MARCADA POR LA MODA
- A MODO DE INTRODUCCIÓN -
«¿Ese género de dónde lo sacaron?», preguntaba mi abuelo Victoriano Blanco Iarzabal cuando yo era chica y me veía lista para ir a un cumpleaños con un vestido nuevo. Él sabía de lo que hablaba porque era sastre. Y uno bueno. Con él, me metí en un mundo que marcaría mi vida para siempre: la moda. Y aprendí también algo fundamental: la rigurosidad.
Mi abuelo me enseñó a reconocer una buena moldería o a saber cuándo una pieza tiene buena caída. Siempre me mostraba en qué lugar exacto de los hombros tenía que caer un saco. Me enseñó a reconocer los buenos géneros y me hacía tocar las texturas. Aprendí qué era un tartán, un cashmere o pied de poul. Mis charlas con él eran sobre cuál era un saco inglés, americano o italiano. Yo crecí entre moldes, telas, agujas e hilos. Porque además mis abuelas bordaban. Con ellas aprendí a tejer a dos agujas, crochet y a bordar. Podría decir que de mis abuelas aprendí el detalle y con mi abuelo sobre la forma y la calidad.
De ninguna manera esto significaba que con mi hermano estuviéramos de punta en blanco. Usábamos ropa que nos hacían mis abuelas o blazers que confeccionaba mi abuelo. Y también ropa comprada. Usábamos de todo.
Mi madre también fue y es una gran amante de la moda. Siempre recibía Vogue. La americana. La original. Con mis padres viajábamos mucho a Nueva York y veíamos comedias musicales. A mí, más que el show, me emocionaba mucho el vestuario.
A los 10 años empecé a diseñar y confeccionar mis propios vestidos. Y a esa edad, también, comentaba sobre el pelo de mis amigas o lo que tenían puesto. Todas me miraban con los ojos como un dos de oro por las cosas que decía.
Sin embargo, tenía otra vocación muy fuerte: el baile. Y estudié. Soy egresada de la Escuela de Danza del Teatro Argentino de la Plata (formé parte del cuerpo juvenil de baile), me perfeccioné en el Teatro Colón y viajé a Rusia para estudiar con Alexander Plisetski, tan virtuoso como su hermana, Maia Plisetskaya.
Y la moda seguía ahí. Como agazapada. En el Colón o en el Argentino de La Plata —dos teatros en donde se fabrica absolutamente todo—, yo siempre me escapaba al área de vestuario.
Me acuerdo que en uno de esos viajes familiares a Nueva York, di con un lugar (con el tiempo di con otro en París) que vendía vestuario en desuso de obras de teatro, películas y series de TV. Fue mi primer contacto con un espacio vintage. Yo le pedía plata a mi papá para comprarme algo ahí: un sombrero, vestido, foulards, zapatos. Cosas que por ahí no eran de mi talle pero que quería tener. Siempre me interesaron las cosas de época.
Cuando llegó ese momento de decidir qué hacer de mi vida, no tenía en claro lo de estudiar diseño. Como la carrera aún no estaba en la universidad, la opción era meterme en arquitectura. Pero no era por ahí. Sí sabía que quería estar vinculada al mundo de la moda. Como estilista o trabajar en alguna revista.
Por eso apliqué para una beca en París. Qué otro lugar si no en la capital de la moda. Lo de la beca no salió, así que decidí irme por las mías. Pero necesitaba plata. Y no tenía. Había que conseguir ese dinero de alguna manera. Lo que sabía hacer bien era bailar. Entonces empecé a presentarme en castings de comedias musicales. Trabajé en varias obras hasta que quedé en una de las pruebas para ser una de las Tinellis de Ritmo de la noche. Y quedé. Pero duré un día: a mi papá no le gustó verme ahí y me dio la plata que me faltaba para irme a París.
En el Museo de la Moda, hice un seminario de estilismo y de historia de la moda (épocas), aunque mi verdadera formación estaba en la calle, en lo que es una de mis obsesiones: el street style. Me sentaba en un bar, de esos típicos de París y sacaba fotos. Anotaba en una libreta lo que me llamaba la atención y lo que se repetía. Me dejaban atónita los accesorios y las combinaciones raras. Observándolo todo, como si tuviera un ojo absoluto, me di cuenta que mi destino estaba en la moda. Sí: quería ser productora de moda, asesora de imagen… Todo lo que implica ser una creativa de moda.
Para mí, un estilista es un intérprete de la moda. De sus propias ideas o de las de los demás. Y lo plasma en imagen, que es una construcción visual en la que se combinan los géneros y las texturas de las telas. Un collage entre ropa, accesorios, maquillaje y peinado.
El talento del estilista no está en tirarle un vestido a un cuerpo o en armar todo con una marca o un diseñador. No. Está en poder armar un equipo donde haya piezas de diferentes perfiles que convivan en armonía. Que articulen en un todo y que a la gente le haga pensar en que quiere tener eso.
Seguí viajando mucho y en una de mis visitas a Nueva York conocí a Josephine McKenzie, que era coréografa de desfiles. Me metí en ese mundo y traje ese concepto a la Argentina, que no hubiera podido concretar sin la mano de Javier Lúquez, un gran RRPP, y mi amiga, la estilista, Eugenia Rebolini.
Empezamos a hacer desfiles que, en realidad, eran shows de moda. Yo pensaba una idea temática, dirigía la puesta y armaba la coreografía. Hice este trabajo durante cinco años para centros comerciales y las marcas más importantes.
Sin embargo, no me animaba a trabajar como productora de moda. Volví a Nueva York con una amiga que sí lo era, trabajaba en una revista y producía muchas campañas. La vi trabajar, la asistí y, desde adentro, comencé a perderle el miedo a mi vocación.
Cuando volví, me llamaron como productora para un desfile de la española Agatha Ruiz de la Prada que iba a hacer en Punta del Este y desde ese momento no pararon de llamarme. Yo dudaba porque era un paso muy importante. Una charla con la sabia Ana Torrejón me sirvió como espaldarazo para animarme a todo. Me convocaron de revistas, dirigí desfiles en el Buenos Aires Fashion Week (BAF) y en el interior, en los que sumé puesta en escena, con coreografías y hasta escenografía. Nada de eso se había hecho hasta el momento.
Más adelante, la periodista y amiga, Elena Moreira, me convocó como editora de moda de la revista Luz. Mi gestión duró seis años en los que produje junto a la directora, Teresa Napolillo, más de 200 portadas, además de tener a mi cargo las doce páginas dedicadas a la moda.
Paralelamente, organicé más de 40 concursos de modelos (entre ellos, Elite Model Look y Ford Models), además de 25 concursos de diseño (por ejemplo, el de Alpargatas de donde salió Pablo Ramírez) hasta que me convocaron para hacer algo que disfruté mucho: durante dos temporadas fui la dura entrenadora del programa Super M, de donde salieron modelos como Paula Chaves, Jazmín de Grazia, Luli Fernández, Soledad Fandiño, Cechu Bonelli, Agustina Córdova y Cinthia Garrido, entre otras.
En la tele pasé por programas como Glam en Fashion TV, Chicas Express y Cómo conseguir novio en 10 días en Cosmopolitan TV, hasta que encontré mi lugar como «policía de la moda» en Este es el show de Canal 13, en donde desde hace tres temporadas critico sin piedad a las famosas. Y a las que intentan llegar a serlo. Algunos me dicen que soy mala. Pero yo prefiero decir que soy una villana sensible.
Puedo decir, luego de más de dos décadas vinculada a la industria de la moda, que todo ese esfuerzo y trabajo valieron la pena. Hoy, por ejemplo, algunas marcas me convocan para buscar tendencias y estilos porque confían en mi mirada. Ser estilista, también, es estar un paso adelante.
Pero ni todo el glamour, ni todas las luces, ni todos los backstages, ni todos los desfiles, ni todos los flashes, ni los vestidos más caros del mundo, podrán dejar de hacerme sentir que sigo siendo esa pequeña marcada por la moda que aprende de géneros con su abuelo.