Capítulo 2
Familia Prodan

“Yo me viví toda una vida antes de llegar a ser una estrella de rock, entre comillones, comillitas y comillas”.

Luca entrevistado por Néstor Nardella.

Audrey Hepburn maniobra con graciosa impericia una Vespa por el centro de Roma. En el asiento de atrás, Gregory Peck intenta en vano tomar el control de la situación mientras la chica de pelo corto, delgada e infinita, conduce en contramano por Via del Corso. Es 1953 y William Wyler está dispuesto a mostrar a la ciudad eterna como nunca fue vista antes. Es cierto que el naciente neorrealismo documentó con veracidad y genio la Italia de posguerra. Pero todavía faltarían varios años para el reconocimiento unánime de la escuela moderna del cine italiano. Roman Holiday es otra cosa; un adorable entretenimiento romántico que captura lugares históricos como la deliciosa escena de la Bocca Della Verità, esa legendaria máscara de mármol que mordía la mano de aquel que mentía, o paseos obligados que casi siempre terminan en las escalinatas de Piazza Di Spagna; escenarios naturales que convirtieron a una divertida comedia sentimental en un clásico de Hollywood. Así, como en la película de Wyler, lucía Roma cuando nació Luca Prodan el 17 de mayo de 1953. El mismo día se inauguró el Estadio Olímpico de la ciudad, unas horas antes de que Cecilia, su madre, rompiera bolsa en plena función de ballet en el Teatro de la Opera. La distinguida dama escocesa no estaba dispuesta a abandonar el palco del teatro, y tampoco demostró miedo o ansiedad (ya había pasado por varias situaciones extremas). Aquel mullido coliseo del arte podía ser un buen lugar para aguardar las señales con dolor a contracciones. Una experiencia más para alguien que en 1948 había llegado a Roma sola, con sus dos hijas y la módica esperanza de vivir de la caridad de algunos buenos amigos. En tanto Mario, su marido intrépido, cerraba cuentas y ordenaba el nuevo destino familiar luego de muchos años de residencia en China.

Luca nació en el Hospital Salvador Mundi, con toda la familia Prodan establecida en la vieja capital imperial. El primer refugio romano tuvo lugar en el coqueto barrio de Parioli. Una amiga de origen ruso, que Cecilia había conocido en Pekín, le cedió una habitación para que compartiera junto a sus dos hijas, Claudia y Michela. Cuando regresó Mario, buscaron una casa en las afueras de la capital itálica y el barrio elegido fue Monte Sacro (muchos años antes, en 1805, un jovencísimo Simón Bolivar juró liberar a Venezuela en lo que se conoce como el Juramento del Monte Sacro). Luca pasó ahí sus primeros años, hasta que su padre compró un piso en pleno centro de Roma, más precisamente en Via dei Funari 20, a pocos metros de la Fontana delle Tartarughe en Piazza Mettei, y con vista directa a la Iglesia Santa Caterina dei Funari, reconocida como una de las primeras iglesias barrocas de la historia. La casa era un exconvento; Mario decidió derribar todos los muros de las celdas que ocupan antiguamente los monjes y crear un amplio departamento.

La Roma idílica que abrigaba el romance entre la princesa y el periodista distaba mucho de una realidad de miseria durante los largos años de la reconstrucción. Al costado de las ruinas históricas y de los típicos lugares turísticos, el centro de la ciudad permanecía como una zona decadente en donde se mezclaban pobres y ricos en un hábito tolerante, que identifica las conexiones sociales entre los romanos. Los tiempos de crisis estrecharon los lazos y la distinción de clases se acortaba en la mezcla que podía encontrar a un noble aristócrata de compras por la feria sobre la Piazza Campo dei Fiori. Ni la circunspección londinense ni la altivez parisina: Roma imponía otro trato, en donde la vida estaba en la calle y de la cual Luca tomó sus primeras lecciones de igualdad y equidad cotidiana. A esa formación asistemática se suma los primeros años de vida escolar en St. George’s British International School, un colegio internacional donde había niños de 53 países diferentes, porque allí concurrían hijos de cónsules, embajadores y agregados diplomáticos que trabajaban en Roma. Imposible crecer con algún gen racista en una escuela donde los mejores amigos podían venir de Nigeria, China o Marruecos, entre muchas otras naciones.

Mientras Luca crecía en Roma, Mario Prodan progresaba en el negocio de ventas de antigüedades y comenzaba una de las etapas más creativas de su vida como un silencioso agitador cultural siempre conectado al mundo del cine, la literatura y el arte chino. Su aura distintiva incluso impresionaba a los expertos chinos que lo consultaban con frecuencia cuando aún vivía en Pekín. No era solo el conocimiento, tenía un sutil manejo del buen gusto y el charme necesario para cautivar a ocasionales compradores u obsesivos buscadores de tesoros ocultos. Parte de ese encanto puede resumirse en una historia que el hermano menor de Luca cuenta con exactitud meridiana.

Andrea Prodan: Mi papá logró comprar una casa en Pekín, tenía un gusto increíble, la capacidad para buscar el lugar en el momento justo y comprarlo. Siempre fue su don. En China compró una casa que era un extemplo, con un techo de tejas y un jardín precioso, todo con muros, en pleno centro de Pekín en una callecita que en chino significa “la callejuela del bolsillo” porque era cerrada, no había salida. Ellos vivían en ese lugar, tengo fotos de Michela ahí, con los sirvientes chinos, porque en esa época todos los europeos que vivían allí tenían sirvientes. Si eras europeo y tenías un poco de plata, era lo normal. Cuando explotó la guerra, tuvieron que dejar esa casa. Los llevaron a un campo de concentración y la casa fue ocupada por un cónsul japonés. Cuando la guerra terminó volvieron, luego de atravesar una auténtica odisea, porque llegaron los yanquis y los liberaron. Los trasladaron por barco a través del mar de China, primero a Shanghái y de ahí a Pekín. Dicen mis padres que fue mucho más duro que el tiempo que pasaron en el campo porque muchos murieron en el camino. Cuando finalmente llegaron a la casa, los japoneses les habían dejado una carta apoyada en la mesa que decía: “Querido Sr. Prodan y familia: queremos agradecer el placer de haber vivido en su hermosa casa, a pesar de estos años que nos pusieron en conflicto, no hay ningún odio real entre nosotros y usted”. Una cosa muy formal y sincera al mismo tiempo. El final era: “Posdata: habrán notado que una parte del ventanal que da al patio se rompió, cuando un día nuestra hija resbaló. No pudimos encontrar la tonalidad de rosa que tenía el vidrio, un poco más oscura porque es color ciruela, pero sepan disculpar”. Mis padres, que venían del infierno, no lo podían creer. Ellos siempre dijeron: “A los japoneses los odiamos y admiramos al mismo tiempo”. Porque en algunas cosas fueron increíbles y en otras son violentísimos y perversos, con violencia aguda. El chino, en cambio, es mucho más bonachón y práctico, le gusta mucho la familia. El japonés es más cerebral, como el alemán. Si tiene una idea en mente no para hasta conseguirlo. El chino es otra cosa, como el napolitano, o el argento.

Entre los muchos trabajos de Mario figura el rol de asistente de dirección en Cinecittà. El control y manejo fluido de varios idiomas lo acercó a los míticos estudios, que a fines de la década del 40 estaban dominados por producciones europeas y norteamericanas. Filmar en Italia era todavía muy económico y la capacidad de sus técnicos era inigualable. El enorme complejo dedicado a la realización cinematográfica funcionaba desde 1937, cuando Benito Mussolini puso en marcha una enorme maquinaria de arte y propaganda. En 1943, la ocupación nazi saqueó Cinecittà para luego convertirla en un campo de detención. Inversionistas norteamericanos determinaron el renacimiento de los estudios y superproducciones como Quo Vadis (1948) le valieron el título de la “Hollywood sobre el Tíber”. Allí, el experto en arte chino entabló amistad con Roberto Rossellini y Federico Fellini y comenzó una fructífera carrera dentro del cine. Primero como asistente, luego como productor y finalmente, en 1952, escribió y dirigió su primera película, Una Croce Senza Nome (Una cruz sin nombre), que se inscribe dentro de la corriente dominante del neorrealismo italiano. Fue el debut y despedida de una carrera ascendente que duró apenas un lustro. Una salida elegante ante la imprevisión que significaba producir cine con dinero propio.

El imaginario argentino suele posicionar erróneamente a la familia Prodan en la categoría de millonarios. Desde su origen mismo en plena década del 40, Mario y Cecilia pasaron por períodos de bienestar y pobreza con la misma rapidez del jugador que pierde toda su fortuna en una sola apuesta.

Andrea Prodan: Mi padre era un tipo muy libre que se mandaba miles de proyectos. Era un tipo que vivió la vida a pleno en diferentes aventuras. Algunas las hacía bárbaro y otras veces perdía todo. Se levantaba y a empezar nuevamente. Tuvimos períodos en los que fuimos muy ricos que él aprovechó; como cuando se hizo el yate como él quería, se compró una casa y construyó otra maravillosa. También tuvo épocas de extrema pobreza, en las que volvió a perder muchas cosas, entre ellas el yate y la casa de verano en Tarquinia, algo que fue muy traumático para nosotros, sus hijos. Sus últimos años los vivió en la casa de Roma. Nunca fuimos una familia burguesa clásica ni él fue un hombre de negocios que hizo fortuna. Era algo que iba y venía, fascinante pero también cambiante. Si a él le iba bien con las cosas que amaba, todos contentos. Si le iba mal, la familia tenía que bancársela. Mi mamá siempre jugó ese papel de estar muy unida a él para ayudar en el momento que la familia necesitaba. Igual tenían muy buenos amigos, conocían a toda la crème de la crème intelectual de Roma, a la gente que se movía muy bien en ese ambiente. Nunca le pidieron un favor a nadie y en ese sentido estoy muy orgulloso de mi padre. Eso le trajo problemas, pero también fue muy admirado por hacer todo solo. En Londres, mi padre fue socio en Barling’s, que era el negocio de antigüedades más conocido de la célebre Mount Street y estaba en la zona más concheta de Londres. Abrió ese negocio con un inglés, el propio Barling, que era el dueño. Mi padre se ocupaba de toda la parte asiática y el otro de la parte europea. Mi padre decía que los italianos eran truchos y que los británicos eran muy correctos. Por eso nos hizo educar a todos al estilo británico. Mi padre hablaba un inglés perfecto, sin acento.

¿Cómo llegaron a Italia tus padres?

Cuando terminó la guerra, vivieron unos años más en China. Mi papá empezó a reconstruir sus cosas donde las había dejado antes del campo de concentración, pero pasó lo de Chiang Kai Shek y Mao Tse Tung. Si ganaba Chiang Kai Shek, iba a seguir todo igual. Pero si ganaba Mao, no. Era algo así como: “Con la guerra del proletariado, todos afuera. Ningún extranjero”. Ganó Mao Tse Tung y tuvieron que salir corriendo de ahí. Porque en este momento los chinos eran tan fanáticos que te agarraban y te mataban. Así que mis padres se sentaron y dijeron: “Sí, estamos en una encrucijada, tenemos que rajar de acá”. Estaban dejando atrás una vida y todo lo que habían logrado. “¿A qué parte del mundo querés ir a vivir?”, preguntó mi padre. Porque era así, en ese momento todo era posible. Mi mamá respondió: “Italia”. “¿Dónde?”. “Nápoles”. Mi mamá adoraba Nápoles desde siempre. “Decime otra ciudad mejor”, contestó mi papá. “Está bien. Roma”. Compró un pasaje en barco para ella, Michela y Claudia, arreglaron unas cosas con unos amigos en Londres, después en Roma, y así fue que mi mamá llegó a Italia unos seis meses antes que mi papá. Primero vivía en una pensión, la gente los ayudó porque estaban muy mal, sin un centavo. Mi mamá viajó a Italia con las copas que había ganado como campeona de caballo porque eran de plata. Mi papá se quedó en China terminando lo que había empezado, tratando de cerrar lo máximo posible, hizo unos cajones, los puso en un barco y se fue también para Italia. Llegó en 1948 o 1949. Esos primeros tiempos en Italia fueron duros. Era una Roma completamente destruida por la Segunda Guerra Mundial.

Tu mamá no conocía Roma.

No, siempre contaba que le pareció impresionante. Maravillosa. Un país con la gente superentregada. Porque no tenían un mango. Era como la Argentina en 2001, cuando todo era posible, como en todos lados cuando no hay plata. Me quedé en la Argentina por eso. Volviendo a mi papá. Abandonó lentamente la historia del arte chino, porque pensó que no tenía nada que ver con su nueva vida. Tenía que ser práctico y pensar en cómo conseguir una supervivencia en Italia para él y su familia. Empezó a hacer cosas a través de no sé qué conexión, porque mis padres conocían a mucha gente. Personas de la aristocracia rusa, de esos que se escaparon de Rusia y después huyeron de China. Muchos fueron a París, Londres o Roma. Mis padres conocían a muchos de estos emigrados rusos, norteamericanos o ingleses, que también habían quedado en Europa. Era como una red de amistad, se ayudaban un poco entre ellos en momentos muy, muy, duros para todos. Así que mi papá entró a trabajar en Cinecittà como asistente de dirección, porque él era muy rápido y aparte hablaba todos esos idiomas. En ese momento, Cinecittà estaba explotando con producciones inglesas, norteamericanas, alemanas, de todo el mundo. Todos filmaban ahí porque Italia era muy barata y tenía unos técnicos buenísimos. Mussolini había creado este enorme centro de cine que era el más grande de Europa, y que aún hoy lo sigue siendo.

Pero tu papá no tenía nada que ver con el cine.

No, nada que ver. Lo que sí tenía es que era muy buen intérprete, un tipo que había escrito varios cuentos, de hecho había publicado muchas cosas en diarios.

Podía ser un guionista.

Sí, eso es lo que fue después. Se hizo muy amigo de Rossellini y de Fellini. Con Fellini tenían proyectos en común, cosas que escribieron juntos. Es más, Fellini le robó el nombre del protagonista de uno de los libros de mi papá, creo que es de La Dolce Vita. Se llama Guido Guidi.

El personaje que hace Marcello Mastroianni…

Sí. El nombre de este personaje del libro que escribió mi papá, que era un papel muy para Mastroianni: un niño eterno al que le encantan las mujeres, pero que por dentro es muy débil y lo manejan todos. Él utiliza su debilidad con inteligencia, para obtener lo que necesita de todos, pero al final es un pobre boludo. A Fellini le encantaba. Mi papá era muy gracioso en su manera de contar las cosas. Era muy perspicaz con las personas. Con Fellini se repartían esta capacidad para hacer retratos de las personas, te miraban y te sacaban la foto enseguida. Lentamente, mi papá pasó de ser asistente de dirección a productor. Hizo varias películas poniendo su plata y después logró hacer su propia película como productor y pasó a ser director con una película llamada Una cruz sin nombre. Ganó un premio que en esa época era importante, aunque hoy suena patético: el Premio del Vaticano. Fue en el Festival de Venecia, creo que en el año 53 o 54. Era como el premio de la ética de la no sé qué. Es una película que mi hermana después encontró en la cineteca de Roma, en el Centro Experimental, y la tengo en Bologna. Estaba usándola para un falso documental sobre Piero Stamish, un tipo que no existe, todo una historia mía. Me senté a mirarla y tiene cosas muy buenas, tiene momentos de verdadero cine neorrealista. Es una Roma filmada de un modo increíble, una Roma que ni reconocería, porque es muy de esa época. Mi padre tenía mucha onda. Conocía a toda esta gente, hizo su propia película neorrealista, le fue bien… El problema es que trabajar en el mundo del cine, te lleva a la vida más inestable que hay. A mi mamá, que es escocesa, no le gustaba ese sube y baja. A mi papá sí, porque era un tipo apasionado. Se metía en miles de cosas, perdió mucha plata hasta el final de su vida. Ha pasado de ser muy rico a perder todo, a volver a ser rico de nuevo… Era muy dado, le gustaban los proyectos grandes.

¿Esa película la produjo o la dirigió?

Empezó como productor, el director era Laszlo Kovacs, un húngaro que después pasó a ser director de fotografía porque como director no era bueno y mi papá se dio cuenta al toque. En China, mi papá había sido director de muchas obras de teatro. También hizo cosas en el campo de concentración, cuando terminó la guerra: antes de que pudieran liberarlos, tuvieron que esperar seis meses adentro. En ese tiempo, los yanquis y los ingleses les daban la comida y armaron cosas maravillosas. Hicieron varietés donde cada uno cantaba, se vestían de Marlene Dietrich, había de todo. Mi papá era el director de esa obra de teatro.

En el 45 tenía 34 años. Un tipo muy joven que se ponía al frente de muchas cosas.

Hay tantas historias… Mis padres vivieron todo esto con una naturalidad absoluta. Creo que eso fue su gran fortaleza, como pasó también con mi hermana. Mi padre era un tipo muy creativo. Tenía grandes cualidades pero para él no era demasiado importante desplegarlas. Tenía su costado de vago también. Era un tipo sumamente cerebral, aunque muy carnal al mismo tiempo. Era marinero, después construyó tres barcos a partir de unos dibujos que mandó a hacer. Pasó muchos años de su vida en el mar. Era un tipo muy sanguíneo, le gustaba mucho la comida, cocinaba, hacía de todo.

Cuando Luca y vos eran chicos, él ya tenía su yate.

Sí. Se hizo construir más de uno. A veces, algunos fines de semana, nos íbamos a Cerdeña, por ejemplo. Mi papá tenía su marinero, Luca era el segundo, y después venía yo. Con Luca, éramos sus esclavos. En la vida, mi papá era un tipo muy amable. Pero arriba del yate se convertía en Adolf Fucking Hitler. Estaba este marinero, que hacía todo, un tipo increíble. Pero nosotros éramos dos boludos y no sabíamos nada, porque cuando sos chico no sabés.

¿Cómo era su vida social?

Al negocio de mi papá venía gente importante, uno era el rey de Suecia, otro el dueño de no sé qué. Otro que venía era el actor de Drácula, que era muy amigo de mi padre, un tipo muy rico que le compraba muchísimas cosas, era un experto en arte chino. Mi papá decía: “Mirá, como actor lo considero casi nulo, pero como coleccionista tiene un ojo tremendo, mucho mejor que la mayoría de mis colegas”.

Christopher Lee.

Exactamente. Venía muy seguido a comer. Había gente muy famosa, italianos conocidos, productores de cine. Pero la mayoría eran extranjeros. El italiano no le dio mucha bola al arte chino. Los ingleses sí eran expertos, también los franceses y los norteamericanos.

¿Cómo fue tener un padre tan activo?

Para los hijos puede ser un problema, porque pensás: “Nunca voy a superarlo”. Era bueno en todo lo que hacía. El problema era para Luca, que fue el primogénito. Mi papá era muy competitivo, demasiado, y quería que sus hijos fueran igualmente exitosos. Nos empujaba a hacer hazañas exageradas. Además tenía físico de atleta. Yo era muy flaco y tengo mucha resistencia, pero no tengo su físico. Luca tampoco, nos parecemos más a mi mamá. Mi viejo nos hacía nadar por horas, seguirlo por kilómetros en el mar, o nos paraba el barco en medio del Mediterráneo, sin ninguna isla a la vista, y decía: “Bueno, ahora vamos a tirarnos”. Tenía un mástil altísimo, con las escaleras que iban a arriba, como seis metros, y teníamos que tirarnos de ahí arriba al agua. Él hacía una doble vuelta al revés, nosotros lo veíamos y decíamos: “No, ni en pedo”. Era un tipo fascinante, con el que no te aburrías nunca. Hay un refrán en inglés que dice: “Jack of all trades and master of none”. Quiere decir: “Jack de todos los trabajos y maestro en ninguno”. Bueno, él cambiaba el refrán y decía: “Master of one”. O sea: “Sé hacer bien muchas cosas y soy maestro en una: el arte chino”. No tenía rival. Aparte, era muy bueno cuando venían a pedirle favores. Estaban todos esos famosos que le decían: “Te pido solo un favor, decime cuánto vale esto y si me hicieron una trampa cuando me lo vendieron o de qué época es”. Primero lo invitaban a una casa de la puta madre, por ejemplo en el sur de Francia, le ofrecían de todo y después llegaba el momento de: “Che, me mirarías esto…”. Él sabía que pasaría eso antes de que se lo dijeran. Decía que los más hipócritas eran los que esperaban varios días en hacerlo. Él prefería a los que le decían: “Bueno, no tengo tiempo, ¿me mirás esto?”.

En ese ambiente, el del arte, hay que aplicar mucha diplomacia.

Sí, pero a él le encantaba esa franela. Era un gran contador de historias, de chistes y anécdotas, así que lo llamaban y sacaba todas las historias de su pasado de la galera.

¿Llegaste a verlo mal en algún momento de tu juventud o la de Luca?

Hubo dos momentos de nuestra juventud en los que mi papá perdió muchísima plata. Ahí lo vi cambiar radicalmente. Tenía un humor malisímo, engordó un montón. La primera vez fue cuando hizo un negocio que salió mal con un inglés que parecía todo un lord, el clásico chanta británico. Mi papá puso toda la plata que había ganado, la invirtió en ese negocio y el tipo de un momento a otro desapareció. Esto fue en Londres y Kuala Lumpur, alrededor del año 70.

¿En esa época tu papá ya tenía problemas con Luca?

Sí, estaban empezando. Luca estaba armando un lío bárbaro, porque se puso re hippie, estaba en contra de los ricos, en contra de la Esso, en contra de todo. Mi papá le decía: “Flaco, pero…”. Además mi padre no era millonario ni un hombre de negocios.

Era un tipo del arte.

Sí, la plata que hizo la puso en cosas muy lindas, no era un tipo ordinario. Pero Luca quería ser James Dean, quería ser eso sí o sí. Era como si dijera: “Qué cagada; si mi papá fuera más forro, sería más grosa mi rebeldía”. Era extrema la cosa. Mi papá siempre le dio todo lo que él quiso, que no era mucho, y en un momento fue mimado, pero le ponía límites.

¿Cuáles era esos límites?

Primero, cuando empezó a drogarse de muy joven con marihuana. En Italia, en esa época no existía hablar de fumar hachís y esas cosas. Luca fue uno de los primeros en venir desde su colegio en Escocia con la cultura esa. Era hippie de verdad, se vestía así. La gente en la calle lo miraba y a él le encantaba: “Soy del bando de Jim Morrison”, me decía. A mis padres eso no les hacía ninguna gracia porque pensaban que Luca era el chico bueno que ellos habían educado. Lo habían preparado para ser alguien distinto, lo habían mandado a colegios buenísimos, no sé qué carrera esperaba mi papá para él. Mi papá pensaba: “Con toda la educación que tiene, algo groso va a encarar”. En ningún momento intentó convencer a Luca para ser anticuario, aunque cada tanto tiraba algo de eso para ver si nosotros picábamos. “Andrea tiene una pasión impresionante para el arte chino, él va a ser mi heredero en esto”, decía. Pero cuando vio que a mí me interesaba pero que no sería lo mío porque yo estaba buscando otras cosas, en ningún momento me vino a hinchar con eso. A Luca tampoco, francamente.

¿Con tu hermana Claudia cómo era la relación?

Claudia era casi una beatnik. Una mujer muy independiente, como una especie de mini Frida Kahlo. Era muy linda y cuando quería no se producía, algo raro para esa época, porque le chupaba un huevo. Viajó por todo el mundo, vivió en la India, trabajó cuatro años en Somalia para la FAO (Food and Agriculture Organization) de las Naciones Unidas. Después se desencantó de eso y se deprimió muchísimo, porque Claudia era muy idealista. Volvió a Italia cuando la FAO la mandó a ser traductora simultánea en el centro de las Naciones Unidas en Ginebra, y sintió que la FAO era una mierda, que era un lugar muy injusto donde mucho era una transa. Era demasiado estrés, porque ella tenía que traducir en simultaneo, en inglés, en francés o en italiano. Trabajaba en todos los grandes eventos; si en Arabia Saudita subía el petróleo y el Sheik hablaba en inglés, ella tenía que traducir en francés para toda la comunidad francesa, por ejemplo.

¿Y Michela, tu otra hermana, empieza a meterse en el cine por tu papá?

Michela tiene un papel en la película de él, porque la niña que iba a ser una de las protagonistas, una chica inglesa, se derrumbó antes de empezar a filmar. Todos decían: “Tiene que hacerlo Michela”. Mi papá no quería, porque era muy severo. En la película se la ve algo nerviosa, asustada. Mi papá era durísimo con ella y además fue un tipo algo machista. No quería que sus hijas tuvieran una vida artística, por decirlo de alguna manera. Él pensó: “Se tienen que casar con un chabón rico y me las saco de encima”. Michela hizo la escuela de Sadler’s Wells de ballet. Era una de las tres mejores ballerinas de ahí. Empezó de muy chica, en Roma, y aparece en la película Bellísima de Visconti, como una pequeña bailarina. Sadler’s Wells es la escuela de ballet más famosa de Inglaterra y, en esa época, segunda del Bolshói de Moscú. Es una escuela donde estudiás todo, matemática, todo, es como un colegio pero la mayor parte del tiempo es ballet. Mi padre pensó: “Va a ser una famosa bailarina”. Pero al momento de pegar el salto Michela dijo: “¿Sabés qué? ¡Ni en pedo! Quiero vivir la vida. El mundo del ballet es un infierno”.

¿Cómo se lo tomó tu papá?

A él no podías criticarle nada porque se ponía furioso. Era de acero en esas cosas, cuando ibas en contra de lo que él había decidido era realmente tremendo. Yo mismo tuve que descubrir modos muy sutiles de hacer lo que quería. Creo que soy actor por eso: mis métodos para eludir a mi padre de su escrutinio total me llevaron a ser un actor de una fineza tremenda. Sobreviví así, como una especie de espía en la oscuridad, esquivando a mi papá. Luca no podía hacer eso. Para él era demasiado. Iban al choque todo el tiempo, eran como dos toros enfrentados. Michela era una chica muy inteligente, muy seductora, era la nena de Mario, aunque fuera tan duro con ella, como lo era con todos nosotros. Cuando Michela le dijo eso, él le respondió algo tremendo: “Vos sos una mediocre, invertiste años en esto y cuando llega el momento sos una cagona”. Ella le contestó: “No, no quiero arruinar mis pies, mirá a la Margot Fonteyn, ¿viste los pies que tiene? Tiene 35 años y parece una gallina”. Como castigo, mi papá la enchufó en una escuela de traductoras en Londres para secretarias de oficina.

Tu padre quería que ustedes estudiaran en Inglaterra sí o sí.

Salvo Claudia, que no estudió en Inglaterra porque cuando era chica hizo un intercambio con una familia en Estados Unidos y se fue a vivir dos años allá. Pero incluso Claudia terminó en el mundo anglosajón, aunque ella zafó un poco más y fue la que más curtió Italia. Michela dejó Inglaterra y volvió a Roma, a otra escuela de secretarias. Después trabajó en una agencia de traducciones, y un día la llamaron para hacer una traducción en italiano del guión de filmación de Barbarella, una película que estaban a punto de empezar a filmar en Roma.

La de Roger Vadim.

Sí. A la jefa de Michela le llegaban estos trabajos importantes, pero justo ese día estaba enferma y la única disponible para hacer la traducción era Michela, así que agarró el guión. Ni sabía quién era Roger Vadim, creo que tenía 18 años. Se lo llevó a casa, hizo el trabajo, se divirtió mucho traduciéndolo. Además Michela hablaba muy bien en inglés y conocía la jerga de Londres, captaba perfectamente el cockney británico. Cuando lo entregó, Roger Vadim llamó a la agencia para felicitarla por el trabajo, y preguntó quién lo había hecho. La directora de la escuela, que era una mina copada, para nada envidiosa, le contestó: “Lo hizo una chica que trabaja acá”. Entre una cosa y otra, Michela terminó yendo a los estudios Dino Citta, de Dino de Laurentiis, porque él había hecho su propio Cinecittà para competirle al otro. Estaban filmando ahí, y por una serie de cosas increíbles, el hombre que estaba organizando el equipo de filmación conocía a mi papá desde hacía muchos años. Le dijo: “Pará, ¡¿vos sos la hija de Prodan?! ¿Sabés que necesitamos a alguien para la segunda unidad de Script, una scriptgirl? Es la segunda unidad pero hay mucho trabajo, no vas a estar con los actores más famosos, pero…”. Le dijeron cuánto pagaban y mi hermana hizo cuentas: “En la agencia me rompo el culo y me dan nada. Acá, por estar un mes y medio haciendo esta película en la segunda unidad, van a pagarme diez veces más”. Aceptó el trabajo sin decirle nada a mi papá, porque él estaba en Hong Kong comprando las cosas que después vendía en Europa.

¿Ahí fue que conoció a Jane Fonda?

La conoció en ese mes y medio en el que estuvo ahí, se hicieron muy amigas y terminó siendo su asistente, sí. Un día, Jane le avisa de la llegada a Roma de los Rolling Stones, que eran amigos de Vadim y de ella también. Jane los había invitado a una casa que tenía sobre la Via Appia Antica, fuera de Roma, al lado de una tumba enorme que se llama Cecilia Metella, que es como una torre con forma de corona. Fellini la usó mucho en su cine porque es un lugar increíble. Un día, Fonda la llama desde el set donde estaba filmando y le dice: “Mirá, Michela, mañana tenés que ayudarme porque vienen… ¿Los conocés, no? Mick Jagger, Keith Richards… Te pido ayuda para organizar todo para que cuando lleguen se sientan como en su casa. Van a quedarse una semanita porque Anita Pallenberg festeja su cumpleaños y no sé qué…”. Michela no entendía nada. También le dijo: “Antes de ellos van a llegar unos camiones del sur de Francia con todos los equipos. No van a estar tocando pero ellos escuchan su música en equipos”. Claro, no existía todavía el Hi-Fi.

¿No tenían un estudio móvil?

Sí, pero eso que llevaron ahí eran equipos para escuchar música, tocadiscos y parlantes. A pesar de ser una chica bastante cuadrada, Michela estaba alucinada con todo eso y aparte se hacía la canchera, se fumaba sus fasitos cuando alguien le convidaba. “Andrea”, me contaba, “dormirono tutto il giorno” (“Andrea, duermen todo el día”). Los Stones vivían de noche. Una noche parece que Jagger convocó a todos los que estaban en la casa porque tenía que hacer un anuncio. Apareció con un disco de vinilo que tenía una tapa en blanco. “Bueno”, dijo Jagger. “Acá tenemos el disco que nos mandó Paul de Londres”.

Era Sgt. Pepper. Mick pone el disco, que ninguno, ni siquiera él, había escuchado. Era una de las primeras copias. Cuando los Beatles sacaban un disco se lo mandaban enseguida a los Stones. Eran re amigos. Michela cuenta que se acomodaron, prendieron todo lo que tenían para fumar, se cagaron de risa, pusieron el disco, se sentaron a escucharlo. Al principio nadie decía nada, porque los temas están enganchados y en un momento empezaron las expresiones por lo bajo. Lo escucharon entero y, cuando terminó, uno de ellos se levantó y dijo: “¿Lo ponemos otra vez?”. Lo escucharon dos veces seguidas, prácticamente sin hablar, excepto por alguna expresión como “bastardo”, “hijo de puta”. Después de volver a escucharlo, lo llamaron a McCartney o a Lennon a Londres, y le dijeron: “Sos un hijo de puta, en el próximo disco les vamos a romper el culo”.

¿Siguió trabajando con Jane Fonda después de eso?

Sí, y después le pasó otra cosa en la casa de Jane, que también era la de su papá, Henry Fonda, porque toda la familia vivía junta en Malibu Beach. Michela estuvo en la primera visión de Easy Rider, la película de Dennis Hopper y Peter Fonda, que es el hermano de Jane. Tenían un cine en la casa, con operador y todo. Cuando Henry Fonda terminó esa visión, se levantó y le dijo a Peter: “Hiciste un buen esfuerzo”. Nada más. Era una manera de decirle: “Esto es una cagada”. El hijo quedó destruido. Jane era muy chupamedias del padre, lo consideraba un mito viviente, y a su hermano lo trataba como si fuera un tarado, y se fue con el padre diciendo algo así como: “Bueno, sí, está bastante buena”. Peter se quedó muy mal, pero estaba acostumbrado a ser tratado así.

¿Ya estaba Jack Nicholson ahí con ellos?

Sí, y Michela se quería morir de la vergüenza que tenía. Nicholson era el mejor amigo de ellos, aunque en ese momento era un simple guionista, escribía y no hacía absolutamente nada. Era de esos que hacen los chistes, porque era muy gracioso, era el gran copado de ese grupo y estaban todos enamorados de él, las mujeres y los hombres también. Pero no lo consideraban un actor. Para ellos, era uno que sobrevivía escribiendo cosas para otros. También estaba Terry Southern, que era un guionista inglés, un tipo con el que Kubrick hizo la película de la bomba atómica, que es bellísima, Dr. Strangelove.

Es el mismo guionista que escribió Desde el jardín, la de Peter Sellers.

Sí, ese. Bueno, Southern era un genio, todos lo admiraban mucho, pero estaba medio loco también. Vio la película con ellos, editada y recién armada, y cuando Henry se fue les dijo a los demás: “Es un viejo choto… Está buena la película, loco, tiene la semilla de algo bueno”. Entonces empezó a decirles, desde su lugar de experto, cuál era problema. Les dijo: “Tiene que tener un final distinto, ¿por qué no lo invierten? Además les falta un personaje con más sentido del humor, porque falta chispa. ¿Por qué no usan al amigo este de ustedes que está todo el día tirado, que es muy gracioso?”. ¡Hablaba de Jack Nicholson! “¿Qué? ¿A Jack?”, le decían. “No, él no quiere en este momento”. “¿Pero, le preguntaron?”. Así fue que lo encararon: “Che, Nicholson, ¿vos ayudarías en esta película?”. Jack respondió: “Claro que ayudaría, pero estos Fonda son medio forros, quieren toda la fama para ellos”. En ese punto, Southern dijo: “Chicos, hablen entre ustedes, pónganse de acuerdo. Yo les digo que unas escenas con él funcionarían, inventen un personaje para Jack. Nos vemos en dos semanas, pero hagan algo”. Supuestamente lo que pasó después (todo eso me lo contó Michela), fue que se fumaron unos churros, fueron a ver a Nicholson, escribieron tres escenas, inventaron el personaje del abogado, tiraron unas escenas, volvieron a filmar otras cositas e incorporaron todo eso, empezando con la escena del árbol, en la que fuman muchísimo, que era una improvisación. Ahí empezaron a reconstruir todo y la volvieron a reeditar con Terry Southern, que les dio un montón de ideas.

Terminó ganando en el Festival de Cannes…

Claro, incluso fueron a Francia con la película sin antes mostrarles la nueva versión ni a la hermana ni al padre. “No van a entenderla”, decían. Cuando ganó Cannes, Michela estaba en Malibu. Me contó que Henry y Jane, en lugar de ponerse contentos, estaban indignados: “¿Cómo puede ser que estos dos boludos ganen Cannes? Es la decadencia de occidente”. Lo que pasaba era que la nueva versión no tenía nada que ver con la película que habían visto ellos, aunque pensaban que sí.

Michela pertenecía al mundo del jet-set, todo lo contrario de Luca. ¿Cómo era su vida en ese momento?

No tenía nada que ver con la de Michela. Luca ya era muy under, hacía la vida propia del mundo de la droga, crotísima, algo sórdida, tremenda. Lo he visto en situaciones que eran el propio infierno, sobre todo en Londres. También con las amistades que tenía en Roma en la época de la heroína. Lo vi a Luca inyectándose en estos lugares tan oscuros en Roma, lugares como el teatro de Marcello, el Viejo Coliseo, que está al lado de nuestra casa, un lugar donde, además, había un levante enorme de homosexuales. Era muy crudo porque cogían ahí, con los heroinómanos que iban a pincharse ahí a un costado, todo lleno de jeringas. Bueno, Luca iba ahí con sus amigos. Él curtió profundamente, estuvo realmente en el infierno, se metió en ese mundo de la droga casi con gusto.

Fuiste al mismo colegio que él. ¿Qué te decía después de haberlo pasado tan mal ahí?

Para el inglés, el italiano era un europeo de otra categoría, como el griego. En esa época, Italia era un país todavía humilde, estamos hablando de 1970, que es cuando él llegó a Escocia. En mi época de colegio, después del boom de la cosa de Italia, los ingleses seguían tomándonos el pelo pero con un poco de fascinación y respeto. Pero cuando estuvo Luca era distinto, te decían “el africano de Europa”. Luca siempre me decía: “Mirá, a la primera que te dicen algo sobre Italia, si te dicen ‘grasiento’ o ‘campesino’ no sé qué, vos les devolvés una enseguida, sin pensarlo. Deciles: ‘Loco, cuando ustedes los ingleses se pintaban y vivían en las cuevas y luchaban como trogloditas, los romanos ya tenían rutas, baños, leyes. Los romanos llegaron a Inglaterra con toda la infraestructura, los mejores escritores, el ejército organizado, mientras ustedes los ingleses eran unos salvajes’. Vos les decís: ‘Che, salvajito de las cuevas, qué me venís a pegar. Andá a cagar, que nosotros ya teníamos baños de agua caliente y todo el Imperio Romano cuando ustedes eran una puntita”. Yo pensaba: “Bueno, si les digo eso me van a cagar a trompadas”. Pero Luca tenía razón. Se iban destruidos cuando les decías: “Che, flaquito, volvete a tu cuevita, prehistórico de mierda”.