerto!. La impresión de los niños fue terrible. Despavoridos, corrieron a pedir auxilio. Pedro permaneció junto al cadáver, limpiándole la cara, y tratando de reanimarlo.

Por fin llegó el médico, acompañado por dos vecinos del pueblo; uno de los cuales se dirigió inmediatamente a avisar a la familia del fallecido muchacho. El doctor, tras un somero examen, dispuso el traslado al depósito, del cadáver, donde debía practicársele la autopsia. Pedro, afligido en extremo, y luchando por contener las lágrimas, permaneció pegado a la puerta del depósito rezando por su amigo, hasta que su padre, a la hora de cenar, lo arrancó materialmente de allí.

“Hijo, sé fuerte. Manolo era un buen chico, y estará en el Cielo. Está seguro de que nuestro Padre Dios, nos llama a cada uno, cuando y cómo es mejor para él. Pero ya ves que nadie es tan joven que no pueda ser llamado en cualquier momento, y que debemos vivir cada día como si fuera el último. Aprovechando el tiempo que Él nos da, y siempre preparados para presentarnos a su llamada con las manos “bien llenas”.

La fe y la ternura de su padre, lograron vencer la amargura de Pedro ante aquella tremenda sorpresa de la vida; y le ayudaron una vez más, a sobreponerse, y a enfrentarse valerosamente con cuanto pudiera sobrevenir.

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