LOS VECINOS DEL PUEBLO

La mayoría de la gente era (allí y entonces) muy cordial, cortés, y hospitalaria. Además del religioso, poseía en muy alto grado el culto al honor, que ponía por encima de todo. Era preciso cultivarlo, defenderlo, y guardarlo con el mayor esmero.

De este honor personal, formaba parte destacada la “hombría”, con sus integrantes de valor, honradez, fuerza física, destreza profesional, etc. Y ¡pobre del que en la opinión colectiva, sentara plaza de cobarde!. Había que dejar bien sentada la dignidad viril.

A nadie se le exigía, que en una contienda, suscitada por el motivo que fuera, resultara vencedor. Pero sí, que llegado el caso, estuviera dispuesto, aunque fuera con las armas en la mano, a defender sus derechos sin vacilación. Si se echaba atrás, debería arrostrar el desprecio de sus conciudadanos, con la pérdida de su buena fama. Si de los enfrentamientos resultaba algún herido, o (más doloroso aún) algún muerto, siendo el lance cuestión de honor, y en lucha franca y noble, el pueblo en masa defendía al causante de la desgracia. Todos declaraban a su favor; el primero el herido, si sobrevivía. Se solía lograr la absolución judicial; o, en el peor de los casos, la imposición de penas levísimas; que con la prisión preventiva, y la duración de las investigaciones judiciales anteriores a la vista de la causa ante el tribunal, al pronunciarse la sentencia, estaban ya prácticamente redimidas; si es que no lo estaban efectivamente.

Lo fundamental en su concepto del honor, era la fidelidad a la palabra dada, que valía más que cualquier acta notarial. Quien empeñaba su palabra, y en señal de “trato hecho” estrechaba la mano de la otra parte contratante (sobre todo si había algún testigo), no se volvía atrás, ni negaba el compromiso contraído, por muy equivocado que hubiera sido. Antes que verse deshonradas, aquellas personas preferían la ruina, o la muerte.

La precoz inteligencia de Pedro empezó pronto a asimilar muchas de estas características, si bien atemperadas por lo que aprendía de sus padres. Éstos, cuando él les comentaba que quería ser un hombre valiente, fuerte, y digno, le decían que les parecía estupendo. Pero si admiraba algún duelo de honor, procuraban hacerle ver, que siendo el honor una tan superior cualidad moral, no estaba por encima de la ley de Dios, a quien había que amar sobre todas las cosas. Que la “opinión pública”, no era motivo suficiente para poner en peligro la vida, propia o ajena. Y que los espectadores fundamentales de nuestra vida, a los que realmente había que tener contentos, eran Dios y nuestra conciencia. Si era posible agradar también a los hombres, magnífico. Pero que si esto resultaba incompatible, había que estar dispuesto a perder la honra, e incluso la vida, por ser fiel a lo que Dios nos pedía. Y era así como había que comportarse, para ser “todo un hombre”, y un buen cristiano.

Por supuesto, no había que consentir abusos de poder. En el mundo no habría tantos pillos, si no hubiera tantos tontos, o cobardes. Servir (y para ello era preciso prepararse bien) era honra. El “servilismo”, cobarde o ambicioso, deshonra.

Una historia ocurrida en el pueblo con anterioridad, que suscitó muchos comentarios, hizo también pensar a Pedro. El protagonista, el anterior párroco, había muerto un par de años antes. Se trataba de un buen sacerdote, apreciado por sus feligreses; con la característica de tener una corpulencia y fuerza física, poco comunes. Tenía fama de no consentir que nadie se desmandara en su presencia; pero curiosamente, se trataba de un hombre afable, humilde, y bondadoso.

La historieta en cuestión era la siguiente: A poco de llegar destinado al pueblo, un “matón” anticlerical, con el que nadie se atrevía a meterse, porque su fortaleza, prepotencia y “malas pulgas” tenían a todo el mundo amedrentado, esperó al párroco un domingo a la salida de la Misa de doce.

La plaza estaba muy concurrida. Cuando el sacerdote salió de la Iglesia, se le acercó, como si deseara saludarle respetuosamente, con la mejor de sus sonrisas; y le descargó una feroz bofetada, capaz de tumbar a un buey. El párroco sin embargo, ni siquiera se tambaleó. Miró fijamente a su inesperado agresor, y sin inmutarse, afirmó: “El Señor mandó poner la otra mejilla”.

Una estentórea carcajada; y una nueva bofetada que dejaba tamañita a la primera, en la otra mejilla, fue la respuesta. El agredido se remangó, y con la misma tranquila inflexión de voz, comentó: “Pero después, ya no dijo lo que había que hacer”; y dio tal paliza al matón, que le quitó las ganas de volverse a meter, ni con él, ni con nadie. Si alguna vez parecía olvidarlo, bastaba con que alguien, como quien no quiere la cosa, comentara: “Por allí viene el cura”, para que de inmediato recogiese velas.