LA PARTIDA DE CHAPAS

Una segunda historia que ocurrió por entonces, esta vez protagonizada por el padre de Pedro, contribuyó también eficazmente a que el carácter y las ideas del niño, continuaran afianzándose en el mismo sentido.

Había en el pueblo un “clan”, constituido por tres hermanos, que se habían erigido en los matones oficiales del lugar, a los que nadie se atrevía a hacer frente. A más de uno le habían asestado una puñalada, siempre en grupo; ya que individualmente, no se atrevían a cometer sus agresiones. Estaban vinculados a un influyente cacique, que los utilizaba como “fuerza de choque”; y los sacaba de apuros, si se veían envueltos en algún problema judicial por sus acciones violentas; ya fueran cometidas por instigación y conveniencia del cacique, o por su propio capricho y provecho.

“Cobraban de barato”, sometiendo a sus veleidades, a quienes se les antojase. Prevaliéndose de su mala fama y de su casi absoluta impunidad, atemorizaban a sus víctimas, que consentían en todo cuanto a ellos les venía en gana.

Entre otras cosas, hacían trampas en el juego; y sus contrincantes, a sabiendas de que las hacían, no se atrevían a negarse a jugar con ellos, si se veían personalmente requeridos. Entraban en el juego, y apostando fuerte, se dejaban robar, haciéndose los tontos, por evitar males mayores. Aunque alguna vez lo hicieran, estos perturbadores sujetos no acostumbraban a tomar parte en juegos de Casino, en torno a una mesa, y en local cerrado. Les gustaban más, y les resultaban más convenientes para sus fechorías, los espacios abiertos; aunque se tratara de juegos de cartas, dominó, o similares.

Solían concurrir a la plaza del pueblo, a las horas, y los días, en que, por ser festivos, acudía una gran mayoría de hombres a la tertulia que allí se organizaba. Se charlaba, comentando los sucesos locales o nacionales, las noticias del periódico…; bien fuera paseando al sol de invierno, o sentados en los bancos corridos, dispuestos para tal fin ante la fachada del Ayuntamiento.

A partir de las cuatro o cinco de la tarde, daba la sombra en ellos en verano; y se disfrutaba además, del vientecillo fresco que solía soplar a aquellas horas. Cuando los hombres allí reunidos estaban más tranquilos, y su número y “calidad monetaria” les parecían suficientes para sus fines, los tres hermanos se presentaban en la plaza. Se enfrentaban a los reunidos, tomando nota de ellos mentalmente, con la idea de que a ninguno de los que les interesaban se le ocurriera escaparse con cualquier pretexto. Si de momento lo lograba, se le buscaría después para darle un disgusto.

De entrada, el “trío” iniciaba una conversación cualquiera; y transcurridos unos minutos, resolvía por su cuenta que la simple charla era algo muy aburrido, y que para divertirse un poco, lo mejor era jugar a las chapas.

“¡Oye fulano!. Y ¡tú, mengano!. ¿No os animáis?. Nosotros las tiramos. Empezamos apostando veinte duros. Pero la apuesta no tiene límite. Podéis apostar, desde una peseta mínimo, hasta la cantidad que se os antoje. ¿De acuerdo?”-

Naturalmente, todos lo estaban.

La tarde de nuestra historia, en el centro de jugadores y mirones que se formó, dibujaron un círculo profundamente grabado en la tierra con una gran navaja (que servía a la vez de aviso), de unos dos metros de diámetro. Y dentro de dicho círculo se colocaban las apuestas. El juego consistía en adivinar de qué lado (cara o cruz) caerían las dos monedas, a las que llamaban chapas; que se lanzaban al aire, de forma que cayeran en el interior del círculo. Si las monedas estaban “manipuladas”, y el lanzador tenía práctica, le resultaba fácil conseguir que cayeran del lado conveniente para él. Contra esta posible trampa, podía el jugador que la sospechara gritar: “pido cambio”, con voz fuerte y clara, de forma que se le oyese; aunque las monedas estuvieran ya en el aire, antes de que cayeran.Y la jugada no sería válida.

Pues bien, aquella tarde, cuando la partida estaba en todo su apogeo, acertó a pasar por allí, camino de su casa, el padre de Pedro. Bajaba por una empinada cuesta, tramo final de una de las angulosas calles, que procedentes de la Iglesia, desembocaban en la plaza del pueblo; y aquella lo hacía precisamente, en el punto más cercano a aquel en el que se encontraban los jugadores. En cuanto fue divisado, uno de los hermanos lo requirió para que tomara parte en el juego.

“¡Eh Antonio!, ¡anímate a jugar con nosotros, que esto está que arde!”.

“¡Gracias por la invitación!, pero hoy no me es posible. Otra vez será”.

“¡Venga hombre!. Aunque sólo sea un rato. Aún es temprano, y lo que tengas que hacer puedes hacerlo luego”- porfió otro de los hermanos.

“¿O es que tienes miedo de perder?- terció el último- Tú eres rico, y no debe importarte perder unos duros”.

“Pues mira, en eso te equivocas. Si me decidiera a jugar, lo más probable es, que en lugar de perder, ganase”.

El otro rió ruidosamente:

“¡Chicos! ¿habéis oído?. Cree que nos ganaría, y no se decide a jugar. A mí me encantan los hombres presumidos; y aquí Antonio, se quiere marcar a nuestra costa un farol como una casa. ¿Por qué no vienes a probar lo que dices, fanfarrón?. Porque sabes (tú lo sabes todo), que nosotros jamás perdemos, porque somos los mejores. ¿Cómo piensas que puedes ganarnos?. Y si de veras lo piensas: ¿porqué no vienes a demostrárnoslo?. ¡No irás a decirnos que no te gusta nuestro dinero!”

El corro estaba como electrizado. Tan lleno de tensión y temor, tan expectante, que se había quedado como paralizado, sin mas señal de vida, que el acelerado latir de los corazones. Era tal el silencio, que se hubiera podido oír el vuelo de una mosca.

“¡Vamos hombre!- insistieron- no te hagas rogar, que estamos deseando ver como nos ganas”.

“De acuerdo -replicó Antonio fríamente- pero con una condición. Como habéis convertido esto en un reto entre vosotros y yo, jugaremos sólo los cuatro, si es que aceptáis, y los demás no tienen inconveniente. Y jugaremos nada más que cuatro manos: la tirada que hagáis cada uno de vosotros, y la que haré yo. Si lo que os propongo os parece bien, empezaremos ahora mismo. Y ya veréis, como si vosotros jugáis siempre a ganar, yo por mi parte, no tengo la costumbre de jugar a perder”.

Y dirigiéndose a los del corro: “Si no os importa cederme en exclusiva estas cuatro manos, os agradecería que os apartaseis un poco para dejarme sitio. Necesito espacio para moverme con libertad; y sobre todo,- añadió riendo- para el caso en que me vea obligado a “salir por pies”.

Los oyentes, admirados por la mezcla de flema británica y fino humor andaluz de que Antonio daba muestra, se agruparon obedientemente a ambos extremos del semicírculo, ante el cual se encontraba él; dejando libre un amplio arco, en el que pudiera moverse sin obstáculo.

Una vez que el terreno de juego estuvo preparado a su gusto, Antonio se dirigió a sus oponentes:

“Vosotros tiraréis primero las chapas, en el orden que prefiráis. ¿Cuanto ponéis de banca?”.

“Si te parece-contestó el mayor de los hermanos (el de peor fama, y el que solía llevar la voz cantante)-empezaremos poniendo doscientas pesetas cada uno; o sea seiscientas en total. Y tú, dentro de ese límite, puedes apostar lo que quieras”.

“Acepto. Aunque no me parece gran cosa, dada la seguridad que tenéis de ganar. Creí que ibais a bancar más fuerte”.

“Pues si te parece poco, aumentaremos cien pesetas cada uno”.

“¿Y porqué no redondeáis la cifra, y subís a las mil pesetas?”.

“De acuerdo. Aceptado el envite. ¿Cuanto apuestas tú?”.

“El total de la banca”.

Los espectadores estaban tensos, rígidos como estatuas. ¿Cómo podía aquel hombre (en aquella época mil pesetas era mucho dinero), excitar la codicia, y caldear la vanidad de aquellos tramposos jugadores de oficio; de aquellos matones sin escrúpulos, encontrándose solo frente a ellos?.

“Bien, aquí está nuestro dinero- y el portavoz de los hermanos, lo colocó dentro del círculo de las apuestas, en billetes de cien pesetas; casi todos procedentes de las ganancias obtenidas aquella tarde. Los apiló unos sobre otros, poniéndoles encima una piedra para que no se volaran con el viento, justo delante de ellos-Ahora pon tu apuesta”.

Antonio sacó del bolsillo un billete de mil pesetas. Y avanzando hasta la raya del círculo, observó un instante a los tres hermanos, que le miraban con gesto torvo, entre malévolo y burlón, y colocó su billete, ligeramente a la derecha de la posición que ocupaba él frente a sus oponentes. Una vez colocado, retrocedió un par de pasos, procurando al hacerlo, desviarse ligeramente; de forma que su pie derecho quedara justo frente a su billete. Y ya en su sitio, avisó-

“Podéis empezar cuando queráis”.

“Tiraré yo el primero”-dijo el hermano mayor.

Era exactamente lo que esperaba Antonio. Eligió “cara”; y ya las chapas en el aire, gritó con voz potente: “Pido cambio”.

La jugada, por lo tanto, carecía de validez. Caídas al suelo las monedas, el “lanzador” las recogió con rapidez; y rojo de ira, se encaró con él-

“¿Y puede saberse porqué rechazas estas monedas?. ¿Crees acaso que son falsas?”-

“Si lo fueran, no por eso las rechazaría; siempre que estuvieran intactas, porque el resultado sería limpio. Las he rechazado por varios motivos. Primero: porque como no me las habéis enseñado, no he tenido oportunidad de examinarlas. Segundo: porque me ha parecido que una de ellas no era lo bastante plana. Y tercero: porque lleváis mucho tiempo jugando con ellas, y las conocéis demasiado bien. Por eso, como estoy en mi derecho, pido nueva tirada con otras monedas, que puede facilitarnos cualquiera de los aquí presentes. Todos los que lo deseemos podremos examinarlas, para tener la seguridad de que el juego es “limpio”, condición “sine qua non” para que yo participe en él”-

“¿Y porqué no has dicho todo eso antes de que yo tirase las chapas?”-contrareplicó el otro, cada vez más furioso y amenazador.

“Pues no sé. Tal vez, porque no se me ocurrió antes. Pero como lo he hecho en tiempo reglamentario, estoy en mi derecho”.

“O tal vez porque te entró miedo de repente. ¿Y crees que nos vamos a someter a tus caprichos, y vamos a cambiar las monedas sólo porque a ti te dé la gana, desconfiando de nosotros y ofendiéndonos?. Estás muy equivocado”-

“No es mi intención ofenderos. Sólo defiendo las reglas del juego. Pero si no queréis aceptarlas, lo dejamos.”-

“No eres más que un vulgar charlatán lleno de trucos. Te has comprometido a jugar, sin poner pegas a nuestras chapas, y ahora pretendes rajarte. Pero como eso no es de hombres, vas a jugar mal que te pese, en las mismas condiciones en que empezamos. ¡Conque elige, que voy a tirar!.Y no repitas el truco de antes, porque no te va a servir de nada. Si no eliges, lo haremos nosotros; y si acertamos, nos llevaremos las apuestas”-

El tono era de abierta amenaza. El orador tenía la voz ronca, las piernas abiertas, y los ojos semi entornados. Sus hermanos, parecían dos felinos, preparados para lanzarse sobre su presa. El clima estaba a punto de estallido; y los espectadores, presintiendo una tragedia, sentían correrles por la espalda un sudor frío. Solamente Antonio conservaba la calma, y permanecía impasible, animados los ojos por un brillo especial.

En el momento en que el mayor de los hermanos se disponía a arrojar las chapas, él, con la mano derecha metida en el bolsillo de la chaqueta, hizo bascular ligeramente el extremo cilíndrico de un objeto duro, prominente a través de la tela; avanzó rápido hacia el círculo, y plantó con firmeza el pie derecho sobre su dinero. Después, mirando fijamente a los tres hermanos con aquel brillo metálico y estremecedor en sus ojos, contestó:

“No hay fuerza en el mundo, capaz de obligarme a hacer lo que no quiero. Ya os he dicho que no juego en las condiciones que queréis imponerme. Y no hagáis el menor movimiento, que me obligue a hacer uso de lo que guardo aquí. E imprimía nuevas oscilaciones al duro objeto, cuyo extremo producía en su bolsillo tan acusado relieve. Antes de que os dierais cuenta, os habría dejado secos a los tres. No pienso llevarme nada vuestro. Me llevo lo que es mío, porque doy el juego por terminado. Y sería estúpido por vuestra parte tratar de impedírmelo. Sólo conseguiríais acabar en el depósito, sin ni siquiera rozarme. Así que más vale que seáis razonables, y nos evitéis una tarde de luto, que ninguno deseamos”-

Era evidente que Antonio se había impuesto. Los hermanos estaban como paralizados ante su repentina reacción, y no apartaban los ojos del bulto de su chaqueta, como si los hipnotizara.

Antonio, sin dejar de mirarlos ni un momento, añadió: “Hacedme el favor de dar cada uno, y todos al tiempo, tres pasos atrás. ¡Uno, dos, tres!”-

Y los hermanos, obedientemente, como reclutas a la voz del sargento, retrocedieron los pasos ordenados.

Él retrocedió a su vez; se agachó de repente, recogiendo su billete con piedra y todo, con la mano izquierda, y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Recuperó la posición frontal cara a los otros, y terminó, en tono de despedida:

“Bueno amigos, después de todo teníais razón al afirmar que nunca perdéis, ‘ya que nada habéis perdido. Y a fin de cuentas, aunque haya sido discutiendo, hemos pasado un rato distraído, lo que también tiene su valor. ¡Que no todo en la vida ha de ser ganar o perder!. Y como además aquí no ha perdido nadie, podemos estar todos satisfechos. Sólo que, os habréis dado cuenta, para esta clase de juegos soy un compañero muy aburrido. Así que, cuando queráis divertiros jugando a las chapas, buscaréis otro contrincante”-

Y dirigiéndose a los espectadores: “Gracias por habernos dejado jugar solos, renunciando a vuestra diversión. Podéis reanudarla si os apetece”

Y andando hacia atrás, rebasó el grupo de éstos, que volvieron a cerrarse en círculo.

Entonces se oyó la voz, enronquecida de ira, del hermano mayor: “Te juro que ésta nos la pagas”.

“Pero amigo ¿qué os voy a pagar, si nada os dejé a deber?”.

Y seguro de que no le seguían, recorrió los pocos metros que le separaban de su casa; a la que llegó tranquilo, como si nada hubiera pasado.

En cuanto Antonio se fue, la partida se reanudó en la plaza; pues todo el mundo tenía interés, en mantener distraídos a los humillados hermanos el mayor tiempo posible, para evitar que atacaran a su bravo amigo. Pero como los promotores del juego no estaban de humor, al poco rato empezó a languidecer este; y se disolvió el grupo.

La sonora repercusión que tuvo en el pueblo la que pasó a ser “la partida” por antonomasia. La rápida difusión que alcanzó entre toda clase de gente, incluidas las autoridades judiciales. Y el predicamento y renombre que procuró a su protagonista; que jamás blasonó de su triunfo, ni hizo el menor comentario que pudiera humillar a sus vencidos antagonistas, a los que siguió tratando con toda naturalidad cuando se terciaba. Y sobre todo, el convencimiento de éstos, de que por todas estas razones, cualquier accidente que Antonio pudiera sufrir sería cargado inmediatamente en su cuenta, les llevó a resignarse aquella vez con la humillación sufrida, renunciando a la venganza. También influyó el deseo del cacique de que nada ocurriese; ya que, dada la prestigiosa personalidad de Antonio, no le resultaba conveniente. Y por último, el mismo respeto que éste había conseguido inspirarles, acabó de disuadirles de actuar en aquel sentido, ni directa, ni indirectamente.

Antonio por su parte, nunca permitió que se hablara de ello en su presencia.

Sólo al día siguiente, en que se presentó en su casa de visita uno de sus íntimos, consintió en hablar de aquel tema.

“Me vas a permitir una pregunta-le dijo el amigo-¿como tú, que jamás llevas armas, tenías ayer una pistola en el bolsillo?”.

Él se levantó riendo. Se acercó a su mesa de despacho, y sacó del cajón central, un tubo de hierro de unos diez centímetros, que había encargado al herrero del pueblo, y éste le había entregado. Lo había metido en el bolsillo, y se encaminaba a su casa cuando fue requerido para jugar a las chapas.

“No era una pistola, sino ¡ésto!. Como aquello, no fue para mí jugar a las chapas, sino “al póquer”. Fue una partida de póquer y la gané. Eso fue todo”.

“Pero te expusiste muchísimo”.

“Desde luego. Pero me pusieron en una situación tan difícil, que no me quedó otra salida, que someterme a jugar “al póquer”. Y al fin y al cabo resultó divertido”.

Y la conversación acabó en alegres risas.