EL PUEBLO

Pedro de la Gomera y Carvajal nació el 19 de Mayo de 1900, en un pueblecito serrano de la Andalucía oriental; situado en las estribaciones de una alta cordillera, en la falda de una de las montañas que la constituyen. Ésta destaca de las demás, tanto por su elevación, como por su forma.

Consta de un amplio frente, con tres escalonamientos: suave el primero, escarpado el segundo, y sumamente abrupto el tercero.

En el tiempo de nuestra historia, los dos primeros estaban cubiertos de huertos, frutales, jardines, viñas y olivares; mientras que el tercero, salpicado de grandes rocas pizarrosas, lo estaba de monte bajo (esparto, romero, tomillo etc) en dos de sus tercios, y de pinos en el tercio restante.

Una ancha meseta, dedicada al cultivo de cereales, separaba la segunda elevación de la tercera. Y entre la primera y la segunda (separadas en sus extremos por una larga cornisa rocosa, sobre un pronunciado desnivel) se levantaba el pueblo. Su blancura, contrastando con el obscuro fondo de la montaña, ofrecía de lejos una hermosa vista de tarjeta postal.

Al pie de la montaña se extiende un fértil valle, dividido en dos vertientes de suave declive, que separa un río de ancho cauce y variado caudal. Si bien durante el verano solía secarse, en el invierno inundaba con frecuencia las huertas y sembrados de sus márgenes, arruinando cosechas; pero en contrapartida, las cubría de un fértil limo que favorecía las del año siguiente.

Por el lado oriental, la montaña desciende suavemente en sucesivas columnas; mientras que por el occidental, termina bruscamente en precipicios y barrancos, sobre una amplia rambla; en cuya opuesta orilla, se alza un nuevo macizo montañoso, de características similares al descrito.

Ambas estribaciones, separadas por la mencionada rambla, corren paralelamente durante un buen trecho. En un punto parecen converger, debido a que la rambla se va estrechando paulatinamente, formando una profunda hoz de varios kilómetros, a la que apenas llegan los rayos del sol. Mas tarde, se ensancha de nuevo durante un kilómetro, formando una hermosa alameda; cuyas dilatadas orillas de suave pendiente, están cubiertas de viejos y corpulentos álamos.

Encontrarse en ella (casi siempre bañada de sol, que se filtra en hilillos de oro entre el follaje), al superar el último recodo del tenebroso pasadizo, resulta delicioso. En cuanto Pedro tuvo edad para “campar por sus respetos”, aquel sitio se convirtió en uno de sus lugares de juego favoritos.

La rambla se cierra poco después en herradura, con un suave collado en el centro.

La abrupta cumbre de la montaña, que llega a alcanzar los 1.500 metros de altura, está casi siempre cubierta de nieve. Se le llama “la peña negra”, a causa de su suelo pizarroso, desprovisto de vegetación; y desde ella y sus inmediaciones, descienden por la vertiente septentrional numerosos arroyos, hasta la alameda de la rambla.

Por su lado meridional, la montaña da la impresión de desplomarse casi verticalmente, en la llanura; en un precipicio de abismal profundidad, que produce vértigo.

Por entonces, el agua de los arroyos era colectada, y conducida hasta la “fuente negra”. Se trataba de un agua fina, exquisita, y tan fría, que ni en verano era posible beberla directamente de la fuente, porque se calaban los dientes. Tampoco era posible lavarse las manos, por que se quedaban heladas.

Transportada en cántaros, era utilizada por las gentes del lugar en sus hogares; ya que, en aquella época, no había agua corriente.

Y en aquel pueblo, situado en zona tan bella y singular, y que pasaba en corto espacio, de un clima casi tropical, a nieves perpetuas, transcurrió la infancia de Pedro.

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