LA FAMILIA. PRIMERA INFANCIA.

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Los padres de Pedro, en la época de su nacimiento, eran propietarios de unas fincas, que bien cultivadas, les permitían vivir holgadamente, y ayudar a quien tuviera necesidad.

Y debido a ello, y a sus prendas personales, eran muy apreciados en la comunidad.

Él, Antonio de la Gomera, tenía 28 años, y era fundamentalmente bueno, honrado, valiente, trabajador, solidario, y abnegado. Era además, inteligente, ingenioso, y conversador ameno; así que sus numerosos amigos “se lo disputaban”.

Ella, Maria Carvajal, era una linda jovencita de 19 años. Contrajo matrimonio a los 15, y fue madre por primera vez a los 16, de una hermosa niña a la que pusieron su mismo nombre.

A pesar de su extrema juventud, Maria tenía una gran madurez de carácter; estaba muy bien educada, y supo formar un hogar cálido, luminoso y alegre; en el cual, el clima de cariño que unía a los jóvenes esposos, profundamente enamorados el uno del otro, llegó a cuantas personas tuvieron contacto con él.

En primer lugar a los hijos, que fueron llegando en número de 6. Después a los abuelos, al resto de la familia, a los amigos, a los empleados…

Al mismo tiempo que a su hija mayor, María crió a un hermanito, nacido por la misma época; ya que a su madre, delicada de salud, no le era posible hacerlo.

Así que la pequeña María y su tío Enrique, eran “hermanos de leche”. Su crianza fue como de gemelos. “La niña-madre”, a pesar de la dificultad y el desgaste que suponía esto, se desenvolvió con tal arte, que al terminar la lactancia, los niños eran dos “rollos de manteca”, y ella estaba más fuerte y mas bonita que antes.

Cuando nació Pedro, su hermanita tenía ya 3 años, y era una cría preciosa, de piel blanca, grandes ojos azules, y abundante y ondulado cabello, de un negro intenso. Tenía gran vitalidad, un corazón de oro y un genio muy vivo, que sus padres “con mano de hierro, en guante de terciopelo”, procuraban encauzar.

Pedro fue muy bien recibido por toda la familia; principalmente por sus padres, que ya tenían una parejita; por sus abuelos, de los que era el primer nieto varón; y por su hermana, para la cual “el nene”, era el mejor de sus muñecos; ya que su madre, con mucha “vista”, le permitía que le ayudase a cuidarlo. Debido a esto, y a que se sentía muy satisfecha de su ración de cariño, los celos no llegaron a hacer su aparición.

El bautizo de Pedro fue “sonado”. Fueron sus padrinos el abuelo paterno y la abuela materna; y se le impuso el nombre de Pedro, su abuelo y padrino.

Se celebró una gran fiesta, en la que pudieron participar cuantos lo desearon, incluidos los necesitados. Se cantó, se bailó, se disfrutó de un espléndido banquete; y se brindó repetidamente por el neófito, en un ambiente lleno de alegría y cordialidad.

El pequeño se crió robusto y feliz, en aquel hogar cristiano, donde se palpaba el cariño, y se respiraba un inalterable buen humor, en medio de un sencillo bienestar material.

La casa era grande, de piedra labrada. La fachada principal daba a la plaza del pueblo; y las ventanas del piso bajo, provistas de las clásicas rejas, estaban adornadas con macetas de flores, que alegraban la vista.

Constaba de dos plantas; y disponía de desván, sótano, cuadra; y en la parte trasera, de jardín y huerta. Estaba amueblada con buen gusto y sentido práctico; pues la joven ama de casa, había puesto ilusión y esfuerzo, para crear un ambiente acogedor en el que todos se encontraran a gusto; y lo había logrado plenamente.

En esta casa, pasaba la familia desde mediados de Diciembre hasta finales de Mayo o primeros de Junio. Una vez pasadas las fiestas del Corpus, se trasladaban, para pasar los meses de verano, a “la Cabaña”: una hermosa finca que poseían en la sierra, en la que tenía su asiento “la fuente fría”.

Allí tenían numeroso ganado, para aprovechar los hermosos pastizales; y extensos terrenos, destinados al cultivo de cereales.

Todos los miembros de la familia (incluidos los niños, en cuanto tenían edad para ello) participaban, en hermandad con los numerosos jornaleros, en gran parte de las faenas del campo : ordeño, fabricación de quesos, recolección de cereales…

Y una vez recogida la cosecha, ya avanzado Septiembre, se trasladaban a otra finca de su propiedad, situada en el valle, de clima muy templado y casa confortable.

Esta hacienda era muy rica en viñas y olivares, y permanecían en ella, mientras se efectuaba la vendimia y se recogían las aceitunas. No regresaban al pueblo hasta mediados de Diciembre, ya próximas las fiestas de Navidad.

No es extraño que con una vida tan sana, Maria, Pedro, y sus hermanos (Enrique, Máximo, Mercedes y Antonio), que con intervalo de dos o tres años, fueron llegando al hogar, se criaran maravillosamente, rebosaran salud y alegría de vivir, y no dieran a sus padres, en aquellos primeros años de su vida, el menor problema.

No se crea sin embargo, que los niños fueran siempre unos angelitos, contribuyendo a que el hogar no dejara de ser “una balsa de aceite”. Naturalmente, no dejaba de haber rivalidades, peleas, y caprichos.

Pero los padres no pasaban por lo que no debían consentir, y siendo de ordinario las personas mas cordiales y sonrientes del mundo, sabían ponerse serios si lo requería el caso. Y si no bastaba con la seriedad (solía ser suficiente, porque sus hijos los adoraban, y sentían sobremanera disgustarlos) recurrían a un castigo, proporcionado a la falta.

Cuando Pedro contaba quince meses, y empezaba a trastear por la casa, andando como un patito, y a nombrar las cosas con su media lengua, a toda la familia se le “caía la baba” con él. Era un muñeco regordete, de pelo oscuro y rizoso, y alegres ojos castaños; de viva inteligencia, y temperamento abierto y cariñoso, voluntarioso y tenaz; que sabia muy bien lo que quería, y no era fácil hacerle desistir del empeño, si lo que deseaba no era oportuno.

La primera vez que su capricho se enfrentó violentamente con la firme voluntad de sus padres, fue a tan temprana edad. Y debido al “choque”, empezó a comprender, que si bien ellos deseaban siempre complacerle, cuando decían “no”, era que no; y no valían pataletas ni artimañas para que cambiaran de opinión.

El caso fue, que coincidiendo con la aparición de sus primeras muelas, empezó a despertarse por las noches sobre las dos de la madrugada, llorando como un energúmeno; y rechazando todo consuelo, como no fuera el de que le bajaran a la cuadra, y le montaran en el “bayo banco”.

Naturalmente, sus padres no estaban dispuestos a acceder a tan inoportuna exigencia, y trataron de tranquilizarle: prometiéndole que si era bueno y se dormía, al día siguiente le darían un paseo en el caballo blanco. Ahora era de noche, y el caballito estaba durmiendo; que era lo que él tenía que hacer también.

Pero el niño no quería renunciar a su idea; y puso a prueba la negativa de sus padres, gritando hasta enronquecer su pretensión, durante horas. Hasta que al fin, ya exhausto, se quedó dormido con el pecho sacudido por los sollozos, cerca del amanecer.

Esto se repitió unas cuantas noches, en las que ni Pedro ni sus padres durmieron. Pero ellos mantuvieron su postura con paciente firmeza, hasta que el crío se convenció de que “daba en hueso”, y desistió de su empeño.

Además, su padre, cuando regresaba al hogar a caballo a una hora oportuna (siempre procuraba hacerlo, para jugar un rato con los niños antes de que se acostaran), solía darlos un paseo montados a la grupa, si habían sido buenos; tema del que le informaba la madre.

Los días que sucedieron a las nocturnas llantinas, solamente Maria tuvo el privilegio de montar. Pedro gritó desesperado “a mí tamén, a mí pimero”; rabió, pataleó, se tiró al suelo…Pero tropezó con la imperturbable calma, y la inquebrantable negativa de su padre. Su hermana intercedía por él, pero en vano. “Cuando sea bueno, deje dormir a los papás, y no coja estas rabietas, montará”- era la invariable respuesta.

Al fin Pedro, que no era tonto, comprendió que aquellos espectáculos eran inoperantes para conseguir su deseo, y cambió de táctica. No lloró por la noche; y cuando a la tarde siguiente llegó su padre a lomos de Niebla (este era el nombre del caballo blanco), le dijo sonriente: “papá, ya no lloro. ¿Me montas?”. Antonio, naturalmente, se apresuró a complacerle sin hacerse rogar.

A partir de aquel episodio, cuando quería conseguir algo de sus padres, hacía valer aquel “no lloro”. Si el deseo era razonable, se lo concedían. Si no lo era, se lo denegaban, procurando hacerle comprender el porqué de la negativa. Aunque pugnaran por escapársele unos lagrimones, el incidente solía terminar de manera pacífica, con el deseo del niño de no disgustar a sus padres. “Los hombres no lloran”, le decían ellos. Y Pedro deseaba, con todas las veras de su corazón, ser “nada menos, que todo un hombre”.

Su madre vivía pendiente de los suyos, empleando todas sus energías en trabajar para ellos. No solo mantenía la casa limpia y ordenada, la comida sana, sabrosa, y puntual, con la ayuda de las empleadas del hogar; sino que se esforzaba en educar a sus hijos lo mejor que le era posible.

Como era mujer de fe, les enseñaba a rezar en cuanto empezaban a pronunciar las primeras palabras; a referirlo todo a su Padre Dios; a que en la línea de sus mejores cariños, estuvieran Jesusito, su Mamá del Cielo, San José, sus ángeles de la guarda…

Procuraba formar su corazón generoso y amante, con “ojos” para los demás; que fueran aprendiendo a compartir, a convivir, a expresar sus opiniones, dándose cuenta de que no eran únicas; a comprender, escuchar, y ayudar…; a adquirir hábitos de limpieza, orden, trabajo, estudio…; a ser sinceros, valientes, honrados…; a que lucharan deportivamente para dominar sus defectos, sus caprichos…; a hacer lo que debían, y a estar en lo que hacían, con ganas o sin ellas; para que llegaran a ser personas capaces de amor y sacrificio; y sobre esto, cristianos de una pieza.

Este ideal, y estilo de educación de la madre (el fin y los medios), era plenamente compartido por su marido; de modo que los niños vieron siempre en sus padres un bloque sin fisuras, que contribuyó mucho (en la medida de lo posible, ya que la perfección no es de este mundo) al éxito de sus métodos educativos.“Lo que desean los papás-les decían-es que seáis felices en este mundo, y felicísimos en el otro”.

Así, con dulzura y firmeza, sin imponérselo demasiado ostensiblemente, y con cierta flexibilidad, los niños tenían desde pequeños un ordenado plan de vida, en el que había un tiempo para cada ocupación; y lo aceptaban como la cosa más natural del mundo. También había un sitio para cada cosa; y formaba parte del juego, “acostar” a los juguetes, o a los lápices de colores.

Las empleadas de hogar formaban parte integral de la feliz familia. En el cuidado de los niños colaboraba con la madre una mujer madura, que había sido su niñera, no quiso separarse de ella cuando se casó, y era la abnegación personificada. La adoración que sentía por su “niña”, la trasladó a los hijos de ésta. Pedro la llamaba “Dondorés”, y nada le gustaba tanto, como esconderse con su hermana en los sitios más inverosímiles, y que ella los buscara; o fingiera hacerlo para que el juego durara más rato, si ya sabía donde estaban desde el principio; porque Pedro, para desesperación de Maria, gritaba con frecuencia: “¡Dondorés, nos hemos perdido!”.

Así de tranquila y feliz transcurrió la primera infancia de Pedro, semejante a un bonito sueño. Y llegó la edad escolar.

Pero antes de hablar de ella, conviene describir el entorno con el que se encontraría el niño al salir del “cascarón familiar”; ya que, naturalmente, iba a influir, y cada vez más, en su vida, y en la formación de su carácter.

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