Historia del joven de piedra

Los sucesos que rodean a estos peces y a mi propia vida son tremendamente extraordinarios. Veréis, mi padre, el rey Mahmud, fue durante setenta años el dueño y señor de las Islas Negras —las cuatro colinas en realidad son islas—. A su muerte, yo le sucedí en el reino y me casé con una prima paterna que estaba locamente enamorada de mí. Sólo os diré que si yo me ausentaba un día entero, ella no probaba bocado, a causa de la añoranza, hasta que no volvía a su lado. Transcurridos cinco años aproximadamente de nuestra convivencia, un día, mientras ella se iba a los baños, yo mandé al cocinero de palacio que preparara una deliciosa cena para mi esposa. Mientras tanto, yo vine a este mismo lugar donde nos encontramos ahora con la intención de descansar un rato y ordené a dos esclavas que me atendieran, una de las cuales tomó asiento a mis pies y la otra se colocó junto a mi cabeza. Aunque tenía intención de echar una cabezada, no logré conciliar el sueño y permanecí inmóvil con los ojos cerrados. De pronto, pude oír el comentario que la joven que estaba situada junto a mi cabeza hacía a su compañera.

—¡Ay, Masuda! ¡Qué pena me da el señor!, tan joven y tener la desgracia de estar casado con nuestra perversa señora.

—¡No me lo recuerdes! Malditas sean todas las adúlteras y traidoras. Desde luego es injusto que nuestro joven señor esté casado con una zorra como ella, que no duerme ni una noche en casa.

—Pero ¿cómo es posible que él no reaccione? No entiendo cómo consiente que, al despertarse por la noche, ella no esté a su lado.

—No seas inocente —replicó Masuda—. Ya se ocupa ella de que el señor no la descubra. Cada día por la noche le pone un narcótico en la bebida para que duerma profundamente hasta el alba. Y cuando regresa, le hace aspirar unos vapores que anulan el efecto del somnífero.

Como comprenderéis, señor, al oír la conversación que mantenían las dos esclavas, se me cayó el mundo encima. Al anochecer, cuando mi prima volvió de los baños, preparamos la mesa para cenar y nos acostamos, como cada día. Sin embargo, yo fingí que me tomaba mi bebida de costumbre —en realidad la tiré— y que me quedaba dormido al instante. Así pude oír claramente los pérfidos comentarios de mi prima: «Duerme, duerme toda la noche y no te despiertes. Dios mío, cómo te odio, qué asco me das». Inmediatamente, se vistió y perfumó, se ciñó mi espada y se dirigió a la salida de palacio.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Es un relato excelente!», comentó su hermana Dinarsad. «Pues esto no es nada en comparación con lo que os contaré la próxima noche», dijo Shahrasad.

Noche 23

Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que siguiera contando la sorprendente historia. Shahrasad reanudó el relato encantada.

Cuentan, majestad, que el joven de piedra explicó al rey:

Me levanté de la cama y la seguí. Salió de palacio, cruzó toda la ciudad y, al llegar a las puertas cerradas, pronunció unas palabras ininteligibles. Al punto, cayeron todos los cerrojos y las puertas se abrieron solas, dejándole el paso libre. Una vez hubo abandonado la ciudad, se dirigió, a campo traviesa, hacia una cabaña con techo de arcilla. Yo, para ver qué hacía allí dentro, me encaramé a lo alto del tejado y he aquí que la vi postrada ante un esclavo negro que yacía en un lecho de paja y vestía harapos.

—¿Por qué llegas tarde? —dijo él, incorporándose, y después de que ella le saludara—. Todos mis compañeros han estado aquí, cada uno con su amante, bebiendo, cantando, jugando y disfrutando. Yo, en cambio, no he podido unirme a la fiesta porque tú no estabas conmigo.

—Amor mío, querido —musitó ella—, tú sabes bien que estoy casada con este repugnante y despreciable de mi primo. Te aseguro que si ello no te tuviera que perjudicar también a ti, esta misma noche haría que toda la ciudad se convirtiera en un montón de escombros donde sólo tuvieran cabida las lechuzas, los cuervos, los zorros y los lobos. Y haría que todas sus piedras fueran transportadas más allá de las montañas del Kaf.

—¡Mentirosa! Te juro por la virilidad de los negros que si la próxima vez que vienen mis amigos tú no estás presente, no querré saber nada más de ti y mi cuerpo no se volverá a unir al tuyo. Maldita seas, me has utilizado a tu antojo, vilmente.

Como comprenderéis, señor, al oír esta conversación, se me cayó el alma a los pies, estuve a punto de desmayarme. Pero es que, además, mi prima le suplicó, entre lágrimas:

—Cariño mío, corazón, si tú te enfadas conmigo no me queda nadie más y si tú me rechazas, ¿quién me acogerá? Amor mío, no me dejes.

Y se lo siguió pidiendo, llorosa, un buen rato. Súbitamente, pareció cambiar de humor, se puso de pie, se desnudó y dijo al esclavo negro:

—¿Tienes algo de comer para tu pichoncito?

—Mira qué hay en el puchero.

Mi prima lo abrió y sacó de él unos huesos de ratón, que se comió con voracidad. Luego le preguntó si quedaba algo para beber y el esclavo le respondió que se tomara el licor que había en la jarra. De modo que, después de comer y beber, se lavó las manos y se acercó al lecho del esclavo para acostarse con él entre los harapos. Ante aquella escena, yo no pude aguantar más y bajé del tejado de la cabaña con la intención de acabar con la vida de los dos. Agarré la espada que se había llevado de casa mi prima y asesté un violento golpe al esclavo, de tal suerte que creí haberle dado muerte.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Es una historia extraordinaria!», comentó su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche es mucho mejor aún», dijo Shahrasad.

Noche 24

Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando la maravillosa historia. Shahrasad reanudó el relato encantada.

Cuentan, majestad, que el joven de piedra siguió contando su historia al rey:

Estaba convencido de que le había dado en la yugular, pero después supe que el golpe había sido superficial y que tan sólo le había herido. El esclavo lanzó un grito ensordecedor que asustó a mi prima, quien, en medio de la oscuridad, se alejó de él y yo, por mi parte, dejé la espada en su sitio y regresé a palacio para acostarme de nuevo hasta el alba.

Cuando mi prima regresó, observé que se había cortado el pelo y que vestía de luto. La explicación que me dio —rogándome primero que no me enojara con ella por haberse vestido de aquella guisa— fue que acababa de enterarse de que su madre había muerto, de que a su padre lo habían asesinado en la guerra santa y de que sus dos hermanos también habían muerto: uno víctima de una picadura de escorpión y el otro a causa de una caída fatal. De modo que reclamaba su derecho a vestir de luto y a estar triste. Yo, evidentemente, no le puse ninguna objeción, al contrario, le dije que hiciera lo que quisiera. Después de un año, doce meses exactamente, de guardar luto y lamentarse y sollozar sin interrupción, me pidió que le construyera un mausoleo, a modo de palacete, donde pudiera dedicarse a rendir culto a sus muertos y que llamaría «Hogar del duelo». Yo di mi consentimiento a tal petición e hice construir un palacete con cúpula, en cuyo interior se levantó una tumba, para que pudiera dedicarlo al culto de sus muertos. Sin embargo, lo que en realidad hizo mi prima fue trasladar allí al esclavo negro herido. Desde que yo le había atacado con la espada, no se podía mover y se había quedado sin habla. De modo que mi prima no podía hacer con él nada más que llevarle alimentos líquidos. Y así transcurrió un año entero, durante el que yo tuve la paciencia de presenciar cómo mi esposa le servía, mañana y noche, caldos y otros alimentos de fácil deglución. Pero un día que ella se encontraba en el mausoleo, entré a hurtadillas y me la encontré llorando y recitando estos versos:

Me duele verte sufrir,

qué difícil es soportarlo.

Y cuando no te veo,

es aún más arduo.

Amor mío, háblame,

sólo quiero una palabra.

Y continuó con estos otros:

El día que no te vea,

te añoraré.

El día que te mueras,

pereceré.

Vivir con temor a la muerte

no es vivir, prefiero morir.

Y con éstos:

Ni todo el oro del mundo,

ni todo el imperio persa

significan nada para mí

si no puedo disfrutar tu presencia.

Cuando dio por acabada la recitación, yo le dije que ya había llorado suficientemente, que de nada le servía seguir lamentándose. Sin embargo, su reacción fue más bien hostil.

—No te entrometas en mis asuntos, porque si lo haces me quitaré la vida —me dijo.

Entonces yo opté por no decirle nada más y la dejé sola. Y permaneció en el mismo estado durante un año más. Transcurrido el tercer año, durante el cual yo había seguido sufriendo amargamente, un buen día entré en el mausoleo y la encontré junto al esclavo. «Amor mío, háblame, dime aunque sea una sola palabra. Tres años sin oír tu voz es demasiado tiempo», le decía. Luego recitó estos versos:

Dime, tumba, si cesó su encanto,

o quizás tú misma lo has perdido.

Pero si no eres jardín ni universo

¿cómo acoges en tu seno sol y luna?

Sus palabras sólo consiguieron intensificar mi enojo, ya no sabía si podría soportarlo más. Y recité:

Dime, tumba, si cesó su odio

o quizás tú misma tal aspecto has perdido.

Pero si no eres jofaina ni puchero

¿cómo acoges en tu seno suciedad y carbón?

—¡Hijo de perra! —me insultó, poniéndose de pie al oír mis palabras—. Tú eres el responsable de todos los males que me aquejan, al haber herido gravemente a mi amado. Por tu culpa hace tres años que se debate entre la vida y la muerte.

—¡Furcia! ¡Sucia fornicadora con esclavos negros! —le grité— Sí, sí, he sido yo quien lo ha dejado en este estado.

Inmediatamente, agarré fuertemente mi espada y la levanté con la intención de matarla. Pero ella, aun viéndome decidido a darle muerte, soltó una gran carcajada y me increpó:

—¡Fuera de aquí, hijo de perra! Lo hecho, hecho está, los muertos no pueden volver a la vida. Pero Dios me ha otorgado el poder suficiente para vengarme de quien así ha actuado. Y lo haré con furia implacable.

Después de esta amenaza, pronunció, con actitud firme, unas palabras ininteligibles, y conjuró:

—Por mis poderes mágicos y maléficos, conviértete en mitad piedra y mitad hombre.

Así pues, señor, desde aquel mismo momento me convertí en el ser que ahora tenéis delante. No puedo levantarme, ni sentarme, ni dormir. Y no estoy muerto ni vivo.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más maravilloso aún», afirmó Shahrasad.

Noche 25

Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando algún episodio que les hiciera la velada más agradable. Shahrasad reanudó el relato encantada.

Cuentan, majestad, que el joven de piedra siguió contando su historia al rey.

Después de embrujarme a mí, mi esposa embrujó a toda la ciudad —que es justo el lugar donde vuestras tropas se encuentran ahora acampadas—: jardines, campos y mercados. En mi ciudad vivían cuatro comunidades distintas, formadas por musulmanes, zoroastras, cristianos y judíos. Mi prima los embrujó a todos, convirtiéndoles en peces: los blancos son los musulmanes, los rojos los zoroastras, los azules los cristianos y los amarillos los judíos. Además, convirtió las islas en montañas y dispuso entre ellas el lago. Pero es que, encima, no contentándose con esto que os acabo de contar, mi prima viene aquí cada día, me desnuda y me azota hasta que me sangra el cuerpo. Y encima de la carne viva, de cintura para arriba, me coloca una prenda de crin, mientras que de cintura para abajo me cubre con rica vestimenta.

Acto seguido, el joven recitó, entre abundantes lágrimas:

Acato pacientemente vuestros designios, Dios mío,

sé que ello os ha de contentar.

La terrible injusticia conmigo cometida

tal vez encuentre recompensa en el paraíso.

Yo sé que Vos al injusto castigáis

y no consentiréis este tormento mío.

—¡Qué escalofriante! —exclamó el rey—. Dime, joven, ¿dónde se encuentran ella y el esclavo herido?

—El mausoleo donde yace el esclavo está en la dependencia adyacente. Es aquí donde ella acude cada día al amanecer para dar de comer al esclavo, y aprovecha para azotarme cientos de veces. Pero como a mí me es imposible defenderme y moverme, lo único que puedo hacer es expresar mi protesta gritando y llorando.

—Joven —dijo el rey—, yo te ayudaré. Y lo haré de tal forma que las generaciones futuras tendrán noticia de ello.

Así pues, el rey y el joven siguieron charlando animadamente hasta que cayó la noche y les venció el sueño. Poco antes del alba, el rey se quitó la ropa, desenvainó la espada y se dirigió al mausoleo donde yacía el esclavo negro, entre velas, candiles, perfumes y esencias. Se acercó a él con absoluta resolución y le asestó un golpe certero. Después de asegurarse de que, efectivamente, le había dado muerte, lo trasladó hasta un pozo que había en las inmediaciones de palacio y lo echó en él. Acto seguido, regresó al mausoleo, se vistió la ropa del esclavo, se colocó en el lecho donde éste había yacido durante tres años y escondió la espada desenvainada entre los ropajes.

Y he aquí que, un poco más tarde, llegó la maldita mujer. Lo primero que hizo fue desnudar al joven de piedra para azotarle violentamente.

—Por Dios, prima, ten compasión de mí —le suplicó—. Ya basta de infligirme este terrible sufrimiento, te lo ruego.

—Lo haría si tú hubieras tenido compasión de mí y no hubieras herido a mi amado —respondió ella, secamente.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Es un relato extraordinario!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más maravilloso aún», afirmó Shahrasad. El rey Shah­rasad, profundamente triste y afectado por aquella historia se dijo que, desde luego, aquella noche no la mataría, al contrario, retrasaría su muerte el tiempo que hiciera falta, hasta que hubiera acabado de contarla.

Noche 26

Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando algún episodio que les hiciera la velada más agradable. Shahrasad reanudó el relato encantada.

Cuentan, majestad, que la mujer, haciendo caso omiso de los ruegos del joven, le azotó sin parar hasta dejarle en carne viva y sangrando abundantemente. Y después le vistió de nuevo la áspera camisa de crin. Como era su costumbre, entonces se dirigió hacia el mausoleo para alimentar al esclavo con el caldo y la bebida.

—Querido —dijo ella—, no te niegues a estar conmigo, no seas egoísta, pues ya nuestros enemigos se han alegrado con creces de nuestra separación. Amor mío, tu compañía es todo lo que tengo en este mundo. Por favor, háblame, quiero escuchar tu voz.

Y recitó:

¿Hasta cuándo así he de sufrir?

¿Cuántas lágrimas he de verter?

Amor mío, háblame, por lo que más quieras,

necesito oír tu voz.

Amor mío, por lo que más quieras, háblame,

necesito tu opinión.

El rey, estirado en lugar del esclavo negro, exclamó, afectando la voz e imitando el acento de los negros:

—¡Ay, ay! Dios mío, Omnipotente y Todopoderoso.

Al oír su voz, ella se alegró enormemente pero, al poco, se desmayó. Sin embargo, pronto recuperó la conciencia.

—Me has hablado de veras, ciertamente he oído tu voz —dijo emocionada.

—No te mereces que nadie te dirija la palabra —le reprochó el rey, imitando el acento de los negros.

—¿Qué quieres decir? —preguntó desconcertada.

—Pues que, al castigar tan severamente a tu marido, sólo consigues que no cese de lamentarse y gritar noche y día, y nos maldiga a ti y a mí, con lo cual yo no puedo conciliar el sueño. De no haber sido así, ya me habría curado hace tiempo, y habría podido hablarte con toda normalidad.

—Amor mío, si quieres, lo desencantaré.

—Hazlo inmediatamente para que no oigamos más sus lamentos.

Ella salió prestamente dispuesta a obedecer las órdenes del que creía era el esclavo negro. Tomó una taza llena de agua, pronunció sobre ella unas palabras ininteligibles, con cuyo efecto el agua empezó a hervir y a burbujear como si estuviera sobre la lumbre, y roció al joven profiriendo estas palabras:

—Si Dios te creó así, yo te conjuro a que sigas así, pero si Dios te creó de otra forma y han sido mis poderes mágicos los que te han transformado, te conjuro a que recuperes tu forma natural.

Inmediatamente, el joven pudo ponerse de pie y dio gracias a Dios por haberse librado del embrujo.

—Apártate de mi vista, no vuelvas nunca más por aquí. Te aseguro que si regresas, te mataré —le amenazó ella.

Y el joven se fue. Ella, por su parte, regresó junto a la tumba y dijo, creyendo que hablaba al esclavo:

—Amor mío, levántate, para que pueda verte bien.

—Me has librado sólo de una parte del sufrimiento, pero no de su parte fundamental —dijo el rey, con el mismo acento.

—¿Y cuál es la parte fundamental?

—Pues el embrujo de que son víctima los habitantes de esta ciudad y las cuatro islas. Cada día, a medianoche, los peces sacan la cabeza del agua para pedir auxilio y maldecirme. Éste es el auténtico motivo por el que no he conseguido curarme. Por favor, querida, deshaz su embrujo y ven a tomarme de la mano para que me levante y así pueda sanar rápidamente.

—Ahora mismo, querido. ¡Gracias a Dios! —exclamó ella.

Y se dirigió rauda y veloz hacia el lago para recoger un poco de agua.

La luz del alba sorprendió a Shahrasad y ella dejó de hablar.

«¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más maravilloso aún», afirmó Shahrasad.

Noche 27

Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no dormía todavía, les siguiera contando la historia para pasar una velada más agradable. Shahrasad reanudó el relato encantada.

Cuentan, majestad, que la joven dirigió unas palabras a las aguas del lago, y justo cuando los peces levantaron la cabeza, deshizo el hechizo. En un santiamén, la ciudad recuperó su aspecto primitivo, y los mercados se llenaron de gentesxf que compraban y vendían.

La mujer se dirigió de nuevo a palacio y entró en la dependencia del mausoleo.

—Querido, dame la mano y levántate —dijo al que creía que era el esclavo.

—Acércate —le respondió el rey, con voz afectada.

La mujer se acercó a él sin vacilar, pero él la instó una y otra vez a que se acercara aún más. La mujer obedeció encantada sin sospechar que la intención última de tan vivo interés en que se acercara a él era asestarle un fuerte sablazo. De modo que la mujer quedó partida en dos y cayó desplomada al suelo.

Al salir, el rey se encontró con el joven, que le esperaba para darle sus más sinceras gracias por lo que había hecho.

—¿Te quedas en tu ciudad o prefieres acompañarme? —le preguntó el rey.

—¿Vos sabéis, señor, a qué distancia se encuentra vuestra ciudad?

—A medio día de camino —respondió en tono seguro.

—No seáis ingenuo, señor. Efectivamente, eso era así cuando la ciudad estaba embrujada. Pero ahora la distancia que separa ambas ciudades es de un año de camino.

A pesar de la sorpresa que la respuesta causó al rey, insistió en preguntar al joven si pensaba irse con él o quedarse en su ciudad, a lo que el joven respondió que se iría con él. Ambos se abrazaron con sentido afecto, especialmente porque el soberano no había tenido descendencia y, a partir de aquel momento, consideró al joven como hijo suyo.

Antes de emprender camino, el joven entró en palacio para pedir al servicio que le preparara todo lo que pudiera necesitar para el viaje. Los preparativos se prolongaron durante diez días, transcurridos los cuales el rey y el joven, con profunda nostalgia, abandonaron el reino de este último acompañados por un séquito de cincuenta sirvientes y numerosos esclavos que transportaban cien fardos de regalos, joyas y dinero.

El largo viaje transcurrió, gracias a Dios, con toda normalidad. Y tan pronto como el visir del rey se enteró de su inminente llegada salió a recibirles y ordenó que se engalanara elegantemente toda la ciudad, mandando incluso que se cubrieran las calles con tapices de seda. La alegría de todos los habitantes fue enorme, y así quisieron manifestarlo, saliendo a dar la bienvenida al séquito.

El rey ocupó su lugar en la audiencia para que nobles, visires y colaboradores le pudieran rendir homenaje e informó a su visir de las peripecias que había vivido durante aquella larga ausencia, haciendo especial hincapié en la historia del joven hechizado y el comportamiento de su esposa con él. El visir felicitó al joven por el final feliz de su historia y el rey, después de hacer generosos regalos a todos los miembros de la corte, ordenó que fueran en busca del pescador, gracias a quien, en definitiva, la ciudad se había librado del embrujo.

Al llegar ante su majestad, el pescador fue interrogado acerca de su descendencia. Y cuando el rey supo que tenía un hijo y dos hijas, ordenó también que se presentaran ante él. Su deseo era casarse con una de las hijas, desposar al joven con la otra y nombrar al hijo chambelán mayor de palacio. Además, nombró a su visir gobernante de las Islas Negras y lo envió al nuevo dominio con el mismo séquito de cincuenta sirvientes, esclavos y cargamentos de objetos de valor que él había traído.

Así pues, el visir emprendió viaje hacia su nuevo destino, mientras el joven de piedra permanecía en palacio en compañía del soberano y el pescador se convertía en la persona más rica y afortunada de su tiempo, pues había conseguido que sus hijas entraran, por derecho de matrimonio, en la casa real.

La luz del alba sorprendió a Shah­rasad y ella dejó de hablar.

«¡Es un relato sorprendente!», dijo su hermana Dinarsad. «Pues lo que os contaré la próxima noche, si el rey me deja vivir, es mucho más extraordinario aún», afirmó Shah­rasad.

Noche 28

Por la noche, Dinarsad pidió a su hermana que, si no tenía sueño, les contara otra historia que les hiciera pasar una velada más agradable. Shah­rasad accedió encantada y relató:

IMAGEN01red.jpg